Pocos lo recuerdan en la actualidad pero por un par de años el gran cineasta norteamericano Steve De Jarnatt fue uno de los directores más interesantes del ámbito de la ciencia ficción en concreto y el cine independiente estadounidense en general, un señor que con apenas dos realizaciones en su haber, la simpática y muy bizarra Cherry 2000 (1987) y la obra maestra exquisita Miracle Mile (1988), se ganó un lugar en el corazoncito de todos aquellos que hemos llegado a su producción artística con el devenir de los muchos años transcurridos desde unos estrenos que pasaron sin pena ni gloria, totalmente desfasados con respecto a la pompa vacua omnipresente de su época. Estas dos versiones del pesimismo con rostro de thriller fantástico, la primera película volcada a la algarabía tragicómica y la segunda al nihilismo que destruye mundos, tanto los sociales prosaicos como los personales/ íntimos, son responsabilidad absoluta de un De Jarnatt fanático del film noir que a posteriori de las desventuras en materia de la realización y distribución de sus propuestas, tribulaciones que pasaremos a explorar en el presente dossier junto con las extraordinarias implicaciones disruptivas de ambas faenas, lamentablemente decidió no volver a dirigir un largometraje nunca más y consagrarse sólo a trabajos como guionista o realizador por encargo -los de tipo alimenticio- para series televisivas como Alfred Hitchcock Presenta (Alfred Hitchcock Presents, 1985-1989), Aeon Flux (1991-1995), Los Intocables (The Untouchables, 1993-1994), Los Expedientes Secretos X (The X Files, 1993-2018), ER Emergencias (ER, 1994-2009), Gótico Americano (American Gothic, 1995-1998), Nash Bridges (1996-2001), Poltergeist: El Legado (Poltergeist: The Legacy, 1996-1999), Doctoras de Filadelfia (Strong Medicine, 2000-2006), Lizzie McGuire (2001-2004) y Rescate Vuelo 29 (Flight 29 Down, 2005-2007). Si bien intervino en calidad de guionista para terceros en un par de películas antes y después de los dos convites apuntados, hablamos de la televisiva Deporte Sangriento (Futuresport, 1998), de Ernest R. Dickerson, y la canadiense Extraño Brebaje (The Adventures of Bob & Doug McKenzie: Strange Brew, 1983), de Rick Moranis y Dave Thomas, traslación cinematográfica de un sketch del Saturday Night Live del país vecino del norte, Second City Television o SCTV (1976-1984), protagonizado por los mismísimos Moranis y Thomas como los personajes del título original en inglés, y a pesar de que De Jarnatt incluso coqueteó con el mainstream hollywoodense escribiendo un borrador para Gremlins 2: La Nueva Generación (Gremlins 2: The New Batch, 1990), de Joe Dante, hasta eventualmente salir espantado cuando le ofrecieron dirigir La Gran Aventura de Pee-Wee (Pee-wee’s Big Adventure, 1985), obra que sería la ópera prima de Tim Burton, y Tiburón 4: La Venganza (Jaws: The Revenge, 1987), film que terminaría en las desastrosas manos de Joseph Sargent y cuyo tratamiento original de Steve sería copiado en parte por Punto Límite (Point Break, 1991), de Kathryn Bigelow, lo cierto es que los únicos dos proyectos en los que puso su corazón, trabajo, dinero y tiempo -mucho tiempo- fueron Miracle Mile y Cherry 2000, dos de las pocas epopeyas de ciencia ficción de las últimas décadas con una personalidad muy propia que por un lado retoma antiguas fórmulas cinematográficas y por el otro lado las reconstituye desde una efervescencia verdaderamente excepcional, siempre tendiente a balancear el discurso inconformista de fondo, las necesidades narrativas del caso y una nostalgia que nunca derrapa hacia la retromanía fatua de nuestros días o los productos intercambiables de la era del streaming, el marketing simplón y esos algoritmos huecos falsamente todopoderosos. Obras de culto por antonomasia y tesoros por descubrir o redescubrir, las dos películas del autor que nos ocupa han envejecido maravillosamente ya que para colmo logran en simultáneo sintetizar los latiguillos infaltables de su tiempo, aquel segundo lustro de la década del 80, y mirar a un futuro que se asoma aciago y en realidad no ha cambiado en nada porque las debacles institucionales y sociales retratadas en Cherry 2000 y Miracle Mile continúan teniendo una triste vigencia en nuestra contemporaneidad.
Cherry 2000 (1987):
La curiosa amalgama de géneros que propone Cherry 2000 (1987) resultó demasiado para la productora del film, la Orion Pictures, por ello luego de terminada la postproducción en 1985 dejó pasar dos largos años hasta que finalmente decidió estrenarla con cuentagotas entre 1987 y 1988 porque los oligofrénicos de marketing -y los ejecutivos en sí a los que respondían- no sabían qué hacer con esta gloriosa cruza entre western, road movie, ciencia ficción postapocalíptica, comedia negra, superacción, fábula social, romance, aventuras exóticas y evidente exploitation de la saga insignia del australiano George Miller, aquella que por entonces sólo abarcaba Mad Max (1979), Mad Max 2: El Guerrero de la Carretera (Mad Max 2: The Road Warrior, 1981) y Mad Max: Más allá de la Cúpula del Trueno (Mad Max: Beyond Thunderdome, 1985). Para colmo la película de De Jarnatt transcurre en un 2017 que se parece a nuestro presente en algunos aspectos más que preocupantes y que desde el punto de vista del segundo lustro de la década del 80 funcionaba como una versión caricaturizada de la deshumanización social in crescendo cortesía de la miseria, el egoísmo y la fetichización con la tecnología y la virtualidad, características representadas en el relato mediante unos Estados Unidos dominados por los páramos inertes y con pocas ciudades que sobreviven atrapadas en el hedonismo, la burocratización, la hipersexualidad, la apatía y una cultura extrema del reciclaje porque -debido a una permanente crisis económica y a la falta de producción y recursos a gran escala, luego de guerras varias sin especificar- se hace indispensable el recuperar todos los aparatejos mecánicos, electrónicos e informáticos del Siglo XX para una vida prosaica en la que a su vez los humanos desconfían muchísimo del prójimo, la intimidad compartida se transformó en un lujo y los encuentros sexuales se pautan previamente con abogados en función de “muestras” en video de las habilidades y la anatomía de los involucrados con otras parejas, algo que pasó a incorporarse a los rituales de apareo en locales nocturnos para tal fin enmarcados en la banalidad, la hipocresía y una constante pose erótica que se viene abajo a la hora de negociar en términos concretos qué se hará en la cama con un compañero/ compañera transformado en adversario/ adversaria en potencia, todo por pura paranoia y escrúpulos generales. El guión de Michael Almereyda, partícipe en las historias de Hasta el Fin del Mundo (Bis ans Ende der Welt, 1991), de Wim Wenders, y de El Vengador del Futuro (Total Recall, 1990), de Paul Verhoeven, y luego reconvertido en realizador y conocido por Nadja (1994), Hamlet (2000), Experimentador (Experimenter, 2015), Marjorie Prime (2017) y Tesla (2020), está basado en una trama original de Lloyd Fonvielle, célebre por Good Morning, Babilonia (1987), de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, La Momia (The Mummy, 1999), de Stephen Sommers, y sus dos colaboraciones con Franc Roddam, Guardianes del Honor (The Lords of Discipline, 1983) y La Prometida (The Bride, 1985), y se centra en un ejecutivo de una gigantesca planta de reciclaje, Sam Treadwell (David Andrews, hoy por hoy casi un debutante porque apenas si tenía alguna experiencia televisiva previa y había participado en el clásico de 1984 de Wes Craven que presentó en sociedad al Freddy Krueger de Robert Englund), que se queda sin el gran sustituto en esta sociedad del espanto en materia de una sensualidad real anulada, las androides femeninas o ginoides, las cuales están programadas para funciones sexuales y de mantenimiento doméstico como si fueran amas de casa perfectas que no molestan al varón con su ciclotimia o reclamos triviales cíclicos. De hecho, el catalizador del relato es tan sencillo como verosímil porque funciona en consonancia con la naturaleza de todo artilugio tecnológico basado en la electricidad: una noche, a la vuelta del trabajo, Treadwell cena una hamburguesa que le preparó su compañera sintética, una Cherry 2000 (Pamela Gidley) semejante a aquellas señoritas robóticas de Las Esposas de Stepford (The Stepford Wives, 1975), de Bryan Forbes a partir de la novela homónima de 1972 de Ira Levin, y la interrumpe mientras está lavando el plato y los cubiertos para tener sexo en el piso de la cocina, por ello el agua y las voluminosas burbujas comienzan a derramarse sin ser tenidas en cuenta por el hombre en el frenesí de la pasión, provocando que la autómata se queme sin remedio. Sam se niega a comprar un reemplazo y hasta trata de conocer a una chica de carne y hueso en un club llamado Glu Glu, al que asiste con un par de compañeros medio bobazos del trabajo, Bill (Marshall Bell) y Marty (Jeff Levine), pero la histeria legal y el tener que exhibirse haciendo el amor son cosas que le generan rechazo y por ello abandona la metrópoli donde vive, Anaheim, en el Estado de California, cuando un adalid del servicio técnico, Slim (Michael C. Gwynne), le confirma que el cuerpo es inservible y el modelo está descatalogado pero insertando el chip de memoria -en pantalla un mini compact disc- en un nuevo chasis/ envase corporal logrará tenerla de nuevo con su personalidad y rasgos de antaño, lo que implica pautar una incursión en la peligrosa Zona 7 con una rastreadora, Edith “E” Johnson (Melanie Griffith), bella muchacha especializada en recuperar artilugios vetustos aunque muy valiosos en este contexto desindustrializado y dominado por una burguesía ricachona de ciudad y pandillas salvajonas que controlan las regiones bucólicas o directamente desérticas, donde aguardan semi olvidados estos tesoros de un mundo muerto como el chasis para el maniquí romántico maximizado. De Jarnatt no oculta para nada el sustrato Clase B de su epopeya y se hace un festín con adorables motivos del nihilismo setentoso de ciencia ficción y del trash de cadencia fantástica cormaniana como las bandas de desquiciados de frontera, el choque entre el ideario soberbio de ciudad y su homólogo del campo, el encuentro con un ladronzuelo y su cómplice, Stacy (Brion James) y el falso sordo Earl (Claude Earl Jones), quienes se topan con Sam en el bar El Excavador después de su llegada al hotel del pueblo Glory Hole (en el lenguaje del porno introducir el pene dentro de un agujero para que lo chupen), algún que otro ermitaño que aparece de la nada y vive en un retro emporio de obsolescencia reapreciada, hoy el mentor de Edith, Jake “Seis Dedos” (Ben Johnson), un veterano adepto a las cuevas y las serpientes asadas que atesora un enorme cargamento de hornos General Electric, la reaparición de un amor del pasado reconvertido en campeona del presente baladí, esa ex de Treadwell que se llamaba Elaine y se cambió el nombre a Ginger (Cameron Milzer), una secta de chiflados armados new age que viven en iglús alrededor de una piscina desfasada en el medio del baldío cual hotel de los 50, Rancho del Cielo, la pareja actual de Ginger y jerarca de los anteriores a lo sultán de la autoayuda freak homicida, Lester (Tim Thomerson), quien se autodefine como máxima autoridad de la Zona 7 y enemigo acérrimo de los rastreadores que osan ingresar en su territorio, alguna víctima circunstancial como ese pobre Jim Skeet (Howard Swain), otro rastreador como E, que termina atado con una bolsa de cartón con un blanco en la cabeza y una flecha en el centro cortesía del demente de Lester, una historia de amor entre opuestos como la del adorador de androides Sam y la machona aguerrida símil baqueana de cuna rústica Edith, y hasta el recurso de apelar a secundarios tardíos traicioneros como Snappy Tom (Harry Carey Jr.), un veterano amigo de Jake, y Randa (Jennifer Mayo), una joven prostituta que con el anterior regentan el burdel y gasolinera Última Oportunidad y pasan de ayudar a los protagonistas a matar al personaje del querido Johnson, por cierto uno de los actores fetiches de Sam Peckinpah, para a posteriori caer bajo la furia de su mandamás en las sombras, Lester, amén de la hilarante obsesión de los 80 con el militarismo tácito y las muchas explosiones, acrobacias, granadas, ametralladoras y bazucas/ lanzacohetes. La revelación del desenlace de que casi todo el derrotero transcurre en el Estado de Nevada, Anaheim es en suma una ciudad de diseño posmoderna reconstruida, la Zona 7 los restos sepultados por la arena de Las Vegas y el mentado depósito de ginoides apenas el almacén de un casino, se acopla a la perfección con el tono tragicómico del convite de un De Jarnatt siempre atento a los detalles kitsch ultra coloridos y las múltiples ironías de una aventura que la va de liviana pero ofrece una visión sensata y extremadamente oscura del futuro de la humanidad y la presente fase del capitalismo, como decíamos anteriormente muy cercana a nuestra realidad del nuevo milenio porque en Cherry 2000 las clases pudientes viven en burbujas de placer virtual onanista y el resto se debate entre la supervivencia a duras penas, el psicologismo berreta new age y seudo religioso, el delito improvisado del “sálvese quien pueda”, la inexistencia del Estado, la preponderancia del capital especulativo pragmático y la cólera de los sindicatos criminales delirantes con sus propios harenes, ejércitos, filosofía, palacios y caprichos maquiavélicos en pos de acumular más poder y riquezas bajo la misma lógica plutocrática de siempre. Ni Andrews ni Griffith eran grandes actores para mediados de los 80 aunque aportan el dejo videoclipero/ publicitario y el encanto naif justos a un elenco plagado de genios en línea con Johnson, Thomerson, James, Gwynne, Carey Jr. y un Laurence Fishburne que tiene un cameo como uno de los graciosos abogados del Glu Glu y aquel mítico Robert Z’Dar de Maniac Cop (1988), de William Lustig, ahora componiendo a Chet, uno de los secuaces de Lester. La música suntuosa -entre clasicista y new wave- de Basil Poledouris, famoso por sus trabajos con Verhoeven, John Milius, Richard Fleischer, Sidney J. Furie, John McTiernan, Bille August, Sam Raimi, John Waters, Randal Kleiser, Jim Abrahams y Jonathan Mostow, entre otros, y el diseño de producción de impronta pop de John Jay Moore y la estupenda decoración de sets de Anne Kuljian asimismo suman mucho a la efervescencia general a lo carrusel mordaz, al igual que los vehículos utilizados, como el Ford Mustang modificado de Edith, el Hawk Trihawk de tres ruedas de Sam y el destartalado avión Aeronca Champion que los protagonistas hallan en el lupanar del final y que E pone en funcionamiento con repuestos extraídos de su automóvil, y escenas agitadas específicas como la recordada de esa grúa magnética que alza al Mustang, todo entre una “balacera” enajenada de bazucas, la del escape de Treadwell después de atestiguar el asesinato de Skeet, instante en el que se reencuentra con la rastreadora y su mentor e inicia un incendio en una colmena del Rancho del Cielo, y por supuesto ese remate retórico también deliciosamente ridículo en el que Sam y E dan con un chasis de Cherry 2000 en el Casino Faraón aunque deben enfrentarse a los temibles acólitos de Lester, quien tiene más vidas que un felino porque sobrevive a disparos de ametralladora y a una caída desde los techos hacia el interior de la sala de juegos para terminar falleciendo -cual personaje de los Looney Tunes, de Chuck Jones- al intentar colgarse del Aeronca Champion y estrellarse contra las tetas de una escultura de una bailarina bien cabaretera de Las Vegas. Entre referencias pop explícitas a El Día que Paralizaron la Tierra (The Day the Earth Stood Still, 1951), de Robert Wise, y El Planeta Desconocido (Forbidden Planet, 1956), de Fred M. Wilcox, cuyos autómatas, Gort y Robby, el Robot, dicen presente en la secuencia en la que Slim intenta venderle a Sam un sustituto para su preciada androide, el film equipara en estupidez anodina e inofensiva a Elaine/ Ginger y la fetichizada Cherry 2000, la primera orgánica pero siempre preocupada por los sándwiches y las actitudes positivas y la segunda también sustraída de la realidad y programada para amar ciegamente al varón y preferir ver televisión antes que protagonizar los tiroteos reales, ejemplo de una prolongada tradición cinematográfica en inteligencia artificial esclavizada femenina que va desde Metrópolis (1927), de Fritz Lang, pasa por la señalada Las Esposas de Stepford y eventualmente llega hasta Ex Machina (2014), de Alex Garland, por ello mismo Treadwell en última instancia opta por dejar de endiosar a taradas eternas, esas que los anglosajones llaman “bimbos” para resumir a las mujeres atractivas pero poco cultas y muy frívolas, y se consagra en cambio a una señorita con los pies sobre la tierra, la Johnson de una hermosísima Griffith previa al estrellato de Secretaria Ejecutiva (Working Girl, 1988), de Mike Nichols, actriz que puliría su destreza de a poco y venía de intervenciones cruciales en Ciudad del Crimen (Fear City, 1984), de Abel Ferrara, Doble de Cuerpo (Body Double, 1984), de Brian De Palma, y Totalmente Salvaje (Something Wild, 1986), de Jonathan Demme. Sin duda una de las mejores y más imaginativas, entretenidas e inteligentes odiseas de bajo presupuesto de su época, Cherry 2000 constituye también un ataque muy agresivo contra la cultura del plástico y el aislamiento hogareño y en simultáneo un elogio de la visceralidad de barricada y el cariño conflictivo que salen a enfrentarse al mundo verdadero que se ubica más allá de las prisiones autoconstruidas por los sujetos, tanto las materiales como esas otras -mucho más peligrosas- de alcance simbólico/ mental, mazmorras de una idealización conformista y marketinera que no admite cuestionamientos y pide a gritos silentes una redención vía algo del desparpajo y la locura de izquierda que el opus de De Jarnatt nos regala de a montones, ya que la exuberancia marginal de Edith engulle al conservadurismo monotemático de Sam.
Cherry 2000 (Estados Unidos, 1987)
Dirección: Steve De Jarnatt. Guión: Michael Almereyda. Elenco: Melanie Griffith, David Andrews, Ben Johnson, Tim Thomerson, Michael C. Gwynne, Brion James, Pamela Gidley, Robert Z’Dar, Laurence Fishburne, Harry Carey Jr. Producción: Caldecot Chubb y Edward R. Pressman. Duración: 99 minutos.
Miracle Mile (1988):
A De Jarnatt le llevó una década de calvario poder dirigir Miracle Mile (1988), joya eterna e impredecible con un ritmo tan certero como apabullante, porque la escribió al graduarse en el Instituto de Cine Americano (American Film Institute) con la idea de encargarse él mismo de la realización, algo a lo que el estudio que adquirió el guión, Warner Brothers, se negó rotundamente porque no deseaba encomendarle semejante proyecto a un creador por entonces casi sin experiencia, amén de que los ejecutivos bobalicones de turno pretendían reescribir la trama para atenuar la conjunción de romance y amenaza/ baldío nuclear y especialmente para transformar el final desesperanzador original en uno feliz apto para las familias menudas, el espectador promedio que va a ingerir comida chatarra a las salas, los fans aniñados de la fantasía heroica y demás descerebrados del mercado capitalista de las últimas décadas. Desesperado, el joven De Jarnatt le compra a la Warner su propio guión por 25 mil dólares y lo rescribe bajando la edad de los protagonistas y puliendo aún más la estructura dramática primigenia, detalle que nuevamente llamó la atención del estudio y por ello le ofreció al muchacho 400 mil dólares para recomprárselo con la idea de transformarlo en la historia de cabecera de lo que eventualmente se convertiría en Al Filo de la Realidad (Twilight Zone: The Movie, 1983), aquella adaptación de la legendaria serie televisiva La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), creada por Rod Serling, que luego quedó en manos de Steven Spielberg en su rol de productor y que sería dirigida por el susodicho, George Miller, John Landis y Joe Dante, ya abandonando la noción de una única historia general y abrazando el formato episódico original de la serie, ahora adaptado al esquema paradigmático de los largometrajes colectivos símil antologías mediante cuatro cuentos independientes más un prólogo escueto. En última instancia fue la Hemdale Film Corporation, productora independiente con sendas sedes en el Reino Unido y los Estados Unidos fundada en 1967 por John Daly y el conocido actor David Hemmings, la que le ofreció al amigo Steve la oportunidad de materializar su guión conservando el desenlace sin modificar y con un presupuesto pequeño aunque digno de 3.700.000 dólares, el cual le permitió filmar en locaciones en Los Ángeles aprovechando la sabiduría acumulada hasta entonces gracias al rodaje en 1985 de aquella Cherry 2000 (1987) que costó diez millones de billetes verdes, un mega fracaso en taquilla como también lo sería Miracle Mile porque ambas películas constituían un vendaval anímico rotundamente peculiar que poco y nada tenía que ver con el mainstream y el indie posmodernos y la manía con categorizar todo dentro de los géneros duros de siempre, sin posibilidad de que nadie se aparte de ellos para no “confundir” a un público criado desde el conservadurismo y la necedad de esta clase de consumo cultural de “una idea a la vez”, ortodoxia clasicista aunque también castrada y obtusa de por medio. Más allá de la amalgama que señalábamos con anterioridad, hablamos de esta unión entre ciencia ficción apocalíptica y comedia dramática de influjo romántico y recargada con chispazos de film noir, humor absurdo, relato testimonial de debacle atómica y hasta cine de acción, el opus de De Jarnatt responde a tres tradiciones de larga data, a saber: primero tenemos un trasfondo metropolitano, a la par nocturno y muy ominoso, que nos reenvía a ejemplos variopintos del rubro de los laberintos de asfalto como Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, Después de Hora (After Hours, 1985), asimismo de Scorsese, La Ambulancia (The Ambulance, 1990), de Larry Cohen, y Colateral (Collateral, 2004), de Michael Mann, en segundo lugar está una narración en cuasi tiempo real como mecanismo por antonomasia para incrementar la tensión, algo ya explorado por clásicos como La Soga (Rope, 1948), de Alfred Hitchcock, El Luchador (The Set-Up, 1949), de Robert Wise, y A la Hora Señalada (High Noon, 1952), de Fred Zinnemann, y por propuestas posteriores como Tiempo Límite (Nick of Time, 1995), opus de John Badham, Tiempo de Ejecución (Running Time, 1997), de Josh Becker, y por supuesto 24 (2001-2010), la célebre serie de Robert Cochran y Joel Surnow para Fox protagonizada por Kiefer Sutherland, y en último término viene la temática de la catástrofe nuclear en sí, un verdadero latiguillo en tiempos de pánico y de paranoia extrema vinculada a la Guerra Fría, aunque no empardada a los entretelones del poder y/ o de las camarillas administrativas, en sintonía con Dr. Insólito o Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964), del enorme Stanley Kubrick, Límite de Seguridad (Fail Safe, 1964), de Sidney Lumet, y Juegos de Guerra (War Games, 1983), otra de Badham, sino mucho más orientada al ciudadano de a pie que hace lo que puede para sobrevivir, subgénero de las debacles atómicas o masivas semejantes que explotó en la década del 80 y tuvo como representes fundamentales a realizaciones como Testamento (Testament, 1983), de Lynne Littman, El Día Después (The Day After, 1983), de Nicholas Meyer, Hilachas (Threads, 1984), de Mick Jackson, La Noche del Cometa (Night of the Comet, 1984), de Thom Eberhardt, La Tierra Tranquila (The Quiet Earth, 1985), de Geoff Murphy, y Cuando Sopla el Viento (When the Wind Blows, 1986), obra maestra animada de Jimmy T. Murakami. Ahora bien, a diferencia de todas estas últimas epopeyas de dolor y supervivencia en el páramo radioactivo o desértico, por cierto muy influenciadas por films cruciales del formato como Cinco (Five, 1951), de Arch Oboler, y Un Muchacho y su Perro (A Boy and His Dog, 1975), tesoro irónico de L.Q. Jones, querido actor fetiche de Sam Peckinpah reconvertido momentáneamente en director, Miracle Mile apuesta en cambio a retratar la etapa inmediatamente previa a la caída de los temibles misiles, una fase que va pasando desde la intranquilidad en aumento a la histeria popular descontrolada frente a la angustia de la muerte por venir y de una legión de otros bípedos temerosos que se cruzan en el camino hacia un escape imposible porque si existe una característica excluyente de la dinámica del fin del mundo por influjo humano es de hecho la eficacia destructiva de una artificialidad técnica que no deja espacio para la protección o para un hipotético refugio, en claro contraste con las hecatombes de la naturaleza que atesoran intersticios en los que resguardarse y además siempre dan cabida a la pronta “reconstrucción” por la misma lógica de la fauna, la flora y todos los elementos que las rodean. El guión, sin lugar a dudas uno de los mejores y más adictivos de la historia del séptimo arte, se centra en el romance entre un trombonista de una banda de jazz en gira, Harry Washello (Anthony Edwards), y una mesera de un restaurant abierto las 24 horas, Julie Peters (Mare Winningham), pareja que se conoce en un museo de ciencias naturales de Los Ángeles, ubicado al lado de pozos de brea con esculturas de mamuts, y que pasa la tarde comprando y liberando un grupito de unas langostas destinadas a mutar en delicias culinarias, charlando en un carrusel y en un muelle, compartiendo un recital benéfico del treintañero en un parque, conociendo a los abuelos de la chica, Iván (John Agar) y Lucy Peters (Lou Hancock), un par de veteranos que no se hablan desde hace 15 años por una pelea que ya ni recuerdan, y en suma enamorándose a primera vista y prometiéndose volver a verse esa misma jornada cuando ella termine su turno a la medianoche en el local gastronómico Johnie’s Coffee Shop & Restaurant. El pormenor sardónico fortuito, todo un clásico de De Jarnatt en sus exploraciones del cruel destino, se produce cuando Washello, listo para dormir una siesta antes de la cita, arroja un cigarrillo encendido desde el balcón de su departamento y éste es recogido por una paloma que estaba siendo alimentada por una homeless en la vereda, ave que sin darse cuenta inicia un incendio al trasladar el cigarrillo hasta su nido, situado sobre un par de cables de alta tensión del techo que a su vez dejan sin luz a todo el edificio en cuestión durante cuatro horas. Cuando finalmente suena el despertador eléctrico de Harry, el trombonista descubre la generosa demora y se dirige al restaurant, donde se entera que Julie lo esperó un buen rato y luego se marchó al hogar que comparte con Lucy. En el teléfono público de la puerta del local, momentos después de dejar un mensaje en el contestador automático de Peters explicando lo ocurrido, Washello atiende sin saberlo una llamada de un tal Chip (Raphael Sbarge), militar que trabaja en un silo de misiles de Dakota del Norte, que lo confunde con su padre porque marcó mal el número y le comunica que en 50 minutos el gobierno yanqui lanzará una serie de misiles contra la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y que en aproximadamente una hora y unos diez minutos comenzarán a llegar las bombas rusas de respuesta, episodio que se explica por la necesidad del joven soldado de pedirle perdón a su progenitor por un disgusto de un verano pasado. Harry, tan exaltado como curioso, escucha cómo los superiores de Chip descubren in fraganti al adalid castrense revelando secretos de Estado y por ello lo fusilan e invitan al interlocutor del otro lado de la línea a olvidar todo lo sucedido y “volver a dormir”, no obstante el trombonista le comenta el asunto a todos los comensales y empleados del restaurant, una colección humana que pasa de la incredulidad al desconcierto y el susto e incluye a una camarera amiga de Julie, Susie (O-Lan Jones), un cocinero negro de muy pocas pulgas, Fred (Robert DoQui), una oligarca misteriosa y bella, Landa (Denise Crosby), un borrachín afable de traje y corbata (Earl Boen) que habla con un travesti (Danny De la Paz), una supuesta azafata con uniforme (Diane Delano), un par de empleados de limpieza pública encandilados con Landa, Harlan (Claude Earl Jones) y Mike (Alan Rosenberg), y un ayudante de cocina latino (José Mercado). Fred le saca a punta de revólver la verdad a Washello y se convence de que la amenaza es real, por ello comienza a acumular latas de conservas para cargarlas en una camioneta con vistas a esconderse en una mina de las montañas, plan que cambia cuando Landa ratifica vía su teléfono inalámbrico, un aparatejo de vanguardia del período, que cuatro de cinco “peces gordos” de Washington D.C. están viajando hacia el sur del globo y así la mujer se obsesiona con ir a la Antártida porque allí existe un valle sin lluvia y con profusa agua fresca en forma de nieve. Como el personaje de Mercado le roba su coche para ir a avisarle de todo a su madre, Harry se sube a la camioneta de Fred, una en la que prima un caos delirante que incorpora a un vagabundo charlatán (Howard Swain), y después se baja a los tumbos -y con el revólver en mano- en una curva de autopista cuando el cocinero le deja bien en claro que no parará hasta llegar al aeropuerto, lo que igualmente le permitiría incorporarse a una nueva tanda de refugiados que se dirigirán a la terminal aérea, donde los espera una flotilla de aviones alquilados por Landa, a través de un helicóptero que partirá dentro de una hora y monedas con alimentos y pertrechos desde la azotea del edificio más alto del vecindario de Los Ángeles al que hace referencia el título de la película, el de la aseguradora Mutual Benefit Life. Washello de inmediato secuestra el automóvil de un pobre ratero de color de estéreos, Wilson (Mykelti Williamson), con el que se propone pasar a buscar a Peters por su casa, sin embargo en una obligatoria parada en una estación de servicio el dúo se enfrenta al vigilante nocturno de la gasolinera (el mítico Edward Bunker), un veterano que les saca una escopeta, y después a un par de policías que amenazan con arrestarlos (Chad S. Taylor y Cynthia Phillips), por lo que Wilson los rocía con combustible y ellos mismos se prenden fuego cuando disparan un tiro al aire como advertencia para evitar que escapen. El afroamericano eventualmente abandona al trombonista y se lleva la patrulla robada por ambos, porque desea recoger a su hermana Charlotta (Kelly Jo Minter), y así Harry motiva la reconciliación entre Lucy e Iván, quienes optan por pasar sus últimos momentos juntos en un restaurant, y se lleva en un carrito de supermercado a una Julie adormecida por la ingesta de un Valium, aunque al arribar a la terraza del edificio de la Mutual Benefit Life descubren sólo al helicóptero, la carga y un intermediario histérico e incrédulo de Landa, Gerstead (Kurt Fuller), sin piloto a la vista, situación que provoca que Washello comience a buscar a alguien que pueda pilotar la nave y que Peters, hasta ese momento inconsciente del peligro, haga lo propio luego de escuchar a un par de burguesas de Beverly Hills (Jenette Goldstein y Victoria Powells). El treintañero se topa de sopetón con Harlan en su camión de limpieza, el cual lo insulta por alarmista, e ingresa -nuevamente con el revólver en mano- en un gimnasio en plena clase de aerobics, donde consigue a un piloto musculoso homosexual (Brian Thompson) que acepta comandar el helicóptero a cambio del suculento dinero de Gerstead y la garantía de poder llevarse a su pareja, Leslie (Herbert Fair). Julie se reencuentra con Harry en el mismo momento en que ven estrellarse la patrulla de Wilson y Charlotta contra la ventana de una tienda de ropa, ambos baleados por esa policía que acorrala a la pareja protagónica luego de ver morir desangrados al ladrón de estéreos y su hermana. Cuando finalmente deciden entregarse se topan con el hecho de que la voz ya se corrió y los medios de comunicación hablan de guerra atómica, así la locura colectiva provoca la huida de los uniformados y una nueva separación de la camarera y el trombonista justo después de que el hombre llama al padre de Chip, marcando el teléfono correcto, aunque sin poder transmitirle el pedido de perdón del soldado ya que el progenitor le corta la llamada y encima el vendaval de pánico desencadena numerosos accidentes de tránsito en medio de la fuga masiva. Washello confunde a un extraño con el piloto musculoso y termina escapando del pandemónium de gritos, tiros, violaciones, destrozos, sirenas y explosiones a través del nauseabundo desagüe de Los Ángeles, logrando llegar al edificio para reencontrarse con Peters y escuchar en el ascensor la caída de los primerísimos misiles soviéticos. En el helipuerto descubren a un Gerstead al borde de una sobredosis de drogas heterogéneas y pronto arriba la nave pilotada por el forzudo, ahora agonizante por la ola expansiva del electromagnetismo. Más ojivas nucleares arrasan la ciudad y el helicóptero sin control termina cayendo en aquel pozo de brea del inicio, al costado del museo de ciencias naturales y adornado con esculturas de mamuts, donde el personaje de Edwards convence a su homólogo de Winningham de que no tiene sentido tratar de salir del lago de alquitrán natural porque afuera ya no es posible la vida por la radiación, fantaseando con que quizás algún día los hallen en perfecto estado de conservación entre la sustancia viscosa y con la eventualidad de que un golpe directo de un misil los transforme en diamantes, justo como hacía Superman que al apretar un trozo de carbón generaba una piedra preciosa cristalizada. Así como Cherry 2000 se consagraba al análisis socarrón de un postapocalipsis con elementos del ozploitation y del indie histórico norteamericano de acción, Miracle Mile piensa la red de rumores que anticipan el martirio siguiendo en términos genéricos la misma dialéctica de la vida ante calamidades de esta índole, por ello a un primer acto paradisíaco de amor mutuo, representado en el flechazo a partir de la atracción física aunque también de intereses en común como el amor por el jazz de Dicky Welles y Verna Brown, le siguen una segunda parte de ansiedad in crescendo cual limbo en tiempo real, en la que se juega con el suspenso frente a la posibilidad de que todo sea una broma o una falsa alarma, y un remate final apuntalado en la tristeza, la resignación y esa inviabilidad para trastocar hacia lo positivo una realidad que se impone como adversa con toda su carga de injusticia y estupidez enceguecida, rasgos prototípicos de las muertes causadas por los seres humanos. Como en la ópera prima de De Jarnatt, estamos ante un retrato tanto de la influencia del azar en el fluir cotidiano, anteriormente representado en el agua enjabonada que llevaba a quemarse a la muñeca sexual robótica en la piel de Pamela Gidley y hoy simbolizado en el paradójico corte de luz del comienzo, el detalle de contestar la llamada de Chip o ese otro de encontrar al musculoso en el gimnasio o a la misma Julie en el museo de ciencias naturales, como de la contingencia de este amor en el infierno, no como un canto sensiblero al cariño como fuerza inmaterial idealizada que se les escapa de las manos a los sujetos sino juzgado en términos de un par de voluntades de hierro que se unifican en una conjunción romántica de lo mas porfiada que puede resistir al paso del tiempo, los sinsabores del entorno inmediato y la misma personalidad de cada uno de los involucrados y sus caprichos, de allí se explica la metáfora del diamante que surge del carbón para designar al apego recíproco que potencia y que se hace carne cuando ambos se ahogan en la brea y una pantalla en blanco nos habla de un misil que tocó el pozo, afecto antes representado en el vínculo entre Sam Treadwell (David Andrews) y Edith “E” Johnson (Melanie Griffith), en clara contraposición con respecto al virtual baladí entre el primero y la Cherry 2000 de Gidley, y en esta oportunidad simbolizado no sólo en el cariño inclaudicable entre Harry y Julie sino también en su espejo de la tercera edad, nos referimos a la relación entre Iván y Lucy, en una primera encarnación del guión los protagonistas de una trama que fue mutando durante la década de retrasos y callejones sin salida en materia de la producción hasta alcanzar su forma definitiva, la atestiguada en pantalla. La sincronía entre juventud y adultez terminal, la primera conociéndose por primera vez y la segunda volviendo a conectarse luego de 15 años de separación, se unifica con los ciclos de la vida y con la premura que trae aparejada la hecatombe atómica, aunque el sarcasmo tiene mucho que ver gracias a que es el mismo amor el que se autosabotea a lo lejos o que por lo menos provoca el anhelo de reencontrarse con la amada y huir juntos ya que si no fuera por el hecho de que el Washello embelesado con Peters arrojó el cigarrillo encendido a la vereda, ese que la paloma llevó hacia su nido para terminar generando el incendio, la pareja hubiese tenido una cita nocturna en paz y sin saber nada del tremendo contraataque ruso o quizás habría podido disfrutar de sus últimos instantes compartidos en un contexto de resignación y mansedumbre semejante al de los abuelos de la chica, quienes a sabiendas de que mucho no pueden hacer ante la debacle simplemente apuestan a exprimir el tiempo que reste hasta la llegada de la retahíla de ojivas voladoras. De Jarnatt, de todos modos, vuelve a encarar el asunto -como en Cherry 2000– sin caer en el cinismo posmoderno estándar y cuidando ante todo a sus personajes y su glorioso corazón, una perspectiva totalmente anómala viniendo de una película de género concebida en el período por antonomasia, los 80, que originó el hedonismo escapista contemporáneo y la cultura de la liviandad discursiva en pos de evitar recordarle al consumidor que el mundo real es un asco y la apatía hace responsables a todos y copartícipes en este estado de cosas. Más cerca de los gatos, que luchan hasta las últimas consecuencias, que de los perros, que se dejan matar inertes, la dupla protagónica no baja los brazos hasta la necesaria aceptación del pozo de brea y elige evitar las carnicerías ultra enajenadas del vulgo, el amarillismo morboso de los mass media y el negacionismo de secundarios que siguen su vida como si nada hubiese pasado, en línea con Gerstead, Harlan -homenaje sutil a Harlan Ellison, afamado guionista y escritor de ciencia ficción- o aquel travesti de Johnie’s Coffee Shop & Restaurant, éste una presencia insólita en el cine de la época porque el realizador y guionista no ridiculiza ni problematiza a la homosexualidad y hasta la complejiza ya que opone la abulia del personaje de De la Paz, Roger, que se queda en el local gastronómico mientras el resto marcha al aeropuerto, con la respuesta activa de la criatura del recordado Thompson, visto en Terminator (The Terminator, 1984), de James Cameron, y Cobra (1986), de George P. Cosmatos, el cual regresa al techo del edificio de la Mutual Benefit Life para recoger a Harry y a su compañera como lo prometió en un principio. Además de la maravillosa actuación de Edwards, en aquella época conocido sobre todo por Top Gun (1986), de Tony Scott, y en esencia un actor de comedias lights y faenas románticas símil Picardías Estudiantiles (Fast Times at Ridgemont High, 1982), de Amy Heckerling, Corazón sobre Ruedas (Heart Like a Wheel, 1983), de Jonathan Kaplan, La Venganza de los Nerds (Revenge of the Nerds, 1984), de Jeff Kanew, Quiero Decirte que te Amo (The Sure Thing, 1985), de Rob Reiner, ¡Te Atrapé! (Gotcha!, 1985), también de Kanew, La Magia de Vivir (Mr. North, 1988), de Danny Huston, y Halcones en Libertad (Hawks, 1988), de Robert Ellis Miller, y de Winningham, una actriz muy talentosa de una extensa trayectoria televisiva -opuesto exacto de la Griffith de Cherry 2000 en belleza y capacidad interpretativa, menos en el primer apartado y muchísimo más en el segundo- que se había transformado en ídola adolescente debido al éxito de El Primer Año del Resto de Nuestras Vidas (St. Elmo’s Fire, 1985), inesperado hit de Joel Schumacher, y que apenas si había trabajado en el campo del séptimo arte en propuestas hoy sumamente olvidadas como La Tonta de Nadie (Nobody’s Fool, 1986), de Evelyn Purcell, Gente como Nosotros (Shy People, 1987), de Andrey Konchalovskiy, y Hecho en el Cielo (Made in Heaven, 1987), de Alan Rudolph, en Miracle Mile brillan a puro desenfreno la fotografía semi onírica y/ o alucinatoria del holandés Theo van de Sande, experto en panorámicas, coloración pop y uso de steadicam y colaborador de gente como Wise, Dante, Jackson, Lasse Hallström, Robert Harmon, Penelope Spheeris, Garry Marshall, Bob Rafelson y Carl Franklin, y otra tanda de majestuosas composiciones incidentales de dream pop y ambient espacial de Tangerine Dream, unos alemanes que se destacarían por su trabajo, siempre tracción a sintetizadores etéreos y mucho eco melancólico, en Sorcerer (1977), de William Friedkin, Ladrón (Thief, 1981), de Michael Mann, Extraño Comportamiento (Strange Behavior, 1981), de Michael Laughlin, El Soldado (The Soldier, 1982), de James Glickenhaus, Negocios Riesgosos (Risky Business, 1983), de Paul Brickman, La Fortaleza Maldita (The Keep, 1983), otra de Mann, Llamas de Venganza (Firestarter, 1984), de Mark L. Lester, Loco por ti (Vision Quest, 1985), de Harold Becker, Leyenda (Legend, 1985), de Ridley Scott, Cuando cae la Oscuridad (Near Dark, 1987), de Kathryn Bigelow, Cita con el Peligro (Three O’Clock High, 1987), de Phil Joanou, y la ya nombrada Gente como Nosotros. Cerca de esas señales de pavor que son ninguneadas o no escuchadas a tiempo porque constituyen ejes de las execrables soberbia, inoperancia y manipulación del Estado para con el pueblo, tradición que va desde La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel, hasta 12 Monos (12 Monkeys, 1995), de Terry Gilliam, aquello que comienza como una comedia romántica para almas nostálgicas pronto muta en una alegoría vinculada a un derrotero extasiado de supervivencia que deriva primero en terror y luego en un drama postapocalíptico de pulso seco y bastante deprimente. La estructura del trabajo es francamente fenomenal porque consigue una proeza pocas veces vista no sólo en el ámbito del cine sino del arte a escala macro: los cambios de tono, esos que nos van guiando entre los actos, son armónicos y meticulosos, cuestionando una de las normas más conservadoras de la producción hollywoodense, el encerrarse en un solo género, y poniendo de relieve que con talento se puede redondear una obra subversiva y de calidad, ya que la coherencia caótica es el lema del relato. Lejos del quid de las fábulas parsimoniosas de destrucción masiva centradas en los mandos ejecutivos del gobierno, esas que pululan hoy por hoy en el mainstream y nos aburren con una duración excesiva y su chauvinismo de cotillón, el opus de De Jarnatt nos regala la experiencia errática de un hombre común que hace lo posible para seguir con vida aunque -a diferencia de las fórmulas berretas del acervo pochoclero- sin convertirse en un héroe y privilegiando sólo a la mujer que ama, a costa de casi todo lo que osa cruzarse en su camino. En este sentido, el oscurecimiento paulatino del espectro identitario de Miracle Mile es uno de los Santos Griales del indie del período gracias a que el film aprovecha con inteligencia el trasfondo hermético pesadillesco de una andanada de recursos característicos de los 80 como el fetichismo consumista, un diseño de producción de Christopher Horner y una dirección de arte de Richard Hoover de colores hiper furiosos, la dialéctica “suburbios marginales versus nuevos yuppies”, la iconografía del marketing violento que le embadurna sus mensajes en la cara al público, la génesis del revisionismo del arte de épocas pasadas y hasta la misma banda sonora de Tangerine Dream, exponente supremo de la vocación lírica y al mismo tiempo popular de la década. Algo comparte el planteo discursivo del genial De Jarnatt con su equivalente del Kubrick circa Dr. Insólito o Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba porque mientras que Stanley en parte celebraba la desaparición de la humanidad en el cataclismo de bombas del desenlace de su parodia del militarismo, Steve asimismo explicita su concepción en aquel memorable intercambio de inquietudes en el ascensor entre Harry y Julie, cuando esta última conjetura sobre el futuro y pregunta “la gente se ayudará, ¿no? Quiero decir, a reconstruir las cosas, los sobrevivientes” y él le responde tajantemente “creo que les toca a los insectos”, tanto a sabiendas de que nada que camine en dos patas quedará con vida como bajo la consciencia de que lo mejor sería que otra especie más evolucionada y menos dañina, como por ejemplo esas hormigas de Fase IV (Phase IV, 1974), de Saul Bass, heredase el control del planeta y restituyese un equilibrio que el ser humano de los últimos siglos ha venido aniquilando con un empeño alienado propio de los homicidas sin ética ni respeto por la vida propia o ajena.
Miracle Mile (Estados Unidos, 1988)
Dirección y Guión: Steve De Jarnatt. Elenco: Anthony Edwards, Mare Winningham, John Agar, Lou Hancock, Mykelti Williamson, Kurt Fuller, Denise Crosby, Robert DoQui, Earl Boen, Claude Earl Jones. Producción: John Daly y Derek Gibson. Duración: 88 minutos.