La Cocina (The Kitchen)

El dilema entre luchar o transigir

Por Emiliano Fernández

Netflix nació allá en 1997 como un servicio de alquiler de películas en DVD entregadas mediante correo y recién una década después, en esencia copiando a YouTube, optó por el formato de streaming por suscripción que todos conocemos, una virtualidad que hasta no hace mucho tiempo parecía cosa de ciencia ficción y que se choca con el conservadurismo grasiento de siempre en materia del contenido en sí ofrecido al espectador, este último una cruza bastante pedestre entre los antiguos formatos del cine hollywoodense de los años 80 (comedias descerebradas, epopeyas de súper acción y esos melodramas con pretensión de seriedad o registro testimonial) y los recursos harto repetidos de la televisión y de su hijo esquizofrénico, aquel videocable de las postrimerías del Siglo XX (las series y miniseries clonadas de HBO, los documentales de bajo presupuesto sobre los más variados tópicos y especialmente la reconstrucción de casos criminales truculentos bajo el armazón retórico del docudrama). La popularidad de Netflix se basó en el carácter pionero de la empresa y los acuerdos con los fabricantes de televisores para incluir un acceso automático al servicio desde el control remoto, lo que generó mucho contenido basura y muy barato distribuido en todo el planeta mediante un modelo de embudo con clientes cautivos que se cayó a pedazos con la terrible pandemia del coronavirus, cuando cada gigante de Hollywood creó su propio streaming y dejó a Netflix en la hasta ese momento insólita posición de tener que competir con “premios y castigos” a sus suscriptores, léase bajando los precios en mercados con baja suscripción y aumentándolos en otros nichos con muchas cuentas individuales compartidas.

 

Si bien la empresa estadounidense está dando signos de profundizar la alternativa pútrida y reaccionaria que siempre abrazó en cuanto al contenido, sobre todo recuperando la vieja estrategia de la TV de comprar programas enlatados como telenovelas o el “entretenimiento deportivo”, categoría que empezó incluyendo la lucha libre y pronto se extenderá al fútbol y otras disciplinas con una llegada masiva semejante, lo cierto es que continúa obsesionada con las series copiadas de HBO y Showtime, los especiales cómicos para imbéciles modelo humor de yanquilandia y en especial los tanques de raigambre cínica como Dejar el Mundo Atrás (Leave the World Behind, 2023), de Sam Esmail, y de dejo festivalero melodramático símil La Sociedad de la Nieve (2023), de J.A. Bayona, en suma mamarrachos insoportables destinados a ese “espectador chatarra” promedio de Netflix que viene a reemplazar al público estándar globalizado de los grandes estudios de Los Ángeles, un consumidor o “no cinéfilo” de nula formación intelectual que privilegia el ocio por sobre el arte, se conforma con lo poquísimo que encuentra en el catálogo disponible y jamás busca por motu proprio alternativas de programación a pesar de que Internet las ofrece a montones, tanto si se pretende pagar como si se opta por la piratería. La Cocina (The Kitchen, 2023), debut en el largometraje de Daniel Kaluuya y Kibwe Tavares, es otro de esos productos de la empresa de la N roja que podría haber sido mucho mejor si no sucumbiese a los tics de la factoría en su acepción adusta, como por ejemplo un tono narrativo monocorde, muy poca imaginación visual, un metraje demasiado inflado y un guión redundante que gira sin cesar en círculos.

 

La obra del arquitecto reconvertido en cineasta Tavares y el célebre Kaluuya, aquí también escribiendo el guión junto a Joe Murtagh luego de hacerse famoso por sus intervenciones actorales en la recordada ¡Huye! (Get Out, 2017), de Jordan Peele, Pantera Negra (Black Panther, 2018), de Ryan Coogler, Viudas (Widows, 2018), de Steve McQueen, Queen & Slim (2019), de Melina Matsoukas, Judas y el Mesías Negro (Judas and the Black Messiah, 2021), de Shaka King, y ¡Nop! (Nope, 2022), también de Peele, se centra en una Londres distópica que se parece muchísimo a cualquier ciudad del Siglo XXI porque en pantalla el neoliberalismo destruyó las viviendas comunales financiadas por el Estado y obligó a los menesterosos, la enorme mayoría de la población, a vivir hacinados en complejos derruidos que los políticos, el aparato judicial, los conglomerados inmobiliarios y la policía pretenden desalojar para demolerlos y construir lindas y elevadísimas torres para la alta burguesía. En medio de la gentrificación, la pauperización capitalista y la represión directa e indirecta, la primera vía razzias policiales feroces y la segunda a través del boicot en agua y alimentos, vive en la villa miseria del título un joven llamado Izi (Kane Robinson alias Kano, una de las figuras centrales de la escena musical grime, mixtura del hip hop y el dance) que trabaja en una empresa funeraria y un día se topa con un hijo pequeño al que no reconoció porque no amaba a su madre, Benji (Jedaiah Bannerman), a quien adopta a regañadientes para que el mocoso no se junte con la pandilla de Staples (Hope Ikpoku Jnr), el cual cree en resistir e incluso contraatacar al poder psicopático, hambreador, cobarde y asesino del capitalismo.

 

No es de extrañar que la principal herramienta de Kaluuya para combatir la tendencia del film hacia el tedio, algo vinculado a cierta pretensión existencialista de base familiar que choca con todos los comentarios sociales del contexto ideológico de izquierda y del registro testimonial símil Gillo Pontecorvo, Costa-Gavras, Steven Soderbergh y Paul Greengrass, sea el estupendo desempeño de los tres protagonistas, el grupito de Robinson, Bannerman e Ikpoku, unos verdaderos genios en lo suyo que compensan con naturalismo y visceralidad los baches del relato y el hecho de que al susodicho le lleve la friolera de una hora de metraje terminar de delinear la premisa de base, hablamos del doble dilema entre por un lado luchar o transigir, entre el inconformista Staples o el irresponsable y acomodaticio Izi, y por el otro lado entre ayudar a los pobres que genera la explotación capitalista o dedicarse a negarlos y para colmo adoptar un estilo de vida burgués, en este caso el planteo tiene que ver primero con la pretensión fanática del funebrero de mudarse cuanto antes de La Cocina a un monoambiente higiénico en una torre para privilegiados del complejo inmobiliario Buena Vida, algo que planificó desde el egoísmo/ la pusilanimidad y excluyendo a Benji, y segundo con las actividades criminales compensatorias de Staples, quien roba comida para los habitantes de La Cocina y suele ingresar con los suyos en la Londres adinerada para saquear joyerías y destrozar la propiedad de ricachones varios, precisamente lo único que valoran los burgueses. Con interesantes intervenciones de un locutor radial que muere en manos de los esbirros de la ley en uno de sus embates represivos, Lord Kitchener (Ian Wright), el film de Kaluuya y Tavares no se engolosina con el fetichismo tecnológico o las secuencias de acción interminables, sin duda dos de los venenos más extendidos del cine del nuevo milenio, se ubica apenas por encima del paupérrimo nivel de Netflix, lo que por cierto es un logro menor aunque significativo, y en síntesis funciona como una necesaria apología de la solidaridad y las ofensivas más agitadas contra la lacra parasitaria neoliberal, esa que apunta a reemplazar al trabajo por la especulación y que siempre pretende carcomer derechos por los que se han derramado sangre y sudor a lo largo de los Siglos XIX y XX…

 

La Cocina (The Kitchen, Reino Unido/ Estados Unidos, 2023)

Dirección: Daniel Kaluuya y Kibwe Tavares. Guión: Daniel Kaluuya y Joe Murtagh. Elenco: Kane Robinson, Jedaiah Bannerman, Hope Ikpoku Jnr, Ian Wright, Henry Lawfull, Reuben Nyamah, Alan Asaad, Rasaq Kukoyi, Fiona Marr, Teija Kabs. Producción: Daniel Kaluuya y Daniel Emmerson. Duración: 109 minutos.

Puntaje: 5