Christine

El amor verdadero todo lo devora

Por Emiliano Fernández

Ya casi nadie lo recuerda pero el fetiche del cine de las últimas décadas con los vehículos que cobran vida y desarrollan una personalidad propia típica de los bípedos comenzó con Cupido Motorizado (The Love Bug, 1968), de Robert Stevenson, no sólo una de las últimas producciones en las que estuvo involucrado de manera directa el propio Walt Disney antes de morir en 1966 sino también el origen de la versión moderna del esquema narrativo del automóvil que se conduce solo y anda haciendo de las suyas a pura independencia, en aquel entonces un Volkswagen Beetle blanco llamado Herbie que junto al protagonista humano, Jim Douglas (Dean Jones), terminaban brillando en las diversas carreras de los circuitos de competición rutera internacional (por supuesto que el mismo diseño de base de los coches, con la parrilla que se asemeja a una boca y un par de faros grandes delanteros que hacen de ojos, ayuda a esta especie de antropomorfización conceptual compulsiva a la que son adeptos los hombres y las mujeres, siempre buscando espejos en cada una de sus creaciones cual narciso de la tecnología que no puede vivir sin su reflejo). El terror no sólo tomó nota de la noción y la adaptó hacia el sustrato del vehículo psicópata en ocasión de opus como Duel (1971), de Steven Spielberg, The Car (1977), de Elliot Silverstein, y Maximum Overdrive (1986), del querido Stephen King, sino que asimismo desarrolló en paralelo una vertiente más “humana” si se quiere, en la que máquina y conductor constituyen en suma un único ser en sintonía con aquella amalgama indisociable de Mad Max (1979), de George Miller, entre el objeto y el sujeto en pos del desplazamiento espacial, entre el acero y la carne, entre la unidad de transporte y el pasajero, una idea y un nexo en verdad fascinantes que fueron explorados de diversas maneras en trabajos que van desde Roadgames (1981), de Richard Franklin, y The Hitcher (1986), de Robert Harmon, hasta las más recientes Crash (1996), de David Cronenberg, y Joy Ride (2001), de John Dahl, entre muchas otras.

 

Ahora bien, quizás la interpretación más interesante, mejor realizada y más prosaica de la premisa del coche con sentimientos agridulces -o con un rango identitario equivalente al de cualquier mortal y sus rimbombantes idas y vueltas emocionales- sea Christine (1983), basada en la célebre novela homónima de 1983 de King y tercera obra maestra al hilo de un John Carpenter inspiradísimo que venía de entregar las también extraordinarias Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981) y El Enigma de Otro Mundo (The Thing, 1982), ambas protagonizadas por Kurt Russell, un período de gloria que por cierto se corta con la siguiente Starman (1984), epopeya digna aunque inferior que se ubica al nivel de trabajos desparejos como La Niebla (The Fog, 1980), su ópera prima Estrella Oscura (Dark Star, 1974) y sus dos exponentes televisivos de aquella etapa, Someone’s Watching Me! (1978) y Elvis (1979), curiosa biopic sobre Elvis Presley con su actor fetiche Russell interpretando al Rey del Rock and Roll. Aún tratando de conciliar su idiosincrasia creativa independiente, esa que pudo verse en casi todas las películas citadas y en la estupenda Asalto al Precinto 13 (Assault on Precinct 13, 1976), con su vocación de cineasta popular trabajando en un mainstream hollywoodense que lo presionaba sin cesar para que genere otro mega éxito de taquilla en línea con la irrepetible Noche de Brujas (Halloween, 1978), el director aquí redondea uno de los mejores “trabajos por encargo” de la historia del séptimo arte ya que literalmente el proyecto en su conjunto fue idea del productor Richard Kobritz, quien ya había adaptado otro libro de King en la miniserie Las Brujas de Salem (Salem’s Lot, 1979), del inefable Tobe Hooper, y ya había colaborado con Carpenter en Someone’s Watching Me!, con el propio realizador confiando en el guionista debutante Bill Phillips para llevar a cabo la traslación de la historia desde el papel a la gran pantalla, señor que en esencia sólo es recordado por la presente película porque después se abocó de inmediato a la televisión.

 

El relato es realmente muy pero muy sencillo ya que apunta a exacerbar la faceta erótica del vínculo entre el auto de turno, un Plymouth Fury coupé modelo 1958 de color rojo y techo y bandas laterales blancas, y su joven dueño, Arnold “Arnie” Cunningham (Keith Gordon), un estudiante secundario bastante nerd y cobardón que tiene un único amigo, el compañero de colegio, carilindo estándar y jugador estrella de fútbol americano Dennis Guilder (John Stockwell), y diversos enemigos tácitos o explícitos como sus controladores padres, Regina (Christine Belford) y Michael Cunningham (Robert Darnell), y el clásico abusón de la escuela, el hiper sádico Clarence “Buddy” Repperton (William Ostrander), sujeto que gusta de juntarse con secuaces variopintos como Richard “Richie” Trelawney (Steven Tash), Donald “Don” Vandenberg (Stuart Charno) y Peter “Moochie” Welch (Malcolm Danare). La estructura retórica se centra en la localidad suburbana de Rockbridge, en California, durante 1978 y comienza dentro de los géneros de la estudiantina adolescente y la odisea de aprendizaje o coming of age, luego gira hacia el slasher ochentoso y hasta las películas de violación y venganza/ rape and revenge cuando Repperton tiene la desafortunada idea de destrozarle el coche a Cunningham como desquite por el gesto de acusarlo ante el director del colegio, el ecuánime Señor Casey (David Spielberg), de haberlo amenazado con una navaja, y finalmente termina en las comarcas de los films de monstruos y de las faenas de objetos supuestamente inanimados aunque con una maldición a cuestas, en esta oportunidad con el Plymouth Fury de impronta femenina, por supuesto llamado Christine, arremetiendo contra la otra hembra que se disputa el corazón de Arnie, Leigh Cabot (Alexandra Paul), una nueva y hermosa estudiante del colegio del muchacho que pasa de sentirse celosa del vehículo a sospechar de su nuevo novio -por los asesinatos de los miembros de la pandilla de Buddy- y directamente confabularse con Dennis para destruir al automóvil cuanto antes.

 

Más allá de la eficacia narrativa de marco clasicista de siempre de Carpenter, dos son los ingredientes fundamentales que atrapan desde el vamos al espectador y no lo sueltan a lo largo de todo el metraje: primero tenemos los maravillosos efectos especiales de Roy Arbogast, señor que venía de trabajar para Steven Spielberg, George Lucas y el mismo Carpenter en Escape de Nueva York y El Enigma de Otro Mundo, un genio sin igual que aprovecha al máximo a nivel visual y desde aquellos esplendorosos practical effects de antaño la capacidad del coche de autorepararse/ reconstituirse/ manejarse en soledad sin necesidad de seres humanos, y en segundo término está la relación por demás tóxica entre Cunningham, un muchacho cuya vocación es precisamente la mecánica automotriz, y Christine, una señorita de cuatro ruedas muy celosa y posesiva que es presentada con una secuencia magnífica vía su “nacimiento” en 1957 en una planta de Detroit de la Chrysler Corporation, donde de puro sadismo le machuca la mano a un supervisor con el capot y asesina a otro en el interior de la cabina de manejo por osar tirar las cenizas de su habano sobre el tapizado. Vale aclarar que la película se diferencia de la novela de King sobre todo en el detalle de la génesis malévola del auto, en las páginas concretamente poseído por el fantasma del primer propietario, el enajenado Roland D. LeBay, y en pantalla simplemente naciendo rebosante de maldad y habiéndose cobrado las vidas de la familia LeBay, léase la hija de cinco años de Roland, su esposa Rita y desde ya el mismísimo propietario, quien se suicidó conectando una manguera desde el caño de escape hacia la cabina para ahogarse con el humo, dejando al hermano de Roland, el tétrico pordiosero George LeBay (Roberts Blossom), como el encargado de traspasar la propiedad a un Cunningham que se enamora a primera vista, que compra a Christine ya destartalada por 250 dólares y que la reconstruye con las piezas de repuesto del basurero y garaje del grotesco Will Darnell (Robert Prosky).

 

En el desarrollo general ni siquiera resulta importante la investigación que lleva adelante el Detective Rudolph Junkins (ese legendario Harry Dean Stanton, en los 80 comenzando a tener papeles más dignos de su talento) debido a que lo único importante a escala anímica/ sentimental es el cariño entre el muchacho y su coche -convalidado por ambas partes y no simplemente impuesto por la personalidad dominante sobre su homóloga pasiva- y cómo éste transforma al protagonista humano de un personaje débil y anodino en un imprevisto “macho alfa” que ratifica su dominio dentro del ecosistema educativo no sólo ganándose a la hembra más deseada, Cabot, sino paseándose por ahí con la misma Christine, un exponente vintage reluciente que destaca por sobre los deportivos tradicionales de fines de la década del 70 que conducen los otros dos varones centrales del convite, los competidores por antonomasia Guilder y Repperton. La relación con Leigh es ultra secundaria con respecto a la que Arnie tiene con su coche, como así queda en evidencia cuando la chica lo obliga a elegir entre ella y este carruaje motorizado fantasmal de ansias homicidas, a lo que se suma la metamorfosis operada sobre la apariencia de Cunningham, el cual de modo progresivo -y en simultáneo a esa reconstrucción de Christine que equivale a una etapa de cortejo romántico- deja atrás los anteojos, la torpeza y el rol de víctima resignada de sus progenitores y los abusones y comienza a abrazar una marcada autoconfianza que a nivel estético se emparda con el look de los greasers de los años 50 símil el Marlon Brando de El Salvaje (The Wild One, 1953), de Laslo Benedek, y el James Dean de Rebelde sin Causa (Rebel Without a Cause, 1955), de Nicholas Ray, precisamente el período de la concepción industrial del vehículo que ama y una era en la que dominaban entre una buena parte de la juventud estadounidense de entonces los jeans, las camisas arremangadas, los borceguíes, las camperas de cuero y en especial los fijadores pastosos para el cabello a lo grasa o betún.

 

Sin desmerecer a la deliciosa carnicería nocturna en ocasión de la despampanante venganza contra Repperton y los suyos (Moochie es “compactado” contra un recodo de un diminuto callejón, Richie atropellado, Don prendido fuego junto con la estación de servicio donde trabajaba y el propio Buddy pasado por encima por una Christine juguetona y en llamas), la música constituye otro pivote crucial de la experiencia porque la exquisita banda sonora original de Carpenter y Alan Howarth aporta suspenso y terror al trasfondo mientras que la jugada de recurrir a canciones de los 50 -o similares- está orientada a un hilarante sarcasmo que enriquece a la trama de la mano de lo cáustico metadiscursivo, así somos testigos de una Christine que “habla” a través de su radio, aparatejo que sólo sintoniza clásicos del rockabilly, el doo-wop, el rhythm and blues, el rock and roll y el proto soul de mediados del Siglo XX como Pledging My Love, de Johnny Ace, Keep A-Knockin’, de Little Richard, Not Fade Away, de Buddy Holly & the Crickets, Little Bitty Pretty One, de Thurston Harris, We Belong Together, de Robert & Johnny, I Wonder Why, de Dion and the Belmonts, Rock ‘n’ Roll is Here to Stay, de Danny & the Juniors, Come on, Let’s Go, de Ritchie Valens, y Bony Moronie, de Larry Williams; amén de joyas varias posteriores que suenan en el auto de Dennis, como Runaway, de Bonnie Raitt, y en el de Buddy, como Beast of Burden, de The Rolling Stones, con el tema principal siendo la demoledora Bad to the Bone, himno de 1982 de George Thorogood and the Destroyers con el que abre y cierra la propuesta. La tantas veces trabajada “angustia adolescente” en el opus de Carpenter llega a niveles apoteósicos porque sobrepasa los dilemas vanos de la edad para saltar a la necesaria muerte simbólica de los padres, al crecimiento del ego llegada la madurez, a los triángulos amorosos que el corazón puede generar y hasta al afán de justicia contra aquellos que piensan que siempre pueden salir impunes, sin importar las mentiras del caso o las barbaridades que cometan.

 

Se podría decir que la concepción del amor del film es de impronta melodramática clásica ya que -como pondera a los gritos y en éxtasis Cunningham ante Guilder, ya en el último acto de la historia, mientras suelta el volante del Plymouth Fury a toda velocidad en una autopista- el afecto totalizador puede devorarlo todo pero al mismo tiempo genera una confianza y una sensación de poder inigualables sólo equiparables con las drogas, el éxito existencial y los delirios psicópatas, esos mismos en los que cae el muchacho a medida que renuncia a su familia, su amigo, su educación, su novia y hasta al trabajo de asistente/ mecánico que había conseguido con Darnell, quien atestigua la llegada de una Christine rostizada y por ello se gana una muerte bien horrible, apretado sin piedad entre el asiento del conductor y el volante. El cariño mutuo, leído en estos términos cargados de fatalismo y entrega sin restricciones, sólo es verdadero cuando los sacrificios se hacen presentes y ambos miembros de la pareja experimentan pérdidas equiparables que los acerquen en la renuncia, por ello Arnie se saca de encima a todos los bípedos a su alrededor y Christine se inmola una y otra vez en pos de eliminar a la pandilla de Repperton a sabiendas de que el amor de Cunningham la traerá nuevamente desde la insólita ultratumba automotriz como si estuviésemos hablando de un capítulo de La Dimensión Desconocida (The Twilight Zone, 1959–1964), la inmortal serie de televisión de Rod Serling. La fotografía de Donald M. Morgan rankea en punta entre lo mejor de los 80 y Alexandra Paul no es para nada un prodigio de la interpretación pero tanto Keith Gordon y John Stockwell como William Ostrander y el resto del elenco masculino están perfectos, redondeando una fábula sublime acerca de esas arrogancia, ciclotimia y paranoia entrecruzadas que llegan a su fin con el tendal de cadáveres, la muerte de Arnie al tratar de atropellar a Leigh y la destrucción con una hercúlea pala excavadora de una Christine tan lujuriosa como obsesiva y mortífera…

 

Christine (Estados Unidos, 1983)

Dirección: John Carpenter. Guión: Bill Phillips. Elenco: Keith Gordon, John Stockwell, Alexandra Paul, Robert Prosky, Harry Dean Stanton, Christine Belford, Roberts Blossom, William Ostrander, David Spielberg, Malcolm Danare. Producción: Richard Kobritz. Duración: 110 minutos.

Puntaje: 10