De aquellos héroes de acción inflados o caricaturescos de las postrimerías del Siglo XX Sylvester Stallone se destaca enormemente porque el señor ha sabido construir un personaje público o quid cinematográfico o estampa como actor que unifica lo sensible y lo violento, algo representado a todas luces en sus dos criaturas por antonomasia, el boxeador obrero de corazón tierno Rocky Balboa y el veterano de guerra cuasi enajenado y siempre solitario John Rambo, un dúo que además saca a relucir su eficacia tanto actoral tradicional como física desorbitante al momento de las secuencias más agitadas. Stallone por supuesto se inspiró en otros “tipos duros” previos, en sintonía con Charles Bronson, James Coburn y Lee Marvin, para inventar de manera progresiva a un adalid que combina la impronta ruda popular con verdaderas pretensiones artísticas y el cuerpo hiper trabajado de su admirado Steve Reeves circa Hércules (1958), el recordado péplum de Pietro Francisci, por ello la competencia de su época jamás logró pisarle los talones del todo y su sólo apodo, Sly, era garantía en las décadas del 80 y 90 de aristocracia hollywoodense de los golpes, los tiros, las explosiones y las carnicerías encadenadas en general sin demasiada lógica narrativa de por medio, un gremio en el que también entraban Arnold Schwarzenegger, Bruce Willis y aquella catarata de segundones/ relleno símil Jean-Claude Van Damme, Steven Seagal, Chuck Norris, Wesley Snipes, Dolph Lundgren, etc. Tal fue el poder y el reconocimiento público que acumuló Sylvester que su imagen quedó intrínsecamente relacionada con la infancia y la adolescencia de varias generaciones de espectadores, por un lado, y con el reaganismo belicista y patriotero del período, por el otro, dos dimensiones que funcionan como el yin y el yang de la emotividad masculina de corte paradójico y bien problemático.
Cuando Hollywood decidió cambiar el paradigma productivo y ya eliminar a las estrellas gigantescas y caprichosas de antaño para sustituirlas con la basura digital, el tono naif o políticamente correcto y sobre todo el formato de las franquicias, esquema que no reclama actores de renombre porque lo único que importa es la “marca” reconocible en cuestión y su reproducción eterna o más bien hasta que deje de ser redituable en taquilla, Stallone perdió su preeminencia en el mainstream estadounidense e inmediatamente pasó a engrosar el grupito de los intérpretes que apuntan al nicho retro, el de los veteranos que se divierten con las entregas de su tercera y ya no tan querida saga, la iniciada por The Expendables (2010), dirigida por él mismo. Hoy en su séptima década de vida y con muchos esteroides, hormonas de crecimiento, cirugías y parejas varias en su haber, durante los últimos años ha estado jugando con la melancolía propia de su edad y así se apareció con propuestas muy autorreflexivas como por ejemplo Tulsa King (2022), su primera serie como protagonista y un interesante producto de corte mafioso nostálgico de Taylor Sheridan para Paramount+, The Family Stallone (2023), un reality show para la misma cadena de streaming que retrata su convivencia con su tercera esposa, Jennifer Flavin, y las tres hijas que tuvo con esa ex modelo, Sophia, Sistine y Scarlet, y ahora Sly (2023), documental más que disfrutable de Thom Zimny para Netflix que repasa toda la carrera y vida del señor como si se tratase de una versión bastante resumida -y mucho más sensata y llevadera, hay que reconocerlo- de Arnold (2023), la serie documental en tres partes de Lesley Chilcott sobre Schwarzenegger, otro producto de Netflix que de intento de perspectiva objetiva no tiene nada porque en esencia adopta el formato de las “memorias oficiales” en cuanto a su abordaje concreto.
Con apenas 96 minutos de metraje el documental deja afuera bizarreadas deliciosas como Escape to Victory (1981), Cobra (1986), Over the Top (1987), Lock Up (1989), Tango & Cash (1989) y Cliffhanger (1993) y hace foco en sus comienzos profesionales y su primer rol importante, el de The Lords of Flatbush (1974), opus de Martin Davidson y Stephen F. Verona, el encasillamiento por su look de matón, el despegue meteórico gracias a su guión y protagónico en Rocky (1976), de John G. Avildsen, la decepción a raíz de las posteriores F.I.S.T. (1978), de Norman Jewison, y Paradise Alley (1978), del propio Sylvester, la génesis de la legendaria First Blood (1982), de Ted Kotcheff, su reinado en general como paladín del cine de acción estrafalario a lo largo de los 80 y 90, aquella incursión fallida en la comedia vía Oscar (1991), de John Landis, y Stop! Or My Mom Will Shoot (1992), de Roger Spottiswoode, su regreso a un personaje más humano y vulnerable para Cop Land (1997), de James Mangold, el surgimiento de The Expendables y por supuesto su relación con las distintas secuelas en las que participó, en especial las de la franquicia de Balboa, álter ego suyo de toda la vida y la criatura más entrañable para el grueso de sus fans. Ahora bien, lo verdaderamente atractivo de Sly no pasa por el reglamentario recorrido por los hits de la trayectoria de Stallone sino por unos testimonios en primera persona que aclaran su concepción del cine, una profundamente vinculada a los relatos clásicos hollywoodenses y al apego a los finales felices, el hecho de no perder nunca las esperanzas, la celebración de las oportunidades en el trabajo, la amistad y la familia y la ponderación complementaria de “la habilidad de desviar la amargura hacia lo que desearía que hubiera ocurrido”, léase esa tendencia a reescribir la realidad en la pantalla para que el dolor mute en alegría o catarsis.
Zimny, un socio de siempre de Bruce Springsteen en el terreno de los videoclips y las concert movies que asimismo dirigió un mega documental muy interesante para HBO, Elvis Presley: The Searcher (2018), utiliza con inteligencia y suma meticulosidad el testimonio de los distintos entrevistados asignándoles un rol específico a cada uno de ellos, así los comentarios metadiscursivos y/ o de crítica de cine estándar les corresponden a Quentin Tarantino y Wesley Morris, el retrato de la infancia viene por el lado de su hermano Frank Stallone, los duros inicios como artista están cubiertos por Henry Winkler y John Herzfeld, Talia Shire ilustra la faceta romántica de Rocky y finalmente el amigote Schwarzenegger aporta una suerte de “perspectiva espejo” en lo que atañe a la popularidad planetaria, la egolatría asociada, el exceso de trabajo, el descuido de la parentela y la competencia entre actores del mismo rubro. Si bien resulta evidente que un perfeccionista como Sly guionó cada una de sus intervenciones en el documental, se agradecen pequeñas sorpresas como su amor explícito hacia Mean Streets (1973), film de Martin Scorsese que sirvió de inspiración para el boxeador de Filadelfia, y The Lion in Winter (1968), obra de Anthony Harvey que subraya la compleja relación con su padre, una figura autoritaria y agresiva que marcó su niñez de una manera tajante. De los dos hijos que tuvo con Sasha Czack, su primera esposa antes de casarse con Brigitte Nielsen en 1985, sólo aparece en imágenes de archivo Sage Stallone, fallecido en 2012 de una afección coronaria, y no Seargeoh, un autista, algo que se acopla a su automitologización como figura en simultáneo trágica y privilegiada que efectivamente conoció la violencia, la pobreza y el ninguneo o el rechazo hecho y derecho durante su etapa formativa, un marco rústico inigualable del que tantos colegas carecen…
Sly (Estados Unidos, 2023)
Dirección y Guión: Thom Zimny. Elenco: Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger, Quentin Tarantino, Frank Stallone, Talia Shire, Henry Winkler, John Herzfeld, Wesley Morris, Jennifer Flavin, Sage Stallone. Producción: Sylvester Stallone, Braden Aftergood, Sean M. Stuart y Maren Domzalski. Duración: 96 minutos.