Orfeo Negro (Orfeu Negro)

De la felicidad a la tristeza y viceversa

Por Emiliano Fernández

Marcel Camus, uno de esos directores de la generación de la Nouvelle Vague a los que le importaba un comino la Nouvelle Vague en sintonía con Édouard Molinaro, Jean-Pierre Melville o Roger Vadim, hubiese caído en el más rotundo olvido si no fuese por su segundo film, Orfeo Negro (Orfeu Negro, 1959), obra exquisita, admirada por músicos y cineastas e indudablemente muy polémica ya que romantiza la miseria de las favelas de Río de Janeiro y transcurre durante los legendarios carnavales de la ciudad, eventualmente ayudando a la difusión en todo el planeta de la fiesta popular en su acepción carioca y de la bossa nova, género por entonces novedoso que ralentiza la furia de la samba desde cierta arquitectura compositiva vinculada al jazz de Estados Unidos. Gracias a su paso triunfante por Cannes, donde ganó la Palma de Oro, y al hecho de ser galardonada como Mejor Película Extranjera en las entregas de los Oscars y los Globos de Oro, Orfeo Negro terminó devorándose a la carrera de Camus, señor que venía en primera instancia de ejercer de asistente de dirección para gente como Henri Verneuil, Géza von Radványi, Paolo Moffa, André Barsacq, Robert Darène y Jacques Becker, este último su mentor, además de una colaboración con Luis Buñuel con motivo de Así es la Aurora (Cela s’appelle l’aurore, 1956), y en segundo lugar de una ópera prima tan ignota como el resto de una trayectoria hoy casi desaparecida, Arroz Sangriento (Mort en Fraude, 1957), thriller bélico protagonizado por Daniel Gélin. El otro trabajo conocido del cineasta -en Francia, por lo menos- es El Muro del Atlántico (Le Mur de l’Atlantique, 1970), una parodia bélica que constituyó la última actuación del célebre comediante galo André Robert Raimbourg alias Bourvil, una estrella de su época gracias a aquella sociedad con el colega Louis de Funès y el director y guionista Gérard Oury en las recordadas El Imbécil (Le Corniaud, 1965) y La Gran Evasión (La Grande Vadrouille, 1966), dos de las mejores comedias que haya entregado el cine francés en toda su historia, y por cierto el amigo Marcel a futuro regresaría a Brasil en ocasión de Los Bandeirantes (Os Bandeirantes, 1960), un drama romántico y de aventuras, y Otalia de Bahía (1976), otro musical que fue su última realización estrenada en salas tradicionales antes de dedicarse exclusivamente a la televisión durante el resto de la década del 70 e inicios de los años 80.

 

Camus, ni lento ni perezoso, se casaría con las dos estrellas femeninas de Orfeo Negro, primero fugazmente con Marpessa Dawn, una estadounidense nacionalizada francesa, y después con Lourdes de Oliveira, una actriz brasileña que más adelante aparecería en una segunda película antes de retirarse, precisamente la mencionada Los Bandeirantes, lo que nos lleva a decir que el opus de 1959 lo marcó de por vida no sólo profesionalmente sino a nivel de su devenir privado. En realidad el proyecto era del productor Sacha Gordine y Camus recibió el encargo de adaptar Orfeo de la Concepción (Orfeu da Conceição, 1956), obra de teatro escrita por Vinicius de Moraes y musicalizada por Tom Jobim, efectivamente dos de los artífices fundamentales de la bossa nova junto con los guitarristas João Gilberto y Luiz Bonfá, este último el responsable del instrumento en ocasión de la banda sonora del film, en esencia un musical jukebox que como el texto de Moraes reinterpreta el episodio de Eurídice y el inframundo correspondiente al mito griego de Orfeo, vástago de Apolo y Calíope que recitaba versos con su lira, solía calmar a las fieras e incluso llegó a formar parte de aquellos Argonautas comandados por Jasón y obsesionados con el vellocino de oro. El guión de Camus y el ya veterano Jacques Viot es muy sencillo y comienza con la llegada a Río de Eurídice (la correcta Dawn), una señorita que en los instantes previos al carnaval huye de La Muerte (Adhemar da Silva) y por ello se dirige a la casa de su prima, Serafina (Léa Garcia), aunque no sin antes tomar un tranvía conducido por Orfeo (Breno Mello, jugador brasileño de fútbol sin experiencia actoral alguna) y conocer al guardia de la estación terminal, Hermes (Alexandro Constantino), el cual le indica el camino a seguir. Orfeo no tarda en casarse en el registro civil con la más posesiva de sus diversas novias, Mira (una infartante e histriónica Oliveira), y la deja comprarse ella misma un anillo de compromiso mientras él desempeña su guitarra para momentos después reencontrarse con Eurídice porque Serafina, a su vez en una relación con el marinero Chico (Waldemar de Souza), es la vecina del adonis. Enamorados y ya habiendo pasado la noche juntos, Orfeo y Eurídice bailan en una de las comparsas del carnaval cuando la muchacha reemplaza con un velo a su prima, quien desea disfrutar de un Chico que llegó desde Montevideo, Uruguay.

 

Desde una pobreza generalizada disfrazada de exotismo, ingenuidad y hasta sumisión, la cual paradójicamente generaría actuaciones naturalistas de parte de todo el elenco, la trama a posteriori discurre por las sendas habituales de las adaptaciones del mito órfico porque el protagonista trata de ahuyentar a La Muerte y a Mira de su amada, la primera gustosa de acosarla por pura vocación y la segunda debido a sus celos, sin embargo no logra evitar el óbito producto de un accidente eléctrico durante las postrimerías del carnaval que sustituye a la serpiente de la mitología griega, aquí nuevamente escapando de la parca, colgándose del cable del tranvía y falleciendo cuando Orfeo casualmente enciende la electricidad. Con el corazón roto, el adonis busca el cadáver de la mujer en un hospital, un tribunal y una casa humilde, custodiada por un perro bautizado Cerbero, donde se lleva a cabo una macumba que le permite conversar brevemente con Eurídice antes de darse vuelta y perderla para siempre luego de que su espíritu entrase en la anatomía de una anciana. Finalmente halla el cuerpo en la morgue de Río de Janeiro y se lo lleva en sus brazos hasta su hogar, el cual descubre fue incendiado por una Mira que de un piedrazo lo arroja por un precipicio, en los últimos instantes yaciendo juntos ambos amantes sin vida. Gracias al aprovechamiento de la fotografía a color de Jean Bourgoin, mediante los trajes, las comparsas y las decoraciones callejeras en general de la metrópoli, y gracias a ese contraste entre la samba carnavalesca del ámbito público, siempre rimbombante o ruidosa, y la bossa nova del entramado íntimo, mucho más reposada y minimalista, aquí el sustrato documental y alegórico/ mítico le gana a la evidente pata turística y de apropiación cultural desvergonzada de la película, muy en “pose extravagante” por momentos según la mirada condescendiente europea. El siempre heterodoxo musical jukebox, gremio que utiliza canciones preexistentes o simplemente no se molesta en componer cosillas nuevas, era común en aquel tiempo y se vinculaba al público joven y sus consumos culturales, a diferencia del musical tradicional que pretendía masividad y estructuraba a rajatabla su trama y sus números cantados o bailados, de allí la importancia de la danza en Orfeo Negro para retratar este campo popular en movimiento como si se tratase de una burbuja de bonanza que permite sustraerse de la dolorosa realidad.

 

Así como esta efervescencia se aleja del cuerpo estanco de las clases media y alta, por regla general cerrado al mundo y con un exceso de autoconciencia idiota, nuestra fábula sobre el amor maltrecho y el fantasma de la muerte también trabaja tres nociones interrelacionadas, primero la sexualidad lúdica en contraposición a la gigantesca industria cultural yanqui de su tiempo, muy puritana e hipócrita, segundo una negritud bella y carnavalesca que oficia de protagonista crucial como no se veía en el Hollywood Clásico y en casi cualquier otro ecosistema mainstream en espejo del resto del globo, por más que la bossa nova fuese tan blanca y burguesa como el equipo de realizadores detrás de cámaras, y tercero una lectura de la promiscuidad relacionada a una anatomía exuberante y feliz que no se deja contener/ controlar por la sociedad, planteo que por supuesto no la priva de ser “verdugueada” por sus pares a puro sarcasmo a raíz de esta picardía voluptuosa eterna. Los niños que veneran a Orfeo, léase Benedicto (Jorge Dos Santos) y Zeca (Aurino Cassiano), y los animales que pueblan las construcciones precarias de las favelas, como gatos, perros, caballos, gallinas y cabras, hacen de coro griego tácito atestiguando o quizás comentando la acción y a veces interviniendo de modo más o menos sutil en los hechos, como cuando Benedicto le entrega un amuleto a Eurídice que ella luego pierde en medio del frenesí del carnaval al punto de que termina pisoteado por la lacra policial fascistoide, unos esbirros institucionales que reprimen al pobre en nombre de un Estado adepto al olvido para con los estratos populares o al servicio de la alta burguesía mafiosa. El humor del film no es sólo de anclaje naif o complaciente europeo, hasta cierto punto, porque incluye autorreferencias socarronas a través del juez de paz del inicio, en lo referido a la amalgama entre Orfeo y Eurídice, y del empleado de la morgue del final, ese que asevera estar resfriado todo el año por la cámara frigorífica para los cadáveres, ya que dictamina explícitamente que el carnaval terminó cuando llega el momento de contemplar a los fallecidos por la fiesta masiva, una ilusión de felicidad para el menesteroso que se remonta a la Edad Media y le quita el yugo de manera transitoria, por ello el carnaval en pantalla se nos aparece como una gran orgía caótica que puede generar tanta alegría como sufrimiento porque la misma libertad tiene esa capacidad.

 

Mira durante el carnaval está vestida como aristócrata europea inmunda, Orfeo como un esclavo o quizás un gladiador -o cautivo orientado a la lucha cíclica, en suma- y Eurídice como una “versión recargada” de la típica mujer carioca, detalle que abarca su impronta sacrificial o el martirio de su derrotero desde el primer momento en el que aparece en pantalla, escapando en simultáneo de su competencia romántica y de un señor insistente con disfraz de esqueleto, dos caras de la misma moneda de un destino macabro. En este sentido el acecho de la parca en la estación de tranvías exacerba el miedo fetichizado de Eurídice y sin duda desemboca en una de las mejores escenas del lote porque está rodada combinando la odisea surrealista de terror y un hipotético film noir expresionista aunque a todo color, ya con el pavor mutando en una angustia silente, claustrofóbica y algo kafkiana. Tampoco se puede pasar por alto la estupenda idea de convertir al inframundo del mito de la Antigua Grecia sistemáticamente en un hospital, en un palacio de justicia y en un templo/ terreiro del candomblé, quizás la religión afrobrasileña más difundida en el país y una de las tantas que incluyen ingredientes del cristianismo, donde Orfeo finalmente encuentra caridad aunque todo pronto resulta en vano porque vuelve a perder a su amada al voltearse en la desesperación, un acto reflejo que equivale a la paradigmática desconfianza del ser humano, a su cariño por la dimensión visual y a su tendencia a no respetar advertencia alguna hasta tropezarse en primera persona. Orfeo Negro tendría una remake muy inferior cien por ciento brasileña, Orfeo (Orfeu, 1999), de Carlos Diegues, inspiraría muchas de las canciones del cuarto álbum de la banda canadiense Arcade Fire, el recordado disco doble Reflektor (2013), y en términos espirituales retoma un clásico surrealista de Jean Cocteau, Orfeo (Orphée, 1950), a su vez el eslabón intermedio de la Trilogía Órfica, completada por La Sangre de un Poeta (Le Sang d’un Poète, 1932) y El Testamento de Orfeo (Le Testament d’Orphée, 1960). En el film todos pasan de la felicidad a la tristeza y viceversa, en función de una existencia caprichosa que no brinda seguridades y parece burlarse de los sueños, y la música, como toda arte, hace salir el sol a diario porque constituye la dimensión creativa de la vida, sin la cual la rutina y la alienación del capitalismo del hambre ganarían la partida…

 

Orfeo Negro (Orfeu Negro, Francia/ Italia/ Brasil, 1959)

Dirección: Marcel Camus. Guión: Marcel Camus y Jacques Viot. Elenco: Breno Mello, Marpessa Dawn, Lourdes de Oliveira, Léa Garcia, Adhemar da Silva, Waldemar de Souza, Alexandro Constantino, Jorge Dos Santos, Aurino Cassiano, Fausto Guerzoni. Producción: Sacha Gordine. Duración: 108 minutos.

Puntaje: 10