La Fiesta Inolvidable (The Party)

De la distancia a la sincronización

Por Emiliano Fernández

La Fiesta Inolvidable (The Party, 1968) es una de esas películas que soportan múltiples visiones porque ofrecen una experiencia que puede ser apreciada desde diferentes puntos de vista que pasan a reproducirse según la capacidad analítica del espectador en cuestión a partir de un núcleo aparentemente simple, de esos capaces de infundirle un aura de misterio y encanto a una estructura en mosaico meticulosa que parece respetar en simultáneo los engranajes de la planificación y un sutil devenir improvisado, “una de cal y una de arena” con el objetivo manifiesto de generar un comentario entrecruzado no sólo de una época sino también de la fauna e industria del show business y el mismo ser humano a secas. La obra maestra que nos ocupa de Blake Edwards, escrita asimismo por el señor, Tom Waldman y Frank Waldman alrededor del fluir imprevisible del eterno Peter Sellers, sin duda el alma de la propuesta, retoma en partes iguales y con una enorme inteligencia elementos aislados del lenguaje del cine mudo, sobre todo del slapstick o comedia física, y de la producción artística de Jacques Tati, en especial la farsa situacional coral de Las Vacaciones del Señor Hulot (Les Vacances de Monsieur Hulot, 1953), Mi Tío (Mon Oncle, 1958) y Playtime (1967); mixtura que por cierto genera una de las epopeyas más hilarantes, minimalistas y experimentales de todo el derrotero del cine hollywoodense, algo así como el eventual resultado de una dimensión paralela del capitalismo en donde las reglas mercantilistas están semi desaparecidas y lo que prima es una apertura creativa sin igual que tiende a equiparar mordacidad con sutileza y a dejar que los hechos hablen por sí solos sin ninguna necesidad de recurrir a esos latiguillos insoportables del mainstream contemporáneo, como por ejemplo las caricaturas estúpidas, las redundancias de diversa índole, los detalles banales y/ o esos golpes de efecto que se ven venir a kilómetros a la distancia y empantanan la trama.

 

Ya el mismo comienzo establece la ironía con corazón y curiosamente muy sincera que dominará todo el desarrollo narrativo: lo primero que vemos es un paisaje que se asemeja a la India más árida y montañosa del período colonial, donde unas tropas británicas están prestas a ser acorraladas por milicianos locales independentistas en un combate que espera la llamada a la acción que vendrá de un afligido cornetista (Sellers), el cual termina muy cansado por el hecho de tener que trepar hasta lo alto de un peñasco y para colmo no deja de soplar el instrumento a pesar de recibir una tremenda andanada de balas de ambos bandos. Pronto descubrimos que estamos en un set de filmación controlado por un director bastante neurótico (Herbert Ellis) y que el agente del desastre es nada menos que Hrundi V. Bakshi, un actor amateur ignoto traído de la India para una superproducción en sintonía con Gunga Din (1939); señor que de inmediato arruinará dos secuencias más, una en la que debía atacar a un soldado por la espalda con una daga aunque deja ver un reloj de pulsera sumergible/ hiper moderno y otra en la que por abrocharse una sandalia apoya un pie sobre un detonador y -cuando las cámaras no estaban registrando nada- hace explotar un costoso castillo/ fuerte destinado a una escena de acción. El realizador no se contenta con despedir a Bakshi y pretende una proscripción permanente, por ello se comunica con la autoridad máxima de General Federal Studios, en esencia la compañía productora, el General Fred R. Clutterbuck (J. Edward McKinley), para efectivizar la prohibición de allí en adelante. Sin embargo el mandamás escribe sin querer el nombre del hindú en la lista de asistentes a una lujosa velada que dará en su casa y así es cómo el actor -justo cuando estaba tocando el sitar en su humilde hogar- recibe por correo la invitación y termina llegando a la mansión de turno en su hoy legendario Morgan de tres ruedas a las 20 horas un 8 de julio de 1967.

 

La película adopta un andamiaje de catástrofe escalonada basada en la adorable torpeza de Hrundi, quien hace lo posible para agradar y agradecer a sus anfitriones superando las diferencias entre Occidente y Asia, y en la contraparte de esta fórmula del “sapo de otro pozo”, léase una coyuntura de la alta burguesía que combina aquella casa automatizada de Mi Tío y la fantochada de una etiqueta que se va desmadrando a medida que el caos toma posesión del lugar, sustrato propio de la extensa secuencia del restaurant de Playtime. Así las cosas, alrededor de Bakshi fluye un grupo variopinto de personajes que Edwards retrata vía una catarata de planos amplios que permiten una multiplicidad de situaciones al unísono dentro de las sucesivas etapas de la fiesta, suerte de mega escenas divididas en pequeños sketchs con un tema en común: entre muchos otros, tenemos a Wyoming Bill Kelso (Denny Miller), un típico actor de westerns que abraza cada uno de los estereotipos de su profesión y está obsesionado con conquistar a una bella italiana llamada Stella D’Angelo (Danielle De Metz), Levinson (Steve Franken), un camarero que ante las negativas de Bakshi en cuanto al alcohol comenzará a beber las tragos que él mismo sirve a los invitados y despertará el enojo del jefe del comedor, Harry (James Lanphier), y Michèle Monet (Claudine Longet), una francesa cantante y aspirante a actriz que llega acompañada por el nefasto C.S. Divot (Gavin MacLeod), el productor del film del que fue expulsado el protagonista y un hombre que pretende abusar sexualmente de la joven a cambio de una supuesta prueba de cámara símil casting individual. La misma familia del cabecilla del estudio, Fred, también aporta personajes pintorescos, como la bienintencionada esposa Alice (Fay McKenzie), su peluquero homosexual Gore Pontoon (Timothy Scott), el travieso hijo pequeño Geoffrey (Stephen Liss) y hasta la niñera militarizada y muy gritona de la residencia (Jean Carson).

 

Dejando de lado su maravillosa vocación para las calamidades -sobre todo las relacionadas con la piscina que recorre la mansión y el bar y puentes retráctiles- y sus encuentros poco afortunados con las mascotas de los Clutterbuck, un guacamayo y un yorkshire terrier llamado Cookie, a decir verdad el maltrato contra el hindú será silente pero tenaz dentro de la casona, desde el arribo con la mirada condenatoria de la sirvienta negra (Frances Davis), porque tiene un zapato sucio, y el festín en sí, donde se ningunea a Hrundi sentándolo por debajo del nivel de los otros comensales y al lado de la puerta de la cocina/ el “personal doméstico”, hasta sus ganas posteriores de orinar, lo que incluye la falta de respeto de Rosalind Dunphy (Marge Champion), la esposa de un congresista (Tom Quine) que ingresa primero al baño a pesar de haber llegado después que él, y la aparición subsiguiente de la hija de Clutterbuck, la adolescente Molly (Kathe Green), con un elefante bebé pintado con colores furiosos y un cúmulo de consignas hippies, detalle que Bakshi encuentra humillante porque el animal es un símbolo de su país y por ello convence a la chica -y a toda su troupe de amigos- de lavarlo utilizando cepillos varios, mucho jabón y la pileta posmoderna de la vivienda del magnate hollywoodense como una enorme bañera. Aquí el catalizador hacia la anarquía del segmento final, con todo yéndose al glorioso demonio de la contracultura de la etapa, es triple porque al inesperado arribo de un grupo de bailarines rusos y de esa Molly que viene de una protesta social, se suma un Hrundi que termina rápidamente borracho cuando lo obligan a beber alcohol para calentarlo luego de su caída a la piscina escapando por los techos después de destruir un toilet del primer piso, lo que desde ya cimenta su vínculo con el infaltable interés romántico, Michèle, a la que consuela y defiende de un Divot que se siente propietario de la mujer a raíz de su autoasumido papel de “mecenas”.

 

A contrapelo de la corrección política de nuestros días y la patética tendencia a seleccionar razas y géneros sexuales por encima de actores con talento, para La Fiesta Inolvidable el realizador eligió a Sellers, con quien ya había trabajado en La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963) y Un Disparo en la Oscuridad (A Shot in the Dark, 1964) y quien ya había compuesto a indios en The Millionairess (1960) y The Road to Hong Kong (1962), a sabiendas de que el señor estaba en los mejores años de su carrera porque venía de sus dos colaboraciones con Stanley Kubrick, Lolita (1962) y Dr. Insólito o Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964), y de delirios vanguardistas como ¿Qué Pasa, Pussycat? (What’s New, Pussycat?, 1965) y Casino Royale (1967). Al norteamericano Edwards le importaba un comino el hecho de que un inglés interprete a un hindú -con mucho maquillaje encima- tanto porque el retrato del amigo Peter es de lo más respetuoso (su Bakshi nunca es un bufón estrambótico modelo yanqui o cercano al grotesco italiano o siquiera hermanado con el sustrato sardónico hiriente del humor británico, sino más bien un extraterrestre/ una otredad antropológica que jamás cae en el ridículo o la malicia porque su picardía, su buena predisposición y sus ansias de comprender a los otros invitados sólo se equiparan con su ineptitud/ equívocos/ desfasajes) como debido a que responde a un planteo multiculturalista donde importa el ideario de los personajes más que su look o las máscaras que deciden ponerse para relacionarse con sus semejantes (las referencias a Italia, Francia, Rusia, Gran Bretaña, China, Bélgica, México y otras naciones sirven para subrayar la óptica paródica del tándem Edwards/ Sellers en lo que atañe a la fastuosidad y la soberbia del ecosistema del espectáculo, sus esbirros y las elites políticas, sociales y económicas de todo el planeta).

 

En este sentido, la película nos propone un periplo que va más allá de la obvia intención de describir el fetiche de fines de la década del 60 con el hinduismo o la paradigmática batalla entre la derecha represora y los valores plutocráticos tradicionales de clase media por un lado y una izquierda heterogénea y la génesis comunal igualitaria de los Siglos XX y XXI por el otro, ya que la verdadera meta de fondo de esta epopeya de entorno cerrado y un genial ritmo cansino es definitivamente doble, abarcando en primera instancia un trayecto que va desde la distancia cultural entre los personajes durante los primeros minutos del metraje hacia esa sincronización humanista de toda la concurrencia producto del descontrol generalizado gracias a la música psicodélica de una banda contratada que pasa del jazz al rock y viceversa, la mentalidad liberadora que propician los jóvenes y las burbujas del agua y el jabón sobre el pobre elefante, y en segundo lugar una idiosincrasia que remarca que la estupidez, la avaricia, el respeto, los delirios, el cariño y el esnobismo -por nombrar algunos rasgos al azar- pueden aparecer en cualquier ser humano sin que importen su semblante, cuerpo u origen porque la paradoja es la única regla suprema del carácter de los bípedos. La apropiación simbólica del film, la cual por supuesto incluye ítems ultra sesentosos como los colores chillones de la fotografía de Lucien Ballard, el rimbombante diseño de producción de Fernando Carrere y la exquisita banda sonora -y las canciones The Party, Nothing to Lose y It Had Better Be Tonight (Meglio Stasera)– de Henry Mancini, pone de relieve la dificultad de gran parte de los mortales al momento de colocarse en los zapatos del prójimo y dejar de manejarse con tantos prejuicios tontuelos que eliminan la posibilidad de conocer al otro en su justa medida, por lo que en realidad es y no por lo que pretendemos que sea o lo que los estatutos reduccionistas del “inconsciente colectivo” dictaminan que debería ser.

 

Si bien Hrundi domina la pantalla y constituye su eje, tampoco se debe menospreciar el rol de secundarios que ayudan a enfatizar la mancomunión rebelde de los marginados que propone el convite, como por ejemplo Levinson, el duplicado del protagonista en clave occidental que hace lo que quiere entre la hipocresía del jet set, y Monet, una chica que se planta ante su probable proxeneta profesional; amén de otros personajes que enfatizan las características de las capas dominantes, empezando por la trivialidad de Wyoming Bill Kelso, pasando por la cruel indiferencia de Rosalind Dunphy y finalizando con el propio Fred R. Clutterbuck, quien cuando le avisan que su esposa se cayó al agua sólo ordena que recojan sus joyas y que cuando la residencia se inunda de burbujas se obsesiona con salvar las pinturas, dejando abandonado el retrato de Alice. El Morgan Sports Model de tres ruedas de Bakshi, fabricado entre 1932 y 1939, también explicita la impronta alienígena del hindú y cumple la misma función de aquel Salmson AL-3 modelo 1924 del adalid de Las Vacaciones del Señor Hulot, dos automóviles antiguos y semi destartalados a nivel mecánico que señalan cuánto bien le hacen a las sociedades que vivimos, tan aburridas y mediocres como asfixiantes y carentes de imaginación, anomalías de carne y hueso como las criaturas de Sellers y Tati. Desde la explosión accidental del principio, que remite a una famosa que ocurrió en el set de Lo Bueno, lo Malo y lo Feo (Il Buono, il Brutto, il Cattivo, 1966), hasta la promesa final de una relación entre Hrundi y Michèle, con la célebre toma del Morgan alejándose luego del dato de que el hombre posee un “mono mascota” llamado Apu, La Fiesta Inolvidable es un tesoro del séptimo arte y el ejemplo perfecto de la destreza satírica de la imagen y de esa honestidad ideológica contracultural -una pureza casi surrealista- que siempre debería encandilar al espectador con su perspicacia y desenfreno…

 

La Fiesta Inolvidable (The Party, Estados Unidos, 1968)

Dirección: Blake Edwards. Guión: Blake Edwards, Tom Waldman y Frank Waldman. Elenco: Peter Sellers, Claudine Longet, J. Edward McKinley, Steve Franken, James Lanphier, Denny Miller, Gavin MacLeod, Herbert Ellis, Fay McKenzie, Marge Champion. Producción: Blake Edwards. Duración: 99 minutos.

Puntaje: 10