The Black Keys, dúo formado en 2001 y originario de Akron, Ohio, ha atravesado un largo camino desde aquella autogestión de los comienzos que los llevó a producir sus propios discos y a grabarlos tranquilos en sótanos sin interferencias ni imposiciones, etapa previa a un gran salto en popularidad global durante la segunda década del Siglo XXI en consonancia con el revival rockero protagonizado por colectivos variopintos como The Strokes, Yeah Yeah Yeahs, The Libertines, Interpol, Franz Ferdinand, Arcade Fire, TV on the Radio, Arctic Monkeys, Black Rebel Motorcycle Club, LCD Soundsystem y muchos más. Todo comenzó con The Big Come Up (2002), debut digno que combinaba blues y garage rock con detalles funk muy marcados, algo de stoner noventoso, un amor apenas vedado por la British Invasion y un guitarrista/ vocalista como Dan Auerbach que adora el soul sesentoso y setentoso y curiosamente evita la opción obvia del caso, esa furia del punk fusionado con el rock pesado en tanto relectura lógica del blues eléctrico exaltado que tanto amamos. Thickfreakness (2003) ya fue un trabajo más pulido desde la producción del también baterista Patrick Carney, ahora con mejores riffs de Auerbach y un sonido lo-fi bluesero tradicionalista que conjuraba lo mejor de Howlin’ Wolf, The Allman Brothers Band, Muddy Waters, Lynyrd Skynyrd, Robert Johnson, John Lee Hooker y los contemporáneos The White Stripes, filiación inevitable por semejanzas, estructura e influencias compartidas como Led Zeppelin y el T. Rex más rockero. En Rubber Factory (2004) ya se nota claramente el marco alternativo e indie sofisticado del grupo y una introducción progresiva de elementos poperos que terminan maquillados/ tapados bajo el ropaje de la psicodelia hardrockera modelo Jimi Hendrix, Jefferson Airplane, The Doors, Traffic o el Cream de Disraeli Gears (1967) y Wheels of Fire (1968), amén de chispazos de country blues a lo Johnny Winter.
Magic Potion (2006), cuarta placa de los estadounidenses, presenta un vuelco más marcado hacia el rock pesado clásico británico símil The Rolling Stones, The Yardbirds, The Animals, The Who y los primeros The Kinks, aunque sin nunca perder esa esencia bluesera y garage de siempre que por momentos parece una versión ortodoxa o contenida de The Jon Spencer Blues Explosion, en esta ocasión incorporando baladas y composiciones más romanticonas y reposadas. Entre Van Morrison, Marc Bolan y el David Bowie glam, Attack & Release (2008) no aporta demasiadas novedades más allá de las señaladas o la producción de un Brian Joseph Burton alias Danger Mouse que juega a ser Nigel Godrich o quizás un Beck respetuoso que profundiza el sonido preexistente mientras le enseña al dúo cómo jugar con las herramientas del estudio para eventualmente expandir el margen de lo posible. Aquel impulso soulero que anidaba en la fórmula de la banda pasa al primer plano en Brothers (2010), su salto a la popularidad mundial gracias al viejo arte de pulir el sonido, cargarlo de inmediatez popera y por supuesto incorporar hits inoxidables de la talla de Tighten Up y Howlin’ for You, todo a su vez condimentado con muchas pinceladas de psicodelia, jazz, soft rock y un inesperado pop barroco beatlesco algo tenebroso. La vuelta de Danger Mouse se siente fuerte en la impronta sonora demasiado sintetizada/ compactada/ prefabricada de El Camino (2011), álbum que de todos modos prueba ser muy adictivo a fuerza de mucho pop vintage de probeta -más elementos contrastantes de southern rock, glam ochentoso y surf rock- y de traicionar en gran medida el espíritu crudo de los comienzos de The Black Keys, influjo que le debía tanto al blues rock de Steppenwolf y Big Brother and the Holding Company como al proto metal de Black Sabbath, Deep Purple y Judas Priest.
Como si se tratase de una hipotética versión soul, funk o hasta disco del Pink Floyd circa The Dark Side of the Moon (1973), Wish You Were Here (1975) y Animals (1977), Turn Blue (2014) sorprende con un volantazo experimental lisérgico nuevamente bajo la asistencia de Danger Mouse, quien lleva al dúo hacia terrenos cuasi new wave y post punk que para colmo incluyen una buena dosis de rock progresivo de teclados, coros y mucho eco espacial. La fase mainstream previa de demagogia para todos los gustos se cierra con Let’s Rock (2019), un regreso bien rockero que se anuncia desde el título a lo AC/DC o Aerosmith y por suerte se condice con un puñado de canciones hipnóticas y poderosas, en las que los muchachos recuperan las riendas de la producción, por momentos vuelcan el asunto hacia el art pop de Fleetwood Mac y Auerbach en especial vuelve a situarse en la tradición de los artesanos de la guitarra en línea con Eric Clapton, Jimmy Page y Jeff Beck pero también Stevie Ray Vaughan y Gary Moore, ahora además recuperando la brevedad y la contundencia de antaño sin tanto ropaje posmoderno de retro nostalgia demasiado concienzuda. Si bien The Black Keys continúa ofreciendo su peculiar interpretación rhythm and blues de un combo imposible entre ZZ Top, Creedence Clearwater Revival y The Allman Brothers Band en Delta Kream (2021), ahora la dupla se autoimpone un enfoque mucho más tradicionalista -y bastante rutinario y algo tedioso, hay que decirlo- porque hablamos de un disco de covers de blues del Delta del Mississippi que los halla siguiendo los pasos de Blue & Lonesome (2016), de The Rolling Stones, y los obliga a abandonar buena parte de los artificios de estudio y a recuperar sus raíces garage de un modo similar a lo hecho en ocasión de Chulahoma: The Songs of Junior Kimbrough (2006), otra colección de versiones blueseras lo-fi pero en formato EP, más psicodélicas y consagradas exclusivamente a uno de los grandes ídolos de los señores, Kimbrough, genio del blues espectral que se hizo conocido en la década del 90 y del que ya habían registrado diversos covers a lo largo de los años.
Suerte de amalgama entre la impostación popera de El Camino y el enfoque más rockero sincero de Let’s Rock, o de las arremetidas bailables de Turn Blue y la ortodoxia bluesera de Delta Kream, Dropout Boogie (2022), el flamante disco de The Black Keys, funciona como una experiencia narcótica en la que el pop psicodélico termina de insertarse de manera natural -o no forzada- dentro de la propuesta musical del grupo, en esta oportunidad dejándose llevar por el rockabilly, el boogie rock e incluso el bubblegum modelo power dúo veterano y bien descontracturado. Wild Child, la apertura y primer corte de difusión, parece un descarte de El Camino -uno bastante atractivo, indudablemente- que en este caso tiene de cocompositores a Greg Cartwright, frontman de Reigning Sound, y Angelo Petraglia, el productor histórico de Kings of Leon, todo en función de un tema popero setentoso de hembra salvajona e incontrolable a la que hay que domar para que no termine fagocitando al macho. Las típicas limitaciones en materia de las letras del dúo, un problema persistente desde The Big Come Up hasta nuestro presente, se notan en It Ain’t Over, el segundo single y una epopeya funky con una producción un tanto inflada durante el estribillo que de todos modos permite apreciar la inteligencia de unos Auerbach y Carney que ya no necesitan de asistencia técnica externa para redondear sus odiseas retro sexys de dejo claramente melancólico, suerte de compensación práctica desde la música para unos versos -dignos de los garabatos del colegio secundario- acerca de una analogía bien literal entre el amor y el dinero, ahora con eje en una arpía cazafortunas que le vacía la cuenta bancaria al narrador y de a poco le destroza el corazón y sus sueños idílicos. Entre el rockabilly y el boogie, For the Love of Money es una canción intoxicante y muy sencilla que levanta la puntería en lo que respecta a las letras porque denuncia la plutocracia contemporánea, la codicia más ciega y el culto al dinero en general desde el punto de vista de la corrupción moral, la genuflexión, el pragmatismo y el carácter de prostitutas tácitas de todos los mortales cuando de billetes se trata, lo que implica perder el alma y la vergüenza y comportarse como simios amaestrados que engordan con mentiras y vicios al por mayor.
Semejante a lo que sería un tema de Let’s Rock pero encarado desde aquella rusticidad indie semi perdida de Rubber Factory, Your Team Is Looking Good es otro rockito maravilloso que asimismo parece producto de Led Zeppelin o T. Rex musicalizando unos versos de batalla de Queen o de algún colectivo glam metal de los 80, propuesta encarada desde la idiosincrasia bluesera de siempre y apostando a una hilarante ecuanimidad salomónica en la que se defiende el equipo propio -deportivo, político, bélico, musical, artístico, etc.- aunque enfatizando que los rivales o enemigos del caso también tienen lo suyo y de seguro se lucirán en la competencia en cuestión. Good Love, con una participación crucial en guitarra de Billy Gibbons de ZZ Top, recupera los riffs musculares de Deep Purple para volcarlos al soul progresivo de Sly and the Family Stone circa There’s a Riot Goin’ On (1971), jugada que genera una pieza muy interesante sin estribillo propiamente dicho que gira alrededor de las dificultades para encontrar un amor que valga la pena o justifique la inversión de tiempo y voluntad en una época en la que casi todos se entregan al hedonismo más tontuelo, amén de los inconvenientes del propio sujeto para identificar a la pareja que necesita y no esa que quiere o con la que está encaprichado cual idealismo necio persistente. Las pretensiones atemporales de The Black Keys, una preocupación formal que marcó toda su producción artística, reaparecen en How Long, composición equivalente a una balada dentro de la iconografía vintage de Dropout Boogie que bien podría corresponderse a nuestro presente del nuevo milenio o aquellos años 60 y 70 que los señores de Akron tanto fetichizan, en esencia un tema de ruptura y ruego romántico en pos de tratar de entender las razones detrás de la separación o el quid de la “belleza en la flor moribunda”, léase esta relación en sus últimos y fatalistas estertores homologados a un cenit que se desvanece.
El agite de guitarras distorsionadas cuasi noise regresa con todo en ocasión de Burn the Damn Thing Down, paradigmático acompañamiento para una road movie de carreteras contraculturales del primer rock and roll, track que explora uno de los grandes latiguillos y especialidades en general de la música joven, el instante previo a la fiesta como si se tratase de una utopía del jolgorio que todo lo promete y que aún no ha derivado en frustración o fracaso o simple tedio decepcionante, panorama representado en la simpática -y simple hasta la médula- letra mediante una comitiva de amigos que prometen “quemar” la metrópoli de turno cuando lleguen al maldito lugar luego de conducir durante días y noches enteras bajo influencia de múltiples drogas a lo Hunter S. Thompson o Jack Kerouac, aquí con el motor en funcionamiento como sinónimo de vida y del hecho de evitar el óxido de la pasividad de la vida burguesa moderna. Aquel soul modelo Brothers, aunque bastante más movedizo que de costumbre, regresa en Happiness, un tema rutinario que hace las veces de ataque contra la procrastinación existencial compulsiva, eso de aplazarlo todo ya sea por miedo, para agradar al prójimo o por indecisión frente a los dilemas que la vida, el amor, el trabajo o la familia nos imponen en la senda cotidiana, por ello el narrador señala que la felicidad verdadera nos es desconocida e incluso ofrece soluciones varias como armarse de valor, abandonar las preocupaciones, empezar de nuevo, buscarse una amante o decir esas palabras vedadas en el contexto social que sea. Baby I’m Coming Home sorprende ofreciendo una acepción blackkeysiana del hard rock de Kiss, Van Halen y sobre todo el mejor Aerosmith, el de Toys in the Attic (1975) y Rocks (1976), todo vía una primera parte previsible y centrada en el anhelo de vuelta al hogar y a la mujer amada por sueños rotos y “fantasías que hemos superado”, especie de inversión de la oda rutera ad infinitum de Burn the Damn Thing Down, y un segmento final instrumental estupendo que coquetea con una zapada/ jam session sin perder la potencia exacerbada del riff y los solos de Auerbach. La distorsión cierra el álbum de la mano de Didn’t I Love You, una canción irónica y muy eficaz en la que se propone a la intensidad del cariño y su sinceridad como compensaciones frente a los “deslices” que cada cual haya tenido a lo largo del vínculo romántico, uno marcado por infidelidades, borracheras y alejamientos nocturnos en relación al nidito compartido, ese construido alrededor del sexo, la amistad y hasta el dinero que el hombre ponía para alimentar a la hembra.
En términos generales Dropout Boogie es una continuación espiritual de Let’s Rock, ya dejando de lado el disco de covers Delta Kream, porque encuentra a The Black Keys revisitando con comodidad su zona de confort, hablamos del blues, el garage y el soul, aunque con un interés más que evidente en lo que respecta a recuperar el “visto bueno” de los primeros fans salteándose el costado popero más burdo de aquella fase mainstream de Brothers, El Camino y Turn Blue, tres discos muy distintos pero amalgamados por la necesidad de alejarse del rock tradicionalista de los inicios en búsqueda de una mayor solvencia comercial, algo también representado en la facilidad con la que el grupo permite la utilización de sus composiciones en avisos comerciales o diversas obras audiovisuales, batiendo records en la materia. El dúo, asimismo, parece haber llegado a una madurez muy bienvenida que implica la toma de conciencia en lo que atañe a la mediocridad y redundancia de sus trabajos solistas, como por ejemplo los dos de Auerbach, Keep It Hid (2009) y Waiting on a Song (2017), o los álbumes de bandas paralelas del susodicho y Carney como The Arcs o Drummer, amén de trabajos en producción para terceros o mínimas incursiones en bandas de sonido como la de Patrick en BoJack Horseman (2014-2020), la serie animada de Raphael Bob-Waksberg para Netflix, algo que es típico de la industria musical y de cualquier sociedad artística que con el tiempo lleva al “descubrimiento” por parte de los responsables máximos de un aura en conjunto que no existe cuando están creando por separado. Los cinco años de distancia entre Turn Blue y Let’s Rock parecen haber sido cruciales para limar asperezas en la banda y llegar a este nirvana musical que por purista no deja de ser mucho más interesante que los arrebatos psicodélicos de opus discográficos previos, en ocasiones correctos y en otras oportunidades demasiado derivativos o autoindulgentes. Pasa el tiempo y The Black Keys, con sus pros y sus contras, continúa siendo esa agrupación por antonomasia que se debe nombrar cuando se habla de la posibilidad de reconstruir el andamiaje histórico del blues desde nuestra contemporaneidad pero sin caer en las tentaciones del pastiche posmoderno, uno que todo lo ensucia con su cinismo o una actitud petulante que el dúo de Akron jamás tuvo.
Dropout Boogie, de The Black Keys (2022)
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