Las Brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick)

Dios fornicador

Por Emiliano Fernández

Justo después de terminar la trilogía postapocalíptica que lo llevaría a la fama internacional, aquella compuesta por Mad Max (1979), Mad Max 2: El Guerrero de la Carretera (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981) y Mad Max: Más allá de la Cúpula del Trueno (Mad Max: Beyond Thunderdome, 1985), esa que tres décadas luego se convertiría en tetralogía con la también excelente Mad Max: Furia en el Camino (Mad Max: Fury Road, 2015), el director australiano George Miller encaró una de las mejores comedias picarescas, negras y/ o fantásticas de la década del 80, Las Brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, 1987), en términos prácticos su debut hollywoodense en el terreno del largometraje considerando que ya había dirigido uno de los segmentos de la tristemente célebre Al Filo de la Realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), adaptación cinematográfica de la mítica serie televisiva del eterno Rod Serling, La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959–1964), que encararon el susodicho, Steven Spielberg, Joe Dante y John Landis, donde falleció por accidente el actor Vic Morrow, el cual murió aplastado y decapitado por un helicóptero a la par de dos actores infantiles, Myca Dinh Le y Renee Shin-Yi Chen (de hecho, la historia de Miller, Nightmare at 20,000 Feet, aquella protagonizada por el gran John Lithgow como un pasajero que veía a un monstruo horripilante destruir el avión en el que viajaba, era la mejor del lote junto al capítulo de Dante, It’s a Good Life, también una remake explícita de otro recordado episodio de la serie de Serling). El film, además de un glorioso muestrario del talento actoral del querido Jack Nicholson, constituye un ejemplo perfecto de las comedias inteligentes que el mainstream supo generar en un muy generoso número hasta la década del 80, cayéndose a pedazos dicha producción a posteriori gracias a una imbecilidad -salvo honrosas excepciones contraculturales- que se extiende hasta nuestro triste presente.

 

El guión del por lo general actor Michael Cristofer, basado a su vez en la novela homónima de 1984 del afamado John Updike, comienza con el devenir de tres mujeres de diferentes generaciones que conviven como amigas en un pueblito idílico de Rhode Island, ese Eastwick del título: la morocha Alexandra Medford (Cher) es una escultora y viuda que cría sola a una hija crecidita, la pelirroja Jane Spofford (Susan Sarandon) es una profesora de música de primaria, amante del violonchelo y recientemente divorciada de su marido, el cual la dejó porque no puede tener hijos, y la rubia Sukie Ridgemont (Michelle Pfeiffer) es columnista en el Eastwick Word, el periódico local, y ha sido abandonada por su marido -al contrario de la anterior- por la facilidad con la que queda embarazada, condenándola a criar en soledad la friolera de seis nenas pequeñas. Las mujeres, que se juntan todos los jueves para pasar el rato juntas y siempre terminan hablando de las desdichas que les causaron los hombres, sin saberlo son de hecho brujas y en una noche de aquelarre, a posteriori de un discurso aburrido, mojigato y larguísimo del hipócrita director de la escuela de Eastwick, un tal Walter Neff (Keith Jochim) que se la pasa acosando a toda mujer que se cruza en su camino, las féminas charlan acerca de cómo sería el hombre perfecto y así en medio de una lluvia copiosa provocan el arribo del enigmático Daryl Van Horne (Nicholson), una especie de Mefistófeles hecho carne que compra la casona más grande y antigua de la región, la Mansión Lenox, para instalarse con su mayordomo, el gigantón Fidel (Carel Struycken), y pasar a seducir a las tres mujeres en secuencia recurriendo al viejo truco de lisonjearlas e incentivar sus intereses de base, léase la escultura, la música y el periodismo, a su vez generando el espanto de Felicia Alden (Veronica Cartwright), dueña del Eastwick Word y una puritana fanática que reprueba esta muy colorida convivencia entre los cuatro amantes.

 

La propuesta trabaja sin mascaradas ni estupideces ni corrección política el arte de la seducción como un juego entre pares en el que uno acepta voluntariamente ser la presa y el otro el cazador dentro de una estructura de espejos en la que los roles pueden cambiar de un momento al otro al igual que muta el esquema de poder dentro de la pareja a lo largo del tiempo, dejando de lado todas las pavadas burguesas acerca de una “democratización” de las decisiones en conjunto o una “equiparación” de las disposiciones anímicas cuando en verdad siempre hay uno que se impone -de manera consciente o inconsciente- por sobre el otro u otros, como en este caso. Más allá del hilarante y patético personaje de Cartwright, casada con un pobre tipo llamado Clyde (Richard Jenkins), quien por cierto la termina asesinando cuando se harta de sus delirios censuradores -modelo reaganismo- y de las asquerosas consecuencias del maleficio que Van Horne le dedica para que deje de molestar, como hacerla vomitar decenas de semillas de cereza, la película curiosamente no opta por una parodia hecha y derecha del conservadurismo de los pueblos pequeños ya que prefiere en buena medida centrarse a nivel retórico en las diferencias entre hombres y mujeres, recurriendo a la clásica dialéctica de los rumores comunales en torno a las hipotéticas orgías en la Mansión Lenox sólo para desencadenar la crisis en esta flamante “familia” compuesta, con el objetivo manifiesto de que aflore la peor faceta de cada sexo: cuando las chicas deciden dejar de verse y de frecuentar al hombre, éste cae en la depresión y su pasión insatisfecha genera odio hacia ellas y la materialización vía magia de los miedos más profundos de cada una, con Spofford siendo testigo de un envejecimiento acelerado, Medford encontrándose rodeada de serpientes y Ridgemont cayendo presa de un dolor agudo y persistente que -por supuesto- simboliza su catarata de embarazos no deseados.

 

Aquí las mujeres pasan de regodearse en su insistente y oportunista autovictimización, esa de la que es consciente el personaje de Nicholson y por ello pondera -para conquistarlas- una supuesta energía feminista primordial que ridiculiza tácitamente todo el planteo desde el vamos, a convertirse ellas en depredadoras cuando deciden sacarse de encima al señor porque ha mostrado sus colmillos y cuán posesivo y peligroso puede llegar a ser cuando quiere, rasgo -por contraposición- típico de aquellos hombres que “descubren” de golpe que la mujer goza de una voluntad individual similar a la propia que puede no compatibilizar/ estar de acuerdo con el proyecto en común de la pareja o algún rasgo de la personalidad del otro. Mientras que en la novela de Updike la crisis se asomaba fundamentalmente por los celos y una culpa provocada por haber utilizado la hechicería para el mal, en la versión hollywoodense para la pantalla grande la debacle se desprende de la muerte de Alden y en el potencial maligno de la magia negra, esa que puede controlar una pelota de tenis a gusto del jugador o hacerlas levitar cuando ríen pero también levantar la tierra por debajo de sus pies o llevar a la locura a la de por sí beata, histérica y fascistoide Felicia. En este sentido, el film recurre al proverbial cliché de la brujería vinculada a la feminidad para examinar la ciclotimia emocional de las relaciones, la competencia que suele surgir de manera natural entre las mujeres y en general esa andanada de frustraciones que aparecen en el instante en que se viene abajo la farsa del equilibrio en la pareja y uno termina de imponer su poder sobre el otro para volcar la balanza de fondo hacia este o aquel lado, desencadenando una tristeza que puede derivar tanto en tranquila aceptación como en una furiosa y pronunciada animadversión al extremo de eventualmente transformarse en violencia simbólica o de la otra, la material o física, algo así como el punto cúlmine de una relación de índole tóxica.

 

Ahora bien, una faceta que se suele obviar al hablar de Las Brujas de Eastwick, amén de todo lo anterior, es esa condensada en el hecho de que la faena se acopla de maravillas a las dos grandes preocupaciones interrelacionadas de la carrera de Miller, la familia y el hogar en tanto horizontes que pretenden construir o reconstruir sus adalides; basta con recordar las mencionadas Mad Max, Un Milagro para Lorenzo (Lorenzo’s Oil, 1992), Babe: El Chanchito en la Ciudad (Babe: Pig in the City, 1998), Happy Feet (2006) y Happy Feet 2 (Happy Feet Two, 2011), todos trabajos que ofrecieron una visión por demás oscura de los sacrificios que implica la meta de mantener unida a la familia o aunque sea conseguir algo que se parezca a un hogar donde sentirse cómodo, alejado del peligro social y/ o rodeado de quienes nos aman y a quienes amamos de verdad, sin ninguna mentira piadosa. Se sabe de sobra que para el australiano, acostumbrado a la sinceridad y afabilidad de la falta de recursos de su país y el carácter arrollador del ozploitation de los 70 y 80, le costó horrores adaptarse al fariseísmo, el ninguneo, los caprichos y la presión del aparato hollywoodense de la Warner Bros., estando en varias ocasiones a punto de ser echado y siendo salvado por Nicholson, lo que por suerte no impidió que aprovechase al máximo la fotografía del mítico Vilmos Zsigmond y la música rimbombante de John Williams, esa que muchas veces peca de intrusiva y exagerada pero que en el contexto de una comedia negra sutilmente erótica como la que nos ocupa funciona perfecto. Las actrices están bien y se destaca lo hecho por la genial y hermosa Sarandon, que pasa de cohibida/ reprimida a “bestia sensual”, sin embargo es el gran Jack quien se come la película de modo brutal, componiendo a un Dios fornicador al que le importa nada la idiotez de los rituales femeninos previos al coito y de los relatos románticos que las mujeres suelen crear a posteriori, sólo preocupado por desacralizarlas -recordemos el legendario y muy gracioso soliloquio en la iglesia, delante de la cara de estupefacción de toda la basura cristiana devota- y repensarlas desde una perspectiva completamente masculina, en simultáneo como bendición y como condena ya que traen a colación todo aquello por lo que vale la pena vivir y morir, léase el sustrato de las pasiones incontenibles que van desde el cariño al desprecio sin demasiadas estaciones intermedias. La broma irónica final también es de antología, cuando después del prodigioso enfrentamiento con Van Horne a través de un muñeco vudú las tres señoras paren a los respectivos hijos del tremendo Daryl y a pesar de todo lo siguen extrañando y se dedican muy campantes a criar una nueva generación de varones, con todo lo que ello significa…

 

Las Brujas de Eastwick (The Witches of Eastwick, Estados Unidos, 1987)

Dirección: George Miller. Guión: Michael Cristofer. Elenco: Jack Nicholson, Cher, Susan Sarandon, Michelle Pfeiffer, Veronica Cartwright, Richard Jenkins, Keith Jochim, Carel Struycken, Helen Lloyd Breed, Caroline Struzik. Producción: Jon Peters, Peter Guber y Neil Canton. Duración: 118 minutos.

Puntaje: 10