Delirio de Locura (Bigger Than Life)

El conformismo desaparece

Por Emiliano Fernández

Al momento de su estreno Delirio de Locura (Bigger Than Life, 1956), de Nicholas Ray, fue despreciada tanto por el público como por la crítica norteamericana y sólo alabada en Europa por gente vinculada a la revista Cahiers du Cinéma, como Jean-Luc Godard y François Truffaut, quienes ponderaron aquel oficio técnico y narrativo del realizador, no obstante la película ameritaba un análisis mucho más profundo por su carácter vanguardista y disruptivo de izquierda que sólo llegaría -y sería posible- con el cúmulo de los muchos años, algo que siempre ocurre porque la distancia que aporta el tiempo transcurrido permite sopesar con más tranquilidad y desde una perspectiva mucho más macro los méritos del film en cuestión, su denuncia de la coyuntura existente y los intereses que intervinieron al momento de juzgar la propuesta en aquella década del 50 que bajo la bonanza del período posterior a la Segunda Guerra Mundial y las parentelas relucientes y aún no cuestionadas/ disputadas previas al hippismo de los 60 se escondía una serie de tensiones y mentiras que hacen al mentado “sueño americano”, el capitalismo ponzoñoso de siempre y por supuesto la Guerra Fría con la Unión de las Repúblicas Socialistas Soviéticas, caza de brujas del macartismo incluida. Muchas veces al convite que nos ocupa, protagonizado por un James Mason en verdad estupendo que termina siendo una víctima de la medicina moderna y su predilección por la sobremedicación, se lo reduce precisamente a ser la primera propuesta del mainstream hollywoodense en tratar el tópico del abuso de los medicamentos dentro de un sistema de salud de cadencia netamente plutocrática y maquiavélica que ya estaba volcado al predominio de las grandes farmacéuticas y su estructura monopólica mafiosa en detrimento de cualquier tipo de sanación natural o menos invasiva para con el cuerpo y la psiquis de los sujetos, sin embargo Delirio de Locura se mete además con la angustia económica de las familias de clase media baja, los exiguos salarios de los trabajadores en la sociedad moderna, los embustes y la hipocresía detrás del modelo de familia nuclear, la depresión apenas disimulada que todo lo anterior trae consigo, la misma propensión de la industria de la salud a volcarse masivamente a “curas milagrosas” que lejos están de serlo, el fetiche con usar a los bípedos como conejillos de Indias, el egoísmo delirante de muchos payasos del sector educación, la mediocridad absoluta de los docentes en general y su embrutecimiento, las primeras fases históricas de la automedicación compulsiva actual, la negligencia médica de todos los días, la gran inoperancia de la red de contención estatal, el consumismo en tanto horizonte de satisfacción de cartón pintado, el rol concreto del dolor y de la masculinidad en el hogar prosaico y las idas y vueltas de los adictos a nivel anímico y psicológico en línea con Días sin Huella (The Lost Weekend, 1945), joya de Billy Wilder.

 

El proyecto surgió como una idea del propio Mason, aquí además productor, luego de leer el artículo Diez Pies de Alto (Ten Feet Tall), de Berton Roueché, todo un especialista en literatura médica que incluso inspiraría la serie televisiva House (2004-2012), creada por David Shore para Fox y protagonizada por Hugh Laurie, nota periodística publicada en la edición del 10 de septiembre de 1955 de The New Yorker y centrada en el caso real de un maestro de escuela de Long Island que sufrió las horrorosas consecuencias de la adicción a la cortisona, por entonces un fármaco nuevo que de todos modos había sido aprobado para su comercialización en el mercado, lo que derivó en un guión de Cyril Hume y Richard Maibaum que fue retrabajado extensivamente primero por Ray y Mason en conjunto y a posteriori por el dramaturgo Clifford Odets y por la pareja homosexual del realizador de entonces, Gavin Lambert. Ed Avery (Mason) es un educador de un colegio primario de mediana edad que apenas si llega a fin de mes con su sueldo y por ello tiene un segundo empleo como despachador de taxis, en esencia recibiendo llamadas de viajes y pasándole los datos a las unidades disponibles, que le esconde a su familia por temor a que piensen que la tarea no es digna de él, hablamos de su esposa, la ama de casa Lou (Barbara Rush), y su pequeño vástago Richie (Christopher Olsen). El hombre lleva seis meses de dolores pronunciados que derivan en desmayos y lo obligan, muy a su pesar porque tiene pánico a la posibilidad de perder sus trabajos, a internarse en un hospital público, donde termina en las garras del Doctor Norton (Robert F. Simon), matasanos que le confirma que padece de poliarteritis nodosa, una inflamación de las arterias que puede ser fatal dentro de un año y para la que no hay tratamiento salvo el experimental con una droga novedosa, la citada cortisona, la cual provoca una mejoría inicial en cuanto al dolor pero pronto desencadena una retahíla de trastornos identitarios y de conducta semejantes a la psicosis tradicional, como por ejemplo esa exaltación permanente del maestro, su hiperactividad, la falta de paciencia, los arrebatos consumistas frenéticos, la depresión, la megalomanía, la violencia verbal, la paranoia escalonada, la irritabilidad más pomposa e incluso los castigos producto de un mesianismo religioso. Luego de engañar a Norton para sacarle una receta para más cortisona, hacerse pasar por médico en una farmacia y acusar a Lou de engañarlo con su amigo/ colega Wally Gibbs (Walter Matthau), un profesor de educación física, Ed cae en una espiral descendente hiper peligrosa vinculada a enajenarse a la comunidad educativa, sobreexigir a Richie, pretender el divorcio definitivo y para colmo delirar con asesinar con una tijera rota símil cuchillo a su hijo y esposa para después suicidarse siguiendo la fábula bíblica del Sacrificio de Isaac, aunque ahora llevándola hasta sus últimas consecuencias.

 

Como hiciese en ocasión de sus otros dos atentados terroristas contra el Hollywood de los 50 y la sociedad biempensante y evidentemente frágil de su tiempo, Johnny Guitar (1954) y Rebelde sin Causa (Rebel Without a Cause, 1955), en esta oportunidad Ray por un lado vuelve a solidarizarse con los marginados y los parias, hoy un docente de pocos recursos esclavo de un remedio/ cura que termina siendo peor que la enfermedad en sí como bien lo explicita el personaje del siempre eficaz Olsen, quien por cierto también estuvo en peligro en El Hombre que Sabía Demasiado (The Man Who Knew Too Much, 1956), de Alfred Hitchcock, cuando pretendiendo deshacerse de las píldoras le comunica abiertamente a su padre que prefiere verlo muerto a tener que seguir soportándolo como psicótico imparable por el medicamento, y por el otro lado el director una vez más deja deslizar sin aliciente alguno su desprecio hacia la familia paradigmática de “papi, mami y nenito y/ o nenita”, ya que se regodea de lo lindo en la decadencia melodramática y demencial del clan Avery a través de un CinemaScope de colores chillones que niega los paisajes abiertos típicos del formato y refuerza a lo Douglas Sirk el sustrato lunático de fondo y el dejo claustrofóbico de la casa de familia, una que conocemos hasta en su más mínimo detalle precisamente por la ampulosidad del widescreen de resonancias operísticas y fastuosas. El claro cansancio profesional, la drogodependencia y el alcoholismo del amigo Nicholas, todas características que lo siguieron a lo largo de su trayectoria y de su periplo como adulto, también se filtran hacia las imágenes vía el derrotero imprevisible de su álter ego, el Ed de Mason, sin lugar a dudas uno de los más grandes y realistas chiflados de la historia del séptimo arte porque en vez de presentárnoslo ya convertido en el misántropo Edward Hyde y ofrecer desde allí un racconto de lo sucedido y cómo el buenazo del Dr. Henry Jekyll fue mutando en la bestia, mecanismo preferido por Hollywood y ni hablar del cine de nuestra paupérrima actualidad, la presente odisea en cambio opta por el parto bien doloroso de hacernos testigos de su sufrimiento o hasta convertirnos en cómplices extasiados, ya que de hecho simpatizamos con el antihéroe en su lento declive hacia considerarse un iluminado de la raza humana y un profeta que cuestiona al mismísimo Dios -recordemos el trasfondo santurrón y mojigato de la comunidad global de mediados del Siglo XX- al punto de no temerle y pretender lanzarse de cabeza hacia el filicidio, tabú quebrado en pantalla de la misma forma que se enfatiza el costado más resignado, aburrido y estéril lustroso de las mujeres y esa existencia burguesa suburbana en general, por ello luego de una partida colectiva de bridge del primer acto del relato el protagonista se sincera y se refiere a la familia Avery y sus amigos y conocidos como una sarta de gente sosa incapaz de articular algo gracioso, imaginativo o inteligente.

 

Más allá del rol heterogéneo del personaje de la inmaculada Rush, entre naif y exasperante por lo pasivo y oportunista de Lou, fémina que hace las veces de acompañante solidario del varón, representante social hipócrita que prefiere el silencio antes que la triste verdad -para mantener privilegios domésticos y la apariencia pública de perfección- y finalmente adalid del mainstream hollywoodense más bobalicón que no se percata de la poliarteritis nodosa de su marido y hasta confunde a su trabajo como despachador de taxis con un affaire del montón, la faena a decir verdad juega con el régimen de las oposiciones para subrayar con fuerza el cambio progresivo de Ed, basta con pensar que el hombre pasa de la tolerancia y el respeto a una personalidad irascible y sádica y de aferrarse al segundo trabajo a dejarlo ir cuando el narcisismo académico inducido por la droga comienza a hacer de las suyas, del mismo modo las sospechas de infidelidad se trasladan de ella a él una vez que la adicción se hace cargo de la voz cantante e incluso aquella vida del inicio consagrada al trabajo y el poco interés en el purrete se reconvierte en largos períodos de devaneos intelectuales erráticos y una insólita obsesión con Richie cual vástago modelo de sus teorías cada vez más derechosas acerca de la necesaria preeminencia de la educación basada en el trabajo duro, la autodisciplina y el sentido del deber, así es cómo el niño muta en un experimento con patas al que se verduguea en juegos y problemas cognitivos y se castiga sin alimento ni sueño reparador cuando se equivoca, no obstante las correlaciones simplistas de “bueno” primigenio y “malo” posterior no aplican nunca del todo en el opus de Ray debido a que el realizador se identifica en serio con el adalid de la inestabilidad o normalidad desaparecida porque su fiero inconformismo destruye máscaras sociales conservadoras y algo de verdad esconden sus palabras y su retórica pasional revolucionaria, en especial en materia del ataque a pavadas proto new age como la expresión personal, la permisividad, el desarrollo de modelos mutables y la seguridad emocional del individuo, todos eufemismos de una alternativa cultural que no es tal con respecto al statu quo ya que todo continúa siempre igual que antes y la catarata de sandeces que romantizan a los chicos o legitiman a los pedagogos de nada sirven en última instancia en un sistema injusto y caprichoso de por sí como el capitalista, en el que la explotación y el ninguneo social para con nuestro patriarca en crisis son las reglas principales. Esta denuncia alrededor de los “enanos morales”, la negligencia médica y un sueño americano que deviene en pesadilla gracias a los nuevos tótems de la modernidad, los fármacos mercantilizados que crean realidades paralelas y la amnesia del que evade su praxis contextual, no ha perdido nada de su potencia discursiva con los años y sigue constituyendo una verdadera patada en la ingle de los que endiosan a la invariabilidad como el rasgo supremo del devenir diario cuando es el cambio la gran característica de una vida que viene de la nada y siempre deriva en fallecimiento, por ello el hecho de reconocer a su familia en el desenlace, cuando el Gibbs del joven Matthau logra frenar los impulsos homicidas con los puños y el maestro de escuela termina en otra cama de hospital, sirve como signo irrevocable de que la sobremedicación quedó atrás porque el señor toma conciencia de los desquicios de la identidad trastocada aunque asimismo del detalle de haber dejado de sublimar el hartazgo familiar en el trabajo y haberse volcado a la misión de matarlos de una buena vez para liberarse de los grilletes de la comunidad y su andamiaje modelo, algo que también se da cita en el delirio final antes de la lucidez cuando afirma haber soñado que paseaba con un Abraham Lincoln tan grande, feo y hermoso como era en persona, de allí el título original en inglés, “bigger than life /más grande que la vida”, juego de palabras acerca de los diferentes puntos de vista y esa embriaguez farmacológica que nos lleva a no poder distinguir entre cruel realidad y ficción mesiánica reduccionista…

 

Delirio de Locura (Bigger Than Life, Estados Unidos, 1956)

Dirección: Nicholas Ray. Guión: Nicholas Ray, James Mason, Cyril Hume, Richard Maibaum, Clifford Odets y Gavin Lambert. Elenco: James Mason, Barbara Rush, Walter Matthau, Robert F. Simon, Christopher Olsen, Roland Winters, Rusty Lane, Rachel Stephens, Kipp Hamilton, Richard Collier. Producción: James Mason. Duración: 95 minutos.

Puntaje: 10