Pocos cinéfilos saben que dentro de la hiper citada Nouvelle Vague de las décadas del 50 y 60 coexistieron dos grupos similares pero al mismo tiempo diferentes, por un lado estaba el tradicional que todos conocen y pronto se acopló -en mayor o menor medida- a la industria cultural de su época, ese que se nucleaba alrededor de la revista Cahiers du Cinéma e incluía a realizadores cinéfilos acérrimos como Claude Chabrol, François Truffaut, Éric Rohmer, Jean-Luc Godard y Jacques Rivette, entre otros, y por el otro lado se ubicaba el denominado Rive Gauche o Left Bank o Margen Izquierdo, en este caso aglutinado en torno a la revista Positif -aunque de manera más laxa e independiente en comparación al apego de sus colegas hacia Cahiers du Cinéma, vale aclarar- y abarcando a cineastas en general de mayor edad, con más experiencia, más intelectuales y también interesados en otras artes como el teatro, la música, la fotografía, la literatura y hasta las historietas, un grupo que supo incluir a artistas como Chris Marker, Alain Robbe-Grillet, Agnès Varda, Jacques Demy, Marguerite Duras y en cierta medida Louis Malle y Roger Vadim, muchos de ellos directores y/ o guionistas nunca del todo adeptos a las categorizaciones por su talante autónomo y particular pero definitivamente cercanos a las distintas vertientes de la Nouvelle Vague. Ahora bien, Alain Resnais fue el máximo representante de este Margen Izquierdo que al igual que la corriente mainstream del movimiento abogaba por un cine más experimental y menos acartonado o apegado a la ortodoxia desabrida y estéril de los géneros duros habituales, por ello el señor desde el principio de su carrera se consagró a jugar con los recursos narrativos, la puesta en escena y el montaje al punto de transformarse con el tiempo en sinónimo por antonomasia del cineasta formalista y cuasi surrealista que transforma a la estética cuidada al dedillo en una herramienta tan o más poderosa que la historia en sí o los personajes que la pueblan, muchas veces esclavos de un preciosismo que juega con la ironía misma del séptimo arte y su carácter de ficción que pretende pasar por realidad para controlarnos momentáneamente justo como el realizador hegemoniza el destino de sus protagonistas, bípedos muchas veces confundidos o atrapados por traumas de la memoria o la lógica tácita de la pesadilla diurna. Esta doble obsesión de Resnais con la dimensión formal y los cambios abruptos que puede experimentar de un momento a otro en el metraje de sus films se condice con su gran fetiche conceptual de siempre, léase los procesos del intelecto humano y específicamente su capacidad para imaginar, recordar, pensar, soñar y crear algo de la nada, ejemplo supremo de las abstracciones envolventes y enigmáticas que padecen o disfrutan los adalides del cine del francés dentro de una carrera que arrancó con una primera fase de seriedad mortuoria, para oponerse al cine escapista de fines de los 50 y la década del 60, y luego fue pasando paulatinamente a trabajos más lúdicos y autocontenidos -ya en parte despreocupados por los tópicos sociales y la realidad histórica más próxima- que dejaron de lado aquel sustrato testimonial con el objetivo de contrastar con la nueva norma del acervo cultural comercial masivo, de hecho esos temas políticos, sociales y bélicos que el amigo Alain supo trabajar en el inicio de su trayectoria aunque con honestidad y sin el cinismo oportunista de hoy en día. Películas como Muriel (Muriel ou le Temps d’un Retour, 1963), La Guerra ha Terminado (La Guerre est Finie, 1966), Te Quiero, te Quiero (Je t’Aime, je t’Aime, 1968), Providence (1977), Mi Tío de América (Mon Oncle d’Amérique, 1980), Mélo (1986), Fumar/ No Fumar (Smoking/ No Smoking, 1993), Conozco la Canción (On Connaît la Chanson, 1997) y Las Hierbas Salvajes (Les Herbes Folles, 2009) ilustran muy bien sus continuos experimentos con la progresión retórica, su interés por el teatro y la música, su eterna predisposición a colaborar con otros artistas, su rigurosidad en cuanto a la dimensión estética, su devoción hacia las alegorías y los símbolos sutiles, su vocación política de izquierda inconformista en serio y su necesidad de reinventarse continuamente en términos creativos; no obstante el núcleo fundamental de su obra está constituido por tres de sus películas inaugurales, hablamos de Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, 1956), Hiroshima mon Amour (1959) y El Año Pasado en Marienbad (L’Année Dernière à Marienbad, 1961), una trilogía digna no sólo de las mejores y más fascinantes obras maestras de la Nouvelle Vague sino de la historia del cine, propuestas que además pintan de pies a cabeza la metamorfosis profesional de Resnais desde sus inicios en el campo del documental asentado en la praxis material pero ya con un fuerte manto de lirismo, pasando por una etapa de transición en la que todavía las tragedias históricas tenían preeminencia pero ahora filtradas por la lente de lo subjetivo identitario, hasta llegar a la eclosión de esas ambigüedades oníricas y cognitivas que sitúan en primer plano los juegos con las múltiples capas que se ocultan por debajo de la superficie narrativa semi aparente. A continuación recuperaremos para el análisis estas joyas absolutas de la variopinta producción de un artista ecléctico que muchísimas veces suele ser relegado a una única faceta artística según los reduccionismos de siempre de la crítica y el público, señor que se ha ganado el muy raro privilegio de todavía conservar su impronta vanguardista e hiper influyente dentro de diversos rubros, géneros y dimensiones del cine internacional.
Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, 1956):
Desde que Resnais montase Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, 1956), sin lugar a dudas el documental definitivo sobre los campos de concentración alemanes de la Segunda Guerra Mundial, muchos otros trabajos han intentado retomar la estructura de esta odisea fundante del género de denuncia testimonial/ histórica que combina lirismo, chispazos de sarcasmo, mucho material de archivo, registros contemporáneos de comparación y un sustrato bien horroroso que motiva una reflexión por complicidad general y recurrencia del espanto que luego sería un tanto bastardizada en ocasión de los documentales mondo con Mondo Cane (1962), de Paolo Cavara, Gualtiero Jacopetti y Franco Prosperi, a la cabeza, en cierto sentido el “grado cero” de la manipulación audiovisual moderna orientada al shock y/ o la respuesta primigenia automatizada por parte del espectador, ya sea para volcarla hacia el campo del rechazo o de la fascinación morbosa, truculenta o macabra. El opus que nos ocupa por suerte no es para nada burdo o sentimental ni tan subjetivo como sus múltiples copias posteriores y ello se debe a la maravillosa edición del propio Resnais, la precisa música de Hanns Eisler, la locución en off del gran Michel Bouquet y el equilibrado guión del legendario Chris Marker y el genial poeta Jean Cayrol, sobreviviente del Campo de Concentración de Mauthausen-Gusen, en Austria, y futuro guionista del tercer largometraje ficcional de Resnais después de Hiroshima mon Amour (1959) y El Año Pasado en Marienbad (L’Année Dernière à Marienbad, 1961), la también interesante aunque muy poco vista Muriel (Muriel ou le Temps d’un Retour, 1963). El film, correspondiente al tramo final de la etapa de la carrera del francés en la que se especializó en una verdadera catarata de cortos y mediometrajes documentales, anticipa las que serán sus obsesiones a futuro cuando su trayectoria decante en la ficción hecha y derecha, hablamos del paso del tiempo, los misterios de la memoria, el dolor internalizado, la responsabilidad social en las masacres y la perversidad, las metamorfosis existenciales, los procesos de extrañamiento social e institucional que nos separan del prójimo, el costado siniestro del ser humano y los delirios abstractos que éste suele construir para justificar su execrable accionar, ese que aquí queda ejemplificado en las consecuencias desastrosas de la primera guerra mecanizada a gran escala y la aplicación de los criterios de eficientismo patológico tecnocrático capitalista a la factoría de la muerte que erigieron los nazis en toda Europa en función de la doble idea de la discriminación racial/ religiosa/ étnica/ cultural/ sectaria y la aniquilación de todo oponente militar o político a la por entonces dictadura transnacional de Adolf Hitler. En este sentido, pasadas tantas décadas desde el estreno, queda muy en evidencia la concepción ideológica de base de un Resnais que evitó la jugada sionista de derecha de homologar el Holocausto con el pueblo judío ya que las referencias a los hebreos están acotadas dentro del metraje, se utiliza comúnmente el término “deportado” y en general se incluyen dentro de las víctimas de los campos a los asimismo millones de “no judíos” que allí perecieron, como comunistas, homosexuales, gitanos, anarquistas, miembros de la Resistencia, republicanos españoles, discapacitados, criminales comunes, disidentes políticos, socialistas y prisioneros de guerra; planteo retórico de vanguardia que se explica por la pretensión de Noche y Niebla de ser un alegato humanista en contra de cualquier genocidio y por la idea del propio Resnais de atacar al Estado Francés -financista vía el gubernamental Comité de Historia de la Segunda Guerra Mundial (Comité d’Histoire de la Deuxième Guerre Mondiale), actuando junto a una asociación dedicada a la memoria de los deportados, Red del Recuerdo (Réseau du Souvenir)- en aquellos tiempos muy agitados de la Guerra de Independencia de Argelia (1954-1962), donde las autoridades galas estaban precisamente reproduciendo tácticas germanas pasadas vinculadas con la contrainsurgencia, el confinamiento masivo de la población y sobre todo la tortura contra los exponentes del Frente de Liberación Nacional, esos que eventualmente lograrían la destrucción de la estructura colonial gala y la expulsión de los franceses del suelo argelino. Por supuesto que la película, cuyo título remite al denominado Decreto Noche y Niebla del Tercer Reich del 7 de diciembre de 1941, mediante el cual el régimen optaba por la violación sistemática de los derechos humanos y de la Convención de Ginebra a través de la desaparición forzada clandestina de gigantescos grupos humanos hacinados, explotados y masacrados en los campos, recorre cronológicamente el destino de las víctimas de los territorios ocupados desde los convoyes ferroviarios y la llegada a las instalaciones, pasando por el trabajo esclavo y los tormentos del hambre, las enfermedades, las violaciones, los castigos y las ejecuciones, hasta llegar a las cámaras de gas y los hornos y fosas comunes para los miles de cadáveres resultantes, sin embargo también ofrece contextualización previa, durante y posterior a los hechos y al sadismo de fondo remarcando con más o menos sutileza el apoyo popular hacia el ascenso del fascismo en Alemania, la complicidad de la patética Francia de Vichy -el Estado títere e hiper colaboracionista creado por los nacionalsocialistas luego de la invasión de 1940- en todo lo que estaba sucediendo, el manto de soberbia y pretendida impunidad con el que se cometían los crímenes, los “experimentos” científicos, químicos y médicos que llevaban a cabo las farmacéuticas y determinados matasanos/ carniceros con los prisioneros, el registro burocrático de los nazis de los movimientos y muertes humanas, y especialmente la industria por detrás del exterminio, léase el robo de las pertenencias de las víctimas, la utilización del cabello para confeccionar tejidos, la fabricación de jabón con los cuerpos y el uso de los huesos como fertilizante para la tierra, a lo que se suma el traspaso de mano de obra esclava para la industria pesada bélica en toda Alemania y zonas ocupadas y la edificación de una cadena de mando en la que un subgrupo de las víctimas formaba parte de una elite privilegiada de internos (los NN tradicionales -Noche/ Nacht y Niebla/ Nebel, según el decreto citado y una referencia nebulosa hacia la desaparición y un pasaje de la ópera El Oro del Rin de 1869 de Richard Wagner- se ubican por debajo de los prisioneros políticos y éstos se postran ante los criminales comunes, de los cuales salen los “kapos”, la mano derecha de las SS y del comandante alemán de turno en lo que respecta a la administración de los reos por parte de los propios reos, evitando cualquier falta de disciplina a pesar de las penosas condiciones de vida, los tormentos sin cesar, el terror que inspiraban los jerarcas de los campos y la certeza de estar muy cerca de la muerte). Más allá del detalle de pinchar en la llaga de la repetición histórica de los atropellos en distintas partes del planeta -y hasta el día de hoy- bajo la celebración silente, connivencia o ceguera oportunista de los gobiernos del Primer Mundo, Resnais incluso parece pegarle a la cultura del turismo a partir del espanto de antaño mediante el contraste entre el material de archivo en blanco y negro y el registro en colores de los Campo de Concentración de Majdanek y Auschwitz, ambos ubicados en Polonia, en aquel presente de 1956, donde las edificaciones alemanas estaban tapadas por el pasto y el semi olvido pero ya comenzaba a perfilarse el dejo turístico moderno alrededor de la cruel matanza de otro tiempo, banalización de una memoria popular asimilada al lucro y a la par reconstrucción pormenorizada de los hechos que trae a colación el dilema ético central del realizador, ese que juega a dos puntas entre embellecer los designios de la parca bajo criterios artísticos o mostrarlos en toda su crudeza para dejar testimonio a generaciones futuras con vistas a evitar la reincidencia del odio, la tecnificación y la locura homicida, componentes paradigmáticos del intelecto y el corazón de los bípedos del Siglo XX en adelante. A diferencia de las romantizaciones un tanto ingenuas o la doctrina de la excepción humanista hollywoodense en consonancia con La Lista de Schindler (Schindler’s List, 1993), de Steven Spielberg, Resnais se preocupa por sistematizar el horror cotidiano mediante la aniquilación en masa y los objetivos en última instancia banales del trabajo forzado de los nazis, como exprimir al máximo una cantera, ampliar el tendido ferroviario, erigir una escalinata, producir manufacturas o levantar diferentes estructuras de talante bélico, apenas deteniéndose en los resabios de sensibilidad que se asomaban entre el pavor de los reclusos, como la construcción secreta de cucharas, marionetas y cajas o el hecho de escribir o tomar notas cuando las extenuantes jornadas así lo permitían. Los descubrimientos monstruosos y la autocondescendencia de las potencias victoriosas que llegaron con la liberación y la caída de los nazis, nos dice Noche y Niebla una y otra vez, no finiquitaron nada porque la pasividad, el egoísmo y la mansedumbre acrítica que permitieron los campos de concentración continúan vivitos y coleando y prueba irrefutable de ello son las muchísimas injusticias, barbaridades, abusos e ignominias que padecen los colectivos migrantes y menesterosos, sin duda la enorme mayoría de un planeta cada vez más atravesado por la inequidad y la represión del statu quo estatal y capitalista.
Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, Francia, 1956)
Dirección: Alain Resnais. Guión: Chris Marker y Jean Cayrol. Elenco: Michel Bouquet. Producción: Anatole Dauman, Samy Halfon y Philippe Lifchitz. Duración: 32 minutos.
Hiroshima mon Amour (1959):
Justo como hiciera en ocasión de Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, 1956), aunque ahora profundizando en la faceta lírica del discurso y reemplazando el eje masivo por las vidas particulares, en esencia para remarcar lo mucho que lo público afecta -y a veces destruye- a lo privado que se desea proteger o por lo menos salvaguardar de la mirada del exterior cual pequeño tesoro de la intimidad, Hiroshima mon Amour (1959) funciona a rasgos generales como una exploración en torno a los recovecos de la memoria y su extremo opuesto, el olvido, cuando de acontecimientos dolorosos se trata, cuando las afinidades sentimentales experimentan un quiebre y cuando resulta imposible seguir con algún anhelo hedonista -los más urgentes y prometedores de todos los sueños/ proyectos por su libertad de base- debido a las responsabilidades contraídas en el pasado, a la vida edificada con indómito esmero o simplemente a la existencia de planteos éticos o morales relacionados con la fidelidad y los vínculos filiales/ paternales/ románticos/ amistosos. Es muy importante dividir al opus del francés entre el prólogo y el resto del film ya que poseen distinto estatus retórico, siendo el primero una suerte de continuación abstracta del trabajo de Resnais sobre los campos de concentración nazis al punto de que Hiroshima mon Amour de hecho empezó siendo un encargo relacionado con la bomba de neutrones a nivel macro y los bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki del 6 y el 9 de agosto de 1945, ya en lo concreto: durante la introducción el director retoma el montaje combinado de material de archivo y registros contemporáneos -ahora ambos en blanco y negro- de Noche y Niebla para disparar una serie de reflexiones sobre el turismo alrededor de la devastación, la muerte, las enfermedades genéticas y las muchas malformaciones que dejaron los ataques ordenados por el genocida presidente de los Estados Unidos Harry S. Truman durante las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, por ello mismo el extraordinario guión de Marguerite Duras se sirve de las locuciones en off de los dos protagonistas principales sin nombre específico, Ella (la esplendorosa Emmanuelle Riva) y Él (un genial Eiji Okada), con el objetivo de trasladar aquel foco turístico del opus de 1956, esos campos de exterminio que construyeron los nacionalsocialistas a lo largo y ancho de toda Europa, hacia la ciudad de Hiroshima, hoy transformada en un ejemplo de la potencialidad desoladora no sólo de la bomba atómica sino de la Guerra Fría entre yanquilandia y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, algo enfatizado a través de constantes diálogos/ versos de Ella afirmando que conoce de primera mano la metrópoli arrasada y de Él negándolo de lleno por su propia condición de turista, de visitante pasajera irresponsable que en un puñado de días jamás puede acceder al alma de un lugar al que comprende de manera muy superficial y a partir de un mejunje de estereotipos y prejuicios particulares que aún no han sido del todo desarticulados; así en el sustrato macabro del foco de atención nuclear se juegan criterios paradójicos que también estaban presentes en la naciente industria turística de los centros de reclusión y de masacres del régimen nazi, hablamos del choque entre banalización conceptual homologada al lucro y la especulación, por un lado, y mecanismo para restituir la memoria histórica e intentar que los hechos no vuelvan a repetirse en tiempos en los que el armamento atómico de las distintas potencias del planeta no dejaba de crecer ni por un segundo, por el otro lado, dando a entender la urgente necesidad de recuperar los padecimientos del pueblo japonés de Hiroshima y Nagasaki y/ o vivificarlos en lo que atañe a la capacidad de la vida de abrirse paso -y de continuar luchando para subsistir- incluso bajo las peores condiciones posibles, las de un holocausto de esta magnitud. El resto de la película, en la que se analiza la relación entre ambos personajes, toma la forma de una transición paulatina desde la tragedia englobadora -la Segunda Guerra Mundial en su conjunto- hacia las catástrofes de la existencia singular o microsocial, éstas no tanto un eco automático de la anterior sino una reformulación identitaria bajo determinados acentos afectivos, basta con pensar que Ella es una actriz que perdió a su primer amor de adolescente, un soldado alemán de ocupación asentado en el pueblo de Nevers (Bernard Fresson), cuando algún francés desconocido le disparó desde un balcón paradisíaco justo en el final del conflicto bélico y en la liberación de Francia, cuando pretendían fugarse para ir a Baviera, en Alemania, con vistas a casarse y vivir juntos, mientras que Él -por su parte- hoy es un arquitecto y otrora fue un soldado reclutado para servir al Imperio del Japón durante el transcurso de la guerra y por ello se salvó de morir en su ciudad, Hiroshima, junto con el resto de su parentela, quedando de repente tan huérfano de amor como su flamante contraparte gala. La propuesta abarca una retahíla de intercambios verbales en los momentos previos a que Ella, quien está filmando una película sobre la paz, aborde un avión que la regresará adonde vive actualmente, París, e indaga no sólo en el clásico sustrato adúltero y muy pasional de los affaires imprevistos, estando el hombre casado y la mujer hasta teniendo hijos, sino además en la urgencia de ambos de conocerse en serio mutuamente para tratar de dilucidar si vale la pena este dolor producto del amor que los carcome y una pronta separación contextual para quizás nunca más volver a verse y así relegar una relación tan hermosa al cofre del olvido y la rutina, lo que implicaría tergiversar este creciente cariño que nació de una charla casual en un bar y de una noche de sexo en un hotel. El guión de Duras, responsable también de los libros que inspiraron a Moderato Cantabile (1960), de Peter Brook, y El Amante (L’Amant, 1992), de Jean-Jacques Annaud, amén de haber escrito joyas como Una Larga Ausencia (Une Aussi Longue Absence, 1961), de Henri Colpi, y Mademoiselle (1966), de Tony Richardson, juega de manera permanente con el temor a la amnesia emocional progresiva y el suplicio contradictorio de jamás poder olvidar ese momento que definió para siempre la identidad de las personas, en el caso de Él el fallecimiento de todo su clan y en lo que atañe a Ella la muerte de su amante germano, circunstancia que la condujo a un exilio familiar/ barrial/ popular dentro del sótano de la casa de sus padres (Pierre Barbaud y Stella Dassas) cual estadía en prisión que debía cumplir por la “ofensa” -a ojos de los vecinos y el vulgo en general- de amar al enemigo invasor, precisamente por ello la película está narrada desde su punto de vista ya que la condena de la fémina fue en cierto sentido doble si la comparamos con la de Él, debiendo primero sobrellevar el asesinato banal de su pareja alemana a manos de algún francés paranoico que hizo caso omiso del fin de la guerra -todo transcurrió entre 1944 y 1945- y a posteriori dejándose rapar y ser confinada en el sótano como condena social de ostracismo símil encarcelación por intimar con el soldado foráneo, a lo que desde ya se agrega este déjà vu de fondo vía el japonés ocupando el rol de “amante imposible” de aquel teutón en el atribulado corazón de la fémina. Sirviéndose de la exquisita música de Georges Delerue y Giovanni Fusco y de los majestuosos travellings de los directores de fotografía Michio Takahashi y Sacha Vierny, dos componentes/ rubros que sin lugar a dudas parieron la estética lánguida y meditabunda de una infinidad de obras arty posteriores semejantes en las que la conjunción de poesía y crudeza testimonial lleva la voz cantante, Resnais piensa con gran astucia la simultaneidad contradictoria de la vida de los amantes, Ella partiendo hacia París para dejar atrás el dolor de Nevers justo en el momento en que cae esa arma nuclear sobre Hiroshima, apodada Little Boy por la milicia norteamericana, que deja en la más absoluta soledad a Él, instante que conlleva el comienzo de la relativa sanación de la mujer y el inicio de la debacle personal del hombre. Sin embargo el convite no se queda sólo con los traumas arrastrados de cada uno, esos que en última instancia los ayudan a conocerse recíprocamente, sino que asimismo prefigura el dolor por la ruptura circunstancial que trae aparejada la vuelta de ambos a sus respectivas vidas y moradas de antaño, de allí surgen las continuas caminatas por una Hiroshima nocturna mayormente reconstruida e indiferente -plagada de carteles de neón y casas de té- que parece señalar a Ella y a Él el destino transitorio del afecto compartido por más que sigan y sigan pensando en una forma/ solución para poder estar juntos sin trastocar todo lo que construyeron hasta ese momento, léase unas familias/ vínculos/ profesiones que los ayudaron a abandonar en parte la angustia y la depresión de la infernal Segunda Guerra Mundial. En este sentido el desenlace, cuando toman conciencia de que ya se conocen por completo y no pueden seguir amándose porque es momento de la separación, es uno de los retratos más sublimes del apego extasiado y rimbombante condenado al fracaso, así Él pasa a representar a toda la ciudad de Hiroshima en su conjunto a ojos de Ella y Nevers hace lo propio desde la perspectiva del varón en lo referido a su amada, homologación cruzada que subraya tanto la plenitud identitaria e idiosincrásica de cada uno como las historias románticas prohibidas que crean una ilusión de “nueva libertad” en el reino de la monogamia y la estabilidad hogareña burguesa, amén de además sumergirse en el por entonces tema tabú del romance interracial entre la caucásica y el asiático, movida que anticipa el planteo de El Amante, memorias ficcionalizadas de Duras de 1984 sobre su relación de preadolescente con un hombre mayor de origen sinovietnamita. La intimidad laberíntica que apuntala Resnais y su prodigioso uso de los miniflashbacks y la edición entrecortada, cortesía ésta de Jasmine Chasney, Anne Sarraute y el ya nombrado Colpi, conforman un acervo vanguardista eterno del séptimo arte en materia de la “no narración” y los estudios de personajes volcados por momentos a la frustración y en otras ocasiones a esa esperanza persistente de quien se aferra a la posibilidad de una alternativa existencial donde pueda conciliar sus anhelos de autonomía, renovación, maldad y peligro cuasi suicida -rasgos simbolizados en las mentiras y el mismo estatuto antiinstitucional del adulterio- con los pivotes laborales y afectivos que se levantaron para tratar de dejar de martirizarse por los traumas irremediables del pasado, esos que desaparecen de modo escalonado de la memoria aunque sin nunca esfumarse del todo porque aquellas cicatrices que dejaron nos hicieron lo que hoy somos, nos guste o no.
Hiroshima mon Amour (Francia/ Japón, 1959)
Dirección: Alain Resnais. Guión: Marguerite Duras. Elenco: Emmanuelle Riva, Eiji Okada, Stella Dassas, Pierre Barbaud, Bernard Fresson, Moira Lister. Producción: Anatole Dauman y Samy Halfon. Duración: 90 minutos.
El Año Pasado en Marienbad (L’Année Dernière à Marienbad, 1961):
Así como Hiroshima mon Amour (1959) había retomado en su mítico prólogo el formato documental apesadumbrado de Noche y Niebla (Nuit et Brouillard, 1956) y hasta en cierta medida también la entonación lírica de sus locuciones en off en tanto faceta íntima del horror bélico, El Año Pasado en Marienbad (L’Année Dernière à Marienbad, 1961) se hace un verdadero festín con los travellings, la ornamentación y el preciosismo en general del opus de 1959 y lleva hacia nuevo y exacerbado terreno aquel dejo ensoñado/ ensimismado/ pensativo que caracterizaba a los intercambios verbales de la pareja interracial protagónica, Ella (Emmanuelle Riva) y Él (Eiji Okada), llegando al extremo de funcionar como una suerte de secuela conceptual de Hiroshima mon Amour aunque bien insólita y demencial: si antes dominaban las correlaciones lógicas, los traumas explícitos y la influencia asfixiante de una sociedad a la que ambos adalides del amor clandestino se habían insertado con el objetivo de abandonar los pesares de antaño, ahora pasan a hegemonizar el discurso la anarquía, los equívocos, las diversas paradojas, los desfasajes espaciotemporales, la histeria existencial tácita, los delirios, los múltiples devaneos, las repeticiones, los dilemas sin solución, las incógnitas y especialmente una dialéctica narrativa onírica y muy ambigua en la que un posible adulterio marca el ritmo y el sentir de los encuentros entre los personajes, nuevamente sin nombre específico y apenas identificados por su sexo, hablamos de una mujer (Delphine Seyrig), un hombre que hace las veces de amante (Giorgio Albertazzi) y un segundo hombre que parece el esposo de la fémina (Sacha Pitoëff). El glorioso guión de Alain Robbe-Grillet, figura clave del movimiento literario Nouveau Roman/ Nueva Novela, está basado de manera no oficial en La Invención de Morel (1940), la famosa historia de Adolfo Bioy Casares acerca de una isla desierta habitada por seres indiferentes “grabados” cual película en tres dimensiones que se reproduce eternamente de la misma manera para saciar el anhelo del inventor del título de vivir en un edén prefabricado a su medida, con la narración en pantalla centrándose en una infinidad de huéspedes gélidos de un lujoso y barroco hotel que en términos del rodaje en sí fue una combinación de interiores craneados en un estudio de París, el Photosonore-Marignan-Simo, y sobre todo las fachadas, jardines, corredores y habitaciones de cuatro edificios monumentales de Múnich, léase el Palacio de Schleißheim, el Pabellón de Caza Amalienburg, el Palacio de Nymphenburg y la llamada Residencia de Múnich, otrora morada de los Reyes de Baviera y la mansión urbana más grande de Alemania. Justo como ocurría en Hiroshima mon Amour, más que de una trama tradicional debemos hablar de una situación o planteo bien laxo sobre el cual gira el metraje, uno muy sencillo por cierto ya que todo se resume en la mujer siendo acosada con insistencia por el personaje de Albertazzi a lo largo y ancho del château de turno y bajo la noción de que ya se conocieron un año atrás y protagonizaron un affaire que de golpe fue interrumpido por el pedido de la hembra de aguardar un año para poner a prueba y/ o quizás cansar anímicamente a su contraparte, en esencia trazándose en conjunto el objetivo de reencontrarse en el mismo lugar doce meses después y marcharse a la par dejando atrás al segundo macho, el supuesto esposo, un sujeto que hace del talante misterioso en público y un sutil sustrato controlador hacia la mujer sus principales marcas de distinción, amén de estar obsesionado con el nim, un juego en apariencia inocente y ameno pero de amplias complicaciones matemáticas porque se basa en cuatro filas de objetos, la primera de un ítem, la segunda de tres, la tercera de cinco y la cuarta de siete, pudiendo cada jugador levantar tantos objetos -pueden ser cartas, fósforos, etc.- como quiera pero siempre dentro de la misma fila, así pierde quien alza el último ítem arriba de la mesa. Mientras que se despliega ante nuestros ojos una serie de motivos recurrentes como los espejos, las estatuas, los pasillos interminables, la decoración fastuosa, las vestimentas por demás elegantes, los intercambios banales entre los muchos huéspedes, los jardines inmensos, los claroscuros casi sepulcrales, los juegos de cartas, el dominó, el imprevisto congelamiento de hombres y mujeres a lo maniquíes antinaturalistas, los recuerdos fragmentados, las miradas perdidas, la desconfianza y los soliloquios del amante/ narrador que no se condicen con lo que estamos viendo o escuchando en ese preciso momento, las relaciones del triángulo central parecen estar enmarcadas en una confusión permanente entre realidad y mentira, vela y somnolencia, discernimiento y subconsciente, lucidez y desvarío, sueño y pesadilla, praxis e ilusión, como si el cortejo eterno del hombre hacia la mujer a espaldas del marido fuese un eco o reincidencia de lo ocurrido -o no- el año pasado en el laberíntico palacio, a lo que se agrega las humillaciones lúdicas a las que el personaje de Pitoëff somete al amante, por un lado, ganándole una y otra vez al nim, y las negativas obstinadas de la fémina no sólo en lo que respecta a los avances románticos del señor en la piel de Albertazzi sino también en lo que atañe a la misma posibilidad de que ambos efectivamente se hayan conocido tiempo atrás, hayan compartido un cariño sigiloso y se hayan prometido retomarlo transcurrido el período en cuestión, por el otro lado. Resnais recupera prácticamente todas las herramientas patentadas en ocasión de su ópera prima en formato largometraje y extrema las facultades de otras nuevas que se corresponderían con el transcurso de los años con los latiguillos formales infaltables de la primera Nouvelle Vague: en la deliciosa ensalada retórica de El Año Pasado en Marienbad podemos encontrar esos travellings hiper meticulosos a los que nos referíamos con anterioridad y una fotografía que trabaja la luminosidad de modo sublime, nuevamente cortesía de Sacha Vierny, la maravillosa y muy tétrica música de un Francis Seyrig que utilizó como pocos el órgano en el ámbito del séptimo arte, la edición disruptiva y repleta de miniflashbacks y yuxtaposiciones de Jasmine Chasney y Henri Colpi, todo el andamiaje general claustrofóbico/ estanco/ pertinaz/ sofocante de la novela de Bioy Casares, los juegos de disociación visual y sonora a lo Jean-Luc Godard con la música tapando los diálogos o éstos esfumándose de repente por su propia inercia ante el poder del contexto, la típica articulación creativa de ese Robbe-Grillet modelo Nouveau Roman, muy adepto el señor a la construcción de rompecabezas no lineales basados en los fetiches y las manías de los personajes, y finalmente el apuntalamiento del hotel como un personaje más símil El Resplandor (The Shining, 1980), de Stanley Kubrick, que sobrepasa la mera condición de escenografía circunstancial ya que su belleza, vastedad, significancia y enorme presencia escénica imponen una lógica de prisión surrealista freudiana que no perdona a nadie y matiza ese aire de desorientación etérea que percibe el hombre en una mujer que parece haber caído sinceramente en la amnesia u optar por rechazar las argucias ultra detallistas de un amante que quizás está embaucándola para que se entregue al extraño, todo bajo la mirada distante y hegemónica del esposo sin que tampoco quede en claro si el hipotético matrimonio está atravesando una crisis o a qué se debe exactamente la visita al hotel, si a vacaciones o negocios o un incidente o aniversario particular (incluso la alusión explícita del título a Marienbad/ Mariánské Lázně, un célebre balneario y spa a 170 kilómetros de Praga, tampoco tiene mucho sentido debido a que obedece a otra de las tantas opciones de lugares en los que pudieron haber coincidido alguna vez los protagonistas en este quiebre perenne de la identidad y la memoria y en esta reproducción de doppelgängers bizarros en diferido, siempre orientados a influir en el prójimo). La idea de la vigilancia ubicua de la autoridad institucional/ social/ estatal amenazante, hablamos del marido y hasta cierto punto del mismo palacio, se fusiona en el film con las edificaciones desérticas y silenciosas que no son tales -autoaislamiento del bípedo urbano moderno de por medio- y con la paradigmática lucha de poder entre los sexos en función de esta contienda en torno a quién dice la verdad y quién todavía está en sus cabales, esquema que queda de manifiesto en la reveladora escena de las interpretaciones opuestas sobre una estatua de un hombre, una mujer y un perro, con él haciendo gala de su paranoia competitiva masculina y diciendo que el varón identificó un posible peligro, que está avisando a su compañera y que el perro no es de ellos sino apenas un vagabundo, mientras que ella considera que la mujer vio algo maravilloso que está señalando e insinúa que el can es de hecho de la pareja inmortalizada, dejando entrever cierto romanticismo femenino en torno al amor sincero que aguarda en el horizonte. El semblante onírico y esquivo de El Año Pasado en Marienbad no ha perdido su potencia avant-garde con el transcurso del tiempo porque su renuncia a la seguridad de las definiciones taxativas continúa generando discusiones acerca del quid del relato, léase la naturaleza última del hotel/ mansión, las frustraciones cartesianas que aparecen desde el vamos y esos huéspedes homologados a autómatas o fantasmas o pensamientos endebles o prisioneros de un limbo interdimensional o de la mente de alguno de los protagonistas o de los corredores sobrenaturales del mismo inmueble, uno que pincha y destruye toda idea preconcebida del fluir espaciotemporal; por ello el desenlace parece poner patas para arriba a su homólogo de Hiroshima mon Amour debido al hecho de que mientras esta última finiquitaba con la certeza de la separación de los amantes y la destrucción de una utopía en conjunto que juzgaban celestial en contraposición al devenir prosaico y rutinario de sus vidas hasta ese momento, El Año Pasado en Marienbad nos habla en cambio de la mujer renunciando -por fin- a sus defensas románticas/ existenciales y yéndose con el personaje de Albertazzi aunque ahora invirtiendo el paraíso de antaño, ya que el destino del dúo se asemeja a un enclave lúgubre que no ofrece ninguna seguridad o júbilo y hasta parece una continuación de todas las indefiniciones sensoriales que presenciamos previamente. Esta concepción que flota de fondo de “cine experiencia”, en detrimento del arte estándar de raigambre previsible mainstream, sería fundamental a posteriori para la ciencia ficción y la fantasía de entornos virtuales en donde la estética de la soledad controla el desarrollo discursivo como si estuviésemos dentro de un zoológico sin saber desde qué lado de las rejas se narra la faena, con las posiciones simbólicas de la fiera esclavizada y el amo cruel quedando atrapadas en un torbellino de preciosismo -en materia de tomas, banda sonora, decorados, vestimenta, peinados y locuciones poéticas o refinadas- que parece hipnotizar tanto al espectador como a los protagonistas para que ninguno termine de entender lo que acurre, condición esencial y estratagema prototípica de la manipulación por atención desviada a instancias de terceros que se mantienen en las sombras moviendo a gusto los hilos de sus títeres, haciéndoles creer que sus anhelos son realmente de ellos y que les espera el ideal quimérico a la vuelta de la esquina o en algún recodo de un hotel que bien podría pasar por el “sueño húmedo” de la alta burguesía del capitalismo o de la monarquía de segunda mano de hoy en día. A pesar de que los dos actores principales están perfectos, la que se destaca en serio es una Seyrig magnética que satisface de maravillas la idea de Resnais de empardarla a aquella genial Lulu de Louise Brooks de La Caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1929), de Georg Wilhelm Pabst, eje de la pasión pero también del trance y de la discontinuidad en espiral de este galanteo erótico del artificio que señala la dimensión farsesca e impostada de lo social y el costado siniestro que puede ocultar cuando las obsesiones amatorias, la represión, el histeriqueo, las ansias de poder, la fabulación y la abulia enmarañada se dan la mano a pura enajenación y melancolía ante lo que no pudo ser.
El Año Pasado en Marienbad (L’Année Dernière à Marienbad, Francia/ Italia, 1961)
Dirección: Alain Resnais. Guión: Alain Robbe-Grillet. Elenco: Delphine Seyrig, Giorgio Albertazzi, Sacha Pitoëff, Françoise Bertin, Luce Garcia-Ville, Héléna Kornel, Karin Toche-Mittler, Pierre Barbaud, Wilhelm von Deek, Jean Lanier. Producción: Anatole Dauman, Raymond Froment y Pierre Courau. Duración: 94 minutos.