El canadiense Neil Young, ya con 79 años a cuestas, es uno de esos mitos vivientes del rock que atesora una carrera laberíntica debido a su dejo prolífico y su temperamento irascible y caprichoso, en ocasiones propenso a combinar en sus álbumes tomas de estudio y grabaciones en vivo. A lo largo de sus más de seis décadas de derrotero, desde sus inicios en 1963, ha acumulado diversas bandas soporte -en estudio y recitales- como The Stray Gators, The Santa Mónica Flyers, The Shocking Pinks, The International Harvesters, The Bluenotes o la legendaria Crazy Horse, compuesta principalmente por el guitarrista Frank “Poncho” Sampedro, el bajista Billy Talbot y el baterista Ralph Molina. El señor ha sido y sigue siendo un ídolo de la contracultura y de la izquierda anticapitalista, siempre burlándose del rock corporativo, la publicidad, el marketing y el apego de los festivales a los espónsors, salvo por su fugaz e insólita reconversión derechosa de los 80, cuando apoyó al excrementicio Ronald Reagan y atacó a los homosexuales, los enfermos de SIDA y la asistencia social de parte de lo que quedaba del Estado de Bienestar, revoltijo ideológico al que se agrega su vuelco durante el nuevo milenio a una militancia ambientalista/ ecológica que defiende la agricultura sostenible y denuncia los alimentos transgénicos, los combustibles fósiles, la deforestación y las empresas transnacionales que contaminan el planeta con sus residuos, acelerando el cambio climático. Las paradojas son una constante y en este sentido puede decirse que Young es famoso tanto por la prolijidad de buena parte de su producción artística de los 70 como por la impronta caótica de prácticamente todo lo que editó a posteriori, década tras década de lo que parecen ser improvisaciones profesionales sin horizonte a la vista, algo que por suerte pudo revertir durante los últimos lustros. Su faceta como director -bajo el seudónimo de Bernard Shakey- resulta poco conocida en el nuevo milenio, de hecho siendo artífice tanto de alguna que otra ficción, léase la comedia delirante Human Highway (1982), firmada junto con Dean Stockwell, como de concert movies, videoclips, documentales de backstage y collages de pretensiones avant-garde, vínculo con el séptimo arte que asimismo supo incluir la composición de la música incidental para clásicos de culto como Where the Buffalo Roam (1980), de Art Linson, y Dead Man (1995), del querido Jim Jarmusch.
Antes de saltar a la carrera solista de Neil, conviene tener presentes los dos grupos por antonomasia a los que perteneció en sus comienzos, primero Buffalo Springfield, con Young en voz, guitarra, harmónica y piano, los estadounidenses Stephen Stills en voz, guitarra y teclados y Richie Furay en voz y guitarra y los canadienses Bruce Palmer en bajo y Dewey Martin en batería, y segundo Crosby, Stills, Nash & Young, superbanda en la que confluyeron el estadounidense David Crosby, de The Byrds, en voz y guitarra, el británico Graham Nash, de The Hollies, en voz, teclados y guitarra, y por supuesto Stills y Young, ambos provenientes de Buffalo Springfield, el primero colaborando con voz, guitarra, bajo y percusión y el segundo con voz, guitarra, teclados y harmónica. El colectivo iniciático generaría tres álbumes, Buffalo Springfield (1966), buen debut enrolado en un rock suave y un folk ultra popero filtrados por la Invasión Británica y concebidos desde la delicadeza, la inteligencia y la atención por los detalles de la época, Buffalo Springfield Again (1967), maravilloso vuelco hacia el country, el hard rock y especialmente la psicodelia al extremo de convertirse en un clásico que no tiene nada que envidiarle a los mejores pasajes de The Byrds y The Beach Boys, y Last Time Around (1968), despedida simpática pero demasiado despareja que enfatiza los intereses contrastantes de los miembros -salsa, balada y pop barroco incluidos- y el vuelo compositivo de un Young que ya dejaba muy atrás a sus compañeros en términos de talento o simple y rauda inventiva. Con respecto a Crosby, Stills, Nash & Young, el cuarteto también parió tres placas, concretamente Déjà Vu (1970), obra cumbre del folk rock que logra un sonido coherente, a pesar de la condición de divos de los cuatro integrantes, e incluso osa aventurarse en los terrenos del blues y el pop cerebral beatlesco, American Dream (1988), intento fallido -y por demás innecesario, sin lugar a dudas- de recuperar la magia compositiva y vocal de antaño desde el pop y el rock un tanto mucho de plástico de la década del 80, siempre englobado en sintetizadores y/ o cataratas de eco, y Looking Forward (1999), trabajo relativamente digno que por cierto supera a American Dream, lo que no es mucho decir, y que en su época pasó casi desapercibido a pesar de algunas buenas canciones de parte de estos veteranos que aprovecharon con astucia el contexto neoclasicista de los años 90.
Ya adentrándonos en el devenir de Young en solitario, el período de gloria es el primero, lapso donde patentaría su idiosincrasia de allí en más cual mixtura de country, folk, garage rock furioso, blues, experimentos orquestales, baladas, zapadas pesadas y pop minimalista, combo que dice presente en joyas de la talla de Neil Young (1968), Everybody Knows This Is Nowhere (1969), After the Gold Rush (1970), Harvest (1972), Time Fades Away (1973), On the Beach (1974), Tonight’s the Night (1975) y Zuma (1975). Luego llegaría un sutil declive en calidad que tampoco llevó al señor a pasar vergüenza porque todavía atesoraba unas cuantas canciones extraordinarias, muchas veces escondidas entre tracks irrelevantes o apenas correctos a lo ancho de American Stars ‘n Bars (1977), Comes a Time (1978) y aquel dúo con su eventual archienemigo Stills, Long May You Run (1976). La última obra maestra indiscutible de su factoría fue Rust Never Sleeps (1979), álbum glorioso que profundiza la tendencia de la trilogía previa, en general vinculada al heartland rock y la americana, mientras se apropia del sustrato rústico y fascinante del punk, jugada que en una única movida implica retroalimentación, ya que los punks se habían inspirado parcialmente en el garage de Young, y esa futurología del pionero en consonancia con el aire a proto grunge del recordado Lado B de la placa, súper distorsionado y coqueteando con el heavy metal en la sublime Hey Hey, My My (Into the Black). Lamentablemente no tardaría en arribar la fase de indisimulable decadencia, en buena medida maquillada de una supuesta experimentación que se confunde con falta de ideas nuevas, con volantazos nostálgicos del montón -el rockabilly y el jazz se colaron en la ensalada- y con la peor chatarra musical de aquella new wave y aquel synth-pop de los 80, basta con recordar la serie del espanto de Hawks & Doves (1980), Re·ac·tor (1981), Trans (1983), Everybody’s Rockin’ (1983), Old Ways (1985), Landing on Water (1986), Life (1987) y This Note’s for You (1988). Freedom (1989) y Ragged Glory (1990) constituyen un díptico bastante decente que vampiriza al pelotón de bandas indies del momento y efectivamente anticipa -o directamente se acopla con- la explosión del grunge, amén de un regreso explícito al sonido de Rust Never Sleeps y su contraparte en directo, Live Rust (1979), en plan de relegitimarse después de la retahíla de desastres o bodrios de los años inmediatamente previos.
A continuación nos topamos con tres trabajos de corte nostálgico pero menos inspirados y en esta oportunidad volcándose hacia lo introspectivo sustentado en el roots rock, hablamos de Harvest Moon (1992), Unplugged (1993) y Sleeps with Angels (1994). Como no podía ser de otra forma, rápidamente se asoma un nuevo descenso a la decadencia de lo poco memorable o el automatismo del reciclaje con más pasión que temas interesantes, ya sea que hablemos de guitarras acústicas o vehementes en función de Mirror Ball (1995), con nada menos que Pearl Jam, Broken Arrow (1996), Silver & Gold (2000) y Are You Passionate? (2002), ahora acompañado por los souleros Booker T. & the M.G.’s. La vuelta a un buen nivel cualitativo tampoco se hizo esperar demasiado, éxito artístico que en el caso del canadiense casi siempre tiene que ver con el hecho de enfocarse a hacer lo que hace bien y mantener una mínima coherencia en términos macros, tanto en la ejecución y la química con el colectivo de acompañamiento de turno como en materia de la integridad del repertorio y su registro en estudio, todos ítems muchas veces descuidados por el sustrato antojadizo y un tanto vago de Young, así pronto desfilaron Greendale (2003), Prairie Wind (2005), Living with War (2006), Chrome Dreams II (2007) y Fork in the Road (2009). La caída siguiente fue efímera y enfatiza la imprevisibilidad de la trayectoria del músico y sus desvaríos/ esquizofrenia de todo tipo, pensemos en la colección de covers fallidos detrás de Americana (2012) o en la pretensión de Le Noise (2010) de sonar como The Jesus and Mary Chain y Sonic Youth. Finalmente la redención toma la forma de una seguidilla tardía y disfrutable de discos en los que Young parece por fin haber adquirido la destreza de direccionar todas sus energías creativas hacia ideas más concretas y mejor desarrolladas, más allá del ejército de colaboradores cambiantes que siempre lo han acompañado, lote en el que entran Psychedelic Pill (2012), A Letter Home (2014), producido bajo la filosofía lo-fi de Jack White, de The White Stripes, Storytone (2014), The Monsanto Years (2015), con Lukas Nelson & Promise of the Real, Peace Trail (2016), The Visitor (2017), asimismo asistido por Promise of the Real, Colorado (2019), Barn (2021) y World Record (2022).
Mención aparte merecen Hitchhiker (2017), Homegrown (2020), Toast (2022), Chrome Dreams (2023), Early Daze (2024) y Oceanside Countryside (2025), una andanada estupenda de álbumes que fueron grabados y descartados entre 1969 y 1977 con la excepción de Toast, registrado en 2000 y 2001 vía el mismo exacto marco artesanal y lunático de siempre del canadiense, desde hace casi veinte años obsesionado con un proyecto muy ambicioso, Neil Young Archives, que fue inaugurado con un disco en vivo, Live at the Fillmore East (2006), y el primero de muchos box sets, The Archives Vol. 1 1963-1972 (2009). El nuevo opus que nos ocupa, Talkin to the Trees (2025), fue producido por Young y Lou Adler, éste célebre por sus trabajos con Carole King, Spirit, Johnny Rivers y The Mamas & the Papas y por haber producido, precisamente, uno de los muchos discos en directo de Neil, el acústico Before and After (2023). Hoy desaparece Crazy Horse y es sustituida por Chrome Hearts, flamante agrupación formada por Micah Nelson en guitarra, Spooner Oldham en teclados y órgano, Corey McCormick en bajo y Anthony LoGerfo en batería, estos dos últimos también miembros de Lukas Nelson & Promise of the Real. Conviene recordar que estamos ante el tercer álbum del señor en este año luego de Oceanside Countryside y Coastal: The Soundtrack (2025), placa en vivo que funciona de banda sonora del documental homónimo -sobre un tour reciente de Young- dirigido por Daryl Hannah, famosa actriz de Hollywood y nada menos que la esposa del canadiense desde 2018. Esta entrañable aventura discográfica de estudio, la primera con temas nuevos en tres años contados desde World Record, ratifica el buen momento del artista, su ímpetu revigorizado y lo mucho que ha levantado la puntería durante la última década y pico de carrera, aquí retomando su costumbre de autocitarse musicalmente y reflotando todas sus vertientes indispensables como la folk, la garage, la country, la hard rockera, la pop borraca, la bluesera y la noise, sin olvidarnos de una potencia retórica antifascista que desparrama misiles contra el capitalismo salvaje y toda esa lacra de la nueva derecha payasesca del Siglo XXI, una horrenda colección de psicópatas sin alma ni sentido común.
La espontaneidad de gran parte de la trayectoria de Young durante el Siglo XXI queda sintetizada en la adorable apertura de Talkin to the Trees, Family Life, un country que tanto a nivel musical como en lo referido a su letra parece completamente improvisado sobre la marcha, marcado a fuego por una naturalidad prodigiosa que lleva a Neil a simplemente comunicarnos lo mucho que disfruta hoy por hoy de la vida familiar, excusa para jugar con la dimensión metadiscursiva del asunto, situándose a sí mismo en el momento de la composición en cuestión, y para nombrar a hijos, nietos, parejas de cada uno y desde ya a su esposa, Hannah, según el señor la mejor cocinera del mundo (vale recordar que los tres vástagos del canadiense vinieron con serios problemas de salud, Zeke y Ben padecen parálisis cerebral, el primero un caso leve y el segundo llegando a la cuadriplejía, mientras que Amber sufre de epilepsia). Dark Mirage, blues metamorfoseado en epopeya garage cien por ciento Young, espiritualmente sigue la estela de Family Life porque el músico opta por analizar la depresión de la parentela en su conjunto a raíz del fallecimiento de las madres de los hijos del patriarca, hablamos de Carrie Snodgress, con la que tuvo a Zeke en 1972, que murió de insuficiencia cardíaca en 2004 a los 58 años mientras esperaba un trasplante de hígado, y de aquella Margaret “Pegi” Morton, mujer con la que engendró a Ben y Amber en 1978 y 1984, respectivamente, y que fallecería en 2019 a los 66 años de edad debido a un cáncer, panorama que le deja todo servido para tirarle dardos por lo bajo al vástago menor, Amber Jean, porque aparentemente están peleados -ambas canciones señalan la disputa de manera tácita- y la muchacha no le deja ver a sus dos únicos nietos, Ronan y Aliyah, producto de una relación con un oligarca del sector bancario de ascendencia hindú, Rajib Chowdhury, con el que Amber se casó en 2013. El folk setentoso modelo After the Gold Rush y Harvest se da cita con todo en First Fire of Winter, una bella y delicada canción que puede ser interpretada como una oda a su esposa actriz, en función de cierta idea de protección hogareña en medio de un invierno que se combate con algo de fuego en la chimenea, o por el contrario como una invitación a la hija menor a una tregua, perspectiva que se deduce de referencias a un posible cambio con aires de amor, redención, paz, acompañamiento y especialmente sensatez en cámara lenta, sin esas revoluciones aceleradas de la vehemencia o el conflicto que nacen del miedo más paranoico.
Silver Eagle se vuelca al heartland rock obsesionado con la cotidianeidad que dignifica al obrero -aquí un autodidacta o artesano de la música- y genera una odisea cargada de lirismo, por cierto centrada en un ómnibus que lleva al cantante/ guitarrista y su banda en una gira por todo Estados Unidos, esa “águila plateada” del título, mientras el paisaje se fusiona con el tráfico, los amigos y colegas, las anécdotas del camino, los momentos compartidos, muchísimas canciones y desde ya la sensación de libertad y los recuerdos que todo aquello desencadena en la mente a medida que los kilómetros de la vida se van acumulando, sin embargo la nostalgia no todo lo carcome porque el protagonista continúa su periplo y no se resigna a bajar los brazos y jubilar los tours, de hecho fuente de un vitalismo que resulta imposible de reemplazar. El Neil más punk regresa en Lets Roll Again, cruza suprema de noise y grunge en la que dispara munición pesada contra las gigantescas compañías automotrices de yanquilandia, en especial Ford, General Motors y Chrysler, por contaminar el planeta vendiendo vehículos todavía basados en el motor de combustión interna y negarse a fabricar de manera masiva coches no contaminantes como los eléctricos o los impulsados por hidrógeno, todo en consonancia con una letra furiosa que reclama vehículos más pequeños para las ciudades y denuncia el “veneno machista” que escupen los ruidosos autos por sus caños de escape como si se tratase de una pista de carreras adicta al esmog, en este sentido el elogio a China, por estar mucho más adelantada en el campo de la energía limpia/ renovable, convive con los dardos políticos contra Elon Musk, otrora socio del neonazi impresentable de Donald Trump y mandamás de una empresa dedicada a la fabricación de automóviles eléctricos con diversos problemas técnicos y de seguridad, Tesla, eje del hilarante verso “si eres fascista, cómprate un Tesla”. Big Change coquetea con el rock pesado de Rust Never Sleeps, Freedom y Ragged Glory, ese que le valió a Young el mote de “padrino del grunge”, y augura en sus estrofas una especie de revolución anti-Trump, gobierno en crisis como toda la nueva derecha a lo largo del planeta, cuya intensidad y premura contrastan con el semblante difuso o misterioso del cambio en sí, por ello la ubicuidad del asunto, la movilización que pregona y el carácter profético del arte -o específicamente del rock- se dan la mano con la necesidad de prescindir de la tecnofilia y los teléfonos celulares y de marcharse hacia la metrópoli o las montañas, según la coyuntura del momento, amén de esos indicios que nos brindan versos como “podría ser un político intentando decir algo nuevo/ podría ser tu decisión, ahora tienes que llevarlo hasta el final/ parece una colisión, no es lo peor que podrías hacer/ podría ser malo, podría ser bueno: se avecina un gran cambio directamente hacia ti”.
Talkin to the Trees, canción que aporta el título del disco, es otro folk minimalista de Neil consagrado a una mundanidad que se mezcla con la melancolía, la parentela y la militancia ambientalista del señor, aquí utilizando una situación muy concreta e insignificante, la espera en una fila de una caja de un supermercado repleto de gente, para desplegar por un lado el recuerdo de su hermano mayor, Robert “Bob” Young, quien siendo un niño cantaba muchas canciones y le contagió el amor por la música, y por el otro lado una serie de imágenes de esa misma mañana en su rancho en Omemee, Ontario, como un gallo que canta, perros durmiendo y soñando y un sol que se asoma por detrás de una colina, esquema que a su vez pasa del eterno dilema de la cama, entre levantarse o seguir recostado, al deseo de que el mundo cambie para mejor y los árboles algún día nos respondan las palabras que les dedicamos. La adictiva Movin Ahead, nuevo blues teñido de garage y noise que resulta tan mugroso como la imagen en baja fidelidad de la tapa del disco con nuestro adalid de la franqueza sosteniendo su guitarra, va a contramano conceptualmente del track anterior porque ahora se postula al movimiento hacia adelante como ruta natural de la vida ya que el quedantismo o la nostalgia se vincula a lo mortuorio siempre parecido a sí mismo, esa abulia omnipresente en el nuevo milenio que enmascara su cobardía con la desmovilización, el cinismo o la hipocresía más infantiloide, en este sentido Young explícitamente niega la posibilidad de mirar al pasado, en el caso de que el gesto resulte deprimente o el olvido ayude a sanar una herida, y celebra un futuro en el que el amor y el entendimiento recíproco vienen de la mano de la palabra que lleva al razonamiento, la cultura y el diálogo, bases para la resolución de toda contienda en tiempos belicistas.
Bottle of Love nos retrotrae al pop barroco más florido de la etapa final de Buffalo Springfield y sobre todo del primer trabajo de Crosby, Stills, Nash & Young de comienzos de los años 70, el exitosísimo Déjà Vu, porque en esta oportunidad el canadiense se sienta al piano y nos regala otro de sus poemas reconvertidos en canción en el que el naturalismo se unifica con los planteos existenciales homologados a la vida privada, aquí de nuevo dando a entender que se busca una reconciliación tanto con errores propios de antaño como con esa hija de crianza bucólica que tuvo con Morton, Amber, detalle que se desprende de versos varios en línea con “campos abiertos del cielo esperando por esa niña, aún en nuestros ojos/ años de amor que estábamos creando, tomándonos el tiempo para volar”, además del estribillo, “todas tus lágrimas están guardadas en una botella de amor/ ve y toca a los animales”. Con ecos de Heart of Gold, de Harvest, e incluso Helpless, de Déjà Vu, Thankful es una suerte de balada folk que constituye un estupendo cierre para el álbum gracias a que trae a colación distintos tópicos que flotaron a lo largo de las composiciones, sobre todo la convivencia amorosa, el paso del tiempo, la humildad símil agradecimiento, la conciencia de la mortalidad en primera persona, la sabiduría que trae aparejada la combinación de risas y lágrimas y por supuesto el cariño hacia “la belleza de la pacífica Tierra” y “lo que es real”, toda una toma de posición en una época en donde se confunde la artificialidad con lo humano, la armonía brilla por su ausencia y se acepta en el trajín cotidiano a las patrañas, los insultos y las estupideces como mecanismos/ recursos de argumentación como si la experiencia y el intelecto ya no entrasen en la ecuación.
La presencia de una figura irremplazable como Young, profeta del ascetismo artístico casi fundamentalista, enfatiza que la mediocridad discursiva de la cultura, la información y el intercambio social en general del Siglo XXI no tiene tanto que ver con la ausencia de complejidad en el debate público o de personas realmente formadas/ cultas en todas las áreas de la comunidad, algo más que evidente por el calamitoso nivel de la dimensión simbólica e ideológica de hoy en día, sino con otro tipo de faltante que a la larga resulta más nocivo, pensemos para el caso que una de las principales ausencias en el nuevo milenio es la del gesto austero aunque poderoso y sincero en su visceralidad, destreza que siempre cultivó el amigo Neil al punto de metamorfosearla en bandera profesional con todos sus pros y sus contras, lo cual es mucho más de lo que se puede decir del grueso de los artistas, líderes nacionales y oligofrénicos del montón de las plataformas y las redes sociales porque cada una de sus intervenciones no sale del cliché o la caricatura más burda, siempre trabajando sobre terreno ya ampliamente sembrado y sin lograr cosechar nada valioso en términos discursivos. Como muchos veteranos de su generación, el canadiense trasmite con simpleza y esmero su mensaje antifascista sin quedarse en fórmulas vacías de loros sociales inofensivos y esquivando toda moda del marketing político, un panorama que ahora se ve perfeccionado, en primera instancia, por el soplo de aire fresco que trajo Chrome Hearts al sustituir el sonido un poco estancado de Crazy Horse y Promise of the Real, grupos soporte serviciales aunque correspondientes a otras fases, y en segundo lugar, por la actitud e idiosincrasia de Talkin to the Trees en materia de su anhelo de equiparar problemas familiares, ecológicos y dirigenciales con una mirada tanto al pasado como al futuro del hombre de a pie y la sociedad en su totalidad, bajo el objetivo de sacar conclusiones que nos alejen de tropiezos y nos garanticen una vida más tolerable donde sea que habitemos. Young, sin siquiera esforzarse o molestarse en pulir un material que ya nació para ser tocado y registrado como se nos presenta en estos 38 minutos, una vez más da cátedra en la comarca del rock elocuente, discreto y experimentado cuyas autoridad y potencia casi no tienen parangón en nuestro presente de sordos y cretinos apáticos por doquier.
Talkin to the Trees, de Neil Young (2025)
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