Luck and Strange, de David Gilmour

Destilando la esencia

Por Marcos Arenas

Hablar de la producción artística de David Gilmour, el más famoso de los integrantes de relleno de Pink Floyd junto con el baterista Nick Mason y el tecladista Richard Wright, es hablar de un hermoso envase vacío porque el señor siempre fue un compositor bastante mediocre que funcionó mucho mejor en calidad de “herramienta con patas”, desde ya empuñando una guitarra ultra sentimental o afligida, al servicio de terceros con talento en serio al momento de crear, pensemos de manera retrospectiva en su otrora amigo Syd Barrett -Gilmour entra en el colectivo musical, de hecho, para suplir el vacío que deja Barrett luego de su enajenación y única obra con el grupo, el glorioso debut psicodélico The Piper at the Gates of Dawn (1967)- o en aquella contemporaneidad floydiana que compartió con el bajista Roger Waters, un militante antiimperialista/ anticapitalista de toda la vida, un defensor del arte conceptual politizado, el principal compositor de la legendaria banda inglesa en el período que va desde A Saucerful of Secrets (1968) hasta Obscured by Clouds (1972), lo que además incluye los álbumes More (1969), Ummagumma (1969), Atom Heart Mother (1970) y Meddle (1971), y el frontman excluyente y prácticamente único artífice verdadero en la etapa enmarcada entre The Dark Side of the Moon (1973) y The Final Cut (1983), período de enorme éxito artístico y comercial que a su vez incluye a Wish You Were Here (1975), Animals (1977) y The Wall (1979). Gilmour siempre se movió como un artesano de las cuerdas con delirios de grandeza y una innegable pobreza intelectual, por ello cuando a mediados de los 80 Waters pretendió ponerle punto final al derrotero de la agrupación, el susodicho lo demandó sin más por incumplimiento de contrato -Roger le debía canciones a CBS Records/ Columbia Records- y como en tantas otras ocasiones de su vida se puso del lado del más poderoso, en este caso la compañía discográfica, para forzar a Waters a abandonar todo derecho de propiedad sobre la marca Pink Floyd, condición sine qua non para efectivamente permitirle abandonar la banda luego de su primer disco solista tácito, el mencionado The Final Cut, una obra maestra en la que sustituyó al guitarrista con el piano de Michael Kamen, figura infaltable en el universo de Floyd, y que en esencia anticipó la extraordinaria seguidilla de The Pros and Cons of Hitch Hiking (1984), Radio K.A.O.S. (1987), Amused to Death (1992) e Is This the Life We Really Want? (2017), los cuatro trabajos cruciales de estudio de Roger y mojones que rankean en punta como lo mejor solista de cualquier ex miembro de Floyd.

 

La catarata de frustraciones que nos regaló Gilmour, por cierto el mecenas de Kate Bush y los hoy cuasi olvidados The Dream Academy, va desde sus dos discos solistas lanzados bajo el rótulo de Pink Floyd, A Momentary Lapse of Reason (1987) y The Division Bell (1994), hasta los trabajos firmados con su nombre, léase el setentoso hiper conservador David Gilmour (1978), el ochentoso new wave todavía más redundante About Face (1984) y los ya directamente soporíferos On an Island (2006) y Rattle That Lock (2015), la primera dupla de clara impronta llorona porque oficiaron de respuesta ante el hecho de haber sido dejado de lado durante la cocina de The Wall y The Final Cut, opus cien por ciento autobiográficos de Waters, y el díptico posterior surgido tanto de su vagancia en materia de diagramar los productos con el nombre de Floyd, lo que implica un andamiaje mercantil inmenso, como de la evidente necesidad de resucitar su colección de guitarras. Una y otra vez la música de David se movió en el terreno de lo esperable en función de sus aportes para la fase comprendida entre The Dark Side of the Moon y The Wall, por ello sin el genio de Waters la oquedad de Gilmour quedó sistemáticamente en primer plano y el guitarrista siempre regresó a la fórmula estándar de rock progresivo de base bluesera y/ o pesada, baladitas poperas apenas camufladas, mucho soft rock aburrido y desde ya ese ambient new age símil música para ascensores o cualquier otro ejemplo de muzak garantía de soponcio. La sobreabundancia de instrumentales en sus discos solistas y en los dos de estudio de 1987 y 1994 con la “etiqueta Floyd”, a lo que se agrega un trabajo impresentable e innecesario de descartes también instrumentales de The Division Bell, The Endless River (2014), constituyó una estrategia repetida a la hora de no poder articular un mensaje valioso más allá de esa insistente corrección política de manual de autoayuda naif o hipócrita que domina sus escasas letras, un rubro -el de los versos- en el que apeló a diversos letristas para su debut de 1978 y A Momentary Lapse of Reason, luego dominado por Pete Townshend de The Who en About Face y por su esposa Polly Samson en On an Island, Rattle That Lock y The Division Bell, algo que tiene que ver en simultáneo con el volumen de temas por álbum con versos ajenos y -aún más importante- con la “voz cantante” en términos de preeminencia discursiva, siempre con el señor perdiendo protagonismo frente a invitados que en realidad son socios cruciales al construir el material.

 

La nueva placa de Gilmour y su quinto disco solista, Luck and Strange (2024), nuevamente con letras ubicuas de la tampoco demasiado brillante Samson, su segunda pareja formal después de Virginia “Ginger” Hasenbein, se abre camino como lo mejorcito que haya editado como solista implícito y explícito desde The Division Bell, este último una clara superación del lamentable A Momentary Lapse of Reason, y definitivamente resulta el más coherente e interesante de sus proyectos del nuevo milenio porque no sólo supera a On an Island, Rattle That Lock y The Endless River sino que hace lo propio con respecto a Louder than Words, el único e intrascendente track vocal de The Endless River, y Hey, Hey, Rise Up! (2022), el horrible single que David editó bajo el rótulo de Pink Floyd con voz del ucraniano Andriy Khlyvnyuk de la banda BoomBox, a su vez basada en una tonada folklórica de Ucrania, Oh, el Viburnum Rojo en el Prado (Oi u Luzi Chervona Kalyna, 1914), de Stepan Charnestky, y destinada no a pedir por la paz en la guerra entre Rusia y el país vecino sino a situarse sin medias tintas en el bando bélico ucraniano y aportar un granito más de arena a la rusofobia que los países occidentales trataron de divulgar en todo el mundo como si el payaso despótico de Vladímir Putin representase a todo el pueblo ruso y como si Ucrania fuese en serio una pobre nación inocente y no hubiese provocado la invasión de 2022 al pretender unirse a la Unión Europea y la OTAN eligiendo al imbécil de Volodímir Zelenski como presidente, un funcionario público corrupto y ex actor que instauró la ley marcial en Ucrania no por la contienda en sí sino para suprimir toda oposición política y posponer de manera indefinida las elecciones presidenciales que estaban programadas para 2024, todo acorde con el ciclo de recambio institucional del país cada cinco años. Casi siempre cerca de una versión aggiornada de la estructura compositiva favorita de antaño, el tema que arranca lento para explotar en una épica rockera repentina sin transición alguna, y por fin superando el promedio de una sola canción verdaderamente potable por disco, recordemos aquella There’s No Way Out of Here de David Gilmour, Murder -sobre el asesinato de John Lennon en 1980- de About Face, la apacible Smile de On an Island y el track homónimo de Rattle That Lock, en Luck and Strange David se beneficia mucho de la producción de un señor conocido por sus trabajos con Madness, Bloc Party y Alt-J, Charlie Andrew, paradigmático outsider que rescata en buena medida al casi octogenario del fundamentalismo y las muchas previsibilidades de su zona de confort.

 

Después de un instrumental etéreo de un minuto y medio basado en el diálogo entre piano y guitarra, Black Cat, el cual como de costumbre resulta tan inofensivo y olvidable como casi todos los otros instrumentales en piloto automático de la carrera de Gilmour, el disco propiamente dicho comienza con el primer track vocal, Luck and Strange, un maravilloso blues bajo la acepción pinkfloydiana de siempre y con unos teclados grabados en 2007 por Wright, quien fallecería al año siguiente a raíz de un cáncer de pulmón, lo que nos deja por un lado con la voz juvenil del guitarrista, por momentos demostrando su edad pero en general sin mayores variaciones con respecto a los álbumes clásicos del grupo con Waters y los primeros dos discos solistas del señor, y por el otro lado con el popurrí estándar de referencias y metáforas de Samson más el eterno sello de aprobación de su esposo, en este sentido la mortalidad recorre fuerte la composición gracias a sombras que serpentean, la luz del amanecer, algo de hipnosis, un sustrato pastoral, torres de ensueño, un anhelo de paz, la liberación matutina, un universo en expansión por aprender a tocar con los maestros, aquel arte de volar por fuera de los límites de la Tierra y por supuesto una imagen final de él mismo muriendo, cuando “el hombre mortal ame al niño que sostiene mi mano y a la mujer que sonríe cuando la abrazo”, por ello “estos ojos permanecen secos pero Dios mío, no mi guitarra”. The Piper’s Call es otro buen tema, una suerte de cruza entre la veta hardrockera clasicista que David cultivó en ciertos pasajes de su derrotero solista con las épicas tradicionales de Floyd y la estructura que aprendió de/ diseñó con Roger, nos referimos a ese prólogo lento que explota en un arrebato rockero, todo en función de una nueva diatriba sobre el envejecimiento que se amalgama con unas disquisiciones de veterano en torno a los placeres fugaces de la fama, las drogas, la belleza femenina y la doble ilusión de una indestructibilidad y una eterna juventud que derivan en fiasco y problemas de conciencia con el transcurso de los años, planteo que habilita el típico fariseísmo de Gilmour mostrándose de izquierda -y en la realidad haciendo otra cosa, nuevamente- al dejarnos consejos vinculados a alejarse de las serpientes y del hedonismo de la “actitud de carpe diem/ aprovecha el día”, porque “cosecharás lo que siembres”, “el camino al infierno está pavimentado con oro” y “todas las cosas que no necesitas, ellos te las venderán”.

 

El andamiaje floydiano se hace mucho más patente en A Single Spark, una canción dividida en una primera parte vocal y una segunda mitad dominada por un estupendo solo de David de unos tres minutos de duración total, el cual lleva hacia lo abstracto indecible esa letra previa plagada de buenas intenciones y una gran incertidumbre ante el mundo caótico, injusto y salvaje en el que vivimos, pretexto para otra de esas tantas apologías de la fe del guitarrista y su esposa -Gilmour ha manifestado ser ateo, más hipocresía en la bolsa- y para una pregunta de fondo, en medio de una plegaria nocturna de rodillas y sin calzado, que nos devuelve a las exhortaciones sobre la llegada de la parca símil cierre de un círculo que comenzó con el nacimiento del sujeto, “¿no es cierto que todo terminó con una sola chispa entre dos eternidades?”. Vita Brevis, un nuevo instrumental que no supera el minuto y está sostenido en el arpa de Romany Gilmour, su hija menor con Polly, deja paso a Between Two Points, cover del correcto tema homónimo de la placa Seventeen Stars (1999) de The Montgolfier Brothers, el dúo británico de indie y dream pop de Roger Quigley y Mark Tranmer alias Gnac, aquí con Romany aportando su voz para una relectura espiritualmente fiel al original que nos regala un buen trabajo de guitarra de su padre y privilegia el costado pop -y no tanto el cuelgue hipnótico de la base repetitiva- de un lamento de corazón roto que desemboca en depresión, angustia, masoquismo y un semblante cínico en apariencia defensivo y desesperanzado, por ello el narrador de corta edad utiliza el fatalismo de la aceptación risueña de los golpes, el dolor y la sangre como una máscara que complementa su actitud aguerrida/ autoindulgente y le facilita las cosas al ponerse en el lugar de la víctima de un exterior sádico o insensible que nunca comprende al prójimo, así “siempre eres el último en enterarte, siempre eres el primero en irte”. Mixtura de blues, funk y cierta sensación general que remite al rock progresivo más amigable del período encapsulado en The Dark Side of the Moon, Wish You Were Here y Animals, Dark and Velvet Nights constituye una nueva cavilación en torno a la memoria, la fragilidad del cuerpo y lo que la vida en sí tiene para ofrecernos antes de la muerte, en esta oportunidad encarando el asunto desde el placer de “esta noche oscura y aterciopelada que nos rodea”, a su vez caracterizada por el éxtasis, una generosa borrachera y preguntas macabras hacia la compañera -ante la contingencia del final del recorrido, la separación definitiva- del tipo “¿sostendré tu mano o te quedarás tú sosteniendo la mía?”, porque todo se reduce a nuestros estertores cotidianos en cámara lenta y una dialéctica de cambios homologada a la vida misma, esa “esclusa de aire del tiempo” según los versos de la canción como si se tratase de sucesivos intentos por bajar la presión del entorno social sobre el sujeto, casi siempre en vano.

 

Ya para la llegada de Sings, el equivalente a una balada dentro de la iconografía y recursos musicales de David, el tópico de la mortalidad está un poco mucho agotado aunque el británico y su mujer no acusan recibo del asunto y persisten desde una escena de intimidad típicamente hogareña que bien podría ubicarse en la cama compartida, “cariño, da marcha atrás el reloj/ dame tiempo, haz que se detenga/ esquivemos las noticias/ quédate dentro de este capullo” o “cariño, no hagas el té/ quédate y duerme aquí conmigo/ no estoy listo para las noticias/ o para dejar este capullo”, situación que oficia de catalizador para la nostalgia que traen “fotografías de amores jóvenes envejeciendo en blanco y negro” y la conciencia de vivir en un “mundo desgastado que está destrozado hasta en sus costuras”. El desenlace formal de la placa es la floja Scattered, una epopeya lentificada de marco floydiano en la que un pianito jazzero, una orquesta demasiado inflada y guitarras tanto acústicas como eléctricas se dan la mano para retratar abiertamente el momento del fallecimiento del protagonista, de este modo la letra -la única firmada también por David y su hijo adoptado Charlie Gilmour, vástago de Samson y el dramaturgo y poeta inglés Heathcote Williams- y especialmente el estribillo nos saturan de lugares comunes del acervo gilmouriano más new age, previsible, eco friendly y un tanto anodino, “y todas estas cosas preciosas que me diste, cayendo entre mis manos/ estos mundos, esta arena esparcida, estoy de pie en un río y empujo contra la corriente/ el tiempo es una marea que desobedece, me desobedece, nunca termina”. En casi todas las ediciones disponibles el álbum se extiende por dos temas más en calidad de bonus tracks, primero Yes, I Have Ghosts, otra propuesta con Romany pero en esta ocasión en un rol más secundario, léase coros, porque es el progenitor quien domina la odisea, en esencia sostenida en guitarras delicadas a lo pop barroco con toques de folk y en una semblanza agridulce que unifica una historia añeja de ruptura romántica por infidelidad y cierta relativización -demasiado tarde, vale decir- del costado más apesadumbrado de la parca y la melancolía, hoy subrayando que los bípedos movedizos inspiran más miedo que los ya fallecidos a través de versos como “sí, tengo fantasmas, una visión fugaz, siempre son los vivos los que acechan mis noches”, y segundo Luck and Strange (Original Barn Jam), acepción instrumental primigenia bastante disfrutable del tema que intitula el trabajo, aquí como se aclara fruto de una zapada/ improvisación en 2007 de 14 minutos con Wright y una banda muy heterogénea que a lo largo del disco incluyó a gente como Guy Pratt y Tom Herbert en bajo, Steve Gadd, Adam Betts y Steve DiStanislao en batería y Rob Gentry y Roger Eno en teclados, más los arreglos corales y de cuerdas de Will Gardner.

 

Desde ya que Gilmour en Luck and Strange continúa siendo Gilmour y para disfrutar el opus que nos ocupa debemos aceptar la colección de redundancias y trances normalizados que el señor ha desplegado insistentemente a lo largo de su muy poco prolífica carrera en solitario, no obstante el productor Andrew e incluso a nivel ideológico Anton Corbijn, mítico colaborador de Depeche Mode y U2 y aquí responsable de la foto y el diseño de portada, por cierto muy buenos y ya aflojando con el motivo largamente quemado de las aves en vuelo de On an Island y Rattle That Lock, hacen todo lo posible para maquillar el limitado rango artístico del guitarrista mediante diferentes estrategias, pensemos para el caso en el hecho de reducir a dos los instrumentales y hacer que no superen el minuto promedio de duración, favorecer un enfoque más rockero mundano que el habitual a escala de la instrumentación, los arreglos y la producción, incluir un cover de lo más digno que calza a la perfección con la filosofía de siempre del señor y por supuesto abandonar casi por completo esos intervalos ambient/ muzak/ soft insoportables de placas previas que lo único que hacían era entorpecer la escucha, poner en primer plano el trasfondo castrado del inglés y banalizar todavía más el mensaje de por sí hiper banal de Gilmour y Samson, típicos personajes que son ensalzados desde la ortodoxia melómana consumista por los fans más idiotas, torpes, ignorantes, lambiscones o políticamente no comprometidos de Pink Floyd, esa fauna de esclavos de la industria cultural mainstream que de una obra maestra suprema como The Wall lo único que pueden cantar es Comfortably Numb, mientras defienden todo A Momentary Lapse of Reason y todo The Division Bell cuando las joyas verdaderas son apenas dos, Learning to Fly y High Hopes. Luck and Strange obvia los latiguillos necios de las dos aventuras discográficas previas del Siglo XXI -y de The Endless River, desde ya- y rememora los momentos más rescatables de aquellos caprichos de “nene ofendido” de los 70 y 80, David Gilmour y About Face, como afirmábamos anteriormente discos mediocres pero por lo menos más cerca de alguna pretensión de discurso propio por fuera de los horizontes conceptuales perpetuos e inalcanzables a la hora de crear, Barrett y Waters. Destilando una esencia que siempre estuvo allí y siempre estará con el objetivo de llegar a alguna clase de esplendor compositivo, el músico multimillonario de 78 años de edad por fin entrega un trabajo ameno que se siente acorde con su presente y su pánico a la muerte, por más que la actitud autoreflexiva impostada pretenda traer tranquilidad al respecto.

 

Luck and Strange, de David Gilmour (2024)

Tracks:

  1. Black Cat
  2. Luck and Strange
  3. The Piper’s Call
  4. A Single Spark
  5. Vita Brevis
  6. Between Two Points
  7. Dark and Velvet Nights
  8. Sings
  9. Scattered
  10. Yes, I Have Ghosts [Bonus Track]
  11. Luck and Strange (Original Barn Jam) [Bonus Track]