Un rubro que suele faltar en nuestro ecosistema cinematográfico del Siglo XXI es el de las películas de conspiranoias anticapitalistas, todo un género en sí mismo en otros tiempos más valientes que sí sabían narrar y no se embelesaban con las escenas de acción, de hecho las tres características del mainstream del presente -léase cobardía, incapacidad retórica y obsesión con la premura hueca- que impiden la aparición de odiseas valiosas dentro del esquema apuntado. Por suerte de vez en cuando surge de la nada alguna que otra anomalía más que atractiva que sin llegar a patear el tablero por lo menos señala un horizonte digno de la impronta artesanal y más cuidada de antaño, en este sentido la flamante Relay (2024), otra de las tantas faenas independientes del nuevo milenio con problemas de distribución al punto de quedar flotando en el limbo durante prácticamente un año luego de finiquitada, constituye un trabajo muy correcto en el campo que nos ocupa y por cierto se abre camino como una de las mejores realizaciones de David Mackenzie, un escocés con una carrera bastante errática porque después de una andanada de convites olvidables, aquella de The Last Great Wilderness (2002), Young Adam (2003), Asylum (2005), Hallam Foe (2007), Spread (2009), You Instead (2011) y Perfect Sense (2011), se apareció con sus dos mejores propuestas hasta la fecha, el drama carcelario Starred Up (2013) y el neo western Hell or High Water (2016). Relay, sin duda, lo rescata de la decadencia del opus inmediatamente previo, Outlaw King (2018), una épica histórica irrelevante rodada para Netflix, y vuelve a situar a Mackenzie como un especialista consumado en el retrato de personajes por más que en esta oportunidad los susodichos estén englobados/ resguardados en el anonimato que les imprime el guión del debutante Justin Piasecki, trabajo sencillo pero eficaz en su desarrollo.
La trama es microscópica y gira alrededor de Ash (un perfecto Riz Ahmed), fixer de Nueva York que se dedica a mediar entre denunciantes y empresas sanguinarias para garantizar la seguridad de los primeros y en el mejor de los casos sacar un lindo soborno a cambio del silencio de ex empleados por las irregularidades, mentiras o corruptelas que las compañías acumulan en su trajín diario, las cuales son informadas de que se guardan copias de todos los registros. En el prólogo el protagonista, quien no emite palabra alguna hasta entrado el metraje y cuyo nombre no conocemos hasta las postrimerías del relato, intercede ante una compañía farmacéutica, Optimo, en nombre de Hoffman (Matthew Maher), ex empleado que fue golpeado por los matones del CEO, McVie (Victor Garber), y por ello acepta un dinerillo a cambio de entregar unos documentos incriminatorios al oligarca con ansias de impunidad, luego de lo cual es custodiado por Ash hasta que se sube a un tren para alejarse de la ciudad a salvo. El nuevo encargo es Sarah Grant (Lily James), señorita que trabajaba para una empresa volcada a la investigación agrícola, Cybo Sementis, que ahora la intimida y la sigue a todos lados porque se llevó un informe que da cuenta de los efectos secundarios de un proyecto centrado en trigo genéticamente modificado, por ello pasó de querer hacer público el asunto vía medios de comunicación y organismos estatales correspondientes a pretender devolver los papeles a cambio de un soborno. Mientras Ash negocia un pago de medio millón de dólares por el silencio de Sarah, Cybo Sementis desea evitar el escándalo a raíz de una inminente fusión multimillonaria y para ello contrata a un equipo mercenario de contrainteligencia, dirigido por Dawson (Sam Worthington) y compuesto por Rosetti (Willa Fitzgerald), Ryan (Jared Abrahamson) y Lee (Pun Bandhu), veteranos del hostigamiento.
El principal latiguillo de la película se condice con el ardid de la criatura de Ahmed para mantenerse fuera del radar invasivo del nuevo milenio, siempre conservando su identidad y su voz en secreto mediante un dispositivo de telecomunicaciones para personas sordas que está conectado a un servicio de retransmisión, efectivamente el “relay” del título, juguete aquí consagrado a la fórmula del testigo en peligro -modelo años 70 y 80- dentro del marco de la alegoría política sobre la codicia, la paranoia, el sadismo y el sustrato mafioso de los consorcios capitalistas. Más cerca del trasfondo light difuso de Sidney Lumet y Alan J. Pakula que de la pirotecnia marxista de Costa-Gavras y Gillo Pontecorvo, nuestra epopeya empieza en el terreno del espionaje entre industrial y jurídico, después muta en una fábula de suspenso hitchcockiano propia del gato y el ratón, para eventualmente arribar al campo del thriller de acoso homicida a toda pompa. Desde el vamos resulta destacable el triángulo de base integrado por el antihéroe solitario y ex alcohólico, un Ash que vivió en carne propia una historia semejante y hoy arrastra la misma culpa de Hoffman, por la damisela en peligro con un puñal oculto, esa conveniente Grant en la piel de James, y por el psicópata infaltable al servicio del poder como todo buen mercenario o esclavo que se inmola por su amo, un Dawson que es espiado por el protagonista del mismo modo que el villano trata de descubrir su identidad para anular su mayor tesoro, el anonimato, factor que a su vez está muy bien aprovechado en términos discursivos en función de su amalgama con el servicio de retransmisión para sordos. Se agradecen las referencias melómanas al primer disco de The Who, My Generation (1965), y a uno de los grandes fetiches de Barry Lyndon (1975), de Stanley Kubrick, aquel Trío para Piano Nº 2 (1828), joya suprema de Franz Schubert.
El film alarga demasiado la relación a la distancia entre él y ella símil flirteo romántico entre ascetas que adoran esconderse del mundo exterior, sin embargo en la trama está bien resuelto el salto de la impersonalidad capitalista del inicio del fixer, cercana al egoísmo que todo lo justifica desde la frialdad o la profesionalidad, hacia el dejo solidario y el socorro verdadero a quien lo necesita, de hecho involucrándose -mucho más de lo debido- en los problemas de la ninfa y revelándole su identidad, una humanización que paradójicamente lo deja expuesto. Por momentos sobrevuela cierta idea casi cristiana de “ángel de la guarda” que protege a terceros de las fauces de los gigantes corporativos contemporáneos y sus esbirros o perros falderos o testaferros infames, y el mismo detalle de que estos contratistas de la inteligencia y la represión usen picanas, como las dictaduras genocidas del Siglo XX, enfatiza el retrato visceral que la realización ofrece de la lacra empresarial, esta última tan desalmada y pancista como fanática de la especulación, la esclavitud, el delirio narcisista, la cosificación de la vida y la compra de favores en todos los estratos de la comunidad. Otro ingrediente muy interesante es ese desenlace enérgico, con traición incluida, que a través de la metáfora de subirse al tren -gesto que en el mundillo de Ash garantiza la salvación, como decíamos antes- subraya la noción de ayudar al prójimo pero también a uno mismo porque ya no vivimos en una época que amerite andar poniendo la otra mejilla como si nada, en especial cuando la información que tenemos es valiosa y el otro se convierte en sinónimo de perfidia, amén de un planteo suplementario homologado a denunciar y nunca respaldar los embustes o la impunidad de la alta burguesía y sus tecnócratas, quienes suelen poner en peligro a todos a su alrededor si ello impide que se desplomen los márgenes de ganancia…
Relay (Estados Unidos, 2024)
Dirección: David Mackenzie. Guión: Justin Piasecki. Elenco: Riz Ahmed, Lily James, Sam Worthington, Willa Fitzgerald, Jared Abrahamson, Pun Bandhu, Matthew Maher, Victor Garber, Eisa Davis, Seth Barrish. Producción: David Mackenzie, Teddy Schwarzman, Basil Iwanyk y Gillian Berrie. Duración: 112 minutos.