El apogeo comercial de Prince (1958-2016) coincide con su cenit creativo y abarca desde comienzos de los años 80 hasta principios de la década siguiente, un período fascinante en el que el señor patentó el denominado “sonido de Minneapolis”, una mixtura de funk, synth-pop, rhythm and blues, rock, new wave, jazz y soul que solía acelerar el ritmo del funk clásico para combinarlo con melodías pegadizas, solos altisonantes de guitarra y un surtido de sintetizadores -con sus mantras, ecos y efectos ochentosos reglamentarios- que pasaban más o menos al primer plano según cada canción. Después de un par de trabajos inaugurales todavía pegados a aquella música disco de los años 70, los de todos modos disfrutables For You (1978) y Prince (1979), el joven multiinstrumentista y autoproductor revoluciona la escena de la música pop mediante dos fases, la primera condensada en los álbumes Dirty Mind (1980) y Controversy (1981), placas en las que termina de delinear su idiosincrasia musical incorporando el carácter erótico ampuloso y todas las excentricidades de Little Richard, James Brown, Chuck Berry, Sly Stone, Jimi Hendrix, Ike Turner, Stevie Wonder y George Clinton de Parliament y Funkadelic, y la segunda etapa limitada al mítico 1999 (1982), una epopeya funk que abre decididamente el espectro de influencias hacia The Beatles, David Bowie, Carlos Santana, Todd Rundgren y ese Mick Jagger de The Rolling Stones, entre muchos otros. Fue su idea de realizar una película lejanamente autobiográfica la que derivó en Purple Rain (1984), tanto el film dirigido por Albert Magnoli como el disco homónimo que ofició de soundtrack, por cierto uno de los trabajos más exitosos de la historia de la música grabada y primera verdadera oportunidad de unificar -ya de manera armoniosa y efervescente- las composiciones sintetizadas previas y la estructura tradicional de una banda de rock con toda su potencia y adrenalina, algo con lo que había coqueteado en 1999 pero sin llegar a la prodigiosa hipérbole de Purple Rain. Es precisamente este salto entre el aislamiento extremo de la “orquesta de un solo hombre” de aquellos primeros cinco discos de estudio, con participaciones adicionales de diversos invitados en las voces, y el enfoque colaborativo del mega hit de 1984, toda una novedad para el artista, lo que provoca el nacimiento de The Revolution, una banda con una formación un tanto cambiante que ya lo seguía desde los 70 aunque sólo como acompañamiento para los espectáculos en vivo.
Siempre inconformista y con un ideario camaleónico a lo Bowie y Miles Davis, en suma todo lo contrario a lo que el mainstream y buena parte del público conservador esperan de los músicos más vendedores de discos, Prince inmediatamente después coquetea con la neo psicodelia en Around the World in a Day (1985) y con una especie de proto new jack swing en ocasión de Parade (1986), a su vez la banda sonora de su segunda película, Under the Cherry Moon (1986), delirio de índole arty escrito por él mismo y gran preámbulo para una obra maestra del eclecticismo demencial, Sign o’ the Times (1987), álbum doble de marco vanguardista cuya “cocina” ya incluía las primeras peleas con su compañía discográfica, Warner Bros., la cual rechazó la idea primigenia de editar un triple bautizado Crystal Ball que recopilaría cosillas nuevas más los temas de dos proyectos anteriores, primero Dream Factory, un doble con The Revolution, y Camille, trabajo solista muy bizarro que hubiese presentado en sociedad a un alter ego femenino destinado a cantar en falsete. Luego de algunas zapadas con Davis y de cancelar la distribución de un disco que se transformaría en legendario y sería editado siete años después, The Black Album (1994), sutil joya del funk pomposo y socarrón símil Clinton o Sly and the Family Stone a la que consideró demasiado negativa/ fatalista, el muchacho edita en cambio Lovesexy (1988), trabajo luminoso en el que expande su fetiche con el hecho de amalgamar el sexo y la religión, y se consagra a dos soundtracks relativamente accesorios, Batman (1989), correspondiente a la excelente faena del mismo título de Tim Burton con Michael Keaton, Jack Nicholson y Kim Basinger, y Graffiti Bridge (1990), olvidable secuela espiritual de Purple Rain que fue escrita y dirigida por el propio Prince. Los exquisitos Diamonds and Pearls (1991) y Love Symbol (1992) fueron sus últimos dos discos clásicos de la etapa de preeminencia cultural, justo antes de la batalla campal con Warner de los años 90 a raíz de un contrato leonino de regalías, poca inversión en marketing por parte de la empresa y rechazos sucesivos ante las exigencias de Prince de editar más de un disco por año, algo que tiene que ver con su impronta prolífica, la idea del mainstream de no saturar el mercado y la consiguiente necesidad de apelar a testaferros -como Sheila E. o Mazarati de Mark Brown- para lanzar más canciones que las permitidas, a posteriori compiladas en una sublime antología póstuma, Originals (2019).
A pesar de que Purple Rain en términos cinematográficos o narrativos tradicionales no es una maravilla ni mucho menos, en especial debido al carácter hilarantemente esquemático de la propuesta a escala dramática y su idea de fondo de girar siempre sobre lo mismo cual espiral ad infinitum, como vehículo comercial y excusa para el despliegue de canciones extraordinarias funciona a la perfección ya que respeta la estela de tantos exploitations musicales de los 60 y 70 que esquivaron la opción creativa más obvia, léase esa concert movie que suele apelar exclusivamente a los fans o devotos a pleno, y decidieron intentar el camino siempre sinuoso del film ficcional estándar, uno que exige sí o sí alguna mínima destreza actoral y una trama que unifique con suma coherencia las escenas dialogadas y los segmentos musicales. Es en este sentido en el que el opus de Magnoli, hasta este momento un editor que aquí debuta como realizador y de hecho también se encarga del montaje y el guión, logra exprimir no sólo el carisma de Prince, uno que combina la estampa kitsch y andrógina de la primera new wave con el “hombre insaciable” modelo Richard y Brown y los “héroes de la guitarra” en línea con Berry y Hendrix, sino además su inusitado talento actoral, esa mística enigmática que siempre arrastraba y su obsesión con transformarse en un antihéroe cinematográfico contradictorio porque en pantalla acumula rasgos tanto de víctima/ masoquista como de victimario/ sádico, precisamente como se supone que era en persona porque solía defender su privacidad tanto como la integridad de su música pero se sabe por testimonios de terceros que fue un dictador perfeccionista a nivel laboral capaz de gestos muy nobles a escala de lo humano, amistoso o romántico. Jugando en igual medida con el lenguaje de la publicidad y el videoclip, los registros de recitales en entorno cerrado y la típica fábula agridulce de una estrella en ascenso, la película supera por mucho a Under the Cherry Moon y Graffiti Bridge y se centra en El Niño/ The Kid (Prince), un joven de Minneapolis que encabeza The Revolution, suele tocar en el club nocturno First Avenue, mantiene una rivalidad con el líder de la banda de funk The Time, Morris (Morris Day), se enamora de una hermosa bailarina y vocalista recién llegada a nuestra metrópoli, Apollonia (Apollonia Kotero), y en esencia padece junto a su mamá (Olga Karlatos) la violencia física y psicológica de su atribulado padre, el también músico Francis L. (Clarence Williams III).
Con un remate muy doloroso, el intento de suicidio del progenitor de un disparo en la sien, y apenas tres latiguillos retóricos, hablamos de los celos de El Niño por el vínculo laboral de Apollonia con Morris, la idea del protagonista de rechazar la música compuesta por sus coristas, Wendy (Wendy Melvoin) y Lisa (Lisa Coleman), y las intervenciones irónicas del mandamás de The Time y su ladero y valet, Jerome (Jerome Benton), Purple Rain por un lado explora desde la seriedad tópicos varios como el ego inflado de los artistas, el sustrato posesivo del amor, el anhelo de un raudo éxito comercial y el temor a repetir los pasos de la parentela en el rubro que sea, detalle que cubre lo privado y lo público, y por el otro lado sabiamente limita las líneas de diálogo con el objetivo de que hablen sin intromisión alguna la elegancia, el magnetismo escénico y las composiciones de Prince, una catarata de obras maestras del funk rockero que influirían en el dance, el pop y el hip hop de izquierda de los años venideros e incluyen a Let’s Go Crazy, Take Me with U, The Beautiful Ones, When Doves Cry, Computer Blue, Darling Nikki, la épica Purple Rain, I Would Die 4 U y Baby I’m a Star, amén de algunas rarezas como Possessed, Father’s Song y God (Love Theme from Purple Rain) y de las canciones que fueron a parar a discípulos/ protegidos o actos asociados, pensemos en Modernaire, de Dez Dickerson and the Modernaires, la contagiosa Sex Shooter, de Apollonia 6, y Jungle Love y The Bird, ambas de The Time. La propuesta de Magnoli, quien rodaría los videoclips de Partyman, Scandalous y Batdance, obras de Prince circa Batman, y nunca más entregaría un film interesante ya que American Anthem (1986), Tango & Cash (1989), Street Knight (1993) y Dark Planet (1997) dejaron mucho que desear, asimismo funciona como un retrato tácito y accesible del quid heterogéneo del protagonista, desde el rock de The Revolution, grupo que lo acompañaría hasta Around the World in a Day y Parade, pasando por el funk de The Time, luego reemplazados por The Family, hasta llegar al rhythm and blues tracción a teclados de Apollonia 6, trío femenino a su vez heredero de Vanity 6. La fama planetaria que Prince alcanzaría de inmediato gracias a la masividad de Purple Rain curiosamente se debe en parte al humanismo bien lúgubre y mundano de la película, donde la genialidad megalómana y el masoquismo de la intimidad se retroalimentan todo el tiempo como si fuesen dos caras de una misma exacta moneda…
Purple Rain (Estados Unidos, 1984)
Dirección: Albert Magnoli. Guión: Albert Magnoli y William Blinn. Elenco: Prince, Apollonia Kotero, Morris Day, Olga Karlatos, Clarence Williams III, Jerome Benton, Wendy Melvoin, Lisa Coleman, Billy Sparks, Jill Jones. Producción: Robert Cavallo, Steven Fargnoli y Joseph Ruffalo. Duración: 111 minutos.