La Mano que Mece la Cuna (The Hand That Rocks the Cradle, 1992) formó parte de la trilogía hitchcockiana con la que Curtis Hanson se recibió de realizador a tener en cuenta luego de una colección de obras alimenticias de corte Clase B o exploitation, hablamos de Falso Testigo (The Bedroom Window, 1987), reformulación de La Ventana Indiscreta (Rear Window, 1954), Malas Influencias (Bad Influence, 1990), acepción de los años 80 de Pacto Siniestro (Strangers on a Train, 1951), y efectivamente la película que nos ocupa y por lejos la más exitosa de las tres, La Mano que Mece la Cuna, relectura de La Sombra de una Duda (Shadow of a Doubt, 1943) que además se entroncaba con el motivo popular en la época de la hembra posesiva/ psicopática/ obsesiva destruyendo una estabilidad hogareña o familiar, pensemos por ejemplo en aquel trayecto que va desde Atracción Fatal (Fatal Attraction, 1987), de Adrian Lyne, hasta Mujer Soltera Busca (Single White Female, 1992), de Barbet Schroeder, sin olvidarnos del recurso complementario de la femme fatale símil La Última Seducción (The Last Seduction, 1994), de John Dahl, y Todo por un Sueño (To Die For, 1995), de Gus Van Sant. Si bien el film no era ninguna maravilla, Hanson, que supo escribir El Socio del Silencio (The Silent Partner, 1978), de Daryl Duke, y alcanzaría su cúspide como director gracias a Los Ángeles al Desnudo (L.A. Confidential, 1997), se las arreglaba para aprovechar el limitado guión de Amanda Silver, la cual pronto caería en el campo del “trash con presupuesto” a través de Ojo por Ojo (Eye for an Eye, 1996), trabajo ameno de John Schlesinger, y La Reliquia (The Relic, 1997), gran bodrio de Peter Hyams.
La historia se centraba en Claire Bartel (Annabella Sciorra), una mujer embarazada que ya tenía una hija pequeña, Emma (Madeline Zima), con su esposo, Michael (Matt McCoy), y que era agredida sexualmente en un chequeo de rutina por su obstetra, el Doctor Víctor Mott (John de Lancie), por ello lo denuncia y rápidamente cuatro féminas más aparecen respaldando la acusación con episodios semejantes. Mott se suicida de un tiro y la viuda sin nombre del susodicho (Rebecca De Mornay), asimismo embarazada, decide vengarse de Claire infiltrándose en su hogar como Peyton Flanders en calidad de niñera para sustituirla seduciendo al marido y ganándose la confianza de los vástagos, Emma y el recién nacido Joey, esquema que además tiene que ver con el triple hecho de que el “ángel del desquite” pierde por el estrés al crío, le hacen una histerectomía de emergencia y se queda sin las propiedades de la pareja por la demanda colectiva. Disney, a través de su subsidiaria 20th Century Studios, le encargó a la directora mexicana Michelle Garza Cervera una remake para Hulu y Disney+, sus servicios de streaming, y el resultado es La Mano que Mece la Cuna (The Hand That Rocks the Cradle, 2025), opus mediocre a más no poder que no logra inyectar nueva vida a la premisa de base y para colmo recurre al manotazo de ahogado de volcar todo el asunto hacia la bisexualidad woke, movida gratuita que no mejora en nada el planteo narrativo y se condice con el capricho de Cervera, precisamente una bisexual que ya había explorado de manera fallida el asunto y también el miedo alrededor del embarazo en su ópera prima, Huesera (2022), un ejemplo lamentable del terror indie contemporáneo.
Aquí la protagonista es Caitlin Morales (Mary Elizabeth Winstead), una abogada de clase alta que salía con mujeres antes de conocer a su marido mexicano, Miguel (Raúl Castillo), con quien tuvo a Emma (Mileiah Vega) y eventualmente engendra a Josie, recién nacida que la lleva a contratar a la niñera Polly Murphy (Maika Monroe), una vez más una linda psicópata que anhela revancha porque siendo una adolescente Caitlin incendió la casa de la familia de Polly, matando a sus padres y su hermana menor, como un castigo por el abuso sexual cometido por aquel progenitor contra el personaje de Winstead, que en esa época se llamaba Jennifer como la criatura de Monroe -también bisexual- respondía al nombre de Rebecca. El guión de Micah Bloomberg, artífice de las flojas Control Creativo (Creative Control, 2015), de Benjamin Dickinson, y Santuario (Sanctuary, 2022), de Zachary Wigon, cae en todos los clichés del acoso de puertas adentro, ese correspondiente a la esclavitud del servicio doméstico, como la intoxicación alimentaria familiar adrede, el vínculo progresivo con el esposo y las hijas, el reemplazo de los ansiolíticos de Caitlin con metanfetamina, el aislamiento de la pirómana dentro de su propio clan, la seducción de ella y Miguel por parte de Polly y finalmente el asesinato de un tarado del montón que investiga el pasado trágico de Murphy en nombre de Morales, Stewart (Martin Starr), amigo de esta última que termina con la cabeza destruida con un bate de béisbol por descubrir la identidad de Polly/ Rebecca y la catarata de hogares adoptivos abusivos que tuvo que soportar luego de la muerte de sus padres y su hermanita. Más allá de la autoreferencialidad por la parentela mexicana y la bisexualidad, Cervera aplica la misma fórmula retórica letárgica -y el latiguillo innecesario lésbico- de Huesera, por ello la película parece petrificada o quizás narrada en cámara lenta, sin verdadero suspenso de por medio a pesar de que se evita aclarar desde el vamos la intención revanchista de Murphy y recién después de la hora de metraje se hace explícito el asunto. La banda sonora de Ariel Marx está bastante bien debido a que se las arregla para compensar el ritmo de tortuga del relato desde las texturas sonoras típicas del ambient, el krautrock y el trip hop noventoso. Si bien la faena está excelentemente actuada por Monroe y Winstead y es evidente que se desea reflexionar sobre el influjo de los adultos sobre los niños, lamentablemente el desempeño de Castillo como el marido deja mucho que desear y hasta termina opacado por Vega como su hija, además el film no se decide entre condenar o celebrar a esta alta burguesía woke, bisexual, socialmente responsable, anticontaminación y enemiga de la xenofobia, la comida chatarra y el azúcar en la dieta cotidiana de los chicos.
Tal vez la génesis de todos los problemas del convite tenga que ver con el sustrato timorato apuntado o la decisión de fondo de optar por un enfoque bipolar que subraya el carácter algo maniático de Caitlin, amén de su tendencia homicida, y en simultáneo el hedonismo destructivo de su contraparte, Polly, el agente saboteador interno. En esta oportunidad se conserva la manipulación maquiavélica pero se reemplaza la confianza naif traicionada por el trazo grueso de los celos, la paranoia y la envidia, en este sentido no es un accidente que en el domicilio de Stewart veamos un afiche de Cálmate, Dulce Carlota (Hush Hush, Sweet Charlotte, 1964), clásico de Robert Aldrich en el que Bette Davis era conducida hacia la locura de a poco por Olivia de Havilland y Joseph Cotten del mismo modo que Murphy hace con Morales. La epopeya se ubica cerca del thriller erótico posmoderno del Siglo XXI, ese mojigato, sin desnudos o políticamente correcto que no exacerba la infiltración erótica/ espiritual a lo Teorema (1968), de Pier Paolo Pasolini, y prefiere apelar a la fábula light de invasión de hogar y este esquema de “me quieren volver loca” digno de Cálmate, Dulce Carlota o las pioneras Luz de Gas (Gaslight, 1940), de Thorold Dickinson, y Rebeca, una Mujer Inolvidable (Rebecca, 1940), de Alfred Hitchcock. Otros detalles novedosos son la desaparición de Solomon (Ernie Hudson), el negro retrasado mental que se encargaba de tareas manuales en la casona de los protagonistas y se hacía amigo de Emma, y el cambio de sexo del “agente del saber” que termina malogrado, ahora Stewart y en 1992 aquella Marlene Craven (la genial Julianne Moore), vendedora inmobiliaria cercana al matrimonio Bartel que descubría el pasado de Flanders y por ello moría en el invernadero de Claire, cuando por una trampa se le caía encima todo el bendito techo de cristal del lugar. Entre la aparición en los créditos finales de I’ll Be Your Mirror, joya de The Velvet Underground & Nico (1967), y el único momento ocurrente de la odisea, cuando caen por accidente en un té unas gotas de sangre de un tampón de Polly que el personaje de Starr está manipulando para una prueba de ADN, La Mano que Mece la Cuna, cita al poema homónimo de 1865 de William Ross Wallace, ni siquiera aprovecha el eje temático de antaño, las ganas locas de Peyton de tomar posesión de la familia de Claire en calidad de reemplazo de lo perdido, y abraza la alternativa más rudimentaria imaginable, la venganza pura y dura de la psicópata circunstancial de Monroe contra la psicópata circunstancial de Winstead, todo un esquema excesivamente atenuado desde lo psicológico y lo ético para no ofender a nadie y refritar el motivo de las cuentas pendientes cruzadas, uno de los más viejos de nuestra humanidad…
La Mano que Mece la Cuna (The Hand That Rocks the Cradle, Estados Unidos, 2025)
Dirección: Michelle Garza Cervera. Guión: Micah Bloomberg. Elenco: Maika Monroe, Mary Elizabeth Winstead, Raúl Castillo, Martin Starr, Mileiah Vega, Riki Lindhome, Shannon Cochran, Yvette Lu, Arabella Olivia Clark, Avery Tiiu Essex. Producción: Ted Field, Mike Larocca y Michael Schaefer. Duración: 105 minutos.