Introducción, por Emiliano Fernández:
Na Hong-jin es el equivalente a uno de esos directores gloriosos de antaño como ya casi no existen, no sólo porque se toma su tiempo entre película y película sino debido al hecho de que cada una de ellas desparrama inteligencia procedimental y evita el latiguillo retórico de esa escena resumen/ bombástica inicial a la que suele recurrir el enorme grueso del cine de nuestros días como si absolutamente todos los espectadores fuesen unos tarados sin sesos ni paciencia alguna ni imaginación creativa ni capacidad de entretejer un mínimo desarrollo que no esté sobreexplicado en diálogos y una colección de flashbacks rutinarios, muy en la tradición del público oligofrénico hollywoodense promedio. El gran director y guionista surcoreano, en cambio, apuesta una y otra vez de manera explícita por un desarrollo narrativo pausado que funciona por acumulación dramática y gusta de contraponer por un lado la vocación porfiada e irrenunciable del protagonista de turno, siempre volcada a una misión vinculada tanto a la justicia como a salvaguardar o conocer el destino último de algún allegado digno de afecto, y por el otro lado el sustrato impiadoso e hiper sádico de un mundo capitalista parasitario que puede estar representado en el asesino en serie de The Chaser (Chugyeokja, 2008), la red de resonancias mafiosas de The Yellow Sea (Hwanghae, 2010) o el Belcebú prosaico de The Wailing (Gokseong, 2016), esquema caracterizado precisamente por demonios devoradores que carcomen lo individual más preciado desde lo social al punto de generar sospechas, hipocresía, traiciones y verdaderas batallas campales que se transformarán en uno de los recursos o motivos favoritos del señor, prácticamente a la par del acervo farsesco de las autoridades públicas, el cariño por las armas blancas, los cambios de tono desde lo ligero cómico hacia la oscuridad avasallante del alma, los enigmas de las grandes ciudades y del contexto bucólico también, el antiheroísmo casual de los protagonistas, el humor de índole muy negra y naturalista, la banalidad de la violencia, el sustrato aleatorio de los encuentros cotidianos, la amargura que esconde la frustración, la mediocridad del ciudadano estándar y los infaltables “puntos muertos” de investigaciones que suelen chocarse contra la enorme pared de la indiferencia, la estupidez, lo perverso y esa inoperancia que entorpece el periplo hacia la verdad. Son los tres largometrajes citados, hoy por hoy los únicos realizados por Na, los que analizaremos a continuación con el propósito de rescatar a uno de los creadores fundamentales del cine contemporáneo y de poner en primer plano que no todo está perdido en el séptimo arte ya que todavía existen artesanos del género tan talentosos, astutos y minuciosos como el realizador que nos ocupa, todo un adepto al neo noir clásico de The Chaser y The Yellow Sea, siempre empardado a la dialéctica caníbal metropolitana, como a su acepción agreste más cercana al terror, aquella correspondiente a The Wailing y también centrada en personajes marginales porque en la susodicha el policía bufonesco protagonista llegado determinado punto del relato pierde tácitamente su carácter de representante institucional y muta en un paria desesperado más, semejante al proxeneta de la ópera prima que rastrilla Seúl en pos de sus putas faltantes y al taxista devenido sicario y en busca de su esposa asimismo desaparecida del segundo opus del coreano. Na representa uno de los poquísimos oasis que nos brinda el arte actual y nos permite atesorar la esperanza de que vuelva a popularizarse un cine visceral e inconformista en serio -sin poses edulcoradas o corrección política de cotillón para bobitos del montón- basado en la brutalidad lacerante y la efervescencia retórica a toda pompa, más amigo de reformular premisas a priori conocidas antes que llevarlas -como hacen tantos colegas del señor- hacia regiones ya ampliamente transitadas en el pasado y por cierto con una mayor eficacia, dejándonos con la conciencia de que el minimalismo curiosamente inflado de ambición y de meticulosidad del realizador resulta un tesoro inconmensurable a proteger.
The Chaser (Chugyeokja, 2008), por Ernesto Gerez:
Después de la crisis de los primeros años 90 el cine coreano comenzó a aplicar medidas proteccionistas como, entre otras, una mayor cuota de pantalla para su producción; con los años las políticas culturales funcionaron y en menos de una década la venta de entradas por habitante no sólo aumentó sino que también creció la producción de cine local y el público que comparaba un ticket para ver esas películas y no sólo los tanques de la industria hollywoodense. Para mediados de la década del 2000 la cuota de pantalla se flexibilizó y el porcentaje de público cayó un poco en términos generales, pero para esos años ya estaba armada una industria local fuerte basada en lo técnico pero también en una apuesta por el género y en la creación de un star system propio. Digamos que por fuera del círculo de los más conocidos y festivaleros, como Kim Ki-duk o Hong Sang-soo, existe una lista de muy buenos directores que laburan el género y que en la década del 2000 lograron puntos altísimos de producción que estuvieron al nivel de la competencia estadounidense. Entre esos directores podemos nombrar a Park Chan-wook, seguramente el más conocido sobre todo por su Trilogía de la Venganza, y a Bong Joon-ho pero también a Kim Jee-woom, que filmó dos preciosuras deformes como A Tale of Two Sisters (Janghwa, Hongryeon, 2003) e I Saw the Devil (Ang-ma-reul Bo-at-da, 2010), o al taquillero Lee Jeong-beom y su The Man from Nowhere (Ajeossi, 2010) del comienzo de la década pasada. En esta lista de grandes directores contemporáneos es menester incorporar al que nos ocupa, Na Hong-jin. Na debutó con la intensidad de The Chaser (Chugyeokja, 2008), un thriller basado en un asesino serial real que mató a una pila de minas y que fue condenado a muerte en el 2004. El primer plano es el de una ciudad a mil donde el flaco que labura para Eom Joong-ho (Kim Yoon-seok), el proxeneta ex cana protagonista y antihéroe, pega papelitos de publicidad de las putas idénticos a los que rebalsaban el centro porteño hace unos años, mientras se pierde en el anonimato. Ya en los primeros minutos se establece el vínculo entre la policía y el manejo de la prostitución (y por añadidura del delito en general), la explotación de las mujeres pobres y la violencia del psicópata, un tipo que afuera de la casa puede ser un ciudadano modelo y puertas adentro reventarte la cabeza con un martillo. Más adelante también habrá palos para las decisiones políticas y judiciales. El thriller de Na tiene cosas de neo noir y un asesino particular y tal vez por eso fue comparada muchas veces con Seven (1995), de David Fincher, pero en realidad The Chaser no propone el juego fácil de sentir empatía por el policía buenazo y novato sino algo más complejo como entrar en el terreno fangoso de un ex rati que explota prostitutas y que tiene que hacer un proceso de transformación hacia esa ternura que al personaje de Brad Pitt le sobraba. La operación de Na para ese proceso de Joong-ho no es sólo a través de la búsqueda de Kim Mi-jin (Seo Young-hee), la chica que contrata el asesino, sino a través de la relación entre Joong-ho y el personaje de la hija de la trabajadora sexual, Eun-ji (Kim Yoo-jung). La comparación con Seven tampoco es precisa si pensamos en el arte; la búsqueda de Fincher por lo sórdido se revela en los espacios donde son cometidos los asesinatos, en el caso de Na, lo sórdido está también presente hasta en los sillones de la comisaría. En los espacios de la muerte lo estético pareciera relacionarse más con la porno tortura de tradición japonesa y de actualización estadounidense y no tanto con la obra de Fincher. Digamos que más allá de ciertos climas y ambientes, sobre todo los relacionados al trabajo de los directores de fotografía y del cinismo de los psicópatas, no hay mucha relación. Porque The Chaser, como muchas de las películas de género del 2000 para acá de Corea del Sur, encuentra su legitimación en su propia industria. La persecución del título no se va a dar en autos como quisiera Dios William Friedkin sino a pata. Joong-ho y Je Yeong-min (Ha Jung-woo), el loquito homicida, se corren todo por las callecitas laberínticas de Seúl. En este viaje el proxeneta primero va a dejar su sillita para poner el pecho (y las piernas), movimiento contra su inicial sedentarismo de explotador, y después llegará lo paternal. Lo interesante es que el móvil de Joong-ho no es una causa justa sino la pérdida de su negocio, así como lo de Na no es el discurso de megáfono sino todo lo que por sí misma va desprendiendo su historia que, por cierto, es un montonazo.
The Chaser (Chugyeokja, Corea del Sur, 2008)
Dirección: Na Hong-jin. Guión: Na Hong-jin, Hong Won-chan y Shinho Lee. Elenco: Kim Yoon-seok, Ha Jung-woo, Seo Young-hee, Koo Bon-woong, Kim Yoo-jung, Jung In-gi, Park Hyo-joo, Choi Jung-woo, Min Kyeong-jin, Oh Yeon-ah. Producción: Kim Su-jin y Yun In-beom. Duración: 119 minutos.
The Yellow Sea (Hwanghae, 2010), por Martín Chiavarino:
En el sur de China, en la zona limítrofe con Corea del Norte y Rusia a la que hace referencia el título, una frontera plena en actividades ilegales, un mafioso encuentra al perfecto chivo expiatorio para cometer un asesinato en Seúl en un taxista endeudado y de mal carácter de origen coreano cuya esposa (Tak Sung-eun) ha emigrado a Corea del Sur para trabajar allí, Gu-nam (Ha Jung-woo). Sin noticias de su mujer y endeudado por el pasaporte de ella, el taxista se endeuda aún más a través de su único pasatiempo, los garitos de juegos, lo que le causa más irritación en su penosa cotidianeidad. Para colmo su familia, la de ella y todo el mundo le llenan la cabeza diciéndole que su mujer claramente lo ha abandonado y que debe olvidarse de ella, no sin dejar de odiarla por su aborrecible pecado. Cuando un mafioso de origen coreano, Myun Jung-hak (Kim Yoon-seok), se fija en el taxista corroído por sus demonios para ofrecerle la posibilidad de cancelar su deuda y viajar a Seúl para matar a un desconocido, la posibilidad de encontrar allí a su esposa lo conduce a emprender la odisea de viajar como un inmigrante ilegal en la bodega de un barco en condiciones insalubres para cumplir con el objetivo de encontrar a su mujer. Para colmo le avisan que tiene diez días para cumplir con su tarea, ya que el barco volverá a buscarlo en ese término para llevarlo de vuelta a China, caso contrario quedará en Corea del Sur varado y sin ayuda. Al llegar a Seúl comienza a buscar a su esposa infructuosamente y a planear el asesinato, pero el último día logra encontrar una pista que lo lleva a hallar el departamento en el que vive la fémina, pero la mujer se acaba de ir tras una pelea con un hombre con el que convive, dejando el departamento destrozado. Cuando Gu-nam acude a su destino para matar al profesor de judo Kim Seung-hyun (Kwak Do-won), es testigo de que el hombre ha sido asesinado en una emboscada por su propio chófer (Kim Ki-hwan). Tras matar al chófer en una pelea, Gu-nam es visto por la mujer del profesor (Lim Ye-won) cortándole el dedo a su cadáver, uno de los pedidos de Myun para corroborar la identidad del fallecido, y el hombre debe huir en una espectacular y disparatada persecución de la policía de Corea del Sur, que hace el ridículo y deja escapar al taxista que corre perseguido por numerosos patrulleros y uniformados que le pierden el rastro. A la búsqueda del taxista por parte de la policía, que nunca deja de caer en la autoparodia, se suman los sicarios de un empresario, Tae-won (Jo Sung-ha), que tiene sus propios intereses en descifrar qué ha pasado y eliminar al taxista, un cabo suelto en su plan para asesinar al profesor. Mientras se esconde, el taxista intenta por su parte averiguar si su esposa sigue con vida o si es la mujer encontrada muerta que ha sido asesinada por su pareja, a la vez que trata de elucidar por qué lo han traicionado y cómo escapar de su dilema. La trama revela la interrelación entre las mafias chinas y coreanas en una historia que pasa de ser una búsqueda desesperada a un baño de sangre. Ha Jung-woo interpreta a un típico antihéroe envuelto en una situación apremiante, engañado por redes que lo convierten en un chivo expiatorio de sus actividades criminales, mientras que Jo Sung-ha es un villano que termina como la presa de su propia trampa. Cuando el personaje interpretado por Kim Yoon-seok cobra protagonismo el film combina diálogos cómicos con violencia extrema. Si el taxista es un antihéroe clásico, Myun Jung-hak rompe todos los moldes como un villano que sale de cacería y se enfrenta a todos por igual, siempre con el dinero como único fin. Como es usual en el cine de Na Hong-jin, en The Yellow Sea (Hwanghae, 2010) no hay ninguna arma de fuego. En todas las escenas de violencia extrema, que abundan, los personajes usan y abusan de las armas blancas, cuchillos, hachas y cualquier objeto lacerante que puedan encontrar en sus enfrentamientos mano a mano. The Yellow Sea es un thriller implacable donde prima una violencia desbocada. Los personajes se sumergen en esta violencia que circunda sus vidas sin entender ni importarles demasiado las razones ni las consecuencias de los mecanismos que se ponen en juego, cuya lógica no es revelada hasta el mismísimo final. Na hace que sus criaturas se muevan por lugares sórdidos, allí donde la ley no existe y las actividades ilegales florecen, fronteras donde solo se sobrevive si se es el más fuerte. En The Yellow Sea no existen víctimas ni victimarios, hay acciones que desencadenan catástrofes, hay venganzas, hay recompensas, traiciones y anhelos pero como en la vida misma, no hay buenos ni malos, solo matices grises en los cuales las víctimas se vuelven cazadores y los asesinos víctimas de sus propios designios. En toda esta tragedia encadenada Na Hong-jin imprime su firma de crítico acérrimo de la lamentable esencia y existencia humana, la falta de decoro, la violencia, la ausencia de coordinación y de planificación en todas las acciones de la ley, siempre un paso atrás de los patéticos delincuentes, quienes tampoco se muestran rezagados en esas demostraciones de ridiculez que el film pregona con delectación para el regodeo del espectador cínico. The Yellow Sea mantiene al espectador en vilo durante toda la película con una historia que hasta el desenlace no tiene explicación, que abre el juego a cualquier variante de la imaginación y la intuición en la interpretación de las causas. Tanto Ha Jung-woo como Kim Yoon-seok ya habían protagonizado -aunque en roles invertidos a pura ironía- The Chaser (Chugyeokja, 2008), la ópera prima de Na, un film igual de desesperado y desesperante que The Yellow Sea pero paradójicamente más vertiginoso que éste, que también trabajaba sobre el mundo de la ilegalidad que se esconde a plena vista del tullido y paralizado brazo de la ley metropolitana. Si en The Chaser la prostitución era el eje sobre el que la acción se desarrollaba, en el segundo opus del director la trata de personas y los asesinatos por encargo son las columnas que apuntalan un relato cargado de sangre y muchos cuchillos que la hacen brotar a cántaros. Sin embargo en el cine de Na Hong-jin la violencia, el gore y las escenas de acción no dirigen el periplo sino que son funcionales a las intenciones del realizador surcoreano de enfrentar a los personajes ante un mundo en el que no hay piedad, donde la idiotez reina y solo la voluntad triunfa en la adversidad con un poco de suerte. Si el realizador cuenta con reminiscencias de David Fincher su visceralidad lo aleja de Occidente y lo acerca más a la obra de Park Chan-wook, el gran artífice de Sympathy for Mr. Vengeance (Boksuneun Naui Geot, 2002), Oldboy (Oldeuboi, 2003) y Sympathy for Lady Vengeance (Chinjeolhan Geumjassi, 2005), otro esteta que tiene a la violencia como un estado más de la narración, una forma de acelerar la acción sin alterarla. The Yellow Sea es una gran obra de un artesano del relato vertiginoso, una joya producto de la vehemencia para admirar y sufrir en simultáneo a partir del derrotero de personajes tan reales como la ilegalidad que subyace en toda sociedad, una épica del lumpen contemporáneo sin futuro ni pasado, un presente puro tan cercano como desafiante.
The Yellow Sea (Hwanghae, Corea del Sur/ Estados Unidos/ Hong Kong, 2010)
Dirección: Na Hong-jin. Guión: Na Hong-jin y Hong Won-chan. Elenco: Ha Jung-woo, Kim Yoon-seok, Jo Sung-ha, Lee Chul-min, Kwak Do-won, Lim Ye-won, Tak Sung-eun, Kim Ki-hwan, Ki Se-hyung, Lee El. Producción: Han Sang-gu. Duración: 140 minutos.
The Wailing (Gokseong, 2016), por Emiliano Fernández:
En consonancia con lo que viene siendo el inconformismo y la prodigiosa vitalidad del cine surcoreano del nuevo milenio, la tercera película de Na Hong-jin funciona como la frutilla de la torta de la que podríamos definir como la cinematografía nacional más interesante por lejos del espectro global reciente y sobre todo en lo concerniente a la primera década del Siglo XXI. En efecto, The Wailing (Gokseong, 2016) es una obra maestra que adopta al desconcierto, el polimorfismo, la imaginación irrestricta y la amalgama de géneros como sus principios rectores, aunque siempre respetando una idiosincrasia que se ubica en el ámbito de esa vertiente particular del terror que transcurre en nuestro lastimoso Tercer Mundo. El director de las extraordinarias The Chaser (Chugyeokja, 2008) y The Yellow Sea (Hwanghae, 2010) construyó una épica sorprendente de 156 minutos plagados de paradojas misteriosas, arrebatos histéricos, detalles memorables y volantazos en el tono narrativo que dejan de lado en parte aquel formato de film noir enrevesado aunque recuperando la construcción escalonada y paciente del relato. El realizador, al igual que colegas de la talla de Park Chan-wook, Bong Joon-ho y Kim Jee-woon (y en menor medida de Park Hoon-jung, Lee Jeong-beom y Yeon Sang-ho), retoma un motivo muy caro al cine coreano -léase la inoperancia, corrupción y carácter bufonesco de la policía y de las fuerzas de represión en general- para utilizarlo de base con el objetivo de ensombrecerlo de a poco en sintonía con la imprescindible Memories of Murder (Salinui Chueok, 2003), de Bong, por cierto otro genio asiático que llegó al reconocimiento internacional de la mano de Parasite (Gisaengchung, 2019) y que acumula joyas en su haber como Okja (2017), Snowpiercer (2013), Mother (Madeo, 2009), The Host (Gwoemul, 2006) y Barking Dogs Never Bite (Flandersui Gae, 2000), jugada retórica de Na en la que la disposición de la trama atraviesa una metamorfosis apasionante que arranca en el thriller bucólico con destellos de comedia y desemboca en el horror totalizador, ese que devora a los vínculos cercanos e instaura el infierno en la tierra. La premisa es extremadamente sencilla y nos lleva a un pueblito de las montañas de Corea del Sur, Gokseong, donde una infección cutánea transforma a los lugareños en enajenados que masacran a sus respectivas familias para luego quedar en un estado catatónico por un tiempo hasta finalmente sucumbir de manera espontánea entre espasmos ampulosos de dolor. Una vez más la investigación cae en manos de un pobre diablo sin la capacitación adecuada ni el ingenio para comprender la dimensión de lo que ocurre, el Sargento Jong-goo (ese estupendo Kwak Do-won), quien terminará inmerso en una espiral descendente gracias a una tensión y una dosificación del suspenso en verdad abrumadoras, como prácticamente ya no se ve en el séptimo arte. Cuando la única hija de Jong-goo, Hyo-jin (Kim Hwan-hee), muestre indicios de un cambio pronunciado en su persona -manchas en las piernas, insultos, vejaciones, amenazas de muerte y violencia constante a flor de piel- y los vecinos comiencen a señalar el extraño comportamiento de un ermitaño japonés que deambula en la región y gusta de andar semi desnudo por el bosque y comer carne cruda de ciervo (Jun Kunimura), el protagonista deberá encontrar al culpable verdadero para salvar la vida de sus seres queridos y esquivar un camino que encauza hacia la locura y que incluye además a un chamán, Il-gwang (Hwang Jung-min), traído por la suegra (Jin Heo) y la esposa (Jang So-yeon) del protagonista para que “limpie” el hogar del clan, y a una muchacha enigmática (Chun Woo-hee) que designa sin más al extranjero como un fantasma de impronta mefistofélica y en suma como el gran responsable del cataclismo en una dimensión privada que funciona como eco de la faceta pública/ colectiva de la existencia. El guión del propio Na se concentra en la pesquisa pero inesperadamente evita mostrarnos los homicidios en sí, condenándonos a la angustia sutil de la escena del crimen con todas sus truculencias, destrozos y ambientación ceremonial del pánico. De hecho, la potencia retórica de la faena radica precisamente en los espacios vacíos a nivel de la información suministrada al espectador y la efervescencia/ desesperación de Jong-goo, un policía cuya impasibilidad resulta casi exasperante durante la primera hora del metraje aunque de manera paulatina va intensificando su angustia y por consiguiente la amplitud de sus movimientos, destrezas y también una crueldad que lo sumerge en la condena moral implícita. Mientras que gran parte del terror industrial norteamericano contemporáneo continúa obsesionado con los tristes estereotipos de “la perturbación de la paz” y todas esas fórmulas quemadas en torno al dualismo platónico de la carne y el espíritu, The Wailing en cambio patea por completo el tablero al sumergirnos desde el inicio en conceptos mucho más ajustados al mundo impiadoso en el que vivimos ya que en la historia la maldad gira sobre su propio eje porque es una presencia concreta que llega de golpe y arremete en forma de torbellino social vinculado con el poder y la influencia dañina, sin que importen la corporalidad o inmaterialidad de la entidad de turno. Así las cosas, el director se burla de planteamientos vetustos como la idea ochentosa de contagio debido a que los ataques son aleatorios y obedecen al placer caprichoso del sadismo, lo que en términos prácticos significa que aquel miedo a no acatar determinadas reglas es sustituido por la ausencia total de normas. De la misma manera que descubrimos una especie de sincronía en etapas de los asesinatos, la propuesta confronta esta despersonalización del cazador con las penurias del protagonista en pos de darle sentido a los acontecimientos, circunstancia que a su vez pone patas para arriba al que suele ser el mecanismo más burdo del horror de nuestros días: en lugar de enfatizar un contexto corrupto que mancha a un héroe o paladín inmaculado, la trama nos obliga a calzarnos los incompetentes zapatos de Jong-goo y a acompañarlo en decisiones de índole laboral/ ética/ afectiva y en un periplo que trae a colación ingredientes variopintos como por ejemplo los vampiros, las pesadillas acechantes, el primitivismo animalizado, la iconografía católica, unos rituales maléficos cual gualicho, algún que otro perro feroz, partidas de caza improvisadas, pinceladas de epopeya de supervivencia en la espesura salvaje, diversas trampas maquiavélicas sustentadas en la desconfianza recíproca, vestigios por momentos de lienzo coral y hasta reflexiones acerca de la xenofobia y la paranoia hiper conservadora de la mano de ese cotilleo popular sobre el extranjero que paradójicamente en este caso termina siendo más que justificado. Sin duda el gran acierto de la película pasa en primer lugar por la combinación de los engranajes fantásticos del budismo y la mitología y la cultura oriental con el “whodunit” de los policiales, todo vía juegos en torno a la identidad del culpable real del maleficio de ultratumba que cuelga sobre el despistado Gokseong, si el japonés o la chica misteriosa siempre vestida de blanco símil ángel, y en segunda instancia por las referencias aisladas a recursos de larga data -y muy en boga en la actualidad- como los exorcismos, las aventuras en parajes inhóspitos y los muertos vivos antropófagos, lo que de sopetón habilita una contextualización dramática que evita los lugares comunes de cada rubro y nos regala escenas maravillosas como la del exorcismo orientado a la muerte del nipón que desencadena en simultáneo la agonía de Hyo-jin, la secuencia del ataque del aldeano resucitado/ zombificado contra los vigilantes encabezados por Jong-goo y el desenlace en su conjunto a lo apoteosis demoledora que enfatiza el pesimismo cuasi lírico de siempre de Na, aquí reproduciendo a través de la carnicería perpetrada por Hyo-jin contra las otras hembras de la residencia familiar la semi derrota final del detective devenido proxeneta de The Chaser, Eom Joong-ho (Kim Yoon-seok), y la desolación que experimentaba en última instancia aquel taxista de The Yellow Sea justo antes de morir en alta mar, Gu-nam (Ha Jung-woo). Cada cita que introduce el cineasta va acompañada de una reformulación sensata que le escapa al sarcasmo y al homenaje bobalicón del indie y/ o el mainstream del resto del globo, los cuales parecen más interesados en celebrar la cultura chatarra desideologizada que en construir opus coherentes y valiosos a nivel discursivo. Pensando además en la sumisión tragicómica y el fetichismo tecnológico seudo documental de hoy en día, porque el villano toma fotos de sus víctimas no sólo antes y después de su fallecimiento sino cuando vuelven a la vida para mutar en sus esclavos/ títeres multiuso, e incluso en el carácter azaroso o antojadizo irónico de una maldad que obtiene placer del sufrimiento ajeno, en pantalla a través de la metáfora de la caña de pescar sin que el pescador ocasional sepa a priori quién podría llegar a morder el anzuelo, de hecho muchas veces los más débiles o por el contrario, los más ingenuos o soberbios, en The Wailing prima el amor por el cine a secas, ese que nos brinda personajes verosímiles y con carnadura para querer u odiar con pasión porque hablamos de una fábula maravillosa que desde nuestra periferia analiza los clichés y fracasos del acervo marginal de comunidades que viven enraizadas en el sueño del progreso intelectual pero siempre terminan comportándose de manera infantil y egoísta y recayendo en la misma inoperancia de antaño en materia de no poder identificar a los verdaderos parásitos sociales cotidianos.
The Wailing (Gokseong, Corea del Sur/ Estados Unidos, 2016)
Dirección y Guión: Na Hong-jin. Elenco: Kwak Do-won, Jun Kunimura, Hwang Jung-min, Chun Woo-hee, Kim Hwan-hee, Jang So-yeon, Jin Heo, Kim Do-yoon, Son Kang-gook, Park Seong-yeon. Producción: Suh Dong-hyun y Kim Ho-sung. Duración: 156 minutos.