El Apartamento (L'Appartement)

El corazón es un imán narcótico

Por Emiliano Fernández

El melodrama, en términos de la definición y segmentación de los géneros artísticos en la modernidad, un proceso histórico que arranca en el Siglo XVIII, es una de las comarcas culturales más antiguas porque sus raíces llegan al pasado remoto de la humanidad y su idiosincrasia y necesidades narrativas, siempre homologado a la estructura del parentesco, sus vínculos cuasi caprichosos y las luchas de poder en el ámbito privado como parábola de lo público imprevisible. En lo que atañe específicamente al cine, un rubro que heredó las resonancias operísticas y teatrales del melodrama, el formato dominó la primera mitad del Siglo XX y constituyó, junto con la comedia, uno de los géneros centrales de todas las cinematografías nacionales del globo con un tamaño lo suficientemente grande como para ser calificadas como una industria por derecho propio con la capacidad de abastecer a su mercado concreto, vernáculo. La crítica de cine, a su vez, acompañó desde el automatismo más idiota los cambios en los gustos populares a medida que el melodrama de mediados de la centuria, ese que se festejaba a rajatabla porque llenaba las salas, dejaba paso desde los años 60 a una tragedia más realista tendiente a acoplarse con aquella revolución sexual y esa eclosión de la juventud como un nicho apetecible al cual se le podían vender productos especializados por primera vez, lo que generó una prensa que atacaba el acartonamiento del melodrama para defender las “nuevas olas”, situación que paradójicamente derivaría en una suerte de neutralización discursiva del género a ojos de la crítica -relegándolo a un sustrato narrativo televisivo o manipulador barato- sin tener presente que al mismo tiempo suelen alabarse unos tanques hollywoodenses de otros géneros que casi siempre incluyen el típico sentimentalismo lacrimógeno del melodrama, precisamente como ocurre en un Siglo XXI donde los exponentes más clásicos del formato reciben dardos venenosos mientras que las bazofias gigantescas norteamericanas y semejantes, recargadas de recursos del patetismo romántico más burdo, reciben flores de parte de la prensa boba adicta al poder y del fandom descerebrado de nuestros días, dos gremios ahora subyugados ante el marketing planetario.

 

Las variantes en general se dividen entre primero el melodrama de ascenso social, cuando la o el protagonista trepan en el andamiaje plutocrático comunal mediante el matrimonio, el sexo o el amor en términos macros, segundo el melodrama de familia separada, ese que nos regala una crónica de desunión y progresivo reencuentro entre los integrantes del clan de turno, tercero el melodrama de traición, aquel de amigos o amantes que se clavan cuchillos en las espaldas desde el egoísmo o quizás un oportunismo pragmático, cuarto el melodrama de confusión o identidades trastocadas, ese que adora usufructuar catalizadores retóricos vinculados con los enredos y las similitudes muy superficiales, y quinto el melodrama de locura o enfermedad terminal, una corriente centrada en las dificultades que determinados héroes o heroínas tienen para relacionarse con los demás debido a evidentes problemas psicológicos y/ o físicos que los apartan del promedio de los bípedos de la sociedad. Los años 80 y 90 fueron un período de transición en el que el melodrama sesentoso y setentoso, léase la adaptación realista del melodrama de antaño, fue extinguiéndose progresivamente hasta casi desaparecer en el mainstream de fines del Siglo XX e inicios del nuevo milenio, por ello mismo la “gran industria” globalizada de hoy en día prefiere géneros más neutros como la fantasía o el thriller, a los que de todos modos inyecta con clichés del melodrama, en detrimento del formato que nos ocupa y su exploración muchas veces sincera de las injusticias sociales, políticas, económicas y culturales del capitalismo. Uno de los últimos, mejores y más recordados exponentes del melodrama antes de esfumarse de las pantallas de cine fue El Apartamento (L’Appartement, 1996), la única obra del arquitecto reconvertido en director Gilles Mimouni, una epopeya semi hitchcockiana y en verdad sorprendente que recupera ingredientes de las vertientes apuntadas en un combo anímico admirable con el carácter de un rompecabezas del corazón, en esencia amigo de suplantar con efervescencia la lógica mermante al extremo de ganarse un público devoto que conduciría a una esperable remake estadounidense, la floja El Departamento (Wicker Park, 2004), de Paul McGuigan.

 

El relato está estructurado a través de una serie de flashbacks y flashforwards que presentan primero la relación entre Max Mayer (el perfecto Vincent Cassel) y Lisa (la esplendorosa Monica Bellucci, de hecho la futura esposa de Cassel) y después el vínculo entre el primero y Alice (esa pechugona Romane Bohringer), a saber: en el presente de la trama Max es un ejecutivo al que se le encarga viajar a Tokio para cerrar una alianza/ fusión empresaria pero pospone el viaje cuando se encuentra por causalidad en un café parisino con Lisa, con la que no puede hablar porque está próximo a casarse con Muriel (Sandrine Kiberlain), una burguesa de buen pasar económico que nada tiene que ver con una Lisa actriz que fuera la pareja de Max dos años atrás, antes de que consiguiese el trabajo en cuestión y se marchase a Nueva York luego de que ella se desapareciese de repente después de proponerle una vida juntos, por ello comienza a investigar la existencia actual de la mujer y descubre que ya no concurre a su departamento porque tiene miedo de su pareja, un tal Daniel (Olivier Granier) que aparentemente mató a su esposa para poder estar con ella, así las cosas ingresa en el domicilio de la muchacha y sin proponérselo se topa con una depresiva Alice que está al borde del suicidio y dice llamarse Lisa, con la que eventualmente tiene sexo sin saber que está enamorada de él desde antes de la relación con el personaje de Bellucci ya que fue Alice quien vio por primera vez en la calle a Max, lo siguió/ espió religiosamente, cuando trabajaba en una tienda de venta y reparación de electrodomésticos, y hasta le llevó una cámara para reparar propiedad de su amiga, Lisa, con un video dentro de un ensayo de la ninfa, provocando que el macho quede prendido de ella y no de Alice, la cual a su vez se vengó conceptualmente de la ironía del destino saboteando el cariño entre ambos al no darle a Mayer una carta en la que Lisa explicaba que se iba a Italia de gira teatral por dos meses, así el hombre pensó que lo abandonaba cuando cambiaba de trabajo y pretendía la convivencia, preámbulo de la metamorfosis de Alice en Lisa al mutar en actriz y empezar a salir con el mejor amigo de Max, el vendedor de calzado Lucien (Jean-Philippe Écoffey).

 

Mimouni, asimismo el guionista de la faena, por momentos parece jugar con las historias interconectadas símil Tiempos Violentos (Pulp Fiction, 1994), opus de Quentin Tarantino, y sobre todo la pirotecnia del suspenso mediante zooms histéricos, muchos travellings, una cámara lenta arrastrada, una edición esquizofrénica, varios fundidos imaginativos y música pomposa, no obstante su verdadero interés pasa por retomar el motivo de la transformación identitaria de La Cenicienta, un antiquísimo cuento de hadas al que aquí incluso se hace referencia mediante un zapato de Lisa que se rompe al marcharse corriendo del café, y el recurso de la manipulación del corazón de Sueño de una Noche de Verano (A Midsummer Night’s Dream, 1605), obra de William Shakespeare que aparece citada porque es el eje de los ensayos de esta Alice que por un lado “reemplaza” a su amiga, anulada románticamente por un Daniel psicopático, y por el otro lado se acerca cada vez más hacia su presa, Max, primero conquistando a su amigo y después al propio Mayer, un lumpen que trepa hacia la burguesía vía su trabajo y la unión con Muriel, siempre a costa de renunciar a su pasión real porque el amor hacia Lisa sigue latente e incluso perdona las mentiras de Alice al conocer el frenesí romántico que ocultan, los sacrificios que hizo en pos de llegar a él. Como buen melodrama, El Apartamento propone una retahíla de enredos muy poco plausibles en los que las coincidencias funcionan como un arma de doble filo porque resultan tan ridículas como fascinantes y adictivas, siempre pensando a la erotización como un aroma abstracto, aprovechando la ausencia de celulares y fetichizando determinados objetos como la cámara señalada o la llave de hotel que Lisa olvida en el café, una polvera que Max le roba de su cuarto y el mismo zapato rojo con su taco destruido. El corazón, de la mano del excelente trabajo del elenco y un maravilloso desarrollo de personajes, se nos aparece como un imán narcótico que apunta al mismo sitio y así predetermina el destino funesto de cada criatura en pantalla, con Mayer obsesionado con Lisa, ella temerosa de Daniel, éste confundiéndola con Alice y la lunática despertando el deseo de Lucien mientras se gana el afecto de Max…

 

El Apartamento (L’Appartement, Francia/ España/ Italia, 1996)

Dirección y Guión: Gilles Mimouni. Elenco: Vincent Cassel, Monica Bellucci, Romane Bohringer, Jean-Philippe Écoffey, Olivier Granier, Sandrine Kiberlain, Paul Pavel, Nelly Alard, Bruno Leonelli, Tateo Isaizaki. Producción: Georges Benayoun. Duración: 112 minutos.

Puntaje: 9