– Ninguna, eh… ninguna de las mujeres le podía dar de mamar a las criaturas. Ese año fue terrible, todas enfermaron y había una malaria total. No se conseguía nada, ni la leche pa´ los chico. La única que tenía era yo –. Empieza y se acomoda las tetas históricas, empujándolas de izquierda a derecha y dándole un tironcito hacia arriba a cada bretel.
Las piernas azules y varicosas de la tía Pepa me distraen tanto como sus inmensos pechos. Ella siempre tiene algo para contar, habla, habla y se ríe como gorda, porque es bien gorda. No se queda quieta ni un rato y yo intento seguirla en todo lo que anda: mirándola de lejos, en cada reunión familiar. Cuenta historias (algunas son puras mentiras), algunos chistes, suele andar contando esa anécdota incómoda, donde es la heroína y nos tiene como protagonistas a su Enrique, a otros cinco chicos, que somos sobrinos o vecinos, y a mí. Me gusta escucharla todas las veces que la cuenta, porque cada vez que lo hace, creo que se va a acordar de mi nombre, me mencionará y seré uno de esos personajes relevantes de su relato.
– Primero vino la Silvia, con su nena peluda en brazos y no hizo falta ni que me lo pidiera: agarré a la Marce y le di teta ilmediatamente. Después fueron llegando las otras con sus críos flamélico del hambre. Siete chico, siete, incluido el Quique, que chupaba como chupa ahora, que da calambre–. Y el Quique la mira desde la silla con patas de fierro vencidas, que es un milagro de la física, sus fuerzas y el equilibrio, porque mi primo es un gigante, angosto pero panzón (por la cerveza) y se tira en la silla como si fuera un sofá. Tiene diecisiete, como yo, pero parece de treinta. Creo que es porque de chico lo dejaban tomar vino y fumar. A mí no me dejaban, ni me dejan.
– Uno: Marce, la peluda.
Pepa levanta el pulgar y sigue, ahora levanta el índice:
– Dos: el Quique.
Mira al techo y busca los demás nombres:
– Tres: el Omar, un turquito, nieto del que tenía la mercería acá nomás en la Brasil. Cuatro: Fabio, el que corre kartin, hijo de la Jorgelina pobrecita queenpazdescanse. Cinco: el Paolo, que toca la guitarra en el galpón.
Ya tiene levantados todos los dedos de su mano derecha. Hace una pausa y yo sé, sé que se va a acordar… ¡vamos, que sólo faltan dos! Me inquieto, hago tres jueguitos con el fútbol y lo piso. Levanta de la mano izquierda su pulgar gordo, la uña rota, debilitada por la lavandina. Toso, me raspo la garganta y escupo, como los jugadores de la selección, hacia el piso duro de tierra del patio; me afirmo en el marco de la puerta de la cocina. Me mira, me despego de la puerta, me paro derecho… pero no me mira, levanta su mirada otra vez el techo, el foco de luz pende del cable grasiento, con esas pelusas pegajosas y negras. Una sola mosca, que parece dormida, es el punto de fuga para mi esperanza. Pero la mosca no tira pistas, ni el foco de luz, ni aunque ella agite despacito la mano, como si sacudiéndola fuera a caerse un nombre olvidado.
– Seis: la Jimena, esa chiquita ricitos di oro, que iba al colegio con Quique…
Levanta el índice, sin bajar el pulgar, detiene el relato, sacude de nuevo la mano con suavidad, gruñe, frunce los ojos, como ajustando el foco en un punto lejano. Me sé de memoria sus gestos. Detengo la pelota con la que jugué durante el rato que duró la historia: la vuelvo a pisar, tan fuerte que se me escapa, pero no salgo a buscarla. La tía piensa, le miro las várices tensas, aquellos ríos subterráneos, azules, en sus piernas continentales, como a punto de estallar, ya por estallar, pero no pasa nada, no explotan y no recuerda. Al final, con el dedo número siete levantado, dice:
– Y uno de los chicos del Gerardo… ¡Siete chico! Siete.
Y se vuelve a acomodar los pechos, empina un vaso de vino y brinda por su reconocido relato. Yo: agacho la cabeza, escupo de nuevo y salgo al patio, a buscar el fútbol.