Niágara

Cuando el amor se desborda

Por Emiliano Fernández

Norma Jeane Mortenson alias Marilyn Monroe (1926-1962) recorrió un extenso camino hasta llegar a Niágara (1953), de Henry Hathaway, la película en la que el oligarca de turno de la industria cultural, en este caso Darryl F. Zanuck de la 20th Century Fox, le permitió encabezar el cartel dándole el inefable “first billing” y así convirtiéndola de inmediato en estrella rubricada de manera oficial por el aparato cinematográfico norteamericano del mainstream. En realidad la trayectoria de la actriz, modelo y cantante en Hollywood debe dividirse en dos etapas que abarcan periplos relativamente distintos, el primero el viaje en sí hacia la popularidad certificada por los grandes estudios, léase el período profesional de ella que va desde fines de la década del 40 hasta aquel 1953 crucial, y el segundo la fase de paulatino crecimiento actoral que abarca desde la presente película, cuando la experiencia acumulada le permitía ser una intérprete en sí correcta y no mucho más, hasta sus últimos films de finales de los 50 e inicios de los 60, momento en el que Monroe ya había crecido mucho a escala profesional y se había transformado en una actriz muy interesante, tanto en comedia como en drama. Sin duda las películas fundamentales de la primera etapa son Locos de Atar (Love Happy, 1949), de David Miller, Mientras la Ciudad Duerme (The Asphalt Jungle, 1950), de John Huston, La Malvada (All About Eve, 1950), de Joseph L. Mankiewicz, Tempestad de Pasiones (Clash by Night, 1952), de Fritz Lang, Travesuras entre Matrimonios (We’re Not Married, 1952), de Edmund Goulding, Almas Desesperadas (Don’t Bother to Knock, 1952), de Roy Ward Baker, y Vitaminas para el Amor (Monkey Business, 1952), de Howard Hawks, y las de la segunda fase Los Caballeros las Prefieren Rubias (Gentlemen Prefer Blondes, 1953), también dirigida por Hawks, Cómo Pescar a un Millonario (How to Marry a Millionaire, 1953), de Jean Negulesco, Río sin Retorno (River of No Return, 1954), de Otto Preminger, La Comezón del Séptimo Año (The Seven Year Itch, 1955), de Billy Wilder, Nunca Fui Santa (Bus Stop, 1956), de Joshua Logan, El Príncipe y la Corista (The Prince and the Showgirl, 1957), de Laurence Olivier, Una Eva y dos Adanes (Some Like It Hot, 1959), otro gran clásico de Wilder, y Los Inadaptados (The Misfits, 1961), cumbre de la carrera de la mujer de la mano del querido y talentoso Huston.

 

Ahora bien, en lo que a Niágara se refiere, como decíamos con anterioridad una película bisagra junto a Los Caballeros las Prefieren Rubias y Cómo Pescar a un Millonario en el devenir en estrella de la voluptuosa y legendaria señorita, la susodicha funciona como un vehículo comercial para Marilyn aunque bastante extraño para el estándar de su tiempo ya que en vez de otorgarle el rol de la heroína/ víctima/ adalid burguesa, Zanuck sabiamente consideró que su perfil “come hombres” iba mejor con el de la villana, la femme fatale que desencadena la historia, algo insólito para el conservadurismo promedio del Hollywood Clásico que por supuesto se explica por el magnetismo, el carisma y la belleza de una Monroe que anticipó por mucho ese quiebre de la mojigatería mundial en materia de sexo y erotismo social en general que llegaría recién en el segundo lustro de los 60, luego de su suicidio por una sobredosis de barbitúricos. El guión de Charles Brackett, Walter Reisch y Richard L. Breen, tres verdaderos veteranos para la época, se centra en la llegada de una pareja de clase media, la ama de casa Polly Cutler (Jean Peters) y su marido Ray (Max Showalter), un ejecutivo publicitario bobalicón de una fábrica de cereales para el desayuno, a un complejo turístico llamado Cabañas Arcoíris ubicado en el margen canadiense de las Cataratas del Niágara, todo con motivo de una Luna de Miel postergada durante tres años desde el momento del casamiento. En el lugar conocen a otra pareja, la conformada por Rose Loomis (Monroe), un bombón asesino que despierta todas las miradas y simpatías de los machos, y su esposo algo mayor George (Joseph Cotten), ex propietario de un rancho de ovejas y veterano de la Guerra de Corea que terminó transformándose en un neurótico con fuertes ráfagas de celos, depresión y virulencia gracias a un enamoramiento exacerbado que lo hace posesivo y muy propenso a la manipulación de la mujer. En un mirador turístico Polly atestigua por casualidad cómo Rose se besa apasionadamente con su amante, Patrick (Richard Allan), con quien planifica matar a su marido generando otro episodio de celos para que George la siga hasta la estación de ómnibus y Patrick pueda golpearlo en soledad con una llave inglesa en el mirador, no obstante las cosas no salen según lo planeado y el que muere es Patrick, dejando más furioso que nunca a un George que anhela la venganza.

 

La epopeya que nos ocupa, la cual utiliza con inteligencia la metáfora de las cataratas para hablar de un amor efervescente, cautivador y ensoñado que se desborda por mucho y que en esencia sigue el caudal de un río en apariencia manso para de repente derivar en una caída mortal hiper fatalista, responde en un cien por ciento a la dialéctica retórica del film noir pero curiosamente opta por dejar de lado la típica fotografía en blanco y negro del formato narrativo por antonomasia de la corrupción ética para abrazar un Technicolor a toda pompa cortesía del director de fotografía Joseph MacDonald, colaborador asiduo de gente como Otto Preminger, Elia Kazan, Samuel Fuller, John Ford, Edward Dmytryk, Nicholas Ray, Fred Zinnemann, Philip Dunne, J. Lee Thompson, Norman Jewison, John Huston, Gordon Douglas, Robert Wise y en múltiples ocasiones el propio Hathaway, por cierto un director especializado en westerns, propuestas bélicas y películas de aventuras y acción que en la década del 40 se volcó con generoso ímpetu hacia los dramas metropolitanos criminales y las faenas de espionaje al punto de pulir su destreza en lo referido al arte de explorar los claroscuros de la pantalla y aquellos otros homólogos del alma humana. Todos los motivos del policial negro reaparecen en Niágara y están administrados de manera maravillosa: tenemos a la vampiresa que le amarga la vida al masoquista romántico en cuestión, Rose y George respectivamente, la parejita idílica que conoce el lado oscuro del corazón y sus pesadillas, el matrimonio Cutler, el tarado payasesco que hace un culto de las sonrisas y el escapismo necio, Ray, la fémina avispada que trata de hacer entrar en razón al homicida en cuestión, Polly en relación a George, y hasta un representante adicional de esta normalidad estupidizante que reproduce y magnifica los rasgos bufonescos hollywoodenses clásicos de Ray, precisamente su jefe, J.C. Kettering (Don Wilson), con quien se reúne en las Cataratas del Niágara interrumpiendo su Luna de Miel y hasta en cierto sentido convirtiéndola en una evidente excusa para escalar en la estructura piramidal de la empresa, enfatizando que el yanqui promedio es un workaholic idiota y ultra sometido en contraposición a la dinámica delictiva pero fascinante de los Loomis, ambos un vendaval de pasiones que llevan hasta sus últimas consecuencias porque están dispuestos a asesinar en su amor/ odio compartido.

 

Si por un lado la fotografía de colores refulgentes equipara en magnitud discursiva a las cataratas y la anatomía y el rostro de Monroe y consigue contrastar a nivel simbólico la oscuridad de las intenciones homicidas de los Loomis con respecto a la diafanidad algo mucho aburrida del matrimonio Cutler, por el otro lado en términos prácticos reproduce el ABC del film noir en la dicotomía entre esa luz resplandeciente para exteriores, casi todos filmados en el mismo margen canadiense de las cataratas, y las penumbras acechantes de los interiores, espacios de las disputas pero también del intercambio sexual, y en ocasiones bien específicas como el mítico asesinato de Rose en el campanario por parte de su marido resucitado, cuando el dúo Hathaway/ MacDonald utiliza una toma cenital y un juego de luces y sombras muy deudor tanto de aquel expresionismo alemán como del voyeurismo macabro marca registrada de Alfred Hitchcock, otro horizonte ideológico/ estilístico/ retórico que establece por lo alto su presencia a lo largo de toda esta odisea de suspenso, sustitución romántica criminal y hasta raudas pretensiones de “volver a nacer” por parte de George, en un principio confundido con el cadáver de Patrick por el oficial de policía a cargo del caso, el Inspector Starkey (Denis O’Dea). Sin duda un buen ejemplo de todo lo anterior es la gloriosa escena de la presentación del personaje de Marilyn, instante en el que simula estar dormida en su cama ante la llegada noctámbula, torturada e insomne de su esposo después de atestiguar la magnificencia de las cataratas, cuando la vemos entre las sábanas y la almohada con esa boca extraordinaria pintada de rojo furioso que representa no sólo la ridiculez ilusoria y la impostación del acervo hollywoodense sino la peligrosidad misma del sexo/ afecto y su doble filo en tanto puerta hacia una convivencia que puede ser celestial o por el contrario una condena que se convalida recíprocamente a diario con vistas a hacerle pagar al otro cada momento de mierda que generó. Mientras que los Cutler son unos burgueses tradicionales que adoran mostrarse felices y escenificar torpemente sus fantasías, algo representado en la foto que Ray quiere sacarle a Polly y en la que le insiste para que luzca más y más sus pechos, cuando en realidad se asoma la hipocresía ya que definitivamente el retraso de tres años en la Luna de Miel por su trabajo explicita desde el vamos dónde están volcadas las prioridades del marido, en la risible fábrica de cereales por sobre su relación con la hembra, los Loomis en cambio son sinceros en su desprecio ciclotímico y ello queda bien reflejado en la secuencia en la que Rose interrumpe una fiesta -otra vez con el rojo pasión, en este caso acentuado vía un vestido fucsia escotado- con el objetivo de pedir que en el tocadiscos suene Kiss, de Lionel Newman y Haven Gillespie, la canción que simboliza su devoción por Patrick, para que a posteriori caiga George ultra histérico y rompa el vinilo adelante de toda la concurrencia y sin que le importe un comino el mini escándalo resultante entre los residentes de las Cabañas Arcoíris, nombre que se acopla a la ironía de fondo y apenas camuflada del relato. Más allá de la inconmensurable Monroe, asimismo los grandes contrapesos de la realización, Peters y Cotten, están muy bien y ayudan a balancear una trama que definitivamente en un principio estaba orientada hacia la heroína femenina, Polly, antes del fichaje decisivo de Marilyn y su incorporación al elenco, la primera recordada por ¡Viva Zapata! (1952), de Kazan, El Rata (Pickup on South Street, 1953), de Fuller, y Apache (1954), de Robert Aldrich, además de su condición de segunda esposa del magnate hiper desquiciado Howard Hughes, y el segundo eje de opus tan disímiles como La Sombra de una Duda (Shadow of a Doubt, 1943), de Hitchcock, Cálmate, Dulce Carlota (Hush Hush, Sweet Charlotte, 1964), joya de Aldrich, Cuando el Destino nos Alcance (Soylent Green, 1973), de Richard Fleischer, y La Puerta del Cielo (Heaven’s Gate, 1980), de Michael Cimino, y célebre también en materia de sus diversas colaboraciones con su amigo Orson Welles, pensemos en El Ciudadano (Citizen Kane, 1941), Soberbia (The Magnificent Ambersons, 1942), Jornada de Terror (Journey Into Fear, 1943), El Tercer Hombre (The Third Man, 1949), Othello (1951), Sed de Mal (Touch of Evil, 1958) y F de Falso (F for Fake, 1973). En última instancia el opus de Hathaway, inspiración para el Díptico de Marilyn (Marilyn Diptych, 1962), famosa serigrafía de Andy Warhol sobre la vida y muerte de la actriz, es un diminuto prodigio del film noir en colores que indaga desde el minimalismo más paradójico -de hecho, con las cataratas de fondo- en la intensidad sadomasoquista del cariño y en las relaciones enfermas que pueden surgir y maximizarse tanto en la vida cotidiana como en un contexto vacacional, quizás incluso más en éste porque allí el tiempo libre abunda y a los miembros de la pareja no les queda otra opción que convivir de modo permanente y enfrentándose a la desnudez emocional, ya sin las máscaras que podrían esgrimir en público para refugiarse en sus respectivas burbujas…

 

Niágara (Estados Unidos, 1953)

Dirección: Henry Hathaway. Guión: Charles Brackett, Walter Reisch y Richard L. Breen. Elenco: Marilyn Monroe, Joseph Cotten, Jean Peters, Max Showalter, Richard Allan, Don Wilson, Denis O’Dea, Lurene Tuttle, Russell Collins, Will Wright. Producción: Charles Brackett. Duración: 89 minutos.

Puntaje: 9