Desde estos humildes textos solemos abogar por un lenguaje cinematográfico depurado de palabrería berreta, de sobreexplicaciones, de humores forzados, de apuestas seguras, de infantilismos para subnormales, de acción ininteligible y abuso del CGI. Y abogamos por esta depuración por la enorme cantidad de productos mediocres que llegan, sobre todo pero no exclusivamente, desde Hollywood. Por suerte, así como llegan espantos y mediocridades, siguen llegando un puñado de películas perfectas, libres de aquellos males contemporáneos. Una de ellas es esta última obra de George Miller. Un tipo con cojones, seguro de lo que quiere contar y de cómo quiere contarlo. Un tipo que no puede aceptar interferencias que provoquen cambios sustanciales. Un tipo que decidió correr riesgos hace más de treinta años con su hasta entonces trilogía, y que hoy, cuando el cine popular se volvió completamente mercancía del fandom, cuando la sinergia capitalista de los derivados de la imagen nos dejó una plaga de bazofias audiovisuales apuntadas a los nerds consumistas, fanáticos antes que espectadores, vuelve, como su mito, como su héroe, al origen. Y acá, en este escenario apocalíptico para nuestra pasión cinéfila, donde juntamos las pequeñas migas de riesgo que nos tiran unas pocas veces al año entre tanta mezquindad los dueños del circo, lo recibimos como héroe, salvador, hoy, de nuestra sed de apuesta, de mugre, de mito, de las viejas X, aunque ahora su obra llegue en paquete Restricted, enmohecida por publicitarios y maquillada por el star system.
Un Miller diferente, grandote, gigante, de cien palos; a décadas del romántico que creó un universo con dos mangos y un desborde creativo y salvaje tan propio como universal. Sin embargo, la opulencia no restó convicción, no opacó una visión del cine que ya tenía en 1979 y que mantuvo hasta nuestros días. Una visión donde las maniobras de un artista del cuerpo, de un acróbata, de un doble de riesgo, tienen mucho más peso que un diálogo; el movimiento por sobre la palabra; la idea a través de la puesta en escena y no una puesta rehén de una idea. Una búsqueda de un lenguaje puramente cinematográfico donde la acción es anfetamina visual para el espectador y no meras demostraciones de virtuosismo virtual. Una acción apoyada en una idea del mundo; ese trasfondo fundamental que no tienen muchos petardistas del CGI. Una idea pesimista, claro; un futuro distópico con una aristocracia decadente perfectamente representada, dominando un sinfín de desposeídos y un ejército de lacayos sin conciencia de clase; una involución totalmente plausible de nuestro capitalismo salvaje. Un desierto sin agua ni almas gobernado por el más malo de todos, uno de los mejores villanos de la historia del cine. Y en contraposición, un héroe mitológico, interpretado con la maestría de un Tom Hardy que trabaja tan bien las expresiones faciales que pareciera que la cámara lo incomoda, que lo seca aún más; un intérprete que deja en claro que la cámara lo sigue a él y no necesita explotar para atraerla como tanto actor mediocre; un minimalista del gesto entre el grotesco perfecto, y el balance ideal para tanto derroche de acción física.
Si el relato de la segunda entrega de la saga se articulaba alrededor de un viaje, de un camión, de un grupo de oprimidos buscando liberarse, y de una guerra rutera en outfit sadomaso, esta cuarta parte reutilizará aquellos elementos dándole el vuelo anfetamínico de los tiempos que corren, llevando al extremo el barroquismo que ya inundaba la tercera, y saturando los colores que logran en algunos planos cierto aire a viñeta de comic. La inclusión de un guitarrista rocker en medio del convoy aportando riffs distorsionados en una suerte de actualización deforme de las viejas trompetas de guerra es fenomenal desde lo sensorial, juega con lo diegético y lo extradiegético (como pasaba con el saxofonista de Tina Turner en Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno), y es coherente desde lo estético; ningún otro género musical podría cumplir el papel del rock pesado para ser grito de guerra de estos mutantes que no aspiran al cielo cristiano sino a la ciudad de los guerreros muertos de la mitología nórdica. Hay en toda la película una noción y una vocación de show, de gran circo, tal como pasaba en Mad Max 2: El Guerrero del Camino, en Mad Max: Más Allá de la Cúpula del Trueno, y en su actualización noventosa, Waterworld, esa magnífica Mad Max acuática. El resultado final de Mad Max: Furia en el Camino es una inyección de energía al espectador y al género; una demostración de que se pueden hacer películas grandotas que no sean chatarra industrial para adolescentes ansiosos, y un manifiesto estético como no se veía en el género hace mucho, mucho tiempo.
Mad Max: Furia en el Camino (Mad Max: Fury Road, Australia/ Estados Unidos, 2015)
Dirección: George Miller. Guión: George Miller, Brendan McCarthy y Nick Lathouris. Elenco: Tom Hardy, Charlize Theron, Nicholas Hoult, Hugh Keays-Byrne, Josh Helman, Nathan Jones, Zoë Kravitz, Rosie Huntington-Whiteley, Riley Keough, Abbey Lee. Producción: George Miller, Doug Mitchell y P.J. Voeten. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 120 minutos.