Frené la carrera de golpe apoyando mis manos contra el alambrado, que era el atrapa-mariposas, el atrapa-humanos, el supuesto límite. Sin embargo, aunque límite, el cerco de metal era capaz de sonar como una pandereta cuando lo golpeaba, entonces se transformaba en un instrumento solemne, en un aliado. Así, con otro ánimo, puse la punta de mi zapatilla en uno de sus rombos para treparlo. De un impulso y sintiendo mi corazón como en el big bang, con la energía de mis piernas, repté hasta la mitad. Rápidos, los pies buscaban a ciegas donde calzar y todo mi cuerpo seguía su inercia hacia arriba, se elevaba como una nota distorsionada, astillando el mundo. Ahí estaba, cuando sentí el primer bastonazo en la pierna: nos habían alcanzado. Uno de los guardias, uno ágil, fibroso, gris; llegó primero, muy adelantado a los roperos uniformados que corrían tras de él. Me tomó por el tobillo izquierdo y tiraba para abajo. Desde donde estaba luchando, desde donde se sostenían mis garras de dragón al cercado metálico, podía ver que en el escenario, con pálida potencia, la banda soporte gritaba al unísono ¡fuck you! Mientras, con su bastón negro, el cretino me daba y me daba en las canillas. Volteé casi perdiendo las fuerzas y el equilibrio y lo escupí, lo escupí con una puntería divina concedida por Thor, un rayo-escupitajo, el rayo tatuado del rock que le cayó en el ojo. Cuando me soltó la pierna para limpiarse, tiré una patada como una descarga y volé para el otro lado. Parte de mi remera quedó como una bandera destrozada en el alambrado. Caí y sentí que ya nunca más podría levantar la cabeza, que me pesaba como los mil adoquines que minutos antes había arrojado contra los faroles y reflectores que rodeaban el estadio. Estaba en el piso y todo giraba, todo rolaba. Por un rato no escuché nada: zumbaban mis oídos. Así deben sonar los espejos, me dije, cuando se los atraviesa o cuando se ven a sí mismos: así deben aullar. La noche aplastó a todos los que estábamos en el campo, aplastó mis reflejos. Estaba en lo profundo de mi hueco, totalmente insensible a los estímulos. Luego, volviendo, abriendo mis ojos otra vez, me dejé encandilar por un reflector de la cancha que se encendió en mi cielo, comenzaron a sonar los primeros acordes de nuestros ídolos, nuestros dioses olímpicos. Fue allí, bajo esa luz cuando vi bajar al ángel. Al principio no podía ver su rostro, parte de su melena rubia lo cubría. Tenía un pantalón negro y en su remera clara, que se había rasgado con las estrellas cuando caía, estaba el símbolo anarquista. Ven a mí, le dije y nos tomamos de las manos. Cayeron otros ángeles detrás de nosotros, juntos, incandescentes todos, pudimos ponernos de pié. Entre la marea de hombros, de espaldas, de cabellos como cuerdas, de humo, de remeras sudadas, nos fuimos abriendo el camino hacia el centro mismo del círculo sónico. Allí donde me elevo, caigo y me elevo, donde reboto, donde las auras se agitan como el fuego. Allí, delante las guitarras brujas, del bajo ancestral, de la batería con corazón maldito, de las voces encantadoras que hacen vibrar al aire y todo lo perturban en éxtasis, donde le veo el rostro a mi propia belleza en la cara de alguien más. Allí me olvido de aquel dolor artificial de los golpes, olvido los antiguos sonidos del espíritu, hasta que solo escucho eso que los ángeles caídos de los cercos llaman Rock. Y que es una manía enfermiza de Ave Fénix, una estrella agonizante en ese dolor verdadero, esa muerte que revive mi cuerpo y lo sacude, un espasmo: un nacer.