El Bandido de la Luz Roja (O Bandido da Luz Vermelha)

Crímenes del subdesarrollo

Por Emiliano Fernández

En sí parte del movimiento cultural mundial de descolonización de los años 60 que abogaba por la construcción de identidades nacionales autónomas en el Tercer Mundo que dejasen atrás el cine comercial oligofrénico inspirado en Hollywood, el Cinema Novo del Brasil, precisamente, fue una respuesta de barricada contra la mediocridad formal e ideológica de las obras más taquilleras de la primera mitad del Siglo XX, las chanchadas, una colección de melodramas y comedias musicales que lobotomizaban a la población y la mantenían sumisa entre la pobreza, la corrupción y las prebendas oligárquicas históricas del país y de toda la región. Al Cinema Novo, vinculado además al Nuevo Cine Latinoamericano de izquierda de las décadas del 60 y 70, se lo suele dividir en tres fases que a nivel ilustrativo abarcan la Trilogía de la Tierra de Glauber Rocha, el realizador principal de la corriente artística, hablamos de Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (Deus e o Diabo na Terra do Sol, 1964), Tierra en Trance (Terra em Transe, 1967) y Antonio das Mortes (1969), la primera hermanada a cierta estética neorrealista que denuncia el atraso y el feudalismo del Brasil, la segunda más cercana a la Nouvelle Vague en su acepción godardiana, ahora metiéndose con las contradicciones y callejones sin salida del sistema político local, y la tercera muy vinculada al spaghetti western y orientada a ponderar la resistencia popular contra las arremetidas del poder concentrado, hambreador y vendepatria de siempre. En suma la primera etapa (1960–1964) se condice con el desarrollismo de los gobiernos de Juscelino Kubitschek y João Goulart, el segundo período del Cinema Novo (1964–1968) abarca la desesperanza que trajo el Golpe de Estado de 1964 contra Goulart de Humberto de Alencar Castelo Branco, génesis de una larga dictadura militar en Brasil que se extendió hasta 1985, y finalmente la tercera fase (1968–1972) cubre la exacerbación represiva del régimen contra cualquier manifestación de descontento dentro del Plan Cóndor, la salvaje coordinación latinoamericana para el terrorismo de Estado a instancias de Estados Unidos.

 

A pesar de que la fama y el promedio intelectual de Rocha fueron descomunales, sobre todo para el paupérrimo nivel cultural del gremio artístico en Latinoamérica y el resto del globo, existieron otros representantes del Cinema Novo que entregaron películas muy interesantes como por ejemplo Nelson Pereira dos Santos, Leon Hirszman, Carlos Diegues, Joaquim Pedro de Andrade y Ruy Guerra, todos señores que como los adalides de la Generación del 60 en Argentina impusieron un quiebre iconoclasta con respecto al cine masivo de aquellos años, correspondiente a la denominada “época de oro” industrial. Ahora bien, así como la primera camada de realizaciones del Cinema Novo volcó su energía hacia la lucha contra la explotación de los campesinos y el lumpenproletariado urbano y la segunda tanda comenzó un proceso amargo de profesionalización para llegar a un mayor público y reflexionar sobre la derrota tácita que el Golpe de Estado trajo consigo, el tercer grupo de propuestas ya se volcó de lleno al cine de género aunque todavía sin renunciar a las diatribas de izquierda de antaño al punto de generar una evidente paradoja porque el discurso seguía denunciando la miseria y servilismo imperante, ahora bastante más camuflada para esquivar la persecución feroz de la dictadura, pero en una coyuntura que se caracterizaba no sólo por los engranajes narrativos tradicionales sino también por cierta resignación irónica -ya sin ningún prurito ideológico- frente a la presencia de los dos grandes estereotipos locales de la pobreza y el abandono, las favelas o villas miseria y el sertão o semidesierto del nordeste brasileño, un contexto que ya estaba presente en los films previos aunque en esta ocasión naturalizándolo y evitando homologarlo a un signo de la triste decadencia nacional. Esta incorporación de la vanguardia dentro del mainstream brasileño del séptimo arte significó la muerte del Cinema Novo como fuerza cultural de choque, sin embargo en aquellas postrimerías del movimiento se dio una intentona por salvarlo, ese Cinema Marginal que pretendió alejarse del aggiornamiento comercial y devolverlo a sus raíces documentalistas más viscerales.

 

La existencia del Cinema Marginal, como aseverábamos un subproducto tardío del Cinema Novo del período previo a su desaparición como movimiento, es desconocida por fuera del Brasil y ello explica el semi olvido que padece la propuesta paradigmática de la corriente, El Bandido de la Luz Roja (O Bandido da Luz Vermelha, 1968), sorprendente ópera prima de Rogério Sganzerla y su única obra conocida por fuera de su tierra natal si dejamos de lado su díptico de No Todo es Verdad (Nem Tudo é Verdade, 1986) y Todo es Brasil (Tudo É Brasil, 1997), dos documentales acerca de la filmación en Brasil de Todo es Verdad (It’s All True, 1941-1942), la que hubiese sido la tercera película de Orson Welles, luego de El Ciudadano (Citizen Kane, 1941) y Soberbia (The Magnificent Ambersons, 1942), si la RKO Pictures no hubiese cancelado el proyecto, un docudrama dividido en segmentos que retratarían diversos aspectos de México y Brasil, porque el cineasta estadounidense se centró en la pobreza del país y no tanto en su parafernalia turística, un proyecto asimismo analizado en el documental del mismo título de 1993 de Richard Wilson, Myron Meisel y Bill Krohn. El Bandido de la Luz Roja no tiene historia tradicional alguna porque es una faena experimental que combina la inmediatez del neorrealismo y la intertextualidad de la Nouvelle Vague con la libertad expresiva del Cinéma Vérité y los juegos permanentes con la edición del montajismo ruso de inicios del Siglo XX, los otros dos pivotes del Cinema Novo y el Cinema Marginal, con el objetivo de llevar hasta la hipérbole el fluir criminal en los años 60 de João Acácio Pereira da Costa (1942-1998), un delincuente que recibió el apodo mediático del título, a su vez inspirado en el mote del colega norteamericano Caryl Chessman, y que se especializó en una extensa seguidilla de robos, violaciones y asesinatos nocturnos que cometió en Curitiba, Río de Janeiro y São Paulo hasta su detención en 1967, período en el que efectivamente utilizaba una luz roja para meterse en las casas de muchos ricachones, agarrarlos por sorpresa a la madrugada y acumular un botín muy importante.

 

En la pantalla el ladrón no tiene nombre y es personificado por el debutante Paulo Villaça, quien volvería a colaborar con Sganzerla en otras dos cuasi comedias satíricas, La Mujer de Todos (A Mulher de Todos, 1969) y Copacabana Mon Amour (1970), así las cosas se la pasa llevándose todo el dinero y todos los objetos de valor que encuentra, violando a las hermosas señoritas que se cruzan en su camino, reventando a tiros a cualquiera que ofrezca resistencia y dilapidando el tesoro robado a esos burgueses explotadores en Boca do Lixo, una zona marginal de São Paulo famosa por los prostíbulos, el narcotráfico y la violencia del crimen organizado. Sganzerla no sólo se sirve de la figura del bandido para parodiar a la sociedad hedonista furtiva de entonces y la furia opresiva de la dictadura, aquí una suerte de paradoja con patas porque el criminal aglutina elementos de izquierda a lo Robin Hood y de derecha símil grupos parapoliciales que secuestran, roban y atormentan a la población civil, en este sentido pensemos que condimenta el devenir clandestino del personaje del perfecto Villaça con otros cuatro pivotes, hablamos de la “novia oficial” del facineroso, Janete Jane (Helena Ignez, también una actriz fetiche de la etapa inaugural de la carrera del realizador), una prostituta que eventualmente descubre la identidad del protagonista, aquel político esperpéntico llamado J.B. da Silva (Pagano Sobrinho), supuesto candidato a la presidencia del Brasil que llega de España y recibe tanta cobertura mediática como el propio bandido, el Detective Sade alias “Cabezón” (Luiz Linhares), el policía drogadicto y bien fascistoide encargado de apresar al delincuente, y los dos locutores que constantemente aclaran -y a veces confunden- los acontecimientos del relato (Hélio de Aguiar y Mara Duval), voceros del lirismo fatalista/ paranoico/ histérico/ surrealista del film y de su fetiche con los ovnis y la posibilidad de que J.B. tenga vínculos nazis o sea el líder de una organización mafiosa y terrorista bautizada Mano Negra. Sganzerla entrega un retrato tan caótico como apasionante del subdesarrollo y se hace un festín con este matiz macabro del absurdo latinoamericano…

 

El Bandido de la Luz Roja (O Bandido da Luz Vermelha, Brasil, 1968)

Dirección y Guión: Rogério Sganzerla. Elenco: Paulo Villaça, Helena Ignez, Pagano Sobrinho, Luiz Linhares, Hélio de Aguiar, Mara Duval, Sérgio Hingst, Roberto Luna, Lola Brah, Sérgio Mamberti. Producción: Rogério Sganzerla, José Alberto Reis y José da Costa Cordeiro. Duración: 92 minutos.

Puntaje: 9