Cuando entre la prensa y el público se habla de los problemas más angustiantes o quizás tristemente repetitivos del cine contemporáneo mundial, tanto en su impronta mainstream como indie de menos recursos, se suele concentrar todas las miradas en la torpeza narrativa a través de una analogía con el acervo del pasado, ese que asimismo abarcaba un enorme espectro cualitativo aunque contaba con una fluidez en el desarrollo retórico prácticamente inexistente hoy en día, como si una combinación de afasia y dislexia creativas operase sobre buena parte de los cineastas actuales ya que les cuesta horrores concentrarse lo suficiente en una sola temática, plantear un hilo conductor sobre personajes fijos y sacar conclusiones que no deriven en la típica dispersión y las típicas sandeces del séptimo arte del Siglo XXI. El asunto está tan extendido y naturalizado que ya ni importan las causas -la uniformidad de la globalización, la concentración económica en la industria cultural, esa mala formación de los realizadores y guionistas, la lobotomización del público, el déficit de atención en redes sociales, el esquema cultural antiintelectual del periodismo, etc.- porque la solución es una perogrullada a la vista de todos, léase la vuelta a engranajes narrativos del pasado y no particularmente clasicistas hollywoodenses sino volcados al realismo seco, a las penurias prosaicas del pueblo en contraposición a la catarata de fantasías y refritos eternos de lo mismo de hoy en día. Ahora bien, un problema que se suele pasar por alto en los análisis o comentarios al paso se vincula a la merma de intensidad, una suerte de falta de vehemencia que por un lado se relaciona con lo anterior, idiotez conformista del equipo creativo de por medio ya que la honestidad expresiva de otras épocas se reemplaza con caricaturas muy vacuas o una corrección política bobalicona, y por el otro lado adquiere un estatuto autónomo en tanto inconveniente tibio específico de estos tiempos, en este sentido pensemos que el “no apasionamiento” y la impostación petrificada de los films actuales se homologan a la hipocresía comunal generalizada y su falta de garra, como si la evasión escapista de la cultura compensase los atropellos de una praxis material internacional que exige, en cambio, militancia y madurez iconoclasta para corregir sus delirios e injusticias.
La llegada de Rebel Ridge (2024), la nueva película del querido Jeremy Saulnier, cierra una suerte de trilogía del dinamismo adictivo que había comenzado con las también excelentes Cenizas del Pasado (Blue Ruin, 2013) y Habitación Verde (Green Room, 2015), tres opus que corrigen en un único movimiento las dos problemáticas señaladas porque el director y guionista estadounidense, señor cien por ciento del indie de filosofía terrorista que incluso produce y edita la película que nos ocupa, en esta oportunidad nos regala nuevamente una lección de cine en materia del desarrollo discursivo, ese en general casi siempre famélico o errático, y en lo que atañe al entusiasmo del film en su conjunto, una pequeña obra maestra que reproduce aquel vigor de Cenizas del Pasado, un thriller fascinante de desquite en el que un pobre vagabundo, Dwight Evans (Macon Blair, amigo de toda la vida de Saulnier y su colaborador asiduo), planeaba matar al supuesto responsable del asesinato de sus padres veinte años atrás, Wade Cleland (Sandy Barnett), y se topaba con una verdad mucho más compleja que lo llevaba a una guerra en miniatura con la familia Cleland en su totalidad, y Habitación Verde, una gesta de encierro de ribetes francamente espantosos centrada en el bajista de una banda punk bautizada Ain’t Rights, Pat (uno de los últimos trabajos de Anton Yelchin, quien fallecería en 2016 con 27 años de edad al quedar atrapado accidentalmente entre un pilar y su Jeep Grand Cherokee, el cual retrocedió en soledad por una pendiente), muchacho que oficiaba de alter ego de Saulnier, otrora parte de una banda hardcore punk, No Turn on Fred, y era testigo de un apuñalamiento y entraba en otra batalla campal pero ahora con una pandilla de skinheads neonazis comandados por el dueño de temer de un bar, Darcy Banker (un perfecto Patrick Stewart en “modalidad villano”). Rebel Ridge, en cierta medida, puede considerarse una relectura aggiornada, muy perspicaz, menos estrambótica y especialmente de izquierda -no de derecha llorona porque no se respeta a los veteranos de guerra u otros fascistas robotizados del montón- de Rambo (First Blood, 1982), aquel neo clásico de Ted Kotcheff con Sylvester Stallone, joya de la que ahora se recupera la premisa de base más la templanza y esa adaptación contextual permanente de nuestro protagonista.
El astuto guión de Saulnier, un reloj de precisión admirable que ha sido meditado desde la sabiduría del artesano que logra no perder su elocuencia ni por un segundo, gira alrededor de Terry Richmond (verdadera actuación revelación de un Aaron Pierre que reemplazó a John Boyega por problemas familiares), un marine afroamericano que trabaja de instructor de jiu-jitsu dentro del cuerpo y transporta 36 mil dólares en una bolsa para comprarse una camioneta y pagar la fianza de diez mil de su primo, Mike Simmons (C.J. LeBlanc), joven que fuera detenido en el pueblo de Shelby Springs por posesión de marihuana y se arriesga a ser asesinado si se lo traslada a una cárcel estatal, debido a que fue testigo en el juicio de un homicidio perpetrado por el líder de una pandilla. Cuando iba tranquilo por la ruta en su bicicleta escuchando la monumental The Number of the Beast (1982), el himno de Iron Maiden, dos policías locales, Evan Marston (David Denman) y Steve Lann (Emory Cohen), lo embisten y le confiscan de repente todo el dinero bajo el pretexto de sospecha de lavado de activos por narcotráfico, lo que dispara un nerviosismo in crescendo que abarca la poca predisposición a ayudarlo de un burócrata del juzgado vernáculo, Elliot (Steve Zissis), el maltrato que recibe del Jefe de Policía de Shelby Springs cuando se presenta sin más en la comisaría para abiertamente denunciar el robo camuflado desde la pantomima legal, Sandy Burnne (un brillante Don Johnson), la mentira del anterior en relación a la posibilidad de ver a Mike antes de que lo lleven al presidio del Estado -al cadalso, en suma- e incluso un allanamiento en el restaurant del ex socio comercial de Terry, el Señor Liu (Dana Lee), para llevarse la caja fuerte con el dinerillo de los salarios del mes. Sólo una empleada del juzgado, Summer McBride (AnnaSophia Robb), ayuda al protagonista y efectivamente es la que descubre que todo responde a una mafia policial que en connivencia con el juez del distrito (un reaparecido James Cromwell) acumula fianzas y billetes confiscados y retiene en prisión a las víctimas por 90 días para evitar el acceso a las imágenes de los arrestos vía las cámaras de los patrulleros, por ello la lacra de azul no quiere que la dupla de insumisos investigue y se consagra a la violencia, el ultraje y el raudo amedrentamiento capitalista.
Más allá de tres escenas de acción más o menos tradicionales, hablamos de la toma de la comisaría por un Richmond ya hastiado del ninguneo y el acoso pero sin matar a nadie, un intento de asesinato por parte de Lann y otros secuaces -luego del fallecimiento de Mike, de hecho apuñalado en la cárcel- y la guerra del último acto símil eliminación de los “cabos sueltos”, de nuevo Terry y su resistencia a abandonar Shelby Springs porque los psicópatas de la oligarquía local le inyectan heroína a Summer y la someten a un control antidrogas en el juzgado para echarla, lo que implica que perderá toda chance de recuperar la custodia de su hija pequeña, la mayoría del relato de Rebel Ridge se mueve a mitad de camino entre el neo noir, el thriller de misterio y un western revisionista que tiende a la denuncia cultural/ política/ social de las odiseas testimoniales de antaño, sin engolosinarse ni con el sustrato racial -gran escollo de la redundancia discursiva del mainstream contemporáneo- ni con la “súper acción” de vieja escuela -un latiguillo ochentoso/ noventoso trasnochado que pronto deriva en esa autoparodia que enmarca a los blockbusters posmodernos, siempre en pose soberbia y gigantista- ya que aquí lo importante pasa por la intensidad anímica mencionada, el desarrollo de personajes y por supuesto una cruzada en pos de justicia sin el cinismo ni el dejo sobrehumano ni la estupidez ni la premura cuasi infantil que suelen caracterizar a los antihéroes del cine actual. La audacia e inteligencia de Saulnier, por cierto responsable de otras dos obras interesantes aunque menores por fuera de su trilogía de oro, la comedia de terror Fiesta de Asesinatos (Murder Party, 2007) y aquel thriller helado Noche de Lobos (Hold the Dark, 2018), esta última distribuida por Netflix como Rebel Ridge, se sostiene no sólo en su manejo magistral de la historia y la inmaculada destrucción de la impunidad y la corrupción de la policía sino también en el porte de los imprescindibles Pierre y Johnson, el primero un actor británico recordado por Viejos (Old, 2021), de M. Night Shyamalan, y el segundo por fin regresando al nivel de sus gloriosas colaboraciones de la última década con S. Craig Zahler y Jim Mickle, dos profetas del indie visceral y sincero como pocos que se ubican en esta misma liga de la excelencia, el inconformismo y la ambición de Saulnier…
Rebel Ridge (Estados Unidos, 2024)
Dirección y Guión: Jeremy Saulnier. Elenco: Aaron Pierre, Don Johnson, AnnaSophia Robb, James Cromwell, David Denman, Emory Cohen, Steve Zissis, Dana Lee, C.J. LeBlanc, Daniel H. Chung. Producción: Jeremy Saulnier, Vincent Savino, Anish Savjani y Neil Kopp. Duración: 132 minutos.