Viendo a lo que ha quedado reducida la comedia en el Siglo XXI, una colección de obras mediocres y redundantes de bajo presupuesto, destinadas al streaming, sin un gramo de originalidad u osadía y con actores desperdiciados, patéticos o directamente impresentables, resulta cada vez más difícil recordar una época en la que el panorama era exactamente el opuesto porque el género en su vertiente cinematográfica era desfachatado, irrefrenable e inmensamente popular, lo que generaba un círculo virtuoso que aumentaba el dinerillo a invertir y permitía testear en un trabajo creativo colectivo cada una de esas situaciones graciosas o sketchs o gags. Si la posguerra inmediata, léase sobre todo la década del 50, aportó una coyuntura mundial de lenta renovación porque el inconformismo comenzó a reemplazar a la pacatería de antaño y la rutinización de las fórmulas cómicas más ingenuas y estandarizadas, los años 60 fueron el escenario de un verdadero destape iconoclasta que siguió la estela de los cambios sociales del período y expandió las posibilidades de la burla hasta niveles hasta entonces insospechados, a la postre desencadenando unos años 70 en donde el cinismo tomó la posta y el esquema paródico polirubro profundizó una vertiente ya presente en la década previa aunque de manera más sutil, hablamos del ombliguismo metadiscursivo y las reflexiones tácitas acerca de los recursos del medio cual compilación de herramientas que motivan un popurrí cerebral adepto al sarcasmo, éste un ingrediente novedoso si pensamos que las risas de la primera mitad del Siglo XX casi nunca pasaban de lo naif. La infantilización de los 80, en sí la contracara de un proceso político conservador que pasó a anular el sustrato revulsivo de la comedia o capacidad de crítica, a su vez generó un empobrecimiento intelectual que se tradujo en las propuestas masivas descerebradas de los 90 y la castración o cruzada inquisitorial del marketing lelo de nuestros días, corrección política de por medio que eliminó el humor pensante en los tanques del mainstream para dejarlo con vida sólo en films marginales que le escapan al contenido idiota e inofensivo.
Aquellos años 60, ubicados precisamente entre los primeros indicios de renovación de los 50 y el terrorismo contracultural de los 70, fueron una etapa fascinante porque muchos de los blockbusters cómicos llevaron hasta el delirio esa autoconsciencia compilatoria a la que apuntábamos con anterioridad, especie de repertorio/ inventario de chistes, payasadas y puestas en escena satíricas que rendían homenaje a lo hecho en el pasado en el rubro y al mismo tiempo lo aprovechaban para darle nueva vida en el contexto social en ebullición de los 60, donde la modernidad tecnológica, el Estado de Bienestar, la revolución sexual y el ascenso de la juventud al primer plano adquirieron una preeminencia insoslayable que por un lado remarcaba el sustrato atemporal de muchas rutinas farsescas y por el otro las empapaba de una ironía y una picaresca hasta ese momento inéditas en la fórmula retórica/ discursiva/ formal en cuestión. Un ejemplo primordial de todo lo señalado es El Imbécil (Le Corniaud, 1965), una de las películas más vistas en la historia del cine francés y europeo en general y la obra que sella la estampa de superestrellas tanto de su director, Gérard Oury, como de sus dos protagonistas, Louis de Funès y André Robert Raimbourg alias André Bourvil, estos dos últimos unos veteranos de la actuación que se hicieron conocidos como capocómicos de grandes, pasados los 40 años, y llegaron a la estratósfera mainstream -una locura total si consideramos al asunto desde nuestro presente, como aseverábamos, porque se especializaron en comedias- gracias a la epopeya que nos ocupa y su secuela espiritual, la también magnífica La Gran Evasión (La Grande Vadrouille, 1966). El primer peldaño del díptico del trío, El Imbécil, aglutina de manera astuta elementos de costumbrismo, road movie, comedia erótica, odisea de enredos, slapstick, melodrama, film noir, película de acción e incluso parodia de esa “conexión francesa”, una red internacional de narcotráfico, que Contacto en Francia (The French Connection, 1971), el opus de William Friedkin, y El Padrino (The Godfather, 1972), joya de Francis Ford Coppola, se tomaron muy en serio.
Perteneciente al subgénero de la sátira de los sindicatos criminales, un ecosistema que va desde las sublimes Mafioso (1962), de Alberto Lattuada, El Honor de los Prizzi (Prizzi’s Honor, 1985), de John Huston, y Un Novato en la Mafia (The Freshman, 1990), de Andrew Bergman, hasta una andanada de propuestas fallidas u olvidables recientes como ¡Mafia! (1998), de Jim Abrahams, Analízame (Analyze This, 1999), de Harold Ramis, Una Familia Peligrosa (The Family, 2013), de Luc Besson, y La Heredera de la Mafia (Mafia Mamma, 2023), de Catherine Hardwicke, amén de la secuela de Analízame, Analízate (Analyze That, 2002), otro bodrio de Ramis, El Imbécil efectivamente se burla del súper aceitado circuito de exportación de heroína turca a Estados Unidos, muy utilizado durante los 50, 60 y 70, con Líbano primero y Francia después como puentes de los cargamentos camuflados, algo que en el ambicioso guión de Oury y su colaborador habitual Marcel Jullian muta en un Cadillac DeVille convertible modelo 1964 que oculta 100 kilos de heroína en su carrocería trasera, 300 kilos de oro en los paragolpes, las joyas de un atraco muy jugoso en la batería y el diamante más grande y caro del mundo, el hilarante Youkounkoun, en la bocina. Como siempre en el caso de Oury, la historia es muy simple y arranca con el choque accidental entre Antoine Maréchal (Bourvil), un paparulo que sale de París para vacacionar en Italia, y Léopold Saroyan (De Funès), supuesto empresario que es el líder de una pandilla criminal que utiliza de mula inconsciente a Maréchal, de hecho entregándole el Cadillac para un periplo a priori paradisíaco de trece días desde Nápoles a Burdeos para despachar el coche a Estados Unidos en barco. Saroyan no confía en el bobo elegido y por eso lo sigue en otro auto con dos secuaces (Jean Droze y Jacques Ferrière), no obstante un mafioso italiano llamado Mickey (Venantino Venantini) descubre el plan de contrabando y a su vez sigue a Léopold porque pretende robar el vehículo a cargo de Antoine, quien desconoce el peligro del fuego cruzado del caso y esos controles aduaneros que lo pueden encerrar de por vida.
Oury, que había empezado su carrera en el cine como actor antes de profesionalizarse en los 50 y saltar a la dirección en los 60, venía de dos incursiones en el “acervo serio” que no vio nadie, Juegos de Manos (La Main Chaude, 1960) y La Amenaza (La Menace, 1961), y de una interesante comedia negra, El Crimen se Paga (Le Crime ne Paie pas, 1962), sin embargo su verdadera génesis como realizador es El Imbécil porque su eficacia histriónica es arrolladora y además el convite sitúa en primer plano la influencia de Blake Edwards, suerte de modelo implícito ya que el slapstick, los enredos identitarios y la sensualidad son pivotes cruciales, el Youkounkoun es una reformulación del archiconocido diamante de La Pantera Rosa (The Pink Panther, 1963) y hasta es probable que la idea de base, esto de una road movie de corazoncito bastante retro, haya surgido de un chisme/ rumor intra industria vinculado al proyecto faraónico de Edwards de aquel período histórico, La Carrera del Siglo (The Great Race, 1965), precisamente una de las películas ruteras caricaturescas más famosas y monumentales de la historia del cine. El director combina con mano maestra la ingenuidad semi obrera de Bourvil y la neurosis hiperquinética y burguesa de De Funès con bellas señoritas del camino, como la manicurista italiana Gina (Alida Chelli) y la nudista alemana Úrsula (Beba Loncar), instantes de tensión entre las bandas en pugna y con el novio celoso de Gina, Lino (Lando Buzzanca), y sobre todo las esperables peripecias que hacen perder la carga del Cadillac, así los paragolpes de oro son robados por un mecánico napolitano, Tagliella (Nino Vingelli), la heroína se pierde en medio de un tiroteo entre los muchachos de Saroyan y el tartamudo Mickey y finalmente la batería, con las esmeraldas y rubíes del robo, va a parar al fondo del mar cortesía del propio Maréchal, el cual demuestra no ser tan tonto porque por lo menos deduce dónde está el Youkounkoun. Muy cerca del nivel de La Gran Evasión, El Imbécil es uno de los mejores tanques de la comedia de su tiempo y una fábula sobre las aventuras azarosas de la vida que no sermonea a su público…
El Imbécil (Le Corniaud, Francia/ Italia/ España, 1965)
Dirección: Gérard Oury. Guión: Gérard Oury y Marcel Jullian. Elenco: André Bourvil, Louis de Funès, Venantino Venantini, Lando Buzzanca, Jean Droze, Jacques Ferrière, Beba Loncar, Alida Chelli, Nino Vingelli, Henri Génès. Producción: Robert Dorfmann. Duración: 111 minutos.