Is This the Life We Really Want?, de Roger Waters

Contra la parodia de la democracia y en pos del bienestar común

Por Emiliano Fernández
“Picture a seat on a private plane
Picture your feet nailed to the floor
Picture a crew who are clearly insane
Picture no windows, picture no doors…”
 
“Imagina un asiento en un avión privado
Imagina tus pies clavados en el suelo
Imagina una tripulación que está claramente loca
Imagina que no hay ventanas, imagina que no hay puertas…”

 

Picture That, Roger Waters.

 

La espera finalmente valió la pena porque el último trabajo discográfico de Roger Waters, Is This the Life We Really Want? (2017), su primer álbum de estudio desde Amused to Death (1992), es de hecho una obra maestra que se sitúa al mismo nivel de excelencia de The Pros and Cons of Hitch Hiking (1984) y el mismo Amused to Death, las otras dos cumbres de su carrera solista, faenas que superan por mucho al interesante aunque musicalmente caduco Radio K.A.O.S. (1987), un opus cargado de baterías programadas y todo aquel eco ochentoso aunque también un clásico ejemplo de disco de denuncia tanto contra la concentración de los medios de comunicación como contra la pauperización de la información. ¿Pero exactamente qué ocurrió en estos 25 años de semi silencio en lo que respecta a novedades? La respuesta es sencilla: el británico se retiró profesionalmente un tiempo, luego retomó el gustito por los shows en vivo y se entretuvo con proyectos varios como el compilado Flickering Flame: The Solo Years Volume 1 (2002), el cual incluía además un puñado de inéditos y canciones de soundtracks, el disco en vivo In the Flesh- Live (2000), cuyo repertorio se centraba principalmente en la trilogía compuesta por The Dark Side of the Moon (1973), The Wall (1979) y Amused to Death, Ça Ira (2005), aquella ópera/ experimento en tres actos sobre la Revolución Francesa, y Roger Waters: The Wall (2015), otro trabajo en vivo que recuperaba el álbum de 1979, algo que ya había hecho el propio Waters -aunque con un resultado artístico más desparejo por la presencia de invitados que no eran del todo acordes con el material- en The Wall: Live in Berlin (1990).

 

Toda esta catarata de opus complementarios/ accesorios nos trajo a este momento, a la edición de un disco de estudio con temas nuevos que definitivamente quiebran aquel impedimento que el propio Waters señaló a lo largo de los años como la razón primordial de la no aparición de material: el señor, uno de los artistas conceptuales por antonomasia de la historia del rock, se cansó de afirmar que no podía hallar un hilo común que uniese a la colección de canciones que fue acumulando durante estas décadas, en función de lo cual no sentía la necesidad de darlas a conocer a sus fans. Semejante nivel de inconformismo para con su propia obra contrasta con el panorama de la industria musical mainstream de nuestros días, en el que vemos un regreso a los álbumes sustentados en la lógica -previa a los 60- de “dos o tres cortes comerciales y mucho material de relleno”, un esquema que nos condena a la uniformidad estilística, la no evolución de disco a disco y la mediocridad discursiva de siempre, esa que viene acompañando al rock y el pop desde fines de los 90 como si se tratase de una epidemia de músicos desorientados -con poco y nada para decir- que parecen funcionar a la par de unas discográficas cobardes que apuestan sólo a seguro (el fantasma de la piratería deja al desamparo a un indie que desde hace lustros no sabe cómo reaccionar) y un público cada día menos exigente y mucho más preocupado por el hecho de que le garanticen los mismos productos una y otra vez (la falta de curiosidad cultural y la avanzada de un empobrecimiento educativo, vinculado a la intolerancia del consumidor ignorante y de derecha, son los rasgos distintivos de esta fauna del presente).

 

Aquí el que le brindó una ayuda más que generosa para hermanar las composiciones y terminar de acercarlo al estudio de grabación fue el gran Nigel Godrich, con quien empezó a trabajar en calidad de productor en ocasión de Roger Waters: The Wall, asimismo uno de los mejores profesionales del rubro y responsable de joyas como OK Computer (1997) de Radiohead, Mutations (1998) y Sea Change (2002), ambos de Beck, Chaos and Creation in the Backyard (2005) de Paul McCartney y 5:55 (2006) de Charlotte Gainsbourg. Su típica producción meticulosa, etérea y muy intuitiva, siempre dejando espacio suficiente para esos instantes de silencio que se combinan con orquestaciones gloriosas, reaparece en Is This the Life We Really Want? con toda su fuerza y -por cierto- calza perfecto con la dinámica esquizofrénica de las canciones de Waters, léase su tendencia al canto símil susurro que de improviso explota en esa efervescencia furibunda e impetuosa que todos conocemos y amamos en igual medida. La desgarradora belleza de las canciones nuevas es francamente prodigiosa porque el inglés logró construir un retrato antiimperialista de los tiempos que corren utilizando sus recursos históricos como compositor casi desde la más absoluta soledad, yendo a contrapelo de un capitalismo cultural enclaustrado en la estupidez pasatista más aniñada, trivial e irresponsable para con la multiplicidad de barrabasadas cometidas por unas cúpulas dirigentes corruptas y salvajes que se sienten amparadas por pueblos cada día más lobotomizados por los medios de comunicación e incapaces de desarrollar un pensamiento propio que le escape al individualismo. Así las cosas, a lo largo del disco se dan cita la crisis de los refugiados en Europa (el viejo continente está pagando sus siglos de pillaje en el Tercer Mundo), la banalidad contemporánea (el deporte, la virtualidad hueca y el entretenimiento basura lo cubren todo), la falsa omnipotencia de los fascistas en el poder (el modelo de los empresarios imbéciles y ladrones que llegan al estado), la distribución hiper desigual de la riqueza (la concentración capitalista destroza toda movilidad social), la sustitución del trabajo por la especulación financiera (los banqueros controlan el destino de casi todas las economías del globo cual nuevos señores feudales), y las viejas “guerras satélite” que se siguen reproduciendo en Medio Oriente y África, ahora con una intervención del imperio que adquiere la modalidad de los ataques de drones (con el objetivo de mantener en funcionamiento el conglomerado armamentístico, probar nuevos arsenales, dividir a naciones con lazos en común y continuar con la rapiña de los recursos naturales/ energéticos de cada país, siempre a través de una sociedad entre las elites gubernamentales locales y la alta burguesía de los países centrales y sus testaferros).

 

El comienzo del álbum está marcado por dos tracks unificados, los geniales When We Were Young y Déjà Vu, ambos a su vez apuntalados en cinco elementos que de allí en adelante caracterizarán al disco en mayor o menor medida: una base de batería tranquila, un piano en verdad exquisito, unas cuerdas que van y vienen, ráfagas de sintetizadores fulminantes old school que suman dramatismo en determinados pasajes, y algún que otro efecto sonoro que acompaña/ ilustra las letras de un Waters tan poético e inteligente como osado y mordaz. Aquí se despacha con una de sus mejores diatribas humanistas, melancólicas y antibélicas, empezando con una semblanza irónica sobre la vejez y el alcohol y afirmando que él “habría hecho un mejor trabajo que Dios” si hubiese tenido la oportunidad. Luego pone en evidencia los asesinatos vía drones, el enriquecimiento de los banqueros, la destrucción del medio ambiente y la incoherencia de los que se dicen de izquierda pero votan a la derecha, todo un pantallazo que el señor vincula a un eterno déjà vu de las mismas circunstancias desde el Imperio Romano. The Last Refugee es una de las canciones más duras del disco ya que está construida alrededor del concepto de una madre de una familia de refugiados que se enfrenta a la muerte de su hijo en el mar, una dialéctica retórica que le debe mucho al caso de Aylan Kurdi, el niño kurdo que fue encontrado ahogado en una playa de Turquía en otro de los coletazos de la crisis humanitaria siria. Entre la desmembración familiar, la falta de alimentos y la negación ante el dolor, el músico no deja pasar la oportunidad de pegarle a los burgueses estúpidos que “golpean sus iPhones borrando el número de amantes redundantes”, indignándose un segundo y entregándose de nuevo al egoísmo a posteriori.

 

La siguiente canción del álbum, la poderosa Picture That, en el ámbito musical retoma la clásica estructura de Pink Floyd, relacionada con un contrapunto itinerante entre la serenidad y la velocidad, y en lo que respecta al campo de las palabras hace suya aquella invitación a imaginar distintas situaciones de Lucy in the Sky with Diamonds de The Beatles, haciéndonos pasear por la militarización de los niños, las atrocidades cometidas por las potencias internaciones en Afganistán, la estupidez peligrosa de payasos de derecha como Donald Trump (en este sentido resultan monumentales los versos “imagina un cagadero sin un puto drenaje/ imagina un líder sin un puto cerebro/ sin un puto cerebro, sin un puto cerebro”), la obsesión con las redes sociales que lleva a la desconexión con quien se tiene delante, las atrocidades cometidas en el campo de concentración de Guantánamo, el juego y demás promesas mentirosas a las que se entregan las clases bajas y los pobres en general -permanentemente “pegados a una pantalla en el Estado de Nevada”- porque el sueño americano se les escapa de las manos o ya es una quimera, y finalmente imágenes varias de claustrofobia y una colisión inminente si se continúa con la lógica de la codicia infinita a expensas del bienestar de la población. Una guitarra acústica, más los habituales destellos de rabia de Waters, son los dos rasgos centrales de la bella y muy lúcida Broken Bones, en la que el inglés parodia las intros idiotas de las canciones de amor para de golpe cortar a una reflexión acerca del tiempo transcurrido desde la Segunda Guerra Mundial, un conflicto que en lugar de enseñar a la humanidad a respetar la vida, lamentablemente derivó en el odio a costa de la igualdad y en una fantasía general en pos de la abundancia. La construcción de pequeños soldados en naciones arrasadas por las tropas de Estados Unidos y sus aliados -en nombre de la libertad- también es otro de los tópicos de la canción, la cual cierra con una admirable sentencia antinostalgia dirigida a los demagogos estatales y vinculada al hecho de que “no podemos retroceder el reloj, no podemos volver atrás en el tiempo, pero podemos decir ‘vete a la mierda, no escucharemos tus engaños y mentiras’”.

 

Ahora bien, todo el esplendor de la producción de Godrich y la perspicacia de Waters, más una gran utilización de unos locutores impersonales informándonos la hora oficial, las festividades y/ o las perspectivas meteorológicas, puede apreciarse en el díptico compuesto por el tema que le da el nombre al disco y la siguiente canción Bird in a Gale, dos obras maestras apocalípticas que no tienen nada que envidiar a los análisis orwellianos de The Wall, Amused to Death y The Final Cut (1983). En primera instancia centrémonos en Is This the Life We Really Want?, una composición que edifica un retrato certero de la estrategia utilizada por los políticos neoliberales en general, y por monstruos como Trump o Mauricio Macri en particular, para ganar las elecciones en naciones cada día más empobrecidas y plagadas de injusticias sociales que superan por mucho a las de los populismos berretas y sumamente oportunistas del pasado, con un puñado de empresas en situación de oligopolio concentrando la riqueza, los bienes y la multiplicidad de recursos locales: el tema arranca con el registro del famoso intercambio de este año entre Trump y Jim Acosta de la CNN, que enseguida empalma con la primera estrofa de la canción, en donde Waters nos comenta los alcances del despojo inmobiliario encabezado por el susodicho mediante frases demoledoras como “el ganso ha engordado gracias a lujosas barras de caviar, créditos subprime y hogares quebrados”, preguntándose “¿no es suficiente que tengamos éxito, que necesitamos que otros fracasen?” e invitándonos a sopesar “cada vez que un imbécil se convierte en presidente”. Luego desmenuza el discurso del miedo que gana elecciones hoy por hoy, ese miedo a los extranjeros, el miedo a los crímenes, el miedo a cualquier cosa que los pueblos no comprendan y que posibilite uniformizarlos con vistas a cristalizar una manipulación concebida desde el maquiavelismo más burdo y patético. El tema termina con una enumeración implacable -y sinceramente muy graciosa en su comparación con las hormigas- que empareja a la humanidad en materia de quedarse callada e indiferente mientras los fascistas suben posiciones aprovechando la ignorancia, apatía y egocentrismo generalizado de los ciudadanos de a pie: “todos nosotros, los negros y los blancos/ chicanos, asiáticos, todo tipo de grupo étnico/ incluso la gente de Guadalupe, el viejo, el joven/ brujas sin dientes, súper modelos, actores, maricas, corazones sangrantes/ estrellas de fútbol, hombres en bares, lavadoras, sastres, fulanas/ abuelas, abuelos, tíos, tías/ amigos, relaciones, vagabundos sin hogar/ clérigos, camioneros, damas de limpieza/ las hormigas… quizás no las hormigas/ ¿por qué no las hormigas?/ bueno, porque es cierto que las hormigas no tienen el coeficiente intelectual para diferenciar entre el dolor que otras personas sienten y, bueno, por ejemplo, cortar hojas/ o arrastrarse a través de los umbrales de las ventanas en busca de latas abiertas de melaza/ así que, al igual que las hormigas, ¿sólo somos tontos?/ ¿es por eso que no sentimos ni vemos?/ ¿o estamos todos entumecidos por esta reality TV?” Toda Is This the Life We Really Want? es una prueba incuestionable -como si hiciese falta a esta altura de su trayectoria…- de la potencia discursiva que reside en el susurro del septuagenario Waters, ese que muta en alarido lejano al momento de la llegada de Bird in a Gale, otra diatriba contra el militarismo homicida, los drones y el lavaje de manos de las potencias para con los refugiados, en esta ocasión desde una entonación más abstracta/ contemplativa y la ya mencionada utilización magistral de los locutores, los sintetizadores y los efectos sonoros para ilustrar la saturación que generan los repugnantes medios de comunicación de nuestros días y esa información basura que propagan para volcar la ingenuidad de los receptores hacia intereses que no les son propios, logrando la proeza de que el explotado celebre al explotador y sueñe con convertirse en él.

 

La preponderancia del piano vuelve en The Most Beautiful Girl, una canción espléndida -y lo más parecido a una balada de todo el material del disco- que pone el acento en la pusilanimidad e indolencia detrás de los bombardeos a distancia controlados por generales a miles de kilómetros del supuesto “frente de batalla”, otra de las tantas falsedades de la industria de la muerte y sus burócratas/ sicarios del poder central, esos que conforman un “comité secreto que está resguardado en una guarida convenientemente lejos del frío aire del desierto”. Aquí se combina la poesía de The Last Refugee con las denuncias políticas de la también extraordinaria y temáticamente similar The Bravery of Being Out of Range, perteneciente al Amused to Death, un cóctel a su vez orientado a poner de manifiesto la masacre sistemática de civiles inocentes en estas “operaciones encubiertas” vía los últimos artilugios tecnológicos del asesinato. En la enérgica y semi funk Smell the Roses, un tema que contiene un solo de guitarra apoteótico en la tradición de David Gilmour, Waters destroza la mediocridad y el conformismo con las que la mayoría del pueblo de los países centrales ve a las guerras iniciadas por sus representantes en las cúpulas del estado, dividiendo la canción en una serie de momentos en los que la mujer protagonista pasa de “despertar y oler las rosas”, engatusada por la promesa de campaña de dinero a futuro para todos, a “despertar y oler el fósforo”, cuando esas elites corruptas y asesinas le ponen su nombre a una bomba y comienzan a lanzarlas sobre los blancos, utilizando los recursos del sistema tributario para hacer negocios con la industria armamentista. El tema a partir de allí eleva el realismo y cimienta la denuncia con la estrofa “despierta y huele el tocino/ pasa tus dedos grasientos por el pelo/ ésta es la vida que has tomado”, circunstancia que deriva en el descubrimiento de las mentiras y falacias. El británico también parafrasea el discurso de la justificación de los dirigentes y los medios de comunicación cooptados por las elites del poder: “sólo una línea en el registro del capitán/ sólo un gemido de un perro de rescate/ otro muchacho no tuvo éxito/ vamos, nena, es un intercambio justo”, lo que asimismo funciona como una coda final de la prédica de la complacencia, el delirio y el suplicio convalidado.

 

El Is This the Life We Really Want? finaliza con una suite majestuosa en tres partes, tituladas Wait for Her, Oceans Apart y Part of Me Died, las primera y tercera basadas en una línea de piano casi fantasmal y la segunda -la de menor duración- en una guitarra acústica. En Wait for Her, Waters ofrece una traducción de un maravilloso poema de Mahmoud Darwish, uno de los escritores palestinos más famosos del mundo, que toma la forma de una oda a un personaje femenino que por supuesto no es precisamente una mujer sino más bien el amor, el respeto y el entendimiento recíproco humano, un ideal que sin dudas condensa el rasgo positivo a ponderar frente a la destrucción, las muertes y las lágrimas que recorren las composiciones del disco. Como siempre en el caso del inglés, cada decisión acarrea la responsabilidad de mantenerla y defenderla con el tiempo frente a los embates de los diletantes de la farsa política, social, económica y comunicacional, como bien remarca en los versos finales: “y mientras el eco de esa última descarga se desvanece, recuerda las promesas que hiciste”. Oceans Apart, por su parte, constituye el nexo entre las aspiraciones positivas de Wait for Her y la sistematización de los rasgos negativos del hombre contemporáneo que ofrece el último track del disco, Part of Me Died, sobre el que sobrevuelan varios conceptos subyacentes al Animals (1977), afirmando que “cuando puse mis ojos sobre ella, una parte de mí murió”. ¿Pero exactamente a qué se refiere Waters, cuál fue la parte de su persona que murió al descubrir el amor, en tanto potencialidad creadora y respetuosa para con la existencia, la felicidad y el bienestar del prójimo? Part of Me Died lo deja bien en claro: “la parte que es envidiosa, de corazón frío y tortuoso/ codiciosa, malvada, global, colonial/ sedienta de sangre, ciega, sin sentido y barata/ centrada en las fronteras y masacres y ovejas/ la quema de libros, la destrucción de viviendas/ volcada al asesinato selectivo con drones, a las inyecciones letales, la detención sin juicio/ visión monocular, gangrena y lodo/ unción, sarcasmo, asalto común/ homicidas heroicos autosatisfechos y alzados hacia lo más alto”. Como si fuera poco, el trayecto final de la canción rankea en punta como una de las cataratas poéticas iracundas más esplendorosas que haya ofrecido el británico en toda su carrera, un pantallazo por el mundo actual que desborda inconformismo, honestidad, pujanza, lucidez y una valentía que muy pocos enarbolan o siquiera poseen en nuestros días: “mentiras desde el púlpito, violación en la ducha/ mudo, indiferente, sin sentir vergüenza/ corpulento, importante, basureador, trastornado/ sentado en la esquina mirando la televisión, sordo a los gritos de los niños adoloridos/ muerto para el mundo, sólo viendo el partido/ mirando interminables repeticiones de lo mismo/ oculto, aturdido/ silencio, indiferencia: el crimen definitivo/ pero cuando te conocí, esa parte de mí murió/ tráeme un tazón para lavar tus pies en él/ tráeme mi cigarrillo final/ sería mucho mejor morir en tus brazos que persistir en una vida de arrepentimiento”. Ese último sacrificio pone en interrelación la dialéctica de la denuncia y la actitud de exigir cambios concretos vía la transformación paulatina del “sentido común” de las masas hacia terrenos más adultos, responsables y conscientes de los crímenes cometidos por sus representantes en el estado, aquellos que les mienten en la cara para hacerse con el poder, distribuir prebendas, consagrarse a la especulación financiera, reducir y concentrar el mercado, eliminar más puestos de trabajo y mantenernos en un constante y fingido estado de guerra eterna contra nuestros semejantes, cual distopía de pulso cíclico.

 

Precisamente, el miedo y la futilidad como instrumentos de control hegemónico son los grandes protagonistas del álbum, los cuales permitieron el ascenso de estos empresarios ridículos y voraces que nos gobiernan y posibilitaron también el Brexit, léase la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea y lo que se asoma como un recrudecimiento de los nacionalismos xenófobos del viejo continente, los partidos de extrema derecha y las siempre presentes ansias de separatismo regional intra los distintos países del bloque. En Is This the Life We Really Want? se vuelve a dar cita la idiosincrasia de Pink Floyd en cada uno de los pasajes de furia, las particiones conceptuales, las intervenciones sobre el campo del silencio, los arreglos meticulosos, el nihilismo de las letras, la sutileza del acabado general, los instantes de tranquilidad, los crescendos de los temas, la amplitud operística del material en su conjunto y esa intermitencia entre la acusación de complicidad ante el estado del mundo y el arte de armarse de paciencia y soñar con un futuro mejor que permita alojar una mínima esperanza de que las calamidades se reviertan y dejen de profundizarse década tras década en un torbellino de desatinos colectivos. Waters (voz, guitarra acústica y bajo) y Godrich (producción y arreglos generales), apuntalados a su vez en una banda muy eficaz formada por los guitarristas Jonathan Wilson y Gus Seyffert, el baterista Joey Waronker y los tecladistas Roger Joseph Manning y Lee Pardini, construyeron un trabajo que respeta el canon del pasado pero no le rinde culto ni cae en la retromanía de nuestros tiempos, llenándonos de citas y referencias, porque apuesta a un cierre conceptual de muchas de las preocupaciones de siempre del músico relacionadas con las sensaciones encontradas que señalábamos anteriormente, homologadas a una desilusión en lo que atañe al rumbo del planeta y a la compasión que le despiertan los inocentes, esos que una y otra vez terminan pagando las consecuencias de los suicidios electorales monitoreados por el gran capital y sus personeros políticos… aunque a decir verdad ya la línea divisoria entre ambas regiones pasó a difuminarse con la llegada de la derecha comercial/ financiera/ inmobiliaria a los altos mandos nacionales. Nuevamente tenemos en primer plano una lucha ideológica contra la impunidad de los dirigentes y contra una forma de concebir la música -y la cultura a nivel macro- como un mero negocio destinado a lobotomizar a los individuos para convertirlos en consumidores abúlicos: pensemos en las capas de silencio y sutilezas varias que el dúo Waters/ Godrich va insertando a lo largo del disco como un mecanismo que a la vez que continúa la obra maravillosamente esquizofrénica de antaño, también se distancia de la llamada “loudness war”, esa estrategia de los productores actuales tendiente a elevar el volumen de las grabaciones hasta el extremo del ruido y la distorsión gratuita para idiotizar al público, el cual pasa a no poder distinguir ningún detalle del enclave compositivo porque la uniformidad y la chatura se convierten en los principios rectores. La enorme calidad de las canciones y esa atmósfera cargada de un lirismo muy pulido y de larga data, pero que se acomoda perfecto a un presente que necesita/ reclama este nivel de compromiso artístico, son el testimonio del talento fulgurante de un verdadero activista/ filósofo/ artesano de la defensa de la vida frente a las maquinaciones tecnocráticas y genocidas de la plutocracia en el poder, la misma que nos conduce a seguir reproduciendo el ciclo interminable de crisis masivas que aquejan al capitalismo con una frecuencia cada vez más corta y preocupante… como bien afirma Waters -con dosis iguales de astucia y sarcasmo- en el tema que titula al álbum, esa letanía símil leitmotiv: “¿es esta la vida que realmente queremos?/ seguramente debe ser así porque esto es una democracia y es adonde decidimos que vaya”. Libertad, igualdad y fraternidad son palabras que quedaron completamente desdibujadas en Occidente y Oriente hasta caer en el abismo de la colección de injusticias y barbaridades de nuestros días (pobreza endémica, estados obsesionados con el control de los ciudadanos de menores recursos, pérdida de derechos laborales, corrupción generalizada y favoritismo para con los amigos, destrucción de organismos independientes del poder, especulación financiera en las altas esferas, represión de toda manifestación pública en contra de la concentración económica, violencia incentivada desde los grupos hegemónicos, asesinato de militantes sociales, trivialidad virtual multiplicada hasta el cansancio, etc.), por lo que cada pequeña barricada que se monte contra la parodia de la democracia enviciada/ global y en pos de la defensa del bienestar común debe ser rescatada y vitoreada, por más que sea minoritaria en este mar del fascismo consentido mediante la ceguera irresponsable de pueblos que nunca terminan de madurar del todo y/ o de comprender que sólo de sus manos vendrá el cambio deseado, nunca de los nuncas de los delegados de las corporaciones, la mafia gerencial y sus perros falderos que bajo el overol, la pollera o el saco y la corbata esconden el odio para con el que lucha por recuperar todo lo perdido por su desdén, insensibilidad, sandez y falta de curiosidad cultural y espíritu crítico.

 

Is This the Life We Really Want?, de Roger Waters (2017)

Tracks:

  1. When We Were Young
  2. Déjà Vu
  3. The Last Refugee
  4. Picture That
  5. Broken Bones
  6. Is This the Life We Really Want?
  7. Bird in a Gale
  8. The Most Beautiful Girl
  9. Smell the Roses
  10. Wait for Her
  11. Oceans Apart
  12. Part of Me Died