Decir que la norteamericana Louise Brooks tuvo una vida “agitada” es quedarse bastante corto: nacimiento el 14 de noviembre de 1906 en Cherryvale, Kansas, una comunidad esencialmente rural, padres interesados en el arte pero algo abandónicos, a los nueve años fue víctima de un abuso sexual por parte de un vecino, ya a partir de los 14 se transformó en alcohólica consumada, antes de ingresar al Hollywood de la etapa muda era bailarina semi desnudista en Nueva York, oficio que le ganó un contrato con la Paramount Pictures, su carácter rebelde la hizo enemistarse con los popes de los grandes estudios en medio de la industria cinematográfica hiper esclavista e intolerante de las décadas del 20 y 30, su promiscuidad -o mejor dicho, su incapacidad de ser fiel o enamorarse en serio- le garantizó una soledad muy duradera, fiestas en la mansión del magnate mediático William Randolph Hearst y popularidad debido a su corte de pelo característico, el “bob”, con el cabello a los costados de la cabeza hasta la altura de la mandíbula y un flequillo en la frente, muchos papeles irrelevantes y/ o secundarios en yanquilandia que la llevaron a emigrar a Europa, donde era conocida principalmente por su participación junto a Victor McLaglen en Una Novia en cada Puerto (A Girl in Every Port, 1928), de Howard Hawks, un intento de regreso a Estados Unidos que derivó en fiasco porque el cine sonoro había reemplazado al mudo y para colmo había sido incluida en las listas negras por el desplante hollywoodense en pos del viejo continente, una existencia posterior miserable en la que pasó de vendedora en Saks Fifth Avenue, una cadena de lujo por departamentos, a escort/ prostituta de la alta burguesía, la aparición de tendencias psicológicas suicidas, un redescubrimiento muy tardío en los 50 cortesía de algunos historiadores del séptimo arte de Francia como una de las grandes figuras del cine mudo en línea con Marlene Dietrich y Greta Garbo, la realización de diversas retrospectivas sobre su trayectoria que la volvieron a poner en el ojo público, una reconversión hacia el oficio de escritora de ensayos históricos sobre la gran pantalla y finalmente una muerte en Rochester, en el Estado de Nueva York, en 1985 a la edad de 78 años de un ataque cardíaco luego de décadas de reclusión y de sufrir artritis y un enfisema.
Si dejamos de lado su gigantesca fama posterior al retiro -y mucho más inconmensurable después de su fallecimiento- y su rol muy retrospectivo en tanto icono de aquellas adorables “flappers” de la década del 20, paradigmáticas mujeres jóvenes de la contracultura del período que llevaban con orgullo su corte bob, escuchaban jazz, vestían faldas sugerentes hasta la rodilla, usaban mucho maquillaje, sacudían sus rizos, bebían y fumaban en público, conducían automóviles y no se mostraban pudorosas frente al sexo y las conversaciones casuales, a decir verdad la pobre Brooks de carne y hueso jamás gozó de una masividad real durante la fase de su vida en la que efectivamente se consagró a la actuación, esos 20 y 30 a los que nos referíamos con anterioridad, y su actitud desfachatada -en esencia era una mujer comportándose como un hombre común, por ello llamaba la atención en tiempos de un gran conservadurismo social, religioso, cultural e ideológico- la condenó al ostracismo una y otra vez, amén de padecer la estrechez económica y verse obligada a mudarse en repetidas ocasiones en busca de algún trabajo -todos sus supuestos amigos de Hollywood le dieron la espalda- y debido a los celos despiadados que despertaba su carrera en el séptimo arte entre sus allegados. De las tres películas que filmó durante su aventura europea, sin lugar a dudas La Caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1929), dirigida por Georg Wilhelm Pabst, es la gran obra maestra porque a pesar de que Diario de una Joven Perdida (Tagebuch einer Verlorenen, 1929), también de Pabst, es otra maravilla absoluta y Premio de Belleza (Prix de Beauté, 1930), de Augusto Genina, cumple cualitativamente con dignidad, lo cierto es que su Lulú de La Caja de Pandora irradia un magnetismo perenne que incluso en buena medida supera al de la otra gran candidata para el papel, nada menos que Dietrich, a quien el director estuvo a punto de contratar para luego volcarse por Brooks a raíz de su rol de vampiresa en Una Novia en cada Puerto, permitiéndole así al realizador austríaco volver a explorar dos de sus obsesiones temáticas de siempre en lo que a la vida metropolitana se refiere, léase la sensualidad y el contraste entre la existencia de ricos y pobres, lo que además implica la posibilidad de que la opulencia desaparezca de repente.
Muy en la tradición de la Nueva Objetividad, vanguardia artística germana característica de la República de Weimar (1918-1933) que proponía al realismo más crudo y provocador como una suerte de respuesta burlona en plan de antinomia con respecto a las abstracciones y subjetividades de aquel expresionismo también en boga en la época, Pabst aquí ahonda en el libertinaje en su acepción femenina -erotismo, promiscuidad y prostitución- basándose lejanamente en dos puestas teatrales del especialista en el escándalo antiburgués Frank Wedekind, El Espíritu de la Tierra (Erdgeist, 1895) y La Caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, 1904), obras que conforman un díptico homogéneo hoy adaptado en ocho actos/ escenas por el guionista Ladislaus Vajda, con claras contribuciones del propio realizador. Nuestra querida Lulú en la agraciada piel de Brooks es una señorita impulsiva con pasado prostibulario que tiene de amante a un respetado editor de un periódico, el Doctor Ludwig Schön (Fritz Kortner), y que se reencuentra con su antiguo proxeneta, el veterano Schigolch (Carl Goetz), quien desea que vuelva al ruedo aunque ahora haciendo un número de variedades con un trapecio y a la par del forzudo Rodrigo Quast (Krafft-Raschig). Schön de todas formas pretende casarse con Charlotte Marie Adelaide von Zarnikow (Daisy D’Ora), hija del ministro del interior alemán, pero todo se arruina cuando la susodicha lo encuentra besándose a escondidas con Lulú en medio de la obra teatral símil revista del vástago del doctor, Alwa Schön (Francis Lederer), el cual también está enamorado de la chica. El editor decide entonces casarse con el personaje de Brooks aunque nuevamente el asunto deriva en desastre cuando se topa con los borrachines de Schigolch y Quast en la recámara nupcial y para colmo con el vejete manoseando a la señorita entre carcajadas compartidas, así saca un arma, expulsa a los dos varones y en un forcejeo con Lulú termina muriendo de un tiro accidental cuando pretendía obligarla a que se suicide para terminar con semejante condena existencial, hasta siendo testigo de la devoción de Alwa por la mujer. Sentenciada a cinco años de prisión por homicidio, la protagonista logra escapar de la ley gracias a sus amigotes y acólitos, los cuales accionan la alarma de incendio del tribunal para sacarla del edificio.
A pesar de que hablamos de la simpática asesina de su progenitor, Alwa accede a alojarla y hasta parte raudo con ella en una fuga/ un exilio/ unos inconvenientes permanentes que arrancan cuando ella es reconocida en un tren por el maquiavélico Marqués de Casti-Piani (Michael von Newlinsky), noble que pasa de extorsionar al hombre para no denunciarlos a ofrecerles viajar a Francia y hospedarse en una embarcación especializada en juego ilegal, donde Lulú es chantajeada en paralelo por Quast, quien le pide 20.000 francos para montar un flamante show de variedades, y por el marqués, el cual la vende por 300 libras esterlinas a un egipcio dueño de un burdel porque la chica no tiene nada de dinero propio más allá del que gana jugando a las cartas Alwa, quien por supuesto asimismo le pide más capital para seguir dilapidándolo luego de una mala racha en la que perdió todo lo que tenía. Schigolch decide ayudar a la chica por un lado convenciendo a Schön para que haga trampa y por el otro manipulando a una vestuarista lesbiana que también está enamorada del personaje de Brooks, la Condesa Anna Geschwitz (Alice Roberts), para que lleve a Quast a un camarote así ambos pueden matarlo. Todo deriva en caos cuando la concurrencia del garito y los otros jugadores descubren los chanchullos de Alwa y el cadáver del forzudo, no obstante la chica, Schön y el veterano consiguen escapar en un bote y tomar un barco hacia Londres, metrópoli en la que viven en una gélida buhardilla y en la que en las vísperas de Navidad pasan mucha hambre, se sumergen en la bebida y apuestan al único posible ingreso de dinero, la prostitución de una Lulú que tiene tanta mala suerte que su primer cliente no es otro que Jack, el Destripador (Gustav Diessl), un señor que primero contiene sus impulsos homicidas y arroja su navaja aunque a posteriori encuentra otro filo tentador y opta para asesinar a la protagonista, todo mientras Alwa -ya visiblemente cansado de la retahíla de humillaciones e indignidades que atravesó en nombre del amor que siente por ella- renuncia a la fémina sin conocer su destino y se une a un desfile del Ejército de Salvación, un grupo del cristianismo protestante ortodoxo fundado en 1865 por el metodista William Booth y su esposa Catherine Booth que se dedica a acciones evangelizadoras varias y de beneficencia.
Las eternas polémicas que continúa despertando La Caja de Pandora tienen que ver con el dilema de a quién responsabilizar por la catarata de penurias que sistematiza el relato cual cuento de hadas para adultos o fábula de degradación moral, si a la idiosincrasia putona y muy lúdica de Lulú o al carácter posesivo de los machos -y hasta las hembras- que se topa en su camino, definitivamente una disyuntiva entre la honestidad de índole anarquista o quizás hedonista, esa que se pasa por el traste las convenciones sociales y/ o la colección de agendas pancistas individuales, y una hipocresía burguesa de lo más porfiada que gusta de automartirizarse tratando de doblegar al animal salvaje que jamás podrá ser amansado del todo, nos referimos desde ya a la protagonista, a quien la enorme mayoría de los personajes de la historia pretenden enchufarle -de manera más o menos explícita- criterios éticos comunales o simplemente una mínima concepción de fidelidad a lo pareja monogámica, sin embargo la chica se mueve con la improvisación de un naturalismo inocentón de rebusque callejero aunque en algunas ocasiones cargado de chispazos de picardía, como la famosa sonrisa a lo hechizo que le dedica al fiscal durante el proceso por el homicidio de Ludwig Schön, la cual lo hace dudar unos segundos sobre la culpabilidad de la mujer y su propio alegato incriminador. Esta idea gloriosamente masculina de las féminas como la “belleza malvada” empardada a la alegría del coqueteo y el coito y la amargura de la convivencia prosaica luego de la cópula con el sexo opuesto, ese que nunca llegan a entender al cien por ciento, tiene que ver con la alusión del título -y durante la citada secuencia del juicio- a la Pandora de la mitología griega, la primera mujer creada por Hefesto bajo órdenes de Zeus como venganza contra la humanidad en general y contra un Prometeo que les ofreció el fuego a los mortales contrariando el sentir de Zeus, por ello el atractivo de las hembras es una especie de Caballo de Troya para los varones que guarda dentro las mentiras, la histeria y la misma condición de puta más o menos contenida, a lo que se suma esa curiosidad que llevó a Pandora a abrir la célebre caja/ ánfora reglamentaria con todos los males del planeta, a su vez un regalo de bodas en su unión sacrosanta con Epimeteo, el hermano de Prometeo.
Más allá de lo que siempre se suele decir en materia de ilustrar la expresión “la esperanza es lo último que se pierde” vía el personaje de Francis Lederer -frase vinculada también al mito griego de Pandora y una deidad llamada Elpis que permanece en el fondo de la caja y simboliza la ilusión optimista que subsiste a pesar de todo- y del carácter vanguardista del film en eso de extremar los engranajes retóricos del melodrama erótico y hasta incluir a una condesa lesbiana, jugada en verdad insólita para su época, la película de Pabst carece por completo de la mojigatería neurótica de tantas odiseas del cine mudo porque se vuelca a un retrato extasiado -pero en simultáneo sutil, sincero y muy perspicaz- de las convenciones sociales en cuanto a los vínculos románticos, por un lado, y las múltiples injusticias e inequidades que padecen los marginados por parte de sociedades que naturalizan el despojo de las mayorías por parte de un cónclave de oligarcas que llevan a la miseria a casi todos a su alrededor, por el otro lado (las figuras de poder o representantes de las instituciones castradoras y ventajistas del capitalismo son tanto el editor y el marqués como los jueces que la sentencian o sus otros pretendientes de riqueza considerable, hablamos de Alwa y Geschwitz, con Quast no pasando del estrato de infeliz oportunista del lumpenproletariado cultural). Brooks en muchos sentidos hace de ella misma porque no hay grandes diferencias entre la vida privada de la actriz y esta Lulú que también padeció un desfasaje prohibitivo en lo que atañe a lo que está permitido a las mujeres en público y lo que permanece vedado, a la que indudablemente se agrega un sustrato de femme fatale que complejiza al personaje ya que la ninfa todo el tiempo se mueve en la frontera entre la víctima y la victimaria, casi siempre por pura tontuela o desinhibida semi suicida sin control alguno sobre sus actos. El rol de alcahuete/ amigo/ padre adoptivo de Schigolch se amalgama con la doctrina del sobrevivir metropolitano de la muchacha que se mofa de todo cual espíritu realmente libre que niega el manto de explotación y locura escalonada de fondo; basta con recordar cómo cuando todos en el pub del desenlace se paran ante el Ejército de Salvación el viejo opta por sentarse para comer un rico manjar recién llegado a la mesa, e incluso la hambrienta Lulú de Londres marcha a su muerte con un Jack, el Destripador que le aclara que no tiene dinero sin que le importe demasiado porque lo que desea es pasar un buen rato con el extraño, quien la cosifica cual presa a atesorar como hace el resto de sus enamorados y su cantinela al unísono de “estás bajo la rama del muérdago, debes dejarte besar”, última y más que elocuente frase del film en boca del famoso homicida de meretrices. Cúspide de las preocupaciones de Pabst, siempre interesado en la efervescencia libidinosa femenina y los ascensos y descensos en la pirámide plutocrática, y a la par gesta extraordinaria de celos enfermizos, crimen, fuga, extorsiones, mucha indigencia y muerte, La Caja de Pandora es asimismo el prematuro testamento artístico de una Brooks sin parangón que lejos de las gesticulaciones sobrecargadas y los movimientos bruscos de sus colegas del período silente con vistas a transmitir visualmente lo que las palabras ausentes no podían, optó en cambio por miradas minimalistas y muy arrebatadoras que sintetizan a la perfección todo lo que su misterioso carisma puede contagiar, léase una fascinación seductora y naif que sobrepasa la mediocridad promedio de las mujeres del mundo del espectáculo, alzándose de paso como una de las mejores y más despampanantes presencias escénicas del séptimo arte mundial…
La Caja de Pandora (Die Büchse der Pandora, Alemania, 1929)
Dirección: Georg Wilhelm Pabst. Guión: Ladislaus Vajda y Georg Wilhelm Pabst. Elenco: Louise Brooks, Fritz Kortner, Francis Lederer, Carl Goetz, Krafft-Raschig, Alice Roberts, Daisy D’Ora, Gustav Diessl, Michael von Newlinsky, Sig Arno. Producción: Heinz Landsmann y Seymour Nebenzal. Duración: 133 minutos.