Anthony Mann fue por un lado uno de los tantos artesanos del Hollywood Clásico que fetichizaban las historias de redención y supervivencia y por el otro lado una figura que se transformó en eje de dos de los reemplazos más famosos de la historia del cine, primero el correspondiente a Winchester ’73 (1950), película que iba a ser dirigida por un Fritz Lang que no estaba de acuerdo con el protagónico de James Stewart y que terminaría siendo sustituido por Mann en lo que sería la primera de ocho colaboraciones entre el actor y el cineasta, una de las sociedades creativas más fructíferas de su tiempo, y segundo aquel de Espartaco (Spartacus, 1960), un episodio inverso porque aquí fue Anthony quien estaba inicialmente sentado en la silla del realizador cuando la estrella y productor, el genial Kirk Douglas, consideró que no sabía manejar el generoso ego de Peter Ustinov ni las enormes dimensiones del proyecto, por ello eventualmente sería reemplazado por nada menos que Stanley Kubrick. La trayectoria de Mann fue un tanto extraña porque si bien era algo muy común en la época que los directores se volcasen a una multitud de géneros a lo largo de su devenir profesional, en el caso del señor esto se llevó hasta el extremo de lo que pareciera ser una suerte de especialización por etapas que negaba tanto la especialización permanente de por sí, por ejemplo un Alfred Hitchcock que se dedicaba al suspenso o un Billy Wilder consagrado a las comedias ácidas, como el arsenal polirubro de prácticamente todo el resto de la fauna hollywoodense, esa que se subía a cualquier tren que apareciese con la intención de no repetirse y no ser acusados de “difíciles” a la hora de elegir los proyectos, algo que muy pocos exponentes de la aristocracia de Los Ángeles podían permitirse. En este sentido Mann, que empezó su derrotero artístico como actor, productor y director en el ecosistema teatral de los años 20 y 30, siempre buscó reinventarse con una filosofía propia de la Clase B y lo que más adelante sería el exploitation, léase esta obsesión con patentar una fórmula ganadora que repercutiese inmediatamente en taquilla y con mantenerse fiel a ella hasta que apareciese alguna que otra variante -u otro armazón genérico- con la que ya reemplazarla.
La primera etapa de la trayectoria de Mann como realizador cinematográfico es un período errático en el que coquetea con el misterio, el melodrama, la comedia, el trasfondo musical, el cine deportivo, las faenas bélicas, el thriller y sobre todo un film noir incipiente que es el que genera sus primeras obras interesantes, hablamos de El Gran Flamarion (The Great Flamarion, 1945), El Misterio del Estudio (Two O’Clock Courage, 1945), Desesperado (Desperate, 1947) y Perseguida (Railroaded!, 1947), en sí el ensayo o preámbulo para sus cinco obras maestras indiscutibles al hilo en el campo del policial negro, aquellas Mala Moneda (T-Men, 1947), Pasiones de Fuego (Raw Deal, 1948), El Demonio de la Noche (He Walked by Night, 1948), ésta codirigida por Alfred L. Werker, Incidente en la Frontera (Border Incident, 1949) y La Calle de la Muerte (Side Street, 1949), amén de un insólito y muy atractivo thriller ambientado durante la Revolución Francesa, El Reinado del Terror (Reign of Terror, 1949). Sin duda su fase profesional más conocida a ojos de los cinéfilos del nuevo milenio es la siguiente, una larga y prolífica en la que el señor se transformó en un especialista en westerns, basta con recordar la retahíla que le sigue a Winchester ’73, el ciclo de Las Furias (The Furies, 1950), La Puerta del Diablo (Devil’s Doorway, 1950), Horizontes Lejanos (Bend of the River, 1952), El Precio de un Hombre (The Naked Spur, 1953), Sin Miedo y sin Tacha (The Far Country, 1954), El Hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955), La Última Frontera (The Last Frontier, 1955), Venganza Mortal (The Tin Star, 1957) y la sublime El Hombre del Oeste (Man of the West, 1958), una etapa convulsionada que incluye rarezas varias como el thriller histórico El Gran Complot (The Tall Target, 1951), la querida biopic Música y Lágrimas (The Glenn Miller Story, 1954), la epopeya sobre la Guerra de Corea La Colina de los Diablos de Acero (Men in War, 1957) y otros opus mucho menos memorables, en línea con las aventuras de Borrasca en el Puerto (Thunder Bay, 1953), la aburrida aviación de Acorazados del Aire (Strategic Air Command, 1955) y esa tragicomedia caótica de La Pequeña Tierra de Dios (God’s Little Acre, 1958).
Mucho antes de la fase final de su carrera, en la que nuevamente transformó su identidad para mutar en el director de épicas heterogéneas -y no más que correctas, por cierto- como Cimarrón (1960), El Cid (1961), La Caída del Imperio Romano (The Fall of the Roman Empire, 1964) y Los Héroes de Telemark (The Heroes of Telemark, 1965), un período que se cierra con su diminuto canto del cisne, la hoy completamente olvidada Réquiem por un Dandy (A Dandy in Aspic, 1968), y que fue anticipado no sólo por el despido de Espartaco sino también por sus aportes no acreditados en Quo Vadis (1951), a cargo en general de Mervyn LeRoy, Mann dirigió una de las grandes anomalías del film noir de mediados del Siglo XX, Incidente en la Frontera, una joya que intercambia a la ciudad corrupta estándar por el sustrato bucólico y que lleva el gustito promedio del género por la marginalidad, la perfidia y la explotación del hombre por el hombre hacia la denuncia social explícita, un terreno insólito en el Hollywood políticamente muy conservador de entonces que para colmo abarca a los eternamente ninguneados vecinos mexicanos, casi siempre reducidos a un estereotipo pintoresco o ridículo bajo la mirada de los popes bobos del mainstream de yanquilandia. El guión de John C. Higgins, colaborador de Jacques Tourneur, Harold S. Bucquet, Fred Zinnemann, Howard W. Koch, Reginald Le Borg, Byron Haskin y el propio Anthony en Perseguida, Mala Moneda, Pasiones de Fuego y El Demonio de la Noche, gira en torno a una operación conjunta de autoridades estadounidenses y aztecas en pos de detener a una mafia que por un lado se dedica a pasar ilegalmente hacia Estados Unidos a peones rurales mexicanos que trabajan en las cosechas de California, llamados “braceros”, y por el otro les roba cuando regresan subrepticiamente a su país con los dólares, de hecho acuchillándolos en la llanura semi desértica y arrojando sus cadáveres en arenas movedizas. Pablo Rodríguez (Ricardo Montalbán), oficial de la Policía Judicial Federal, se infiltra entre los braceros y conoce a un trabajador cansado de esperar el permiso de trabajo, Juan García (James Mitchell), con quien opta por cruzar la frontera sirviéndose del sindicato delictivo.
El otro socio crucial de la etapa de policiales negros de Mann, además de Higgins, es el legendario director de fotografía Johann Jacob Altmann alias John Alton, un húngaro que vivió y trabajó en Argentina durante la década del 30 antes de ayudar a solidificar la maravillosa estética del film noir mediante la seguidilla de obras de bajo presupuesto de Mann en el género, un esquema visual basado en un perfeccionismo permanente, muchas tomas desde ángulos bajos, una iluminación muy tenue, una excelente contraposición entre los protagonistas y el fondo, diversos primeros planos siempre sugestivos y por supuesto la paradigmática utilización de las penumbras sobre los rostros de determinados personajes. La simpleza absoluta de la trama contrasta con los dilemas morales y/ o laborales de las criaturas en pantalla, característica que más adelante iría a parar al grueso de los westerns del realizador, e iguala en todo sentido el peso retórico/ discursivo/ humano de gringos y mexicanos porque así como Rodríguez termina preso de esta red de tráfico de hombres, esclavitud y asesinatos, luego un oficial del Servicio de Inmigración y Naturalización del Departamento de Justicia, Jack Bearnes (George Murphy), asimismo se infiltra como un fugitivo de la ley que vende 400 permisos de trabajo con la doble idea de rescatar a Pablo y profundizar el alcance de la operación, no obstante los villanos con el tiempo descubren su embuste y a su vez es Rodríguez quien intenta salvarlo en una de las mejores y más crueles secuencias del género, esa del espantoso fallecimiento del yanqui, disparo, culatazo de rifle y un tractor con arado de por medio. Mann mantiene el suspenso en todo momento y logra actuaciones estupendas sobre todo de parte de Montalbán, aquí en su primer protagónico en Hollywood, y de la fauna mafiosa, tanto los líderes en la piel de Howard Da Silva y Charles McGraw, el primero componiendo al jefazo Owen Parkson y el segundo a su lugarteniente Jeff Amboy, como los secuaces de Arnold Moss y Alfonso Bedoya, Zopilote y Cuchillo respectivamente. Incidente en la Frontera, con su introducción y su epílogo hilarantemente chauvinistas y procapitalistas, se ubica entre lo mejor del noir opresivo, brutal y adictivo…
Incidente en la Frontera (Border Incident, Estados Unidos, 1949)
Dirección: Anthony Mann. Guión: John C. Higgins. Elenco: Ricardo Montalbán, James Mitchell, George Murphy, Howard Da Silva, Arnold Moss, Alfonso Bedoya, Charles McGraw, José Torvay, Teresa Celli, John Ridgely. Producción: Nicholas Nayfack. Duración: 96 minutos.