El Vals de Mefisto (The Mephisto Waltz)

Directo a la cima

Por Emiliano Fernández

Después de los brutales crímenes de 1969 de la Familia Manson, en esencia dos grupos principales de asesinatos -entre otros delitos gravísimos- que involucraron a la residencia del matrimonio de Leno y Rosemary LaBianca y a todos los ocupantes del lujoso inmueble donde habitaba Sharon Tate, por entonces embarazada de ocho meses y medio, a lo largo de Hollywood se extendieron el miedo y la paranoia al punto de que generarían a posteriori, junto con otros factores variopintos más, el nihilismo del cine de los 70 y un breve período histórico que fetichizó el tópico de la magia negra y los cultos satánicos y homicidas con enigmáticas intenciones, de esas que asustan a los burgueses porque no tienen nada que ver con la razón, dejan de lado las máscaras de afabilidad y sobre todo ponen en primer plano la codicia y la sed demente de poder que subyacen en todas las sociedades contemporáneas. Un típico representante de la época que nos ocupa es El Vals de Mefisto (The Mephisto Waltz, 1971), recordado film de Paul Wendkos que muchas veces se suele reducir a su más que evidente condición de rip-off, reinterpretación o exploitation apenas disimulado de El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968), la obra maestra de Roman Polanski, cuando en verdad la propuesta asimismo responde a esta etapa de transición en lo que respecta al imaginario internacional entre las utopías de transformación para mejor del hippismo, esas correspondientes a la segunda mitad de la década del 60, y el colapso subsiguiente de dichos sueños debido al contraataque represivo furioso de la derecha en todo el planeta, la reconversión de la militancia pacifista en violencia guerrillera y finalmente las sucesivas crisis políticas, económicas, culturales, financieras y sociales propias del capitalismo, el cual progresivamente fue dejando de lado al trabajo como núcleo fundamental para abrazar a una especulación y un maquiavelismo cada día más extendidos que en las pantallas fueron simbolizados bajo el ropaje de las conspiraciones, las mentiras, la seducción y los diversos “manejos en las sombras” de los acólitos de Mefistófeles y demás depravados del montón.

 

Como decíamos antes, desde ya que El Vals de Mefisto retoma de El Bebé de Rosemary el modelo narrativo de una mujer perspicaz que cae en las garras de su marido, un personaje ambicioso y bastante patético, y una pareja diabólica, la cual promete un viaje directo a la cima social o laboral aunque en realidad pretende parasitarlos para seguir su propia agenda y cumplimentar los requisitos del adorado Belcebú, no obstante tranquilamente se pueden citar otras películas -pasadas y futuras- que ayudan a comprender las características del opus de Wendkos, un director de impronta televisiva pero bastante elegante y eficaz aquí entregando su último trabajo para el séptimo arte después de muchos encargos, entre los cuales sólo se destacan el policial negro El Ladrón (The Burglar, 1957), la faena romántica Chiquilla (Gidget, 1959) y el western coral La Furia de los Siete Magníficos (Guns of the Magnificent Seven, 1969), secuela de la epopeya original de 1960 de John Sturges y de la primera continuación de 1966 de Burt Kennedy y a su vez odisea previa al último corolario cinematográfico de la franquicia, aquel de 1972 de George McCowan: mixtura del recurso del pianista frustrado de Las Manos de Orlac (Orlacs Hände, 1924), de Robert Wiene, y de los cultos satánicos más conocidos de La Séptima Víctima (The Seventh Victim, 1943), de Mark Robson, y La Noche del Demonio (Night of the Demon, 1957), de Jacques Tourneur, El Vals de Mefisto también puede leerse como una cápsula del tiempo porque aquí todavía están ausentes obsesiones colaterales que muy pronto surgirían y ya jamás abandonarían al terror como género, en línea con los rituales de purificación de El Exorcista (The Exorcist, 1973), de William Friedkin, las artimañas psicológicas de Venecia Rojo Shocking (Don’t Look Now, 1973), de Nicolas Roeg, y la colección de homicidios espantosos de La Profecía (The Omen, 1976), de Richard Donner, amén de ese leitmotiv sobrenatural de los inmuebles que va desde La Casa Embrujada (The Haunting, 1963), de Robert Wise, hasta La Leyenda de la Casa del Infierno (The Legend of Hell House, 1973), la querida joya de John Hough.

 

El guión de Ben Maddow, otro profesional que como el realizador estaba atravesando el tramo final de su trayectoria después de colaborar con directores como Richard Wallace, Norman Foster, Clarence Brown, John Huston, Laslo Benedek, Byron Haskin, Nicholas Ray, Anthony Mann, Martin Ritt, J. Lee Thompson y Stanley Kramer, adapta la novela original de 1969 de Fred Mustard Stewart, quien inspiraría otra fábula de índole faustiana, Las Cintas de Norliss (The Norliss Tapes, 1973), telefilm del célebre Dan Curtis, y gira alrededor de un matrimonio feliz compuesto por Myles (Alan Alda), periodista musical que abandonó una posible carrera como concertista de piano después de recibir críticas muy negativas en ocasión de su primera presentación en público, y Paula Clarkson (Jacqueline Bisset), bella fémina que está próxima a abrir una boutique con una socia y amiga, Maggie West (Kathleen Widdoes). Durante una entrevista Myles capta la atención de Duncan Ely (Curd Jürgens), un pianista de fama mundial que queda prendido de lo que parece ser la disposición natural de las manos del reportero para tocar el teclado, lo que deriva en una relación cercana entre ambos que incomoda a Paula debido a la presencia de la hija de Ely, Roxanne (Barbara Parkins), una mujer misteriosa que tiene un vínculo incestuoso con su padre y estuvo casada con un tal Bill Delancey (Bradford Dillman). El interés de Duncan pasa por ocupar el cuerpo del periodista ya que el veterano está muriendo de leucemia, por ello Roxanne y el susodicho llevan adelante un rito diabólico con recitados en francés, brebajes raros, un pentagrama invertido, una máscara del receptáculo y esa infaltable marca azul en la frente, faena que efectivamente traslada el espíritu del pianista a la anatomía de Myles, el cual pronto alcanza el cenit como concertista. Mientras se percata de cadáveres previos, como la esposa de Ely y el vástago abortado de Roxanne con su progenitor, Paula atestigua el fallecimiento de su pequeña hija, Abby (Pamelyn Ferdin), y del ex de Roxanne, Bill, con quien ella había empezado una relación romántica mientras le sacaba información.

 

Como se suele decir, lo mejor de El Vals de Mefisto es la extraordinaria música de Jerry Goldsmith, retomando por supuesto aquellos cuatro valses de Franz Liszt del Siglo XIX que aportan el título del film, y la maravillosa fotografía entre psicodélica y expresionista de William W. Spencer, esa que se luce en especial en las secuencias oníricas/ pesadillescas mediante filtros nebulosos, algunos ángulos bajos y efectos símil lente ojo de pez, porque la película en sí por momentos resulta demasiado redundante a nivel discursivo, se excede bastante en su duración -sobran, por lo menos, unos veinte minutos- y las actuaciones son hiper desparejas, en este sentido pensemos que tenemos desde la maestría actoral de Curd Jürgens y la exquisita naturalidad de Jacqueline Bisset hasta la triste inexpresividad de Barbara Parkins y el trazo grueso de Alan Alda, durante la primera mitad abusando de las sonrisas y durante la segunda parte, ya convertido en Duncan, transformándose de golpe en un témpano de hielo algo demasiado caricaturesco. Sin embargo el verdadero encanto de la propuesta, ese que continúa justificando su aparición en toda antología cinéfila sobre sectas infernales y cónclaves aledaños, tiene que ver con dos factores adicionales, primero la sutil e interesante administración de Wendkos de los resortes del melodrama, hoy jugando con una Paula contradictoria que sabe que Myles desapareció pero aún así no puede dejar de sentirse atraída sexualmente a ese Ely con la cara del paparulo de su esposo, y segundo el eternamente polémico desenlace, toda una curiosidad para la partición ética maniquea estándar del horror mainstream ya que en pantalla ella responde al fuego con fuego y pacta con el Diablo para mudar su alma al cuerpo de Roxanne, movida que no sólo la equipara a los amantes incestuosos sino que enfatiza lo poco que le importa a fin de cuentas la muerte de su hija y su amante, Delancey, en suma una exégesis de una obsesión romántica perversa o incluso híbrida -el cuerpo de su esposo aunque con la pasión irrefrenable del pianista del averno- como casi nunca más volvería a verse en todo el cine industrial del terror futuro…

 

El Vals de Mefisto (The Mephisto Waltz, Estados Unidos, 1971)

Dirección: Paul Wendkos. Guión: Ben Maddow. Elenco: Jacqueline Bisset, Alan Alda, Barbara Parkins, Bradford Dillman, William Windom, Kathleen Widdoes, Pamelyn Ferdin, Curd Jürgens, Curt Lowens, Gregory Morton. Producción: Quinn Martin. Duración: 109 minutos.

Puntaje: 8