El Camino a Salina (La Route de Salina)

El contexto moldea al sujeto

Por Emiliano Fernández

El Camino a Salina (La Route de Salina, 1970), todo un clásico de Georges Lautner dentro del terreno de lo que el señor entendía por film noir, en esencia una cruza de misterio, gesta criminal, melodrama y estudio psicológico de impronta decididamente alucinada, suele ser recordado en nuestro Siglo XXI por tres factores muy concretos, en primera instancia una historia que juega con las tribulaciones de la identidad y el incesto como si se tratase de una combinación entre la coyuntura narrativa y aquel triángulo amoroso/ laboral de Obsesión (Ossessione, 1943), de Luchino Visconti, o su relectura hollywoodense, El Cartero Llama Dos Veces (The Postman Always Rings Twice, 1946), opus de Tay Garnett, la sustitución identitaria pancista de A Pleno Sol (Plein Soleil, 1960), de René Clément, e incluso algo de la desesperación y el aburrimiento de esa burguesía insular y lunática que tanto le fascinaba a Michelangelo Antonioni, esquema que va desde la trilogía de La Aventura (L’Avventura, 1960), La Noche (La Notte, 1961) y El Eclipse (L’Eclisse, 1962) hasta películas posteriores geniales en línea con El Desierto Rojo (Il Deserto Rosso, 1964) y El Pasajero (Professione: Reporter, 1975), otra epopeya de aislamiento y una personalidad robada. En segundo lugar tenemos el jugoso elenco estadounidense reunido por Lautner, desde veteranos como Rita Hayworth, diva célebre por las inolvidables Gilda (1946), de Charles Vidor, y La Dama de Shanghái (The Lady from Shanghai, 1947), de Orson Welles, y Ed Begley, aquel actor de 12 Hombres en Pugna (12 Angry Men, 1957), la joya de Sidney Lumet, y Dulce Pájaro de Juventud (Sweet Bird of Youth, 1962), de Richard Brooks, hasta intérpretes más jóvenes en sintonía con Robert Walker Jr., precisamente el vástago del malogrado Robert Walker y por entonces conocido por su larga experiencia televisiva y una mínima participación en Busco mi Destino (Easy Rider, 1969), de Dennis Hopper, y la estupenda Mimsy Farmer, señorita bella y con mucho talento que después de hastiarse del ninguneo del Hollywood de la época se había mudado a Europa, donde se dedicó a filmar giallos, odiseas históricas y diversos thrillers y efectivamente pudo sacarse de encima la modorra profesional que yanquilandia le impuso tracción a productos televisivos y cinematográficos Clase B bastante mediocres.

 

Teniendo en cuenta que a decir verdad los equipos creativos y técnicos internacionales eran una constante del mainstream de mediados del Siglo XX y además había muchas películas en las décadas del 60 y 70 que apostaban por tópicos escandalosos símil destape cultural del hippismo y el post hippismo, quizás la pata más curiosa de todo el asunto se reduzca al soundtrack que ensambló el director y guionista, en suma asignándole la faceta cancionera a Daniel Bevilacqua alias Christophe, los instrumentales de rock lisérgico y/ o progresivo a Clinic, una banda conformada por el guitarrista Philip Brigham, el tecladista Alan Reeves y el bajista Phil Steele alias Phil Trainer, y la música incidental tradicional a Bernard Gérard, el único del lote con verdadera experiencia en el séptimo arte después de sus trabajos con el gran Jean-Pierre Melville en Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, 1966) y con el propio Lautner en No nos Enojemos (Ne nous Fâchons pas, 1966) y Eva a la Francesa (La Grande Sauterelle, 1967), dando por resultado una banda sonora vanguardista y estupenda que sería retomada por el cleptómano insoportable de Quentin Tarantino en Kill Bill: Vol. 2 (2004), el cual de hecho reutilizaría Sunny Road to Salina, canción de un Christophe que se metamorfoseó con el legendario Ennio Morricone, y The Chase, el trabajo más famoso de Clinic, no obstante la primera sin duda está mejor aprovechada en Deja que los Cadáveres se Bronceen (Laissez Bronzer les Cadavres, 2017), esa bizarreada preciosista y surrealista de Hélène Cattet y Bruno Forzani. El guión del realizador más Pascal Jardin, Jack Miller y Charles Dorat, basado en una novela de Maurice Cury, En el Camino a Salina (Sur la Route de Salina, 1962), enfatiza que el contexto vital moldea al sujeto e indaga en el devenir de Jonás Armstrong (Walker), un vagabundo de corta edad que espera conseguir trabajo en Salina, una ciudad del Estado de Kansas, pero termina parando en una gasolinera/ estación de servicio de las afueras cuando es confundido por la dueña, Mara (Hayworth), con su hijo desaparecido cuatro años atrás, Rocky Salerno, un muchacho que supuestamente se marchó después de una refriega con su hermana, Billie (Farmer), y asimismo abandonó a su novia, Linda (Sophie Hardy), hija de un pretendiente muy veterano de Mara, Ed Warren (Begley).

 

Con apenas cinco personajes fundamentales, más un amigo que eventualmente pasa por el lugar y reconoce a Jonás, Charlie (Bruce Pecheur), y un comandante de policía sin nombre que es amigovio de Billie (David Sachs), la propuesta crea un halo de misterio hipnótico apuntalado primero en un par de elementos que fuerzan el extrañamiento retórico, en sí el doble hecho de que todos hablan francés en lugar de inglés y que la comunidad mexicana resulta fundamental en el relato cuando Kansas muy lejos está de ser un Estado limítrofe, y segundo en el mismo enigma en torno a la facilidad con la que Mara, Billie e incluso Ed aceptan que Jonás es Rocky, por cierto interpretado en flashbacks por Marc Porel y no pareciéndose en nada al advenedizo, lo que nos lleva a presenciar una relación incestuosa conceptual entre los “no hermanos” que duplica, como más adelante descubriremos, la que protagonizaron Billie y el Rocky verdadero, un vínculo que despertó más los celos que el raudo horror de la progenitora de los jóvenes, quien no se molesta demasiado en ocultar que prefiere al varón por sobre la hembra. Más allá de la clásica dialéctica del melodrama del último acto, cuando finalmente Billie le confiesa a Jonás que mató de una pedrada a Rocky cuando pretendía marcharse con Linda, provocando que el personaje de Farmer no le dirija más la palabra a su homólogo de Walker al extremo de llevarlo a la locura e impulsarlo a matarla, golpeándola/ sacudiéndola contra un muro, el film aprovecha de manera magistral las locaciones entre desérticas y volcánicas de las Islas Canarias, todo un pivote de nuestra claustrofobia anímica, y trabaja muy bien la frontera entre accidente, condicionamiento y motu proprio en lo que atañe a la tragedia o destino de las criaturas solitarias en pantalla, en este sentido pensemos que las muertes de Rocky y Billie pueden considerarse fortuitas pero la frustración violenta y contagiosa del amor dice presente en ambos sucesos, el primero marcado por el despecho del hermano, que prefiere esquivar el incesto y optar por Linda, y el segundo vinculado a la flamante dependencia de Armstrong hacia su hermana postiza y la locura de ésta, quien considera que la relación está muerta porque al obligarla a relatar el óbito de Rocky la verdad cierra toda fantasía macabra de sustitución que anulaba la culpa.

 

El Camino a Salina no sólo es la despedida espiritual de Begley y Hayworth, esta última después encarando -antes de retirarse- una propuesta más aunque muy inferior, La Ira de Dios (The Wrath of God, 1972), de Ralph Nelson, sino también el mejor trabajo por lejos de Walker, quien se luce como un pícaro melancólico y a pesar de ello termina bastante opacado por el carisma de Farmer, actriz que no tiene problema para desnudarse y que en su carrera brillaría tanto en el espanto símil 4 Moscas sobre Terciopelo Gris (4 Mosche di Velluto Grigio, 1971), de Dario Argento, El Perfume de la Dama de Negro (Il Profumo della Signora in Nero, 1974), de Francesco Barilli, Autopsia (Macchie Solari, 1975), de Armando Crispino, El Gato Negro (Gatto Nero, 1981), de Lucio Fulci, y Campamento del Terror (Camping del Terrore, 1986), de Ruggero Deodato, como en aquel cine ya adusto modelo More (1969), de Barbet Schroeder, Dos contra la Ciudad (Deux Hommes dans la Ville, 1973), de José Giovanni, Allonsanfàn (1974), film de los hermanos Paolo y Vittorio Taviani, La Caza (La Traque, 1975), de Serge Leroy, y esa Adiós, Mono (Ciao, Maschio, 1978), de Marco Ferreri. Entre múltiples marcas del cine de la época como los primeros planos y zooms furiosos, una edición en ocasiones áspera, algunas tomas subjetivas y ese tono narrativo etéreo que subrayábamos con anterioridad, pocos diálogos y muchas miradas de por medio, Lautner hoy por hoy logra una innegable madurez expresiva, efectivamente dejando atrás las referencias al realismo poético de sus dramas de los años 60, y administra a la perfección el suspenso porque las mentiras y los delirios autocontenidos ofician de olla a presión que se mezcla con los celos, la atracción irrefrenable y la posesión afectiva en general, por ello madre e hija pelean por el mismo macho y la única que no lo romantiza es su ex pareja, especie de anomalía en la lógica hegemónica del reemplazo como farsa en consonancia con un original ultra suprimido y un sustituto desesperado y bien oportunista. Mientras que la visceralidad de los sentimientos e impulsos retratados está simbolizada en los pies descalzos permanentes de Jonás y Billie, el asesinato, como tantas veces en el cine del ecléctico Lautner, se nos aparece como un mecanismo compensatorio ante el rechazo…

 

El Camino a Salina (La Route de Salina, Francia/ Italia, 1970)

Dirección: Georges Lautner. Guión: Georges Lautner, Pascal Jardin, Jack Miller y Charles Dorat. Elenco: Mimsy Farmer, Robert Walker Jr., Rita Hayworth, Ed Begley, Marc Porel, David Sachs, Sophie Hardy, Bruce Pecheur, Ivano Staccioli, Albane Navizet. Producción: Yvon Guézel y Robert Dorfmann. Duración: 96 minutos.

Puntaje: 10