Woodstock 99: Paz, Amor y Furia (Woodstock 99: Peace, Love and Rage)

El desastre anunciado

Por Emiliano Fernández

La serie de catástrofes variopintas detrás de Woodstock 99, mega festival realizado en la ciudad de Rome, en el Estado de Nueva York, entre el 23 y el 25 de julio de 1999 para aprovechar el 30 aniversario de aquel mítico evento original de agosto de 1969, no sólo constituye el zeitgeist de su tiempo sino que funciona, además, como una buena síntesis de cómo se manejan las industrias musical, mediática, publicitaria y de espectáculos masivos en general en la posmodernidad, en sí echando mano en partes iguales de una nostalgia castrada que elimina todos los componentes revulsivos de antaño para dejar a los productos listos para el consumo de los lelos del vulgo, de un enorme aparato publicitario audiovisual que satura con consignas reduccionistas vinculadas al consumo en tanto ritual y sensación de pertenencia, de una gigantesca codicia que se traduce en tratar de sacarle todo el dinero posible a los asistentes/ melómanos y en última instancia del ardid de exacerbar pautas gregarias nocivas que ya estaban en la cultura específica para transformarlos en “marcas de estilo” sin importan las consecuencias, lo que desde ya implica ponderar las vertientes más mediocres, retrógradas, verticalistas y estúpidas de cada rubro artístico considerado. En este sentido resulta fundamental comprender la metamorfosis rockera del período porque se pasó de la izquierda del grunge de Nirvana y Pearl Jam y la escena alternativa de R.E.M., The Stone Roses y Sonic Youth a tres vertientes en verdad lamentables, hiper comerciales y derechosas -aunque maquilladas para que no lo parezcan- luego del suicidio de Kurt Cobain del 5 de abril de 1994 a los 27 años de edad, hablamos del repugnante nu metal de Korn y Limp Bizkit, hijos bobos del funk metal de Faith No More, Rage Against the Machine, Living Colour y los geniales Primus, el teen pop noventoso de Backstreet Boys, ‘N Sync, Britney Spears y Christina Aguilera, derivados para retrasados mentales de The Jackson 5 y el modelo de girl group de los 50 y 60 símil The Shangri-las y las bandas de Phil Spector, y finalmente el pop berreta con aires country y folk de Jewel Kilcher, Sheryl Crow y Alanis Morissette, entre otras feministas de cotillón que a posteriori mutarían en los hipsters y ese neoconservadurismo anodino del nuevo milenio, artistas también surgidos de homólogos muchísimo mejores previos como Janis Joplin, Joni Mitchell, Fleetwood Mac y Crosby, Stills, Nash & Young, nuevo ejemplo de la costumbre eterna del mainstream de explotar las frustraciones y deseos más toscos del público para así usarlo y atomizarlo en loros sin seso.

 

Woodstock 99: Paz, Amor y Furia (Woodstock 99: Peace, Love and Rage, 2021), trabajo documental dirigido por Garret Price para la serie Music Box de HBO, a su vez creada por Bill Simmons, analiza el camino que va desde la movida retro oportunista de Michael Lang, cocreador junto a Artie Kornfeld, Joel Rosenman y John P. Roberts del Woodstock de los 60, de seguir exprimiendo el famoso evento como ya lo había hecho en ese Woodstock 94, coproducido como esta versión de 1999 con John Scher, hasta un desastre anunciado que incluyó múltiples heridos, violaciones, incendios, destrozos y la muerte de un muchacho, David DeRosia, que colapsó durante el show de Metallica y después terminó falleciendo de hipertermia por un golpe de calor que se explica por la falta de agua, el calor extremo, el enorme volumen de 400 mil asistentes, la ausencia total de sombra en el predio elegido, las condiciones insalubres y la clásica negligencia médica, profesionales que consideraron al episodio un caso de sobredosis cuando el muchacho no había consumido nada de drogas y para colmo lo torturaron con un desfibrilador porque ni termómetros tenían para comprobar lo evidente, la sofocación. Con testimonios de Lang y Scher, los máximos responsables a nivel de la organización, el VJ de MTV Dave Holmes, muchos miembros del público, el auxiliar médico y rescatista Dave Konig, el guardia de seguridad Jake Hafner, el conductor de MTV Carson Daly, periodistas como Wesley Morris, Rob Sheffield, Maureen Callahan y Steven Hyden y músicos varios que participaron en el evento en línea con Moby, Jewel, Dave Mustaine de Megadeth, Scott Stapp de Creed, Jonathan Davis de Korn, Tariq “Black Thought” Trotter de The Roots y Dexter Holland y Kevin John Wasserman alias Noodles de The Offspring, el film desmenuza las diversas contradicciones del festival como tratar de recuperar el eslogan de “tres días de paz y música” de 1969 pero seleccionando una base militar, la Griffiss de la Fuerza Aérea, como sede de la retahíla de recitales e incentivando todo el tiempo -desde la por entonces todopoderosa MTV- el odio pueril, polirubro e hiper cínico del nu metal, género en boga del momento y artífice de ventas millonarias basadas en la estrategia de las compañías de discos de filtrar el grunge y el rap para concentrarse sólo en su agresividad y eliminar aquel sustrato contracultural, del mismo modo en que los promotores obviaron el arte y los exabruptos de barricada de los 60 para reemplazarlo con todo ese plástico, banalidad y mucha prepotencia antiintelectual y antisindicatos de los 90.

 

Price, en esencia un editor muy experimentado que aquí ofrece su segundo trabajo como realizador luego de una asimismo maravillosa ópera prima, Con Amor, Antosha (Love, Antosha, 2019), documental acerca del malogrado actor Anton Yelchin, fallecido en 2016 a los 27 años en un extraño accidente con su automóvil, indaga en las diferentes facetas de Woodstock 99 y los ingredientes sociales, económicos, culturales y políticos involucrados: como decíamos previamente, el line up estaba orientado a aprovechar la popularidad del nu metal en detrimento de todo lo demás, lo que incluía paradójicamente el rock clásico de cadencia sesentosa y setentosa del Woodstock primigenio y hasta los inspiradores de mamertos como Korn, Limp Bizkit, Insane Clown Posse y Kid Rock, léase el trash metal de Metallica y Megadeth y el funk metal de Red Hot Chili Peppers y Rage Against the Machine, todos grupos que supieron decir presente, lo que trajo aparejado que el grueso de la concurrencia sean chicos blancos de clase media y clase baja con ganas de putear, pelear, romper todo y toquetear o violar alguna que otra fémina aunque sin mayores lineamientos ideológicos o afiliación hiphopera/ rockera que un hedonismo anticomercial amparado por los sultanes del nu metal desde el capitalismo más nauseabundo y caricaturesco de seudo pose rebelde, algo que se veía en los muros que impedían que la gente ingrese sin haber pagado su entrada, la docena de empresas que esponsorearon el festival y lo saturaron de publicidad, la nula formación de los guardias de seguridad y personal médico, la falta de árboles y sombra que limitasen las elevadas temperaturas del asfalto, los baños químicos insuficientes y rápidamente rebalsados de mierda, la distancia de kilómetros entre cada escenario, la idea de robar al público cobrando cuatro dólares la botellita de agua mineral, las pocas fuentes de agua gratuita que para colmo eran utilizadas para bañarse por una colección de imbéciles del público, el surgimiento de zonas saturadas de lodo, basura, orina y excrementos, el cansancio después de tres jornadas de sol arrasador y la presencia de ese clásico machismo del rock sudoroso que se mezcló con el porno de burguesas “tontas, putas y malcriadas” -South Park dixit- de Girls Gone Wild, una franquicia de señoritas borrachas mostrando las tetas y/ o teniendo sexo en clubs nocturnos, generando que la infinidad de topless de infradotadas de Woodstock 99, a lo idiotez masculina copiada por las hembras, se topase con el discurso acosador y putañero del nu metal, el mainstream cultural y MTV.

 

Es precisamente la metamorfosis identitaria de la MTV de la época otro de los grandes causantes de la debacle que nos ocupa, desatada el domingo y último día del festival pero vaticinada con mucha antelación por esta sumatoria de factores que predecían el estallido de frustración y angustia, pensemos para el caso que la cadena de cable pasó en la segunda mitad de la década del 90 de ser un faro de la contracultura juvenil a una usina interminable de basura teen pop, nu metal y popera femenina baladí que ya anticipaba su predilección posterior por los reality shows por sobre la música y su pérdida paulatina de prestigio al abrazar esas tres vertientes inofensivas del mainstream, jugada que fue ratificada por la decadencia absoluta de un line up, en el que tuvo activa participación al momento de elegir, que además de Kid Rock, Korn y Limp Bizkit -y otros grupos que por entonces ya estaban en crisis creativa o habían vendido su alma al “Dios dinero” como Metallica, Megadeth, Red Hot Chili Peppers y Rage Against the Machine- incluía a las tres cantantes citadas de cartón pintado, Alanis Morissette, Sheryl Crow y Jewel Kilcher, el funk comercialoide para caucásicos de Jamiroquai, la estupidez de The Offspring símil vástagos necios de Green Day, bodrios del post grunge lavado como Bush, Creed y Dave Matthews Band y payasos con el ego inflado de la electrónica new age cleptómana del acervo negro como Moby, así es cómo se perdieron en la nómina bandas y solistas que sí estaban atravesando un buen momento de sus carreras como The Chemical Brothers, Wyclef Jean, Fatboy Slim y DMX, amén de la medianía rescatable de Collective Soul y Elvis Costello y clásicos ya más que rotundos en sintonía con James Brown, George Clinton e Ice Cube. El director, a través de las muchas y fascinantes entrevistas, culpabiliza no sólo a los capitalistas de siempre, Lang y Scher, las marcas rapaces que auspiciaron el evento, su infaltable socio político pancista, en esta oportunidad el alcalde de Rome entre 1992 y 2003, el republicano y futuro senador Joseph Griffo (también entre el colectivo de entrevistados), y la administración nacional del presidente demócrata Bill Clinton y su perjurio y obstrucción de la justicia en ocasión del escándalo sexual ultra patético de 1998 que protagonizó con la becaria de la Casa Blanca Mónica Lewinsky, mandatario que ejemplificó como nadie el abuso de poder en tanto práctica de la plutocracia mafiosa, sino que también señala la hipocresía e indiferencia de tarados como Holland de The Offspring, que le daba golpes de bate de plástico a muñecos de los Backstreet Boys en el escenario, Fred Durst de Limp Bizkit, que intensificaba el odio con sus arengas misóginas, homofóbicas y cavernícolas a la concurrencia, Anthony Kiedis de Red Hot Chili Peppers, el cual cuando le pidieron ayuda para calmar a la gente para que no siga prendiendo fuego todo y no haya quemados lo único que hizo fue interpretar Fire (1970), de The Jimi Hendrix Experience, Davis de Korn, otro cínico que se lava las manos y hasta se ríe de la tragedia divagando sobre las voluminosas proporciones del evento, y el zombie de Lars Ulrich de Metallica, aristócrata del rock en declive del período y adalid de la lucha antipiratería de las grandes discográficas y los ataques sistemáticos contra Napster, primer gran foco del intercambio masivo gratuito de archivos musicales a escala planetaria y responsable ineludible de la pérdida de poder de la industria musical y MTV en general, algo similar a lo ocurrido en el enclave cinematográfico hollywoodense de la mano de los torrents. Más allá del hambre de lucro de los oligarcas empresariales y la búsqueda de rédito político o marketinero de las dirigencias gubernamentales, Woodstock 99 asimismo trae a colación el vaciamiento ideológico generacional al compararlo con los ideales de la contracultura de los 60 y el glorioso progresismo de la escena alternativa del festival de 1994, por ello la miseria, la alienación, el aburrimiento, el onanismo, la pasividad y el desprecio derechoso hacia todo lo diferente del capitalismo terminaron canalizándose en actos vandálicos leves que se disiparon apenas apareció la policía y demás esbirros de la autoridad estatal, prueba del hecho de que a falta de un elemento aglutinador verdadero de militancia en pos de cambio social lo que queda es la improvisación delictiva tontuela y a posteriori la pusilanimidad frente a la amenaza de castigo doloroso por el comportamiento en cuestión. Desde la triste alegoría del concierto por antonomasia del hippismo antibélico trasladado a una base militar y la pretendida representación de la paz mediante un muro, hasta el detalle de que el público tiraba las paredes no para entrar sino para salir del infierno y la ironía adicional de que la que aportó las velas para el incendio fue una organización contra la violencia con armas, PAX, para conmemorar la Masacre de la Escuela Secundaria de Columbine del 20 de abril de 1999 con vistas a que el pueblo rockero ilumine la noche durante Under the Bridge (1992), de los Chili Peppers, el documental tácitamente pone al desfasaje cultural de los 90 en relación a los 60, léase el reviente autodestructivo vacuo en relación a las utopías de un futuro más equitativo, como un símbolo de la ignorancia del público de hoy en día, ese que pudiendo acceder con facilidad a un acervo cultural muy rico prefiere consumir las mismas bostas de siempre, y de los festivales impolutos que nacieron en los 90 y continúan con vida en el nuevo milenio porque mantuvieron una fachada de respetabilidad inocua tracción a seguir satisfaciendo el costado más mediocre y light del gusto masivo e indie, ejemplos claros son Coachella y Lollapalooza, eventos ya castrados de la peligrosidad y la bella altanería del rock de otros tiempos y adaptados al fariseísmo bobalicón, la liviandad y el nulo criterio revulsivo de estos supermercados musicales y de las sucesivas nuevas generaciones que conocen poco y nada de las anteriores porque cada flamante camada se piensa a sí misma como la superación definitiva de lo previo cual psicosis comunal apoyada por el mercado de cada década, ese que los reemplaza cuando envejecen con más y más jóvenes que retroalimentan la espiral de la sonsera de quien no se siente -pero está siendo- manipulado. Price, en su siempre agitada e hipnótica obra de terror verídico, incluso recupera aquel absurdo Y2K, apocalipsis que no fue a raíz del problema informático del año 2000, piensa el papel de Woodstock 99 en la eventual cancelación de la versión planeada para el 2019, celebración por el 50 aniversario que se fue al tacho de los desperdicios, y utiliza con inteligencia -a través del montaje y la voz en off de Bryan Vadnais- el diario de viaje de la víctima fatal, DeRosia, un fanático de Metallica que fue literalmente asesinado por el pogo de su banda favorita y por las circunstancias espantosas del recital en medio de la cultura caótica, under y extrema de los conciertos de antaño que generó debacles como la presente o la Tragedia de Cromañón del 30 de diciembre de 2004 en Buenos Aires, Argentina, otro episodio -aunque mucho más catastrófico- que disparó la paranoia institucional y terminó de reducir al nivel del cliché a una industria musical casi siempre tambaleante que hoy sólo sobrevive en términos cualitativos a través de artistas individuales como Queens of the Stone Age, Lana del Rey y Vampire Weekend, entre otros, gente que se corta sola a puro talento y sopesa con sensatez los pros y los contras de esa idiosincrasia ortodoxa rockera y popera que hemos arrastrado a lo largo del tiempo…

 

Woodstock 99: Paz, Amor y Furia (Woodstock 99: Peace, Love and Rage, Estados Unidos, 2021)

Dirección y Guión: Garret Price. Elenco: Jonathan Davis, Wesley Morris, Dave Mustaine, Carson Daly, Moby, Maureen Callahan, Dexter Holland, Steven Hyden, Scott Stapp, Dave Holmes. Producción: Adam Gibbs y Sean Keegan. Duración: 110 minutos.