Fue durante la Resistencia Francesa, al unirse a la Francia Libre en Londres en 1942, que el señor nacido Jean-Pierre Grumbach en 1917, año de la Revolución Rusa, adoptó el apellido de guerra Melville, homenaje directo a uno de sus escritores favoritos, el norteamericano Herman Melville, célebre autor de Moby Dick (1851) y Bartleby, el Escribiente (Bartleby, the Scrivener, 1853), apelativo que le calza como anillo al dedo no por la vinculación con el novelista y cuentista yanqui sino por el contexto bélico que abrazaría como propio por ideario y vocación y que extendería a su faceta artística/ profesional, literalmente marcada desde el principio hasta la etapa final por su carácter férreo batallante, por su sofisticación estética y narrativa y por una autonomía en lo que atañe a la creación concreta que llevaría hasta sus últimas consecuencias a través de motivos y latiguillos que se repetirían de película en película sin cesar, transformándolo de paso en uno de los primeros verdaderos autores modernos del séptimo arte y en el gran responsable de que la figura del director hoy sea homologada al padre ineludible del film en cuestión. Tomando gran parte de la fuerza retórica y de los recursos del western, el chambara o cine de samuráis y el policial negro tanto estadounidense como europeo, el parisino se posicionaría casi de inmediato como uno de los primeros realizadores posmodernos a toda pompa ya que su propuesta discursiva, plagada de desfasajes, anacronismos y detalles kitsch, fue en verdad revolucionaria para su época y lo más curioso de todo es que, pasadas ya tantas décadas desde su aparición, aún se yergue imbatible e inmaculada en las dos principales vertientes que supo trabajar, léase la vinculada concretamente a la coyuntura de la Segunda Guerra Mundial, esa de El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, 1949), León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961) y El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969), y la corriente ya más macro de los thrillers y dramas criminales de urbes enigmáticas, pensemos en Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956), Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, 1959), El Soplón (Le Doulos, 1962), Un Joven Honorable (L’Aîné des Ferchaux, 1963), Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, 1966), El Samurái (Le Samouraï, 1967), El Círculo Rojo (Le Cercle Rouge, 1970) y Un Policía (Un Flic, 1972), amén de algún caso especial como el de Los Niños Terribles (Les Enfants Terribles, 1950), colaboración de Jean-Pierre con el también monumental Jean Cocteau. Optando sin más por dejar de lado la digna aunque accesoria Cuando Leas esta Carta (Quand tu Liras cette Lettre, 1953), mixtura de melodrama, meditaciones delictivas y esa crisis religiosa que será mejor trabajada en León Morin, Sacerdote, a continuación analizaremos en profundidad las películas nombradas en calidad de hitos de una trayectoria estupenda y muy pareja ya que el director y guionista fue uno de los pocos creadores cinematográficos que pueden jactarse de jamás haber filmado una obra mala, abiertamente fallida o volcada a eventualmente traicionar su dialéctica indie, proeza sin igual en el reino de las carreras erráticas/ vergonzosas a niveles insospechados por un gran público que suele centrarse sólo en las propuestas más conocidas, famosas o populares y descartar al resto por pura vagancia y estupidez. La influencia de Melville en artistas futuros es francamente inabarcable y apenas si se puede tratar de esbozar porque incluye a la Nouvelle Vague de Jean-Luc Godard y Claude Chabrol, el Nuevo Hollywood de Martin Scorsese y William Friedkin, aquel eterno Nuevo Cine Alemán de Rainer Werner Fassbinder, la Matanza Heroica/ Heroic Bloodshed de John Woo y Ringo Lam, el Cinéma du Look de Luc Besson y el ecosistema independiente norteamericano de los 80 y 90 en línea con gente muy variopinta como Jim Jarmusch, Michael Mann y Quentin Tarantino, entre muchos otros que en mayor o menor medida malinterpretaron las enseñanzas del maestro o retuvieron algunas de sus marcas autorales aisladas para llevarlas al terreno de la violencia boba occidental o la referencia burda y muy hueca, interpretación que por cierto comparte el grueso de los espectadores y de la crítica de cine oligofrénica de hoy en día, cuando en realidad el acervo artístico del galo está inexorablemente atado a la elegancia, la insinuación, la paciencia, el lirismo existencialista, la angustia, ese fatalismo misantrópico, la camaradería masculina y en especial una perspicacia narrativa incomparable que ninguno de sus seudo discípulos pudo igualar jamás. En un tiempo como el presente en el que nadie se mira a sí mismo para aprender de sus errores y casi todos repiten como loros la misma cantinela de loas a un grupito cada día más reducido de “directores estereotipo” o artistas en general rubricados por la burbuja del mainstream, y a falta de un estudio valioso en serio que cubra la producción del francés, el presente dossier recuperará la obra de un genio que hizo del minimalismo y la sutileza sus grandes banderas y armas contra la uniformidad sin vida ni riqueza tanto del cine de género más impersonal como de su par de esos supuestos autores que siguieron al francés sin comprenderlo del todo ni valorarlo en su justa medida.
Índice:
El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, 1949):
Melville comenzó su derrotero como director siendo un paria a mitad de camino entre la imposición y el propio parecer, ya que luego de su rol como partisano en la Segunda Guerra Mundial apoyando a la Francia Libre de Charles de Gaulle, después denominada Francia Combatiente, contra el invasor alemán y el gobierno colaboracionista de la Francia de Vichy, de hecho esperaba que las autoridades galas le permitiesen convertirse en asistente de dirección mediante una licencia acorde, un anhelo ferviente de toda la vida porque desde niño sintió pasión por el séptimo arte, no obstante cuando de improviso le negaron esa posibilidad decidió encarar su propio periplo por fuera del entramado institucional de aquel período y así se negó a afiliarse al sindicato de realizadores, quedando obligado a comprar film para rodar en el mercado negro. El director de inmediato fundó su propio estudio, bautizado Melville Productions, y se convirtió en uno de los primeros verdaderos cineastas independientes modernos ya que en condiciones muy precarias dirigió, escribió, editó y produjo su ópera prima, El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, 1949), basada en esa novela homónima de 1942 de Jean Bruller que fue publicada en la clandestinidad bajo el seudónimo de Vercors para evitar represalias en el contexto de la ocupación nazi del país. La faena de por sí, rodada incluso en la casa de Bruller, constituye un muestrario fascinante de prácticamente todas las obsesiones temáticas y todos los latiguillos formales futuros del realizador, pensemos por ejemplo en esa coyuntura bélica siempre agitada, el estoicismo de la Resistencia Francesa, el carácter dubitativo de los personajes, el tono lírico y al mismo tiempo mayormente lacónico, la meticulosidad en la construcción de determinadas tomas y secuencias, el sutil minimalismo de la puesta en escena, el trasfondo humanista del relato, esa nostalgia onírica que lo empapa todo, una moral sacrificial y siempre tambaleante, los cuestionamientos en torno a la identidad nacional, los juegos con una cotidianeidad de anhelos y muchos temores, un manto de frustración omnipresente y las disputas dentro de la masculinidad y su latente hermandad. Todo transcurre en 1941 en una aldea de la Francia bajo el control directo germano, la del norte, donde una de las autoridades de las fuerzas de ocupación, el Teniente Werner von Ebrennac (Howard Vernon), se impone como huésped compulsivo en la casa de un carpintero veterano sin nombre conocido (Jean-Marie Robain) y su joven y bella sobrina (Nicole Stéphane), ocupando una habitación de la planta superior del inmueble. Von Ebrennac, poseedor de un semblante algo severo y una pierna izquierda rígida que lo hace cojear, en realidad dista mucho del hipotético monstruo despótico que los propietarios hubiesen querido para que resulte más fácil odiarlo porque el susodicho es un músico y un hombre muy culto, un compositor, que ama a Francia y su cultura y hasta considera que de la guerra surgirá una amalgama que beneficiará a ambos países en plan de heterogeneidad, enriquecimiento simbólico y fusión, por ello no se ofende cuando tanto la mujer como el hombre optan por no dirigirle la palabra en ningún momento a lo estandarte de resistencia pasiva ya que tamaña actitud, en simultáneo agresiva y abúlica, indica que la dignidad gala aún está a tope y que el derrotismo, la connivencia o la cobardía de índole complaciente no son respuestas mayoritarias, detalle muy valorado por el teniente, quien se siente ante un enemigo que se ufana de su seriedad y su autoestima guerrera. Mientras que el invasor cortés se apersona a la sala de estar durante las noches para calentarse frente al fuego de la chimenea, el tío fuma impasible su pipa y la sobrina teje también en silencio pero siempre atenta a los monólogos del alemán, quien por cierto de a poco se enamora de la muchacha en una situación tan insólita que incluye además encuentros varios en vía pública con el anciano, algún pasaje de Johann Sebastian Bach interpretado por el teniente en el armonio del hogar y hasta recuerdos del pasado del inquilino como su compromiso fugaz con una tenebrosa señorita alemana (Ami Aaröe), sádica que pasa de contemplar la grandiosidad de la naturaleza y ponderar su impronta sagrada a atrapar a un mosquito y torturarlo arrancándole una a una sus patas. La decepción del militar para con Alemania y su propia lectura ingenua de la guerra se produce de manera escalonada mediante una visita a París, el descubrimiento del horror de los campos de exterminio tracción a cámaras de gas y una charla con colegas oficiales castrenses que pone al descubierto que la única intención de los nazis para con el país es destruirlo y doblegarlo al extremo de garantizar su sumisión con el pavor y las masacres a discreción por cada acto de terrorismo contra las autoridades germanas, algo enfatizado mediante la reconversión de un amigo de Von Ebrennac (Denis Sadier) de un individuo sensible a otro pregonero más de las carnicerías bélicas y la censura cultural para edificar un Tercer Reich que dure mil años. Asqueado por la posición de sus colegas y superiores, el teniente opta por desobedecer tácitamente su destino de verdugo de civiles, manifiesta su gran indignación ante el tío y la sobrina y pide el traslado al frente de batalla en Rusia, así asistido por su joven ordenanza (Georges Patrix) se marcha de la casa aunque no sin antes recibir como regalo las únicas dos expresiones que escuchará de parte de sus casi siempre intransigentes anfitriones, hablamos de ese “entre, señor” que pronuncia el veterano cuando a su vuelta de la capital Von Ebrennac toca la puerta de la sala de estar previo al ingreso, como hacía antes pero sin recibir contestación alguna, y ese “adiós” que le obsequia ella en la despedida final, ya a sabiendas de que el alemán marcha a una muerte segura en combate que considera mucho más digna y acorde con la profesión militar que los múltiples crímenes de guerra del nazismo sobre los territorios ocupados. Apoyándose en algunos registros documentales de la etapa de la contienda y en un glorioso desempeño del director de fotografía Henri Decaë y del elenco en su conjunto, Melville en El Silencio del Mar analiza de manera magistral a la comunicación como una dimensión fundamental en el apuntalamiento identitario de los sujetos y sobre todo de su angustia, pensemos para el caso en la paradoja que motiva al convite desde el vamos ya que en los momentos de felicidad del alemán el silencio es infranqueable y así lo tolera y respeta bajo la idea de algún día vencerlo/ conquistarlo/ quebrarlo ganándose la deferencia de esos prisioneros implícitos en su propia morada, no obstante cuando la amargura se hace evidente porque las barrabasadas de las cúpulas castrenses y políticas impiden cualquier renuncia a la dialéctica ortodoxa de la Resistencia, Von Ebrennac por fin recibe las anheladas palabras de respuesta aunque ya en un instante empardado a su ocaso como artista, ser humano y soldado. Esta noción de la desilusión para con las “grandes causas” de la dirigencia del espantoso enclave público, cuya contraparte es el honor y la nobleza del individuo de a pie que prefiere desobedecer una orden criminal, se entremezcla con un pulso entre ensoñado, brutal, austero y poético que sintetiza de maravillas el fetiche melancólico del director y guionista con una época desaparecida en la que la promesa de cambio se alzaba en el horizonte y eventualmente se difuminaba frente al paradigmático quid envilecido del ser humano, de allí se explica la importancia que tendrá la Resistencia de la Segunda Guerra Mundial en el cine de Melville y no sólo en términos autobiográficos sino también en lo que atañe a este limbo existencial de lucha entre opuestos bajo ideales quebradizos y en materia de metáfora por antonomasia de las idas y vueltas actitudinales de los bípedos cuando se encuentran en una situación de mucha presión y deben mantenerse firmes por más que la solidaridad tienda a comprender en parte al adversario cual espejo quizás deformado de uno mismo. A contrapelo de los reduccionismos conceptuales de Hollywood y su demonización de los alemanes, Melville inaugura su cine y su gran adversario, los nazis y la complicidad de los franceses, no sólo humanizándolos de lleno sino subrayando una excepción hecha y derecha encarnada en el caballeroso y siempre correcto teniente, adepto a una verborragia florida que el realizador complementa con los monólogos interiores a lo narrador en off del tío, construyendo un clima enrarecido que le escapa tanto a la claustrofobia como al teatro filmado, basta con recordar que casi toda la realización transcurre en la sala de estar y con apenas estos tres personajes, el anciano tomando nota de los conflictos éticos del oficial y estimándolo cada jornada más por ello y la mujer no pudiendo evitar enamorarse del invasor, su decencia y su predicamento dentro de las paredes de esa humilde residencia que sus subalternos supieron confundir con un castillo de las inmediaciones, otro imprevisto que le generó gran felicidad al intercambiar ostentación con sutileza y calor humano, valores también muy apreciados por un germano que en pantalla se siente un pariente lejano del Capitán von Rauffenstein (Erich von Stroheim) de La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937), de Jean Renoir, y que se ve a sí mismo como aquella Bestia del célebre cuento de hadas de 1740 de Gabrielle-Suzanne Barbot de Villeneuve que muta en un caballero cuando su Bella descubre rastros de plegaria y amor en los ojos de su otrora carcelero, haciendo que el odio de la fémina se disipe y surja la cordialidad y el afecto entre ambos. El Silencio del Mar, título que hace referencia a la agitación falsamente silente de las aguas de alta mar, es una de las grandes obras de la historia del cine acerca de una lucha interna que se exterioriza con una apatía progresivamente más y más difícil de sostener porque al hombre y a la mujer les cuesta horrores despreciar a alguien que se llega a conocer a fondo muy a pesar de ellos mismos, justo como en este caso del extranjero homologado a pura xenofobia con el bárbaro y de a poco revelándose a sí mismo como un idealista y un romántico que puede renegar sin mayores problemas del chauvinismo entrecruzado de su época y que en última instancia se separa de todas las prácticas maquiavélicas y genocidas de las elites en el poder de su país.
El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, Francia, 1949)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Howard Vernon, Jean-Marie Robain, Nicole Stéphane, Ami Aaröe, Georges Patrix, Denis Sadier, Max Fromm, Claude Vernier, Fritz Schmiedel, Max Hermann. Producción: Jean-Pierre Melville. Duración: 87 minutos.
Los Niños Terribles (Les Enfants Terribles, 1950):
Producto de la muy buena acogida de El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, 1949), Melville recibió el encargo por parte de Jean Cocteau, quien venía de dirigir clásicos del surrealismo y la visceralidad como La Sangre de un Poeta (Le Sang d’un Poète, 1932), La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946), El Águila de Dos Cabezas (L’Aigle à Deux Têtes, 1948), Los Padres Terribles (Les Parents Terribles, 1948) y Orfeo (Orphée, 1950) en lo que tranquilamente se puede catalogar como su período profesional más activo e interesante en términos cinematográficos, de adaptar para la pantalla grande su novela homónima de 1929, sin duda una de las incursiones más famosas en la literatura del célebre poeta, pintor, dramaturgo, diseñador, crítico, artista visual y director francés. El guión del propio Cocteau, con una colaboración no acreditada del joven Melville, sigue al pie de la letra las páginas de la novela y le permite a ambos artistas pulir o retomar sus obsesiones pasadas y/ o futuras, pensemos que para el amigo Jean-Pierre la experiencia representaba un regreso a la cotidianeidad enrevesada y conflictiva de su ópera prima, el arte de porfiar en las luchas de entrecasa, el humanismo minimalista del relato, los ataques a la identidad estanca individual o popular y especialmente los deseos y miedos que se esconden en los rituales en apariencia más prosaicos, amén de la oportunidad de sustituir aquella nostalgia y aquel pulso retórico lírico por un esquema narrativo mucho más irónico y dinámico cuasi histérico, mientras que para Cocteau el asunto hacía las veces de una vuelta a su fetiche para con los vínculos sadomasoquistas y bastante demenciales, por un lado, y los tabúes sociales que piden a gritos ser visibilizados o hasta destrozados, por el otro lado, en el caso que nos ocupa nada menos que el incesto entre hermanos y una homosexualidad tácita que se trabaja de manera tangencial y algo sarcástica a través de un macho al que se idolatra, un personaje malvado que seduce y atrae a todos como un imán, que de golpe se convierte en una hembra adorable pero común y corriente, también despertando pasiones aunque no al nivel de su doppelgänger masculino aterrador. Como acontece con casi todas las películas de Melville, la historia es muy sencilla y se centra en dos hermanos que mantienen una relación simbiótica y ciclotímica llevada al límite de la cordura, Paul (Edouard Dermithe, amante por entonces de un Cocteau al que le encantaba fichar en sus películas a sus parejas, recordemos al genial Jean Marais de La Bella y la Bestia y Orfeo), un adolescente de 16 años, y la histriónica Elisabeth (Nicole Stéphane, ya vista en El Silencio del Mar aunque ahora compensando con una catarata de verborragia aquel mutismo de antaño), una señorita un poco mayor que está a cargo del departamento familiar porque el padre aquí no existe y la madre está convaleciente en una cama por una enfermedad sin especificar. El catalizador de la acción nos sitúa en una batalla campal de bolas de nieve entre los estudiantes del instituto de Paul y pasa por un proyectil helado con una piedra en su interior que le regala el infame Dargelos (Renée Cosima), su supuesto mejor amigo y un niño al que él venera, en realidad un ser despreciable, egoísta y sádico que paradójicamente despierta la fascinación de todos a su alrededor, compañeros y profesores, y que llega incluso a tirarle pimienta en la cara al director del colegio (Jean-Marie Robain, otro intérprete que viene del debut del realizador del año anterior), ganándose una rauda expulsión. Paul, un sonámbulo que adora una foto de Dargelos travestido para una obra de teatro, Athalie (1691), de Jean Racine, protagoniza constantes “juegos” con su hermana que se reducen a pugnas verbales ultra frenéticas y agresivas en las que gana quien tiene la última palabra, además ambos gustan de robar cosas inútiles de las tiendas para agregarlas a un “tesoro” que guardan en un cajón de una cómoda de su casa, de la que por cierto casi nunca salen y para colmo los dos duermen en la misma habitación sin preocuparse demasiado por la privacidad ni manifestar problema alguno ante la desnudez del otro. Las cosas se exacerban paulatinamente porque el piedrazo camuflado de nieve de Dargelos pone en evidencia la debilidad del corazón del joven y así el doctor de la familia (Maurice Revel) decreta que Paul debe guardar un reposo absoluto que lo lleva a abandonar de lleno la escuela y a pasar -ahora sí- todo el día con la maternal Elisabeth, siendo el amigo de la infancia de los dos, Gérard (Jacques Bernard), su único contacto con el exterior del hogar. La madre eventualmente fallece y el primer gran cambio aparece bajo la forma de un viaje turístico en conjunto a un pueblo costero durante las vacaciones del tío de Gérard (Roger Gaillard), donde los hermanos obligan al muchacho a robar una regadera de un almacén polirubro, y después Elisabeth comienza a trabajar como mannequin en un local de Christian Dior mostrando los vestidos a las clientas, donde conoce a una colega muy afable llamada Agathe (Cosima, ahora como mujer) a quien invita a vivir con ellos en el departamento, incluso alojándola en la otrora habitación de la madre. De este modo el enredo sentimental de cabecera termina de redondearse porque Paul se enamora de inmediato de Agathe debido a que es idéntica al Dargelos travestido de la foto pero no le dice nada, optando en cambio por mostrarse celoso en relación a su hermana primero por la presencia de la chica en el hogar y luego por la pretensión de Elisabeth de casarse con un judío norteamericano muy rico, Michael (Melvyn Martin), quien muere en un accidente automovilístico luego de la boda y así convierte a su esposa de apenas horas en una magnate con una mansión enorme, invitando no sólo a su hermano sino también a Agathe y Gérard a convivir con ella porque se siente sola en el majestuoso caserón. Las peleas banales de reafirmación identitaria entre Paul y Elisabeth continúan pero ella se da cuenta de que su hermano quiere avanzar en su romance con Agathe, por ello maquina un plan para separarlos con mentiras y hasta hace de celestina para edificar de la nada una relación romántica entre la muchacha y un Gérard que encima siempre estuvo enamorado de Elisabeth y tampoco se atrevió a decírselo. Después del matrimonio entre los amigos de los hermanos, la flamante pareja de diseño cae en la mansión de visita y Gérard le comenta a Paul que se reencontró con un Dargelos ya mayor, domesticado/ demasiado tranquilito y transformado en un representante comercial de una marca de coches que viaja siempre entre Indochina y Francia, el cual le envió un derivado del opio recordando la predilección de Paul por coleccionar venenos de la más variada naturaleza. El asunto desemboca en una doble debacle ya que efectivamente el hermano de Elisabeth utiliza el ponzoñoso regalo de Dargelos para quitarse la vida ante una Agathe que descubre la confabulación de su otrora colega mannequin con el objetivo de que nadie la aparte de su querido hermano fetichizado, quien muere en una situación ya tragicómica que Elisabeth interpreta como otro juego más y así se reserva la última palabra duplicando el gesto de Paul al volarse la tapa de los sesos con una pistola momentos luego del fallecimiento del personaje de Dermithe. Melville, un célebre perfeccionista y alto maniático al momento del rodaje, le cede protagonismo a un Cocteau al que definitivamente admiraba mucho porque le permitió oficiar de narrador en off a lo largo de toda la película, incluir a su amante en el papel de Paul, concederle un importante peso discursivo a su sonambulismo nocturno cual homosexualidad negada de día, rodar la escena de la muerte de Michael debido al agotamiento de Jean-Pierre y hasta incorporar una paradigmática secuencia onírica surrealista a lo La Sangre de un Poeta mediante aquel estupendo sueño del domingo de Elisabeth llegando el desenlace, cuando se imagina a Paul caminando hacia atrás y a ella misma subiendo en bata una colina boscosa marcada por una alfombra que la lleva a una mesa de billar sobre la que está tumbado su hermano agonizante, ese que muere en simultáneo al sonido del timbre de la puerta de la mansión cortesía de una Agathe que arriba para la escena final. Los Niños Terribles (Les Enfants Terribles, 1950), en consonancia con su título, explora el sustrato pueril caprichoso del ser humano y lo importante que resultan los juegos claustrofóbicos de la imaginación para la construcción de la compleja psiquis de los sujetos, un ambiente tan abstracto como material simbolizado en el relato no sólo a través de los hurtos y el lenguaje particular que los hermanos crearon para comunicarse entre sí y designar a los componentes de su mundo compartido sino también mediante el humilde departamento del dúo y la mansión posterior, inmueble en el que Paul recupera sus obsesiones de antaño al apropiarse de una galería que no conduce a ningún lugar para reconstruir aquel cuartito que compartió con Elisabeth sirviéndose de unos biombos, una vieja alfombra, la cama, una lámpara, una silla, unas botellas, un ridículo busto con un bigote pegado y por supuesto la cómoda con el tesoro de los hermanos, gran sinónimo de la peligrosidad y el acervo contracultural de la mejor niñez, la aguerrida y anárquica. En este sentido, retomando lo que decíamos al principio, Dargelos y Agathe constituyen dos caras de la misma moneda del amor, la venenosa y la apacible, y en gran medida hacen las veces de una separación tajante entre la sinceridad violenta y libidinosa de la homosexualidad masculina y el fariseísmo de las ceremonias sociales de apareo bajo el prisma de una heterosexualidad que termina siendo mucho más neurótica y ambivalente, típica crítica solapada de Cocteau a unas mayorías aburridas o castradas que se debaten entre vínculos forzados, carentes de amor, marchitos, patológicos o directamente incestuosos como los que caracterizan al cuarteto protagónico, Gérard, Agathe, Elisabeth y Paul, ejes de constantes frustraciones entrecruzadas por la incapacidad de volcarse a la honestidad y dejar de lado las máscaras de fortaleza y a la par hiper frágiles que cada uno suele utilizar para acercarse o alejarse del otro en función de contiendas dialécticas que se pisan la cola todo el tiempo e incluso atan a los personajes, ya sin duda mayorcitos a partir del segundo acto de la trama, a un ecosistema y a una estructura mental infantil de apegos fanáticos, mucha morbosidad y una espiral sin fin de diversas compulsiones que a su vez les impiden disfrutar en serio de la vida y sus seres queridos. Nuevamente amparándose en un gran trabajo del elenco y del director de fotografía Henri Decaë, más el frondoso vestuario del mismo Dior, Melville adapta con comodidad sus latiguillos a la producción artística de Cocteau y genera un retrato magnífico de una faceta de la juventud nunca del todo explorada con meticulosidad y verdadero desparpajo por el cine, hablamos de la más lúdica, salvaje e impredecible que disfruta de la dependencia emocional para con el otro, sea éste un hermano, un padre, un amigo o un compañero de colegio, y de simplemente lastimar al prójimo por el placer atávico del poder, algo que abarca al misterioso Dargelos pero también a los hermanos, consideremos la escena del “robo inducido” de Gérard o aquella otra del restaurant en la que Paul y Elisabeth le sacan la lengua a una nena para que se queje y su madre le pegue una buena cachetada por considerarla una mentirosa, núcleo de otro juego acerca del rol fundamental del dolor en el aprendizaje ya que nadie incorpora nada valioso a su persona siendo un burgués mimado y tonto adepto a la autoindulgencia.
Los Niños Terribles (Les Enfants Terribles, Francia, 1950)
Dirección: Jean-Pierre Melville. Guión: Jean Cocteau y Jean-Pierre Melville. Elenco: Nicole Stéphane, Edouard Dermithe, Renée Cosima, Jacques Bernard, Melvyn Martin, Maria Cyliakus, Jean-Marie Robain, Maurice Revel, Roger Gaillard, Jean Cocteau. Producción: Jean-Pierre Melville. Duración: 107 minutos.
Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956):
Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956), rodada a lo largo de dos años y definitivamente escrita para Jean Gabin, actor que resultó bastante caro para los presupuestos que Melville manejaba para mediados de la década del 50, no sólo es la primera incursión del director y guionista en el drama criminal sino una de las primeras películas posmodernas a toda ley ya que la faena que nos ocupa puede leerse como un pastiche entre la coyuntura y el idioma francés de nacimiento del señor y una serie de detalles directamente extrapolados del cine norteamericano delictivo de entonces y específicamente de lo que después daría en llamarse film noir, hablamos de la vestimenta, la actitud de los personajes, las relaciones entre ellos, las compulsiones que los alimentan y sobre todo determinados latiguillos del relato que en conjunto dan forma a nada menos que la premisa del convite, vinculada a un robo que se cae a pedazos y planificado por un gangster veterano. La película en sí combina elementos del pasado muy reciente que en varios casos bien podría haberse tratado de un desarrollo paralelo de parte de Melville más que de una simple apropiación y adaptación a instancias del futuro experto en el rubro criminal, así tenemos precisamente a ese Gabin entrado en años que sale del retiro de Grisbi (Touchez pas au Grisbi, 1954), de Jacques Becker, el asalto que sale mal de la gran madre de las propuestas de atracos o heist movies, Mientras la Ciudad Duerme (The Asphalt Jungle, 1950), de John Huston, y el ardid retórico de los hombres cavando su propia tumba al confiar en -o simplemente presumir ante- las mujeres, algo que puede verse tanto en Casta de Malditos (The Killing, 1956), de Stanley Kubrick, como en otra de las legendarias adaptaciones galas del acervo creativo yanqui, Rififí (Du Rififi chez les Hommes, 1955), de Jules Dassin, amén de diversos motivos ya más macros del género como por ejemplo el último robo a lo promesa de jubilación bien cómoda, la dialéctica entre el maestro y el discípulo/ protegido/ alumno, la amistad entre pares del gremio clandestino, las dos variantes de la femme fatale, léase la destructiva consciente y la que genera un huracán desde su ingenuidad, ese vínculo cordial aunque tambaleante -en parte también producto de la iconografía del western- entre forajidos y fuerzas de la ley, el infaltable robo en apariencia imposible, una hermandad masculina que en gran medida se sostiene por el dinero y una ética de fierro, la aparición de un financista misterioso, el fluir de un plan perfecto que demuestra no serlo y desde ya el encadenamiento más vulgar y tontuelo de tropiezos, imprevistos y una codicia que empantana las intenciones de gloria de fondo. Ante la imposibilidad de contratar a Gabin para interpretar al protagonista, Robert “Bob” Montagné, el realizador se obsesionó con conseguir a un actor muy conocido de los años 30 y principios de la Segunda Guerra Mundial, Roger Duchesne, sobre el que regía una tajante prohibición de volver a trabajar en el ambiente cultural francés debido a su colaboracionismo para con la Gestapo durante la ocupación alemana del país, señor que de hecho no tuvo problema alguno en codearse con un ex partisano como Jean-Pierre y que prácticamente hace de sí mismo en la gran pantalla ya que había sido ladrón de bancos y también ludópata en una mixtura sutil entre aquella realidad ya algo lejana y la ficción del guión de Melville y Auguste Le Breton, este último responsable asimismo de la citada Rififí, Razzia en los Fumaderos (Razzia sur la Chnouf, 1955), de Henri Decoin, y El Clan de los Sicilianos (Le Clan des Siciliens, 1969), de Henri Verneuil. Montagné constituye el epítome o quizás el súmmum de los jugadores compulsivos de la historia del cine, en esencia un ladrón que lleva dos décadas alejado de su otrora profesión luego de pasar un tiempo en la cárcel y ahora consagrado a gastar hasta su último morlaco en constantes juegos de azar de los que no puede sustraerse, desde el póker y los dados hasta el trile y las tragamonedas, llegando incluso a tener una propia en un armario de su lujoso departamento parisino de Montmartre. El veterano, muy querido y muy respetado en la comunidad por su talante caballeroso e integridad, se pasa las noches en vela apostando y perdiendo gran parte de su capital mientras conversa con un par de amigos, el también mayorcito Roger (André Garet), hoy dueño de un garito y ex cerrajero y ex convicto especializado en cajas fuertes, y el joven Paulo (Daniel Cauchy), a quien Robert le prohíbe de lleno montar un negocio turbio con un proxeneta al que desprecia, Marc (Gérard Buhr), el cual tiene sobre su cabeza una acusación policial de violencia debido a que le pegó a su pareja/ furcia, una tal Lydia que yace en el hospital. Mientras que otro amigo del protagonista, el Comisario Ledru (Guy Decomble), oficial al que Bob le salvó la vida en un tiroteo de antaño, presiona a Marc para que se transforme en informante y le pase algún dato jugoso sobre los bajos fondos metropolitanos con vistas a fabricar un caso, Robert también aleja de las manos del alcahuete a una hermosa meretriz adolescente que recorre las calles de Montmartre, Anne (Isabelle Corey), incluso permitiéndole dormir en su hogar y facilitando un romance entre ella y Paulo, ambos de la misma edad. En medio de todo esto Roger y su amigo marchan a un hipódromo de las afueras de París y allí Bob gana una buena suma que luego dilapida en el casino de Deauville, donde el dueño del garito se reencuentra con un ex colega criminal hoy devenido croupier, Jean (Claude Cerval), el cual le comenta que en el apogeo de la temporada, léase las vísperas del gran premio del hipódromo, en la caja blindada del casino puede haber hasta 800 millones de francos en efectivo. Roger le pasa el dato a un Robert al que se le iluminan los ojos y comienza a planificar el asalto, proyecto que implica por un lado prometerse a sí mismo no jugar más hasta que el robo esté finiquitado y por el otro lado conseguir los planos del edificio y el modelo y especificaciones generales de la caja fuerte, datos suministrados por el croupier a cambio de 500 mil francos. El financista es McKimmie, el Escocés (Howard Vernon), ricachón y ex criminal que acepta entregarles ocho millones si le ceden la mitad del botín, lo que les permite a Montagné y sus cofrades, Paulo y Roger, contratar a un pelotón de asaltantes profesionales para que ayuden a entrar a mano armada en el casino y garantizar la tranquilidad mientras el cerrajero hace lo suyo con una puerta de cuatro cerraduras de una caja sobre un ascensor hidráulico montado en un habitáculo de cemento, sin embargo todo empieza a trastabillar por culpa de la idiotez masculina y la ambición o candidez de las mujeres de turno, empezando por un Jean que le compra una ostentosa pulsera a su esposa, Suzanne (Colette Fleury), fémina pancista que le saca la verdad y se propone extorsionar a Bob para no avisarle a la policía sobre el atraco, y continuando con un Paulo que le comenta en la intimidad a Anne acerca del plan con el objetivo de impresionarla y retener a la escurridiza muchacha, quien a su vez le cuenta todo a su amante pasajero, ese pérfido Marc dispuesto a pasarle el dato a Ledru para comprar su libertad a pesar de la paliza contra Lydia. Anne comprende rápido lo que hizo y le avisa a un Montagné que condena la necedad de Paulo, joven que al enterarse rastrea y se carga a Marc segundos antes de que le comunique por teléfono al comisario el asuntillo del asalto, no obstante la otra filtración no se puede detener porque el croupier y su esposa buscan a lo largo de Montmartre a Robert para sacarle más dinero pero como no lo hallan, deciden denunciarlo de manera anónima ante un Ledru que hace todo lo posible para verificar la información porque no desea tener que arrestar a su amigo, señor que por cierto le niega todo en la cara y poco después parte hacia el casino. Convencido de la veracidad de la amenaza, el oficial marcha con sus hombres a Deauville para emboscar a los ladrones antes de que todo comience a las cinco de la mañana, ahora con el mismísimo “Bob, el jugador” cayendo en su vicio/ adicción de antaño porque estando en el casino no puede contenerse y falta a su promesa de abstinencia lúdica, lo que contra todo pronóstico lo lleva a ganar una fortuna con las cartas y a olvidarse de que estaba allí para vigilar en los instantes previos al atraco. En la balacera entre policías y criminales muere Paulo y el protagonista termina efectivamente siendo arrestado por el comisario, con la mitad de la banda huyendo y la otra también siendo apresada a medida que los uniformados cargan los billetes recién ganados en el baúl del coche oficial. Mientras que una Anne inconsciente de los hechos espera al veterano en su departamento y Jean se esconde en su casa por pura cobardía y para no verse aún más involucrado, Ledru le dice a su amigo que su condena será de cinco años y que con buena conducta y un buen abogado puede bajar a tres, a lo que Montagné responde que si se resfriase en la celda incluso podría exigir una compensación por daños y perjuicios en los tribunales. A la película, objeto de una remake digna y no mucho más a cargo del irlandés Neil Jordan, Un Gran Ladrón (The Good Thief, 2002), en muchas ocasiones se la considera un ejemplo o un antecedente explícito de la Nouvelle Vague por la presencia de los futuros fetiches del realizador y determinadas técnicas que utilizó en la faena, como por ejemplo el trasfondo delictivo parisino, el doble filo del amor, una traición que se asoma en el horizonte, el gustito por filmar en locaciones, la recurrencia de cámaras en mano y en especial los saltos estrambóticos de la edición de Melville y sus fugaces aunque cruciales intervenciones como narrador en off para situarnos en la acción, regalarnos chispazos de lirismo y/ o aclarar el sentir y las tribulaciones del adalid de las apuestas, sin embargo a decir verdad el tremendo Jean-Pierre renegó una y otra vez de cualquier filiación con el movimiento en torno a Cahiers du Cinéma -como padre o hermano de aquellos autores- tanto porque siempre prefirió la paz de una soledad creativa que lo aleje del mar del cotilleo y la repetición nacional francesa como debido a que sus trabajos son reapropiaciones del acervo norteamericano de muy distinta índole con respecto a sus homólogas del primer Jean-Luc Godard, entre otros, ya que la impostación experimental e hiper reflexiva de este último y sus colegas generacionales poco y nada tiene que ver con el ideario de un Melville al que le interesaba en serio construir un cine de género elegante que repensase el costado más nostálgico y nihilista de ese film noir tanto galo como estadounidense que surgió bajo el fuego, las miserias y los múltiples conflictos sociales de la Gran Depresión, la Ley Seca, el contrabando y la masificación e internacionalización de las mafias citadinas. Realización favorita de gente tan diversa como Claude Chabrol, Jim Jarmusch, Quentin Tarantino, Paul Thomas Anderson, Mike Hodges y el propio Godard, Bob, el Jugador se divide en una introducción, vinculada al desarrollo de personajes y a los primeros e hilarantes desfasajes de la obra de Jean-Pierre entre un contexto y un argot parisino y un vestuario, nombres de personajes y hasta un soundtrack ultra jazzero de cadencia yanqui, y una segunda parte, la correspondiente al asalto frustrado en sí, en la que el trasfondo de amalgama caprichosa posmoderna se diluye y en gran medida se naturaliza dentro del andamiaje del relato para dejar paso a los engranajes y motivos clásicos del cine de género decididamente inspirado en la estructura del folletín literario del pasado, además remarcando que el sustrato de pose metadiscursiva cool tiene fecha de vencimiento porque cansa rápidamente y no conviene estar siempre preso de esa reinterpretación que tanto fetichizaron desde Godard hasta Tarantino, constituyendo una maravillosa excepción Chabrol porque el señor entendió y tomó nota de las enseñanzas de Melville y del otro gran amante del cine honesto a secas previo a la Nouvelle Vague, Henri-Georges Clouzot, dos artesanos del lenguaje juguetón pero asimismo orientado a la garra narrativa más coherente y sincera. La gloriosa y muy medida labor de Duchesne, única película por la que eventualmente sería recordado más allá de sus pequeñas intervenciones en El Golem (Le Golem, 1936), de Julien Duvivier, y Confesiones de un Tramposo (Le Roman d’un Tricheur, 1936), de Sacha Guitry, está complementada a la perfección por el estupendo desempeño del resto del elenco, por la fotografía del ya colaborador habitual Henri Decaë, por el diseño de producción de estética y patrones geométricos ultra maniáticos de Claude Bouxin, por el montaje vanguardista de Monique Bonnot y por la música prostibularia y seductora de Eddie Barclay y Jo Boyer, todos ingredientes que se unifican a pura armonía en un retrato agridulce y fascinante de los callejones sin salida de los marginados, sus rachas esporádicas de buena suerte, los gestos de gratitud que tanto atesoran y sus atentados terroristas contra un enjambre capitalista/ plutocrático/ represivo que ve con indignación y furia cómo siempre hay alguien dispuesto a refregarle en el rostro su propia obsesión especulativa y cómo aquella frontera entre los maleantes y los esbirros de la ley se desvanece tracción a una convivencia y una relativa solidaridad de los que desprecian implícitamente a la mediocridad de la mayoría del pueblo, sumisión representada en el croupier dominado por su esposa pero también en ese Marc dispuesto a bajarse los pantalones y a negar su dignidad y el código de honor del submundo delictivo con tal de obtener una mínima prebenda. La filosofía hustoniana de los “grandes anhelos” individuales reducidos paulatinamente a cenizas aquí se resume en un Montagné que considera a la vida un juego con chances iguales de salir airoso o perderlo todo a la vuelta de la esquina, por ello mismo el azar parece burlarse de Robert porque le concede aquella riqueza del casino justo en el momento en el que está dispuesto a apostar su aliento vital en el robo, aunque también es posible leer al asunto como un espaldarazo afectuoso del destino gracias al hecho de que el dinero servirá para el abogado que lo sacará de prisión cual balanza que equilibra lo bueno y lo malo para en suma dejarlo en el mismo exacto lugar en el que estaba cuando comenzó este accidentado derrotero, alegoría sobre el laberinto existencial de lo aleatorio que se mofa de nuestros sueños y nuestra inteligencia.
Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, Francia, 1956)
Dirección: Jean-Pierre Melville. Guión: Jean-Pierre Melville y Auguste Le Breton. Elenco: Roger Duchesne, Daniel Cauchy, Isabelle Corey, Guy Decomble, André Garet, Gérard Buhr, Claude Cerval, Colette Fleury, Howard Vernon, Jean-Pierre Melville. Producción: Jean-Pierre Melville, Serge Silberman y Roger Vidal. Duración: 102 minutos.
Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, 1959):
Aquel monumental gesto de Melville en Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, 1959) de abandonar temporalmente Francia, rodar en locaciones neoyorquinas y para colmo situarse a sí mismo en medio de la acción de esa ciudad que tanto amaba a través del filtro lustroso del celuloide, supera a todos los planteos posmodernos posteriores de cualquiera de sus múltiples seguidores y/ o fanáticos en los rubros hermanados de los realizadores, los guionistas, la prensa y el público, reinterpretación que en el caso del genio galo nunca resulta banal o caprichosa porque el señor efectivamente crea en pantalla una metrópoli cautivadora y ensoñada, por momentos de resonancias artificiales preciosistas, pero en simultáneo sin descuidar las lecciones aportadas por Jules Dassin en materia del retrato crudo de los grandes avisperos y sus maltrechas vías de comunicación, pensemos para el caso en clásicos del film noir como Rififí (Du Rififi chez les Hommes, 1955), La Noche y la Ciudad (Night and the City, 1950), Carretera de Ladrones (Thieves’ Highway, 1949) y sobre todo La Ciudad Desnuda (The Naked City, 1948), esta última un estudio de marcada impronta documentalista de la Gran Manzana y sus diversos habitantes. En cierta medida anticipándose a los lienzos nocturnos y/ o mini road movies criminales de Martin Scorsese en sintonía con Calles Salvajes (Mean Streets, 1973), Taxi Driver (1976) y hasta Después de Hora (After Hours, 1985), la faena que nos ocupa también explora el costado sórdido, la angustia y la ambivalencia moral que se ocultan detrás del laberinto hipnótico de calles, edificios, aglomeraciones y carteles de neón ahora con el objetivo de cuestionar la ética de los hombres públicos que controlan en mayor o menor medida la formación del imaginario colectivo y el destino más prosaico de nuestros países, a la par anticipándose a películas como Un Tiro en la Noche (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962), de John Ford, y Pat Garrett & Billy the Kid (1973), de Sam Peckinpah, en lo que atañe a poner al descubierto cómo los criterios de bien común y de verdad no suelen ir de la mano y cómo la manipulación de los hechos puede ser igual de desdeñable tanto a cargo de un carroñero que privilegia el lucro sensacionalista/ morboso/ macabro como a instancias de un supuesto adalid de la moral que pretende proteger la reputación de un hombre poderoso que supo servir con hidalguía a su nación, hoy rebajado al estrato de un payaso mujeriego que despierta una execrable red de complicidades post mortem para tapar sus chanchullos del fariseísmo burgués. Dos Hombres en Manhattan constituye sin duda una de las primeras realizaciones modernas que ofrecen una perspectiva foránea de la cultura norteamericana, ahora vista a través de los ojos franceses de un Melville que en ningún momento pretende acomodarse en un cien por ciento a la sociedad yanqui símil huésped dócil ni mucho menos al aparato productivo hollywoodense acartonado como hiciesen la multitud de cineastas europeos exiliados en Estados Unidos con motivo de la Segunda Guerra Mundial, señores que hicieron todo lo posible para camuflar su perspectiva de extranjeros y evitar toda xenofobia acoplándose sin rispideces al clasicismo narrativo del mainstream vernáculo, y de este modo el amigo Jean-Pierre da uno de los primeros pasos en una futura tendencia que abarcará desde denuncias furibundas del sueño americano como una gran estafa, en línea con Stroszek (1977), de Werner Herzog, hasta exploraciones más abstractas o quizás hermanadas al realismo mágico, recordemos en este sentido Sueño de Arizona (Arizona Dream, 1993), de Emir Kusturica. Aquí, en el único papel protagónico de su carrera, el Melville actor no sólo demuestra una solvencia inusitada sino que logra amplificar esos chispazos de talento interpretativo que pudieron verse tanto antes como después de Dos Hombres en Manhattan en roles acreditados y no tanto de Orfeo (Orphée, 1950), de Jean Cocteau, Amor de Bolsillo (Amour de Poche, 1957), de Pierre Kast, Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Jean-Luc Godard, El Signo de Leo (Le Signe du Lion, 1962), de Éric Rohmer, Combate en la Isla (Le Combat dans l’île, 1962), de Alain Cavalier, y Landrú (1963), de Claude Chabrol, amén de su recordado narrador en off de tono lírico de Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956). En la sede de Nueva York de la Organización de las Naciones Unidas se produce una llamativa ausencia, la del jefe de la delegación francesa, un tal Fèvre-Berthier, que provoca un resultado muy específico en una votación que parece inocente o puede esconder algo más, hablamos de la correspondiente a la inclusión de un nuevo e ignoto Estado dentro del colectivo internacional. La noticia rápidamente vuela por todo el globo y genera diversas especulaciones que llevan a despertar el interés del jerarca de la Agencia de Prensa Francesa del Rockefeller Plaza, Aubert (Jean Lara), el cual a su vez le encarga investigar el asunto a un reportero con fama de “búho nocturno que conoce Manhattan”, Moreau (Jean-Pierre y su semblante ultra taciturno y voz cavernosa de locutor veterano), señor que primero entrevista a Leslie McKimmie (Jerry Mengo), el mandamás del Departamento de Información Pública, y luego a la secretaria lesbiana del desaparecido, Françoise Bonnot (Colette Fleury), en ambos casos no consiguiendo ningún dato valioso salvo la certeza de que su desaparición no fue premeditada ya que su familia tampoco sabe nada de él, al igual que sus colegas de la delegación gala. Agotados los recursos propios a nivel de la información y los chismes del rubro diplomático, Moreau decide unir fuerzas con un amigo fotógrafo, inescrupuloso y alcohólico que trabaja como corresponsal para la revista France-Match, Pierre Delmas (Pierre Grasset), al cual encuentra en la cama luego de una borrachera y algo de sexo y con quien comienza un periplo nocturno que los lleva a visitar a tres mujeres con las que Fèvre-Berthier, un hombre casado y padre de una hija, fue visto en diferentes circunstancias y captado por la cámara indiscreta de Delmas, hablamos de la actriz teatral Judith Nelson (Ginger Hall), con la que charlan tras bambalinas de una obra de Broadway, la cantante de jazz Virginia Graham (Glenda Leigh), a la que hallan en plena sesión de grabación en Capitol Records, y la stripper malhumorada y soberbia Bessie Reed (Michèle Bailly), fémina que baila en un tugurio concurrido del distrito de Brooklyn. Cuando estaban por tirar la toalla por todo el trabajo en vano sin dar con el paradero del diplomático, incluso habiendo visitado a una prostituta platinada de un burdel de alto perfil especializado en políticos, magnates y semejantes, Gloria (Monique Hennessy), el dúo escucha por radio en un restaurant que Nelson intentó suicidarse cortándose las venas y así se dirigen al Hospital Roosevelt, donde mediante artimañas logran colarse en la habitación de la actriz y así Moreau con cortesía le saca que quiso quitarse la vida porque era la amante de un Fèvre-Berthier ya fallecido al que adoraba, dato que desata la voracidad de un Pierre que comienza a sacudir en su cama a la débil Judith hasta que le comunica que el cadáver está en el departamento de la mujer y que el hombre murió por un súbito ataque al corazón mientras ella estaba descansando. El fotógrafo roba las llaves del hogar de la convaleciente y ambos se dirigen hasta el lugar, descubriendo efectivamente el cuerpo de Fèvre-Berthier en un sillón de la sala de estar, lo que genera por un lado que Moreau llame por teléfono a Aubert para que éste lo ponga en contacto con un superior vinculado al Estado Francés, Rouvier (Jean Darcante), el cual de inmediato se dirige al departamento, y por el otro lado que Delmas mueva el cadáver desde el living hacia la cama del dormitorio con vistas a escenificar una situación lúgubre y libidinosa, con foto enmarcada de la amante incluida, a partir de la cual lucrar vendiendo las imágenes resultantes de Fèvre-Berthier al mejor postor del gremio periodístico. Rouvier no tarda en arribar, en sentir bastante asco ante la falta de respeto para con el muerto de parte de Pierre y en relatarles las hazañas del diplomático en ocasión de los años de la Resistencia Francesa, una serie de tribulaciones que abarcan tirarse en paracaídas en territorio ocupado, romperse una pierna, ser capturado y torturado, ganarse una condena a muerte, fugarse de los nazis, regresar a Francia otra vez en paracaídas, mediar entre el Partido Comunista y la facción de derecha de la Resistencia para que cooperen entre sí, un nuevo arresto de las autoridades alemanas, confinamiento en un campo de concentración y finalmente la libertad y la entrada al panteón de los héroes nacionales y de la diplomacia gala. Delmas engaña al jefe de Moreau para que éste crea que le entrega el rollo con las fotos del cadáver y hasta ayuda a mover el cuerpo una vez más para dejarlo abandonado dentro del automóvil del finado en un callejón, todo bajo la idea de Rouvier de darle una muerte más digna que simplemente ser hallado en su lecho de amor clandestino de Nueva York, para colmo garantizando que no se llevará a cabo autopsia alguna para que la policía no moleste con una pesquisa alrededor de la hora exacta de la muerte. El fotógrafo en esencia acusa de hipócrita, remilgado y sumiso al redactor, quien de hecho condenó por obsceno el traslado del cuerpo hacia la recámara pero no su equivalente en vía pública para acomodar el asunto a la “historia oficial” que dictaminó su superior, el misterioso Rouvier, por ello Pierre se obsesiona con redoblar la apuesta y conseguir una imagen de la viuda sollozante que aún no sabe de la muerte de su marido (Paula Dehelly). Una vez en la residencia familiar de los Fèvre-Berthier, la hija del finado toma la posta de la conversación con los hombres, la bella y joven Anne (Christiane Eudes), y les dice que pretende proteger a su progenitora de la infidelidad del padre y que ya sabe la verdad porque ha estado siguiendo a Moreau desde su entrevista con McKimmie, motivando que Pierre huya despavorido del lugar con la meta de vender las fotos cuanto antes para tener la exclusiva en un contexto en el que todos los diarios y revistas publicarán en la mañana la “versión lavada” del suceso de Rouvier y compañía. La chica y el periodista se consagran a tratar de detener al fotógrafo recorriendo laboratorios de revelado, la casa de Delmas y las oficinas de publicaciones como The New York Times, Life, Time y Look, no obstante lo encuentran borracho y semi desvanecido en un bar llamado Pike Slip Inn, donde Moreau da por sentado que ya vendió el rollo y por ello le pega una trompada que lo tumba. El hombre se levanta cuando sus verdugos tácitos se fueron y arroja por un desagüe callejero las fotos sin revelar, esas que valen una fortuna que Pierre rechaza entre risas tragicómicas mientras camina por las calles matutinas y desérticas de la Gran Manzana. Melville, siempre adepto a indagar implícitamente en los límites de la ficción de la pantalla y sus paralelismos con la praxis más mundana, aquí homologa a esta Nueva York tan bella y perfecta como repleta de mentiras, secretitos sucios y tácticas non sanctas a las dos versiones de una realidad idénticamente trastocada al servicio de las cúpulas sociales y sus internas e imagen pública pretendida, en primera instancia la institucional representada en Moreau, Aubert y Rouvier y volcada a tapar las miserias de los héroes nacionales o políticos en el poder que pueden llegar a convertirse en estampitas, estandartes o banderas que enarbolar al momento de los comicios o de redactar esa historiografía pomposa y reduccionista que desde el gobierno se consagra a mentiras varias en pos de ocultar la faceta menos agradable de la figura en cuestión, y en segundo lugar está la exégesis comercial/ capitalista clásica que encarna en soledad el siempre jodido Delmas, concretamente un parásito que le extrae los jugos vitales a sus anfitriones para sacar provecho de lo que ocultan en materia de suciedad moral, cotilleo, perversiones, embustes, escándalos, peleas, corruptelas, privilegios y el inefable nepotismo, aunque por supuesto no con pretensiones de ahondar en la verdad última de los hechos sino bajo el signo fetichizado del dólar y la noción de que las noticias positivas no llaman jamás la atención de nadie pero lo juzgado indecente, poco honroso o hasta pérfido es garantía absoluta de movilización popular mediante el desprecio, quizás el sentimiento más agitado y duradero de todos. El personaje de la hija del diplomático, Anne, queda atrapado entre ambas opciones y en síntesis hace las veces de un pueblo expectante aunque casi siempre pasivo o apático que termina cediendo la decisión a terceros maquiavélicos sobre cuestiones que lo competen y mucho, de allí la farsa de una democracia occidental en la que la distancia entre las elites y el vulgo es gigantesca y el cruel corporativismo de las primeras y sus mafias asociadas no tenga punto de comparación con el carácter disperso y poco cohesivo/ coherente del segundo. Coqueteando en un principio con un thriller de espionaje que se difumina progresivamente y desde sus habituales sencillez y meticulosidad discursiva, el director y guionista no sólo piensa al cinismo contemporáneo, esa retahíla de caras de piedra empardadas a la pirámide plutocrática, sino que sopesa las paradojas que puede regalarnos el día a día porque a fin de cuentas el desenlace de la trama pone patas para arriba todo lo que podría esperarse, por ejemplo en el caso de que Dos Hombres en Manhattan fuese realmente una película estadounidense, ya que en Moreau no asoma ni un ápice de autocrítica y para colmo mantiene su posición condenatoria para con su colega hasta sus últimas consecuencias, léase el golpe de los segundos finales, y Pierre por su parte acepta la hipocresía sin cura de su otrora amigo y hasta afloja en su salvajismo monetario y desecha las jugosas fotos como si de golpe su propensión autodestructiva, simbolizada en la bebida, diera paso a una redención que se mueve a contrapelo de esas típicas purificaciones del cine norteamericano y hollywoodense en especial, con todos de testigos y celebrando la metamorfosis ética del protagonista, hoy por hoy riéndose en la más completa soledad mientras una Nueva York despampanante pero impiadosa lo mira con una indiferencia que curiosamente no nos priva de los puntos turísticos más superficiales ofrecidos por el relato. A lo hecho por Melville detrás y delante de cámaras se suma el prodigioso trabajo de Pierre Grasset como el cofrade de Moreau y de Martial Solal y Christian Chevallier aportando una partitura muy a lo big band histérica que refuerza otra de las nociones siempre presentes en la producción artística del galo, eso de que la frustración y la seducción van juntas y que el trabajo tradicional y la prostitución son exactamente iguales porque ambos están vinculados al sometimiento a terceros que comprometen la identidad particular de hombres y mujeres y desencadenan dudas tanto en la posible ratificación como en la refutación de nuestras ideas.
Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, Francia, 1959)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Jean-Pierre Melville, Pierre Grasset, Christiane Eudes, Jean Darcante, Ginger Hall, Monique Hennessy, Jean Lara, Glenda Leigh, Michèle Bailly, Jerry Mengo. Producción: Florence Melville y Alain Térouanne. Duración: 85 minutos.
León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961):
La realización más extraña dentro de la carrera de Melville -“extraña” para lo que fue su producción artística promedio- es León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961), un trabajo inusual que si bien a simple vista se puede enrolar en el ciclo de ficciones históricas ambientadas en la Segunda Guerra Mundial del director y guionista y que comparte mucho con aquella verborragia pasional del Teniente Werner von Ebrennac (Howard Vernon) de El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, 1949), con el actor incluso regresando en esta ocasión mediante un cameo en el que interpreta a un coronel alemán, en realidad estamos frente a arena de otro costal debido a que Jean-Pierre aquí construye lo que podría definirse como su versión del acervo y la obra de realizadores mucho más intelectuales y rebuscados del momento en clara sintonía con las disquisiciones filosóficas, religiosas y sociales de Ingmar Bergman y Robert Bresson, aunque reemplazando aquel tono apesadumbrado de aquellos por ese típico naturalismo relativamente afable que caracterizaba a las películas del cineasta que nos concierne. Otra anomalía de León Morin, Sacerdote pasa por el peso concreto que tienen los acontecimientos nacionales de fondo en el desarrollo de la historia y el destino de los protagonistas, basta con pensar que en el remanido cine anglosajón casi siempre las fuerzas sociales terminan llevándose puestos a los personajes y sus sueños y anhelos pero en esta oportunidad se mueven en paralelo sin jamás verdaderamente tocarlos salvo en lo que respecta al funesto devenir de secundarios que orbitan a su alrededor, en esencia una flamante irregularidad que pinta de pies a cabeza la costumbre del realizador de incluir mínimas desviaciones dentro de los géneros trabajados no sólo para sorprender al cinéfilo atento sino además con el objetivo de satisfacer su propia necesidad de quebrar con sutileza las reglas y jugar con el campo de lo previsible dentro de una ficción demasiado estandarizada en Occidente que crea manías tanto en producción como en recepción de los films. Más allá del huracán teológico que nos propone la película y que anticipa desde el vamos el título, otro factor que subraya su importancia -o mejor dicho, su capacidad de destacarse- es que la susodicha fue la primera verdadera incursión del francés dentro del mainstream europeo de alcance internacional y su primera coproducción, en este caso con Italia mediante la presencia del poderoso Carlo Ponti, productor histórico de gente tan heterogénea como Vittorio De Sica, Alberto Lattuada, Jean-Luc Godard, Martin Ritt, Luigi Comencini, Mario Monicelli, Dino Risi, Federico Fellini, Claude Chabrol, Pietro Germi, King Vidor, Jacques Demy, Luchino Visconti, George Cukor, Agnès Varda, Marco Ferreri, Milos Forman, Elio Petri, David Lean, Jirí Menzel, Michelangelo Antonioni, Luigi Zampa, Sidney Lumet, Henri Verneuil, Francesco Rosi, Roman Polanski, Sergio Martino, George P. Cosmatos, Paul Morrissey, Sergio Corbucci, Ettore Scola, Michael Curtiz y Antonio Margheriti, entre muchos otros genios de aquella irrepetible mitad del Siglo XX, a lo que por supuesto se suma la presencia de dos protagonistas de primer nivel que estaban en el centro del candelero cinematográfico de entonces, nos referimos a los jovencísimos Jean-Paul Belmondo, quien venía de Los Tramposos (Les Tricheurs, 1958), de Marcel Carné, Doble Vida (À Double Tour, 1959), de Chabrol, Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), de Godard, A Todo Riesgo (Classe Tous Risques, 1960), opus de Claude Sautet, Moderato Cantabile (1960), de Peter Brook, Las Distracciones (Les Distractions, 1960), de Jacques Dupont, Dos Mujeres (La Ciociara, 1960), de De Sica, La Calle del Vicio (La Viaccia, 1961), de Mauro Bolognini, y Una Mujer es una Mujer (Une Femme est une Femme, 1961), también de Godard, y Emmanuelle Riva, asimismo en la etapa inicial de su carrera como lo confirman Hiroshima mon Amour (1959), de Alain Resnais, Recurso de Perdón (Recours en Grâce, 1960), de Laslo Benedek, Adua y sus Amigas (Adua e le Compagne, 1960), de Antonio Pietrangeli, y la querida Kapò (1960), de Gillo Pontecorvo. Barny (Riva) es una joven madre de una nena, France (Patricia Gozzi y sus hermanas Marielle y Chantal, según la edad del personaje), y viuda reciente porque su esposo judío falleció durante el conflicto bélico, hablamos de una aria y católica no practicante que se volcó al comunismo ateo, desprecia a la iglesia y trabaja como correctora en una escuela por correspondencia de París que fue reubicada en un pueblito de los Alpes Franceses para esquivar el trasfondo peligroso de la ocupación por parte de las Potencias del Eje, primero las inofensivas y bastante ridículas tropas de Italia -los Bersaglieri llevan sombreros con plumas de urogallo, lo que provoca la risa de las mujeres- y a posteriori esos nazis que empiezan con las razzias y persecuciones y hasta traen las batallas al por lo general pacífico y algo mucho aburrido poblado, eventualmente obligando a Barny a dejar a su hija medio hebrea en la granja de unas señoras conocidas solidarias de la región. Gran parte de su vida se reduce a compartir momentos con su amiga Lucienne (Gisèle Grimm), con la que planifica el bautismo de varios purretes del lugar para evitar el hostigamiento germano incluida France, congeniar con el simpático profesor de filosofía, el Señor Edelman (Marco Behar), el cual evita el antisemitismo adoptando la identidad de Georges Mauchamps y huyendo, pelearse con una compañera de trabajo neurótica y colaboracionista, Christine Sangredin (Irène Tunc), con quien paulatinamente se hace amiga, y en especial admirar a la secretaria de dirección, su superiora Sabine Levy (Nicole Mirel), de la que está enamorada por su gran belleza, porte elegante y lo que define como una “virilidad teñida de feminidad”, mujer que sin embargo cae en la depresión cuando se entera por una carta de que su hermano fue arrestado por la Gestapo, muchacho al que nunca más volverá a ver. No obstante, como aseverábamos con anterioridad, el núcleo del relato corre de manera independiente a todo el atolladero bélico ya que se concentra en la relación entre Barny y el León Morin del título en la piel de Belmondo, algo así como un compendio y a veces un antecedente -a la par conceptual y práctico- de diversas personalidades, factores, procesos y hechos de la época empardados a la apertura de la Iglesia Católica a los pobres, la cooperación activa con los no feligreses, el cese de la demonización de la izquierda y sobre todo la aceptación de las ciencias humanas y sociales como las encargadas de mejorar las condiciones de vida de toda la humanidad ya sin fronteras de razas, credos o clases sociales, un popurrí que supo incluir a los Papas Juan XXIII y Pablo VI, aquel Concilio Vaticano II de 1962-1965, la carta encíclica Populorum Progressio de 1967, la Teología de la Liberación de América Latina y finalmente aquel Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo de Argentina de las décadas del 60 y 70. La mujer un día se mete al azar en el confesionario de Morin para divertirse diciéndole que la religión es el opio del pueblo y que la institución eclesiástica sólo sirve a los burgueses y sus intereses, sin embargo se sorprende cuando el cura no sólo no se ofende sino que la respeta en su posición y hasta afirma que es verdad que la Iglesia Católica perdió a las clases obreras y a los menesterosos como fieles pero está compensando lo no hecho en el pasado abriéndose a los más necesitados en tiempos en donde ya se sentía la merma en el número de concurrentes a las misas y demás ceremonias sacras. De a poco Barny, la cual nunca se confesó desde su primera comunión, desarrolla una relación cada vez más cercana con el sacerdote vía la figura del “director espiritual”, una especie de seudo psicólogo que intercambia los placebos verbales y las fantochadas de chamán de consultorio por sesiones privadas en la oficina del cura que derivan en muchos libros prestados a la fémina, alguna que otra composición tocada en un piano alquilado por el hombre y charlas improvisadas sobre política, sociología, religión y filosofía, logrando convertir a la mujer en cuerpo y alma al catolicismo y despertando en ella un delicado enamoramiento que pasa a sustituir a su homólogo para con Sabine. Sometida a un estado de abstracción importante que le impide ver los restos de un edificio arrasado por los enfrentamientos, el Hotel Clarmont, la fémina incluso le lleva a otras mujeres en calidad de posibles devotas, como la hilarante Arlette (Monique Hennessy), y conversa sobre el abad y los alcances de la fe en general con una Christine a la que el hombre no discrimina a pesar de su defensa de la Francia de Vichy, señorita que también le lleva a otra candidata a la salvación eterna, la ninfómana Marion Lamiral (Monique Bertho), alta puta que cuenta con cinco amantes desperdigados entre Alemania, Vichy y esa Resistencia que pelea una proto guerra de guerrillas desde un bosque cercano. La liberación se presenta con la retirada de las tropas nazis, el desfile de mujeres rapadas colaboracionistas y el arribo de diversos soldados norteamericanos, dos de los cuales se muestran caballerosos (Cédric Grant y George Lambert) al llevarle la mochila a Barny pero luego pretenden extorsionarla con no devolvérsela a menos que se acueste con uno de ellos, algo que evita el compañero de ese macho con ansias de violación. El cariño hacia el clérigo trepa al nivel de pasión sensual a partir de un sueño erótico en el que lo besa, primero preguntándole si se casaría con ella en el caso de que no estuviese vigente el voto de castidad o fuese un ministro protestante y luego tratando de tocarlo en medio de una charla informal, situaciones que generan un rechazo rotundo del varón que se solidifica mediante la vuelta a París del colegio por correspondencia, lo que implica el regreso de ella y su hija a la capital, y una nueva designación de Morin, ahora debiendo trasladarse a una zona bucólica de aldeas sin curas para encarar un trabajo misionero arduo y muy frustrante sobre campesinos pauperizados, iletrados y descristianizados. Las posesiones de León son un mechero, una sartén, dos pequeñas ollas, cuchara, tenedor y su petate, literalmente lo único que se lleva consigo del ignoto pueblito porque ni un beso le ofrece a la sollozante mujer en su último encuentro, en el que el abad conserva su carácter tan ameno y cordial como humilde, altruista e imperturbable al decirle que se volverán a ver después de muertos y que los herejes también tienen sus milagros porque Dios es absoluto y no discrimina a nadie, sean creyentes o no. Melville definitivamente interpreta a la historia como un choque entre por un lado la frustración sexual de ella, representada tanto en la muerte de su marido como en el reemplazo progresivo de Levy por Morin como el nuevo objeto de afecto una vez que la primera cae en la angustia por la muerte tácita de su hermano y el segundo gana influencia en la vida y el ideario de la madre de France, y por el otro lado la rigidez del celibato de él, cuya autoconfianza también rompe el molde de lo esperable en este coqueteo con el tabú católico por antonomasia, el libidinoso, porque el personaje de Belmondo en ningún momento expone una verdadera debilidad romántica, ideológica o existencial que lo saque de su rol de dominante más o menos camuflado en el vínculo con Barny, incluso en ocasiones se muestra bastante burlón casi como para compensar aquella soberbia inicial de ella en materia del ingreso al confesionario y su idea de denunciar sarcásticamente a un culto que termina engulléndola cual bocado con delirios de grandeza que flaquean ante el peso de la retórica del misionero perpetuo. León Morin, Sacerdote incluso recupera la insólita humanización de los alemanes invasores de El Silencio del Mar no sólo a través del cameo de Vernon o la presencia de otro nazi de buen corazón que le regala a la hija de la protagonista una golosina y una linda pulsera, un tal Günther (Gérard Buhr), sino además mediante esa contraposición pesadillesca y bien paradójica que ofrece el episodio de la dupla de soldados yanquis pretendiendo tener sexo sí o sí con ella, enfatizando otra noción fundamental del cine del amigo Jean-Pierre en lo que atañe al sustrato a veces bondadoso del usurpador foráneo y su equivalente maquiavélico del supuesto liberador que nos ahorra el yugo asfixiante de antaño. Mientras la fascinación de Barny crece y crece por el cura, éste opta por un sacrificio masculino de castidad que vincula con el quid mismo del oficio piadoso al punto de que en última instancia resulta evidente que la heterodoxia dogmática exhibida a los cuatro vientos ante ella, lo que implica que ambos en suma son y/ o siguen siendo de izquierda a pesar de la sombra omnipresente del discurso divino, no puede ser trasladada a la dimensión privada/ íntima porque la represión sexual de él está condenada a reproducirse en el tiempo sin aliciente o salvedad alguna como un eco de los problemillas románticos de una Barny que salta de frustración en frustración, serie de desengaños que por supuesto refuerzan la siempre fetichizada culpa cristiana y un calvario subsiguiente del que se desprende el saber valioso de la espiritualidad, ese que considera a la felicidad tontuela burguesa sinónimo de abulia y superficialidad porque sólo los pobres materiales y ricos en sensibilidad religiosa llegarán al reino de los cielos. Como ocurriese en ocasión de Los Niños Terribles (Les Enfants Terribles, 1950) para con la novela homónima de 1929 de Jean Cocteau, Melville se mantiene muy cerca del libro original de 1952 de Béatrix Beck e incorpora sus marcas autorales especialmente en ese pulso distendido de la trama y el dejo lírico de las narraciones en off de una Riva en verdad esplendorosa que complementa con dulzura y mucha vulnerabilidad todo el naturalismo distante y algo presuntuoso del genial Belmondo, nuevamente además descollando la fotografía de Henri Decaë y los juegos de siempre un tanto chiflados del director en lo que hace a la música y la edición, en manos de Martial Solal y Jacqueline Meppiel, respectivamente. El maravilloso film constituirá a futuro el gran modelo para muchas obras posteriores que tratarán en vano de lograr lo que Melville consigue con una comodidad y una paciencia infinitas, hablamos de unificar la densidad del acervo católico más enrevesado y un humanismo de cadencia universal que nos habla de la incompatibilidad cuasi tajante de las comarcas del corazón y el intelecto.
León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, Francia/ Italia, 1961)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Jean-Paul Belmondo, Emmanuelle Riva, Irène Tunc, Nicole Mirel, Gisèle Grimm, Marco Behar, Monique Hennessy, Gérard Buhr, Patricia Gozzi, Howard Vernon. Producción: Carlo Ponti y Georges de Beauregard. Duración: 112 minutos.
Jean-Pierre en El Soplón (Le Doulos, 1962) no sólo recupera distintos ingredientes de sus realizaciones previas hasta la fecha, como el contexto de relato criminal extasiado e hiper meticuloso de Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956), aquellos secretitos sucios que enmarcaban las conflictivas relaciones comunales en la inmensa urbe de Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, 1959) y esa siempre polémica tendencia a colaborar con/ ayudar a las autoridades, ya sea las locales o las foráneas o por motu proprio o mediante rauda extorsión, que pudo verse a través del personaje de Christine Sangredin (Irène Tunc) en León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961), una joven que defendía con entusiasmo al gobierno títere alemán de la Francia de Vichy, sino que el presente film, además, tensa hasta el extremo los resortes narrativos correspondientes a uno de los tópicos preferidos del director y guionista, aquí adaptando la novela homónima de 1957 de Pierre Lesou, conocido asimismo por Un Conde (1970), de Yves Boisset, y Profecía de un Delito (Les Magiciens, 1975), de Claude Chabrol, hablamos del juego de lealtades entre varones que confían entre ellos, parece que se traicionan de manera un tanto brutal, a posteriori se sienten consumidos por su odio o por sus cruzadas individuales ultra porfiadas y finalmente descubren la verdad o quizás los pormenores de cada uno de los hechos del pasado reciente hasta el punto de comprender al amigo o cofrade reconvertido en adversario y a su vez transformado de nuevo en amigo, metamorfosis redentora que en muchas ocasiones puede llegar muy tarde porque las redes de la animadversión no siempre se pueden detener y por lo general tienden a atrapar no sólo a las presas/ blancos del desprecio por la supuesta perfidia sino también al propio victimario cual bola de nieve condenada a seguir rodando hasta que todos caigan bajo su peso. Una vez más trabajando con Carlo Ponti y Georges de Beauregard, productores del opus previo, León Morin, Sacerdote, el realizador en esta oportunidad deja de lado aquellas poses cinéfilas artificiales o algo circenses de antaño, las vinculadas a la iconografía del policial negro norteamericano de la primera mitad del Siglo XX, para ya incorporarlas sin floreo estético o retórico alguno y concentrarse únicamente en los entretelones de una trama muy sencilla que complejiza con mano maestra a través de una andanada de enredos tácitos que combinan un proto film noir posmoderno de misterio, un dejo en verdad fatalista de cadencia shakesperiana y desde ya ese acervo agridulce de su ídolo de siempre John Huston, léase la idea de que los anhelos más ambiciosos de los seres humanos -o hasta a veces los más humildes- terminan eventualmente convertidos en polvo por la omnipresencia de la muerte, el propio ego inflado de los sujetos y las múltiples trabas que impone la sociedad con su dialéctica antropófaga ventajista todo terreno, una que colabora mucho en la paranoia colectiva y coloca las bases para una desconfianza que de un momento a otro muta en engaño alevoso en pos de primeriar al eje fetichizado del rencor o de la fobia de turno. Luego de un texto inicial en el que se nos informa que “doulos” en el lenguaje lego es otra forma de designar a los sombreros aunque en el argot de policías y ladrones es sinónimo de soplón a favor de los uniformados, la historia comienza cuando el criminal veterano Maurice Faugel (Serge Reggiani) sale de prisión luego de una condena de cuatro años y asesina con su propia arma a un reducidor de joyas llamado Gilbert Varnove (René Lefèvre) para robarle el dinero, el revólver y las alhajas de un asalto reciente en la Avenida Mozart de París en calidad de venganza por haber matado vía ahogamiento a su pareja Arlette por considerarla una posible confidente de la policía. El hombre escapa del inmueble en cuestión justo en el momento en que cae un par de cómplices del finado, el dueño de un club nocturno Nuttheccio (Michel Piccoli) y su fiel mano derecha Armand (Jacques De Leon), y entierra el botín en su totalidad cerca de una farola pública para luego encontrarse con su novia en un departamento, la blonda Thérèse (Monique Hennessy, ya vista en Dos Hombres en Manhattan y León Morin, Sacerdote), con quien recibe a dos colegas malhechores, su amigo Jean (Philippe March) y el siempre avispado Silien (Jean-Paul Belmondo), este último arrastrando fama de soplón por su amistad con el Inspector Salignari (Daniel Crohem) y en sí aportando la ventosa, el taladro y las brocas para un robo de esa misma noche en la comuna de Neuilly, en los suburbios del oeste de París, que Faugel llevará a cabo con un tal Rémy (el gran Philippe Nahon, conocido en especial por sus futuras colaboraciones con Gaspar Noé). El personaje de Belmondo efectivamente llama por teléfono a Salignari y luego ingresa en el departamento de Thérèse en el mismo momento en el que Maurice y Rémy comienzan a trabajarse la caja fuerte del caserón de Neuilly, así por un lado Silien ata a un radiador de pared y golpea a la mujer para que le diga la dirección exacta del asalto y por el otro lado los ladrones resultan acorralados por la policía gracias al dato recibido por el inspector, generándose una balacera en la que fallecen Rémy y Salignari y en la que Maurice termina con un tiro en su hombro izquierdo. Siendo recogido por una figura enigmática en un coche luego de desmayarse, Faugel se despierta en el hogar de Jean y su esposa Anita (Paulette Breil) bajo los cuidados de un médico especializado en el rubro delictivo (Christian Lude), por lo que le entrega a la fémina un diagrama/ mapa de la localización de las joyas, el arma y el dinero sustraído a Varnove y parte a buscar a Silien creyéndolo el delator, sin embargo es arrestado por la policía en un bar con la ayuda del personaje de Belmondo, a quien los oficiales extorsionan con armarle un caso por tráfico de cocaína y heroína. Sin conseguir una mínima confesión acerca del robo en la Avenida Mozart ni el asesinato de Gilbert ni el tiroteo en Neuilly ni el reciente descubrimiento del cadáver de Thérèse adentro de un auto que alguien arrojó desde un precipicio, la policía, con el Comisario Clain (Jean Desailly) a la cabeza, se conforma con encarcelar a Maurice y en el calabozo de la comisaría éste conoce a un monigote llamado Kern (Carl Studer), al que contrata para que mate a Silien a cambio de los billetitos de Varnove. En simultáneo la futura víctima del sicario improvisado mueve los hilos para liberar de culpa y cargo a Faugel, primero recuperando el botín enterrado al lado de la farola y luego convenciendo a una ex pareja, Fabienne (Fabienne Dali), hoy en una relación amarga con Nuttheccio, para que testifique que este último y Armand mataron a Gilbert para llevarse el botín de la Avenida Mozart, movida que se complementa con el ardid de plantarle las joyas y el revólver en su caja fuerte al dueño del antro nocturno, Cotton Club, y matar a ambos hombres para que parezca que se asesinaron entre sí a pura codicia. Los uniformados, que sospechaban de Maurice en el homicidio de Varnove por el asuntito de Arlette, lo dejan libre cuando descubren los cadáveres y las alhajas en la morada de Nuttheccio y así Faugel se entera de boca de Jean y Silien que la informante fue siempre Thérèse, mujer que no sólo sabía del robo en Neuilly sino que además había vigilado la mansión, una soplona de Salignari que Silien reconoció en el departamento que compartía con Maurice y que decidió despachar porque podría inculparlo a él también con su lengua demasiado larga, incluso lo salvó de morir recogiéndolo en Neuilly cuando se enteró por teléfono a instancias del inspector de la operación para detener el asalto. Silien le devuelve a Maurice el dinero robado a Gilbert y se marcha hacia una casa con establo para caballos que se construyó en Ponthierry con la idea de retirarse y retomar su relación con Fabienne, no obstante todo comienza a oscurecerse de nuevo cuando Jean cae preso por el asesinato de Thérèse debido a que su esposa habló con los oficiales y éstos encontraron en su casa un impermeable suyo que se rompió al empujar el auto de la ex de Faugel por el precipicio bajo órdenes de Silien, coche en el que quedó un trozo de tela enganchado, para colmo de males el personaje de Reggiani recibe una llamada confirmando que esa misma tarde Kern cumplirá su misión asesina. Maurice conduce hasta Ponthierry para cancelar el trato pero termina faenado por equivocación y cuando arriba Silien el moribundo consigue advertirle sobre un Kern que se esconde detrás de un biombo, muriendo eventualmente los tres por balazos cruzados muy irónicos. En El Soplón desaparecen aquellas introducciones semi documentales y al mismo tiempo ultra estilizadas de Bob, el Jugador y Dos Hombres en Manhattan, suerte de reinterpretaciones volcadas al realismo sucio a partir del típico sustrato ficcional baladí y/ o de cartón pintado del Hollywood Clásico, con una única y sorpresiva salvedad que se condensa en una muy llamativa escena en el metro de París que retrata el humilde viaje de Rémy y Maurice hacia la casona de Neuilly mientras Silien ingresa en el departamento de Thérèse para comenzar a torturarla por buchona inmunda, sutil excepción dentro de un trabajo que decididamente apuesta a invisibilizar primero los artificios cinematográficos típicos de la época, en línea con aquellas tomas de autos en “no movimiento” con una película callejera de fondo de Dos Hombres en Manhattan que aquí también se multiplican, y segundo los latiguillos del propio Melville en materia de los desfasajes de siempre de su cine, pensemos en la vestimenta, los modismos y el código de honor de idiosincrasia gangsteril de los personajes, todos rasgos extrapolados de manera casi literal de ese policial norteamericano bien hardcore y pesimista que admiraba el amigo Jean-Pierre. En este sentido, la obra maestra que nos ocupa, por cierto copiada en mayor o menor medida hasta el hartazgo por una infinidad de directores y guionistas posteriores que la tomaron como ejemplo máximo del cine centrado en la deslealtad, los malentendidos tragicómicos entre pares y la manipulación del espectador vía un relato laberíntico, piensa a la solidaridad masculina como un lenguaje que va más allá de la simple amistad porque a fin de cuentas todo el sacrificio de Silien para salvar, proteger y exonerar a Faugel se da en un contexto de apenas conocidos ya que el verdadero amigo de Maurice es Jean, lo que enfatiza que los enemigos innegables son por un lado los oligarcas y sus matufias, éstos representados en la trama en el personaje del genial Piccoli, un empresario de la noche con intereses depositados en los robos suburbanos tradicionales, y por el otro lado las mujeres, seres en los que los varones depositan su confianza para luego terminar con un puñal en la espalda como el que Anita le clava a su marido, el que Thérèse le regala a Faugel y aquel otro que Fabienne le enchufa a Nuttheccio, una adorable misoginia general que se suma a la noción de que toda la policía indefectiblemente siempre es una mierda porque hasta los supuestos uniformados de confianza, de hecho como ese Inspector Salignari en excelente relación con Silien, están dispuestos a cagarles la vida a unos muchachos que sólo quieren sacarle una fortuna -o siquiera unos morlacos al paso- a unos burgueses soretes que nada tienen que ver con estas dos razas que tanto se parecen en la praxis mundana que nos rodea y en las exquisitas películas del cineasta galo, nos referimos a los ladrones y los diletantes de la ley. Aquí el director hace aún más explícita que en el pasado la filosofía del hampa al homologarla con esa fraternidad masculina que señalábamos antes e implícitamente con el mítico bushido, el código de ética por antonomasia de los samuráis vinculado al respeto, la tenacidad, el valor, la nobleza y un honor empardado a la fidelidad para con los cofrades y a la guerra encarnizada contra los enemigos, de allí que en una de las últimas secuencias del metraje Jean le comente a Maurice que Silien “no exterioriza sus sentimientos aunque es capaz de todo por un amigo, ya sea un policía o un gangster”, esquema ideológico que nunca cae en la romantización hueca del acervo social y actitudinal compartido porque al mismo tiempo no descuida para nada el carácter impiadoso de la sociedad contemporánea y del inframundo criminal de por sí, basta con recordar una frase del personaje del estupendo Belmondo a su homólogo del extraordinario Reggiani, “en este oficio se acaba siempre de vagabundo o lleno de agujeros”, lo que dilucida la quimera del retiro en Ponthierry que se destruye bajo la lógica shakesperiana del tendal de cadáveres del último acto. Jean-Paul en esta ocasión está mucho más desatado que en León Morin, Sacerdote y sobre todo es su compañero Serge quien se luce en serio gracias a otra criatura dubitativa y contradictoria de la invaluable colección melvilleana, intérprete de alcance internacional que anteriormente se había destacado en Las Puertas de la Noche (Les Portes de la Nuit, 1946), de Marcel Carné, Manon (1949), de Henri-Georges Clouzot, La Ronda (La Ronde, 1950), de Max Ophüls, En un Suburbio de París (Casque d’or, 1952), de Jacques Becker, Acto de Amor (Un Acte d’Amour, 1953), de Anatole Litvak, Los Bastardos van al Infierno (Les Salauds vont en Enfer, 1955), de Robert Hossein, Los Miserables (Les Misérables, 1958), de Jean-Paul Le Chanois, Cena de Acusados (Marie-Octobre, 1959), de Julien Duvivier, Regreso a Casa (Tutti a Casa, 1960), de Luigi Comencini, y París Vive de Noche (Paris Blues, 1961), de Martin Ritt. Entre homenajes cariñosos a Calles de la Ciudad (City Streets, 1931), de Rouben Mamoulian, y a una de sus películas favoritas de siempre, Mientras la Ciudad Duerme (The Asphalt Jungle, 1950), de Huston, a través de un mínimo plano del tablero de conmutadores de la policía, la eliminación final de todos los facinerosos y el anhelo mismo de Silien de la tranquilidad del rancho con sus caballos que duplica a aquel de Dix Handley (Sterling Hayden) en Kentucky del opus del querido John, Melville en ocasión de El Soplón llega a una madurez cinematográfica inmaculada en la que la conjunción de naturalismo, maestría narrativa, cavilaciones morales e impostaciones discursivas termina de cuajar del todo y le permite al francés redondear uno de los mejores thrillers de la historia del cine con uno de los más imaginativos y más brillantes guiones de ese film noir al que tanto amamos.
El Soplón (Le Doulos, Francia/ Italia, 1962)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Serge Reggiani, Jean-Paul Belmondo, Philippe March, René Lefèvre, Jean Desailly, Michel Piccoli, Fabienne Dali, Philippe Nahon, Monique Hennessy, Carl Studer. Producción: Carlo Ponti y Georges de Beauregard. Duración: 108 minutos.
Un Joven Honorable (L’Aîné des Ferchaux, 1963):
Nuevamente anclado en simultáneo en el pasado y en el futuro, Melville para Un Joven Honorable (L’Aîné des Ferchaux, 1963) vuelve a mirar al cine precedente, en este caso no tanto el policial negro sino las variopintas películas -a veces dramáticas, a veces cómicas- de pareja dispareja, pero desde un calidoscopio enrarecido y por momentos ensoñado y lírico que definitivamente lo saca de aquel contexto cinematográfico/ cultural promedio de principios de la década del 60 y lo sitúa en el campo de una vanguardia sutil aunque firme, de allí el encanto atemporal de gran parte de la producción del director y guionista francés, un sustrato siempre inconformista basado en pequeñas novedades, cambios y vueltas de tuerca que en esta oportunidad están vinculadas en primera instancia a lo que sería una proto road movie posmoderna o existencialista semejante a Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, 1959), más allá de los evidentes puntos de contacto con lo hecho a futuro por Jim Jarmusch o con la célebre trilogía del rubro de Wim Wenders, Alicia en las Ciudades (Alice in den Städten, 1974), Falso Movimiento (Falsche Bewegung, 1975) y En el Curso del Tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976), y en segundo lugar a un totalmente imprevisto proto spaghetti western y a las interpretaciones posteriores norteamericanas del anterior, léase el western crepuscular y su homólogo revisionista símil Sam Peckinpah, Clint Eastwood, Walter Hill y compañía, sin duda un enfoque discursivo muy extraño para entonces basado en la melancolía y un ocaso que tiene mucho de crisis terminal no asumida a escala psíquica identitaria. Está claro que el guión puede ser una adaptación de la novela homónima de 1945 del prolífico y legendario Georges Simenon, creador del Detective Jules Maigret y célebre por otras traslaciones a la pantalla grande como por ejemplo La Noche de la Encrucijada (La Nuit du Carrefour, 1932), de Jean Renoir, La Cabeza de un Hombre (La Tête d’un Homme, 1933), de Julien Duvivier, Extraños en la Casa (Les Inconnus dans la Maison, 1942), de Henri Decoin, Pánico (Panique, 1946), también de Duvivier, La Favorita del Puerto (La Marie du Port, 1950), de Marcel Carné, Barreras de Orgullo (The Bottom of the Bottle, 1956), de Henry Hathaway, El Comisario Maigret (Maigret Tend un Piège, 1958), odisea de Jean Delannoy, El Amor es mi Oficio (En Cas de Malheur, 1958), de Claude Autant-Lara, El Gato (Le Chat, 1971), La Viuda Couderc (La Veuve Couderc, 1971) y El Tren (Le Train, 1973), las tres de Pierre Granier-Deferre, El Relojero de Saint Paul (L’Horloger de Saint Paul, 1974), gran opus de Bertrand Tavernier, Los Fantasmas del Sombrerero (Les Fantômes du Chapelier, 1982), de Claude Chabrol, Monsieur Hire (1989), de Patrice Leconte, Betty (1992), otra propuesta de Chabrol, Luces Rojas (Feux Rouges, 2004), de Cédric Kahn, El Hombre de Londres (A Londoni Férfi, 2007), de Béla Tarr y Ágnes Hranitzky, y El Cuarto Azul (La Chambre Bleue, 2014), de Mathieu Amalric, no obstante es Dos Hombres en Manhattan el horizonte retórico del film que nos ocupa al punto de que puede ser definido como una suerte de inversión de aquella porque mientras que la obra anterior se concentraba exclusivamente en una Nueva York tan fascinante como claustrofóbica y llena de miserias y arcanos, aquí el relato recae en la Gran Manzana para rápidamente abandonarla y encontrar su corazón en la rusticidad tropical de los suburbios de una Nueva Orleans incluso más peligrosa y traicionera que la otra urbe, amén del hecho de que aquel viaje del opus de 1959 en pos de dar con un desconocido desaparecido ahora se convierte en una fuga sin rumbo fijo verdadero en donde la búsqueda de certezas de antaño deja paso a lo aleatorio, el descubrimiento mutuo, las tentaciones, el desencanto progresivo y un juego de poder y de manipulación que vuelve a tener a dos hombres bien diferentes -o no tanto, depende del punto de vista- como protagonistas absolutos de una faena en la que el raudo movimiento rutero abre el abanico desde la espiral de la pesquisa frustrante de Dos Hombres en Manhattan hacia el tedio que hoy experimenta la dupla en materia de sentirse hastiados el uno del otro y al mismo tiempo acorralados por terceros que pueden ser tanto esbirros institucionales como privados aunque siempre orientados a meter presión para que el clásico código de honor de las epopeyas mundanas de Jean-Pierre se quiebre y aparezca la perfidia capitalista marca registrada a lo antropofagia generalizada sin freno. Combinando por un lado las indagaciones psicológicas, el tono narrativo reposado y esos crímenes en la intimidad por los que fuera conocido Simenon, rasgos formales que lo acompañaron en el papel y en la pantalla, y por el otro lado un vínculo masculino agitado de cadencia agridulce e hiper melvilleana, pudiendo leerse en paralelo o en forma caótica en términos paternales, amistosos, laborales, competitivos, familiares y hasta homoeróticos, la historia en sí nos presenta el encuentro entre el banquero corrupto Dieudonné Ferchaux (Charles Vanel), un veterano que encabeza un ignoto banco en calidad de presidente y que además de robar dinero falseando los balances y declaraciones de impuestos es reclamado por la justicia gala por el asesinato de tres negros 30 años en el pasado cuando estaba en una colonia africana sirviendo en la Legión Extranjera, a quienes les tiró algo de dinamita porque pretendían robarle los víveres y las armas, y el desesperado Michel Maudet (Jean-Paul Belmondo), otro ex legionario aunque de la Brigada de Paracaidistas que viene de fracasar como boxeador luego de perder un combate ante un rival superior (Maurice Auzel) que provocó que su entrenador, el Señor Andrei (André Jaubert alias Andrex), desista de su rol de mecenas deportivo y salte al siguiente pupilo/ púgil prometedor. Acorralado por diversas arremetidas legales y en imagen pública de parte de la prensa, el fiscal general de la nación, el ministro de justicia e incluso esos colegas símil sanguijuelas que lo pretenden desplazar para designar a un administrador provisional, Dieudonné, sin esposa ni hijos y viviendo con dos bellas meretrices adolescentes que lo llaman “padrino”, una caucásica y la otra de tez oscura, decide abandonar Francia y a sus dos hombres de mayor confianza, su asistente Morel (Eddie Somers) y su hermano menor Émile (André Certes), con el objetivo manifiesto de evitar la cárcel, esperar a que todo se calme y eventualmente volver a casa para comprar su libertad como ha hecho tantas veces, por cierto sin darse cuenta que esta última embestida es distinta porque para el vulgo y la prensa es un vulgar asesino y para los políticos un muy molesto clavo en el zapato porque garantizar nuevamente su impunidad sería contraproducente en los futuros comicios porque dejaría al descubierto que los ricos resultan intocables a ojos del aparato jurídico. Así las cosas, el magnate de la especulación y la usura tiene su dinero en una cuenta corriente y en una caja fuerte de un par de bancos de Nueva York y en otra caja blindada en Caracas, Venezuela, y hace a Morel poner un aviso en los diarios de mayor tirada de París para contratar a un supuesto “secretario” joven y con disponibilidad inmediata para viajar que en esencia ocupará los roles superpuestos de chófer, guardaespaldas y efectivamente una secretaria consagrada a pasar a máquina de escribir cartas dictadas por el semi anciano, por ello contrata por intuición e indisimulable apuro a un Maudet en la quiebra más rotunda que deja sin un centavo a su novia, Lina (Malvina Silberberg), para marcharse con el “mayor de los Ferchaux” del título en francés después de fugarse del hotel que compartían sin pagar nada, vender parte de su ropa y hasta intentar convertir en dinero un medallón de ella que perteneció a su madre y es rechazado en una joyería, diciéndole luego que se arrepintió y devolviéndoselo. Michel, obsesionado con Frank Sinatra al nivel de pelear con dos militares yanquis porque le sacan una canción del señor que sonaba en una rocola, y Dieudonné, sujeto gélido y calculador acostumbrado a salirse siempre con la suya y muy adepto a dividir a la humanidad entre la sumisión de las ovejas, la avanzada veloz e impiadosa de los leopardos y cierta predisposición a la carroña de los chacales del montón, comienzan a convivir en un viaje que se inaugura en Francia y deriva primero en la Gran Manzana, donde el poderío de Ferchaux es puesto en cuestión debido a que los banqueros yanquis le niegan la posibilidad de vaciar su cuenta y así debe conformarse con el dinero de la caja fuerte, a posteriori en un éxodo errático hacia el sur de Estados Unidos en el que Maudet se envalentona de a poco para pasar a dominar en la relación ya que unos agentes del FBI del Control de Inmigración los siguen y vigilan a la espera de que Washington procese la extradición del prófugo solicitada por Francia, lo que pone en evidencia la soledad absoluta del vejete, su riesgo de ser arrestado y deportado y el declive de una posición hegemónica que se reduce al contenido monetario de su valija marrón, y finalmente en una Nueva Orleans que termina de neutralizar todo el halo de inviolabilidad de un Ferchaux que se enferma por el clima cálido e hiper húmedo y para colmo debe hacer frente a un trato cada vez más cruel a manos de su secretario, quien se fastidia por los caprichos, quejas, soberbia y control de su jefecito al extremo de sopesar la idea de robarle su maleta cargada de millones de dólares y desaparecer para abandonarlo a su suerte como hiciese con Lina o como el mismo anciano hizo con Morel y su hermano Émile, un hombre casado y con hijos que no soporta el escándalo penal y financiero y se termina suicidando mientras el dúo aún estaba en camino a Nueva Orleans. Melville, cuyo talante minimalista siempre oculta un formalismo pegado al detalle, unifica como siempre las dos dimensiones de la fotografía de su colaborador habitual Henri Decaë, la preciosista y la documental que ahora son complementadas por la deliciosa música de entonación elegíaca y nostálgica de Georges Delerue, y divide/ sistematiza las tres fases del viaje, léase la neoyorquina, la rutera fortuita y la final del delta del Río Mississippi, para homologarlas al apogeo, transición y crisis no sólo del poder de Ferchaux sino del respeto que le tenía Maudet y la cordialidad imperante entre ambos, así es cómo el personaje de Belmondo pasa de interesarse por saber qué piensa de él, un ejemplo claro es una escena en el auto en la que Dieudonné lo sitúa entre los leopardos y los chacales, a acusarlo de todos los secretitos sucios y matufias que el burgués ricachón ha estado guardando o cometiendo a lo largo de su vida, hablamos del asesinato de los tres morochos, el hecho de sentirse orgulloso de humillar a sus empleados, la táctica bancaria repetida de arruinar a pequeños comerciantes, el detalle de las prostitutas tontuelas esclavizadas en su casa y el ardid de no mostrar apego, emoción o arrepentimiento alguno por el trágico episodio de su hermano abandonado en Francia, planteo que más que laboral o justiciero marxista parece ser de pareja entrada en años en la que cada persona ya no soporta al otro cónyuge pero le resulta imposible dejar de convivir. La presencia de una autoestopista picarona que el secretario levanta en el camino, Angie (Stefania Sandrelli), señorita con la que tiene sexo y de la que luego debe prescindir porque intenta llevarse la valija con el efectivo y escapar con un camionero, y de una enfermera sin nombre (Ginger Hall) que el personaje de Vanel trae para que lo cuide, todo en medio de una de las varias ausencias de un Maudet deseoso de libertad y cansado de la debilidad/ senilidad/ permanentes reclamos de atención de su contraparte, funcionan de manera tácita como incidentes celosos en un vínculo siempre al borde de derrapar hacia la banquina, algo que eventualmente ocurre cuando Michel conoce a una bailarina en un club de strippers que simbólica su fatiga emocional y la necesidad de ver a otras personas con las que planear un futuro que no sea sinónimo de encierro, Louise alias Lou (Michèle Mercier), ex actriz con la que inicia un romance, y al dueño de un bar bien menesteroso de Nueva Orleans que representa el sustrato codicioso y tentador del dinero del anciano, Jeff (Todd Martin), ex soldado norteamericano que asesinó a un hombre durante la Segunda Guerra Mundial, cumplió tiempo de prisión por ello y ahora se obsesiona con los dichos del bocón del muchacho, flamante amigo que no deja de fanfarronear acerca de la dependencia del viejo hacia su persona y esos billetes que atesora cual último recurso para comprar su libertad. El título con el que es conocida la película en el mercado hispanoparlante, Un Joven Honorable, no está del todo mal elegido porque viene a complementar al original moviendo el foco hacia el secretario en función de su gesto del desenlace, cuando por fin se decide a llevarse la maleta y ello desencadena que Jeff y su cómplice, el corpulento Suska (E.F. Medard), ingresen en la morada alquilada del ya ex banquero para llevarse el dinero sin saber que está en posesión de un Michel que siente culpa y regresa para devolverle el efectivo a su empleador, dejándonos en última instancia con el escape cobarde de los dos malhechores y con un Ferchaux agonizante que recibió un navajazo a la altura del estómago y entregándole la llave de la caja fuerte en Caracas a su hijo postizo, ese Maudet que está hastiado de todo y manda a la mierda a la llave y a la fortuna que representa en Venezuela. Las dudas éticas infaltables en toda faena de Jean-Pierre aparecen tanto por la tendencia a la deslealtad de Michel, en la piel de un Belmondo magnífico y muy medido que incluso supera lo realizado en León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961) y El Soplón (Le Doulos, 1962), como debido a la influencia pasiva o sumamente activa de agentes externos heterogéneos que ambos van encontrando en el camino, como los testaferros del banco estadounidense, los dos esbirros del FBI, la ninfa Angie, Jeff o la propia Louise, cada uno de ellos exacerbando la angustia y claustrofobia no sólo del secretario sino también del Ferchaux del inmenso Vanel, afamado intérprete gracias a su trilogía de colaboraciones con Henri-Georges Clouzot, El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953), Las Diabólicas (Les Diaboliques, 1955) y La Verdad (La Vérité, 1960), y asimismo por otros convites en sintonía con Para Atrapar al Ladrón (To Catch a Thief, 1955), de Alfred Hitchcock, La Muerte en este Jardín (La Mort en ce Jardin, 1956), de Luis Buñuel, Sobra un Hombre (1 Homme de Trop, 1967), de Costa-Gavras, La Mejor Noche de mi Vida (La Più Bella Serata della mia Vita, 1972), de Ettore Scola, Excelentísimos Cadáveres (Cadaveri Eccellenti, 1976), de Francesco Rosi, Alicia o la Última Fuga (Alice ou la Dernière Fugue, 1977), de Chabrol, y Tres Hermanos (Tre Fratelli, 1981), también de Rosi. Más un retrato elíptico y cuasi onírico de la frontera en la que la fraternidad muta en avaricia e individualismo más que un film noir hecho y derecho acerca de las elites y mafias plutocráticas y su costumbre de cosificar al otro cual siervo cien por ciento a su merced, la película romantiza mucho menos a las luces de neón de yanquilandia que Dos Hombres en Manhattan e indaga con inteligencia en la faceta depredadora y abandónica maquiavélica del trabajo, el cariño, la cooperación, la amistad y una convivencia entre bípedos que así como pueden rapiñarse los unos a los otros en el momento preciso, también es posible que se arrepientan y restituyan de golpe la hermandad y la misma idiosincrasia y dignidad humanista del vínculo de turno.
Un Joven Honorable (L’Aîné des Ferchaux, Francia/ Italia, 1963)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Charles Vanel, Jean-Paul Belmondo, Todd Martin, Michèle Mercier, André Certes, Malvina Silberberg, Stefania Sandrelli, E.F. Medard, André Jaubert, Ginger Hall. Producción: Charles Lumbroso. Duración: 101 minutos.
Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, 1966):
Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, 1966) nos presenta dos grandes cambios con respecto al pasado inmediato, primero Melville insólitamente decide volver al blanco y negro justo a posteriori de su primera película en color, Un Joven Honorable (L’Aîné des Ferchaux, 1963), y para ello intercambia a su socio de siempre, el director de fotografía Henri Decaë, por el también talentoso Marcel Combes, y segundo finalmente se corta la racha de tres colaboraciones seguidas con Jean-Paul Belmondo, su actor fetiche del primer lustro de la década del 60 ya que hegemonizó León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961), El Soplón (Le Doulos, 1962) y la citada Un Joven Honorable, en esencia porque durante el rodaje de esta última el realizador maltrató a Charles Vanel, el coprotagonista de Jean-Paul, al punto de que Belmondo lo terminó golpeando en el set de filmación, gesto que a su vez provocó que ya no le diera papel alguno en su nueva aventura y que volcase Hasta el Último Aliento en su conjunto hacia el casi exclusivo lucimiento de un gangster veterano como aquel Robert “Bob” Montagné (Roger Duchesne) de Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956), ahora bautizado Gustave “Gu” Minda e interpretado por el estupendo Lino Ventura, un boxeador y luchador libre reconvertido en actor por obra y gracia de una lesión accidental y de un amigo que le sugirió su nombre al realizador Jacques Becker, señor en busca de un semblante italiano para componer a Ángelo, jefe mafioso y principal contrincante de Max (Jean Gabin) en la hoy por hoy mítica Grisbi (Touchez pas au Grisbi, 1954), basada en la novela homónima de 1953 de Albert Simonin. Ventura, quien para entonces ya se había destacado en otros opus como Razzia (Razzia sur la Chnouf, 1955), de Henri Decoin, El Comisario Maigret (Maigret Tend un Piège, 1958), de Jean Delannoy, Ascensor para el Cadalso (Ascenseur pour l’Échafaud, 1958), de Louis Malle, Los Amantes de Montparnasse (Les Amants de Montparnasse, 1958), otro convite de Becker, Cena de Acusados (Marie-Octobre, 1959), de Julien Duvivier, A Todo Riesgo (Classe Tous Risques, 1960), de Claude Sautet, Taxi para Tobruk (Un Taxi pour Tobrouk, 1961), de Denys de La Patellière, Mi Tío Tira Tiros (Les Tontons Flingueurs, 1963), de Georges Lautner, Cien Mil Dólares al Sol (Cent Mille Dollars au Soleil, 1964), de Henri Verneuil, y Los Barbudos (Les Barbouzes, 1964), otra del inefable Lautner, a fin de cuentas también tendría una relación profesional bastante traumática con el tremendo Jean-Pierre, todo un dictador y gran manipulador al momento del rodaje como los cineastas de la vieja escuela europea y estadounidense, debido a que en la escena inicial, cuando Minda escapa de prisión y sube junto a un cómplice a un tren en movimiento, Bernard (Jean Négroni), el director le ordenó al maquinista que acelerase progresivamente la velocidad de la locomotora para poder captar en todo su doloroso esplendor la cara de sufrimiento del mayorcito Lino intentando treparse arriba del armatoste, algo de lo que el actor se enteró luego de finalizado el rodaje y que derivó en una agitada pelea entre ambos, por ello nunca más volvieron a hablarse aunque paradójicamente sí trabajaron juntos de nuevo en ocasión de El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969), ya optando por comunicarse únicamente a través de asistentes en lo que debe haber sido uno de los rodajes más demenciales de la historia del cine. Película alabada por Werner Herzog y Martin Scorsese y copiada descaradamente por Jim Jarmusch en Bajo el Peso de la Ley (Down by Law, 1986) y por Quentin Tarantino en Perros de la Calle (Reservoir Dogs, 1992), y a su vez eje de una remake muy floja a cargo de Alain Corneau y realizada en 2007, Hasta el Último Aliento tendría una gestación de lo más complicada porque Melville en un principio la iba a rodar en 1964 con otro elenco pero el proyecto se cayó por la insolvencia del productor, disputas creativas y el surgimiento de la posibilidad de que sea filmada por De La Patellière, a lo que se suma las negociaciones con el autor de la novela homónima de 1958 en la que está inspirado el film, el infame Joseph Damiani alias José Giovanni, militante fascista y gangster desalmado especializado en extorsionar a judíos que en términos cinematográficos asimismo es muy recordado por el guión de El Clan de los Sicilianos (Le Clan des Siciliens, 1969), de Verneuil, por haber escrito los libros que desencadenaron la nombrada A Todo Riesgo, El Agujero (Le Trou, 1960), obra maestra de Jacques Becker, y Los Aventureros (Les Aventuriers, 1967), de Robert Enrico, y por haber dirigido un interesante par de films, Último Domicilio Conocido (Dernier Domicile Connu, 1970) y Dos contra la Ciudad (Deux Hommes dans la Ville, 1973). La faena, algo así como una cruza entre las propuestas de atracos o heist movies a lo Bob, el Jugador y los retratos de la paranoia delictiva, la desesperación, el engaño y los métodos investigativos de las fuerzas de represión pública símil El Soplón, amalgama que por cierto nos lleva de nuevo a Mientras la Ciudad Duerme (The Asphalt Jungle, 1950), de John Huston, aunque también a un opus citado por Melville dentro de la estructura retórica vía el tiempo muerto/ la espera plagada de angustia previa al robo, Reto al Destino (Odds Against Tomorrow, 1959), de Robert Wise, otro genio del policial negro, comienza con la fuga de un ignoto presidio de Gustave y dos hombres más, uno muriendo al caer al vacío desde los techos y el otro acompañando brevemente al protagonista y falleciendo tiempo después al suicidarse tirándose desde un abismo al verse acorralado por la policía. Minda, un ladrón muy respetado en los bajos fondos parisinos que cumplió diez años de prisión de una cadena perpetua por robar “El Tren del Oro”, le pide refugio a su querida hermana Simone Peltier alias Manouche (Christine Fabréga), la dueña de un restaurant en donde trabaja su fiel guardaespaldas disfrazado de camarero, Alban (el siempre prodigioso Michel Constantin, descubierto por Becker en El Agujero), principal responsable de que salga con vida cuando entra un tal Jeannot Franchi (Albert Dagnant) con otros rufianes para matar al novio de la fémina, Jacques, el Notario (Raymond Loyer), gangster que osó contrabandear tabaco en el territorio de Paul Ricci (Raymond Pellegrin), jerarca del inframundo criminal y propietario de un club nocturno al igual que su hermano Jo Ricci (Marcel Bozzuffi), una sanguijuela como pocas. En el episodio muere Jacques, el Notario y Franchi termina herido, luego entra en coma y al tiempo fallece, lo que provoca por un lado que a Paul se le arruine momentáneamente un robo de 500 kilogramos de platino que viene planificando desde hace tiempo y para el que necesita a tres secuaces, en un principio contando con el finado, ese Antoine Ripa de Denis Manuel y un Pascal Leonetti en la piel de Pierre Grasset, ya visto en Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, 1959), y por el otro lado que el oportunista de Jo envíe a dos matones a extorsionar en su hogar a Manouche apuntándole con un arma y noqueando a Alban, situación de la que es salvada por Minda, señor que dictamina la pena de muerte para los susodichos y les regala su ejecución marca registrada, eso de pegarles unos tiros adentro de un automóvil en movimiento para que nadie pueda encontrarlo in fraganti o siquiera determinar de dónde vienen los disparos. Necesitado de dinero para abandonar Francia y exiliarse en Italia, Gustave se entera del asalto del platino a través de una típica cadena melvilleana de secretos entre confidentes ya que el personaje de Fabréga se pone en contacto con un barquero amigo suyo llamado Théo (Louis Bugette) para que le consiga documentos falsos a su hermano y lo lleve a Italia, quien a su vez charla con el mafioso que Paul consideró como posible reemplazo de Franchi para el robo, Orloff (Pierre Zimmer), señor que le comunica al anterior sobre la vacante delictiva para que a su vez le pase el dato a Minda, el cual acepta sin tener muchas opciones en el horizonte y así se pone en contacto con Paul Ricci sin saber que desencadenó la arremetida de los esbirros de Jo sobre Simone al ordenar tácitamente la muerte de Jacques, el Notario, su competencia en el contrabando de tabaco. El protagonista abandona París, donde le pisa los talones el sagaz Comisario Blot (Paul Meurisse), y se marcha a Marsella para materializar un atraco que implica fusilar a la escolta del camión blindado de turno en una carretera desierta, dos motociclistas que mueren por la carabina de Antoine y la pistola de Gustave, y cerrarle el paso al vehículo con un coche cruzado para después encerrar a los guardias restantes en un cobertizo precario, llevarse el camión, vaciarlo con rapidez y finalmente arrojarlo por un precipicio y esconder las 20 cajas de 25 kilos cada una en un inmueble propiedad de los suegros de Ricci. Blot consigue de su par de Marsella, el salvaje y renuente a colaborar Inspector Fardiano (Paul Frankeur), los proyectiles del robo y al cotejarlos en laboratorio descubre que salieron de la misma arma que mató a los dos macarras que pretendían extorsionar a Manouche, detalle que pronto lo lleva a deducir que Gustave está detrás de todo porque aquel dúo fue fusilado mediante la táctica del auto en raudo movimiento que siempre acompañó la carrera criminal del fugitivo. Minda, que suele pasear con bigote, sombrero y anteojos cerca de unos varones jugando a la petanca, es reconocido por un guardiacárcel y así termina cayendo en una trampa montada por Blot en la que reconoce en una grabación oculta la participación de Paul en el atraco tratando de aclarar un supuesto malentendido por parte de un tal Ángel Nevada que aducía ser el informante interno de la compañía de caudales y por ello reclamaba la mitad del robo bajo pena de asesinarlo, todo un invento del que se aprovecha Fardiano para torturar a golpes y con un submarino tanto al protagonista como a un Ricci que también cae detenido y padece el suplicio de la comisaria de Marsella mientras Blot se lava las manos y regresa a París. El maquiavélico inspector filtra en la prensa el dato de la captura de ambos y afirma que Minda delató a conciencia a Paul y que pronto hará lo propio con los otros dos cómplices, lo que lleva a Gustave a cortarse las manos rompiendo una ventana y a noquearse golpeando su cabeza contra un enorme fichero para que lo lleven a un hospital, desde donde logra escapar tumbando a un oficial (Marcel Bernier) y robándole la ropa. Jo, ni lento ni perezoso, planea hacerse con el botín bajo la excusa de vengarse de Minda por hacer encarcelar a su hermano y para ello contacta a los cada vez más paranoicos Pascal y Antoine, por ello los tres fijan una cita con Orloff, quien al igual que Alban, Simone y Théo aún confía en Gustave porque fue un antiguo cofrade, encuentro que se da en un departamento vacío en donde el personaje del genial Zimmer planta un revólver arriba de un armario para que sea encontrado por el trío y así se sientan seguros para sorprenderlos sacando un arma y dejando en claro su posición de fusilar a Minda sólo si hay pruebas reales de que traicionó a Ricci y de que todo no es otra estratagema burda policial para que la banda se disgregue y se fagocite a sí misma. Nuestro protagonista se reúne con Manouche y pronto localiza y secuestra a Fardiano para fusilarlo en su propio auto en movimiento aunque no sin antes hacerlo redactar en una libreta su confesión, bajo la forma de un par de cartas dirigidas a la prensa y el ministro de justicia, en lo que atañe a sus mentiras, la argucia de Blot, los tormentos en la comisaria y la falta de pruebas fehacientes contra Minda y Ricci. Gu consigue de boca de Orloff la dirección del departamento del encuentro con Jo, Pascal y Antoine y lo noquea justo cuando iba a reunirse con ellos para aclarar el asuntillo de la ejecución de Gustave por su hipotética condición de confidente de la policía, situación que desemboca en una balacera en la que todos mueren y en la que Minda, con un tiro inmovilizante en una pierna y eventualmente disparándole a los uniformados que llegan al lugar, consigue entregarle a Blot la mentada libreta de la confesión de Fardiano, esa que el señor deja caer adelante de un periodista que cubría el hecho para limpiar post mortem el nombre del personaje de Ventura. Con sus 144 minutos de duración y aquella cocina traumática que comentábamos con anterioridad, Hasta el Último Aliento constituye sin duda la primera gran épica de Melville no sólo por las generosas proporciones involucradas sino asimismo gracias a que el realizador y guionista aquí logró sintetizar, pulir y en cierto sentido expandir motivos y temáticas ya clásicas de su producción artística como por ejemplo la similitud entre policías y ladrones y el carácter parasitario de algunos exponentes de cada rubro, pensemos en la costumbre de Jo de servirse de su hermano Paul o su homóloga de Fardiano en materia de la ingeniosa trampa de su colega Blot, factor que por cierto trae a colación la sentencia de antaño de que la policía es una soberana basura porque incluso un personaje que condena los apremios ilegales y prefiere la pesquisa intelectual/ científica como el de Meurisse, célebre también por El Ejército de las Sombras y sus dos colaboraciones con Henri-Georges Clouzot, Las Diabólicas (Les Diaboliques, 1955) y La Verdad (La Vérité, 1960), no mueve ni un dedo para detener el trágico destino que les espera a Ricci y Minda a manos del inspector adepto a la tortura; además el relato recupera de manera inesperada el sustrato incestuoso de aquellos hermanos de Los Niños Terribles (Les Enfants Terribles, 1950), Paul (Edouard Dermithe) y Elisabeth (Nicole Stéphane), aunque desdibujando el contexto social más macro del film craneado con Jean Cocteau y volcándolo de modo específico a retratar cual metáfora morbosa anti tabú las contantes “relaciones carnales” que existen entre la policía y el ecosistema gangsteril y dentro de cada uno de estos grupos en los que todos parecen conocer a todos porque -de una forma u otra- ya se han cruzado en alguno de los caminos de la vida o de la profesión, un planteo retórico sumamente disruptivo y valiente que en pantalla toma la forma del vínculo entre Simone y Gustave, varias veces señalados en los diálogos como hermanos pero sin que ello les impida darse un beso apasionado en la boca y para colmo tener una cena romántica en un pequeño departamento parisino que pertenece a la mujer, donde el eterno fugitivo queda al cuidado de Alban. El gustito de Jean-Pierre por la ironía sutil también reaparece mediante la figura de Paul, quien tiene un típico final burgués aburrido fuera de campo al permanecer bajo custodia y bajo el amparo de su familia y sus abogados, un personaje que en sí desencadena la narrativa principal al dejar ir a Jeannot Franchi para cargarse a Jacques, el Notario, nuevamente todo en medio de un manto de elipsis y varias ambigüedades -fiel al estilo de Melville- porque Ricci hace un mínimo esfuerzo para detenerlo pero es evidente que el sicario protege sus intereses porque es del tráfico de tabaco es de hecho Paul y no su hermano Jo, a lo que se suma el accionar de su contraparte, el mismo Minda en pleno “segundo aliento” de libertad según el título original en francés, ladrón que desconoce los detalles de esta catarata de acontecimientos y por ello se lanza cual kamikaze en la escena del tiroteo del desenlace con sus otrora colegas y la criatura de Bozzuffi, mitad debido a que deseaba limpiar su valiosa reputación y mitad porque pretendía visibilizar también la confesión de Fardiano para exonerar de culpa y cargo a un Paul con el que comparte una cordial relación, incluso desde antes del atraco alrededor de ese cargamento de platino que ninguno de los asaltantes puede disfrutar y que termina enterrado en la trama en general bajo el peso de las tribulaciones de la lealtad, la gratitud y un honor público mancillado que pide a gritos ser saneado/ corregido/ reparado símil eco de las debacles tragicómicas hustonianas/ shakesperianas del destino de los opus previos. Minucias magníficas como la modalidad favorita de ejecución de Gu o la táctica de Orloff de plantar un arma en el sitio de reunión para que sea descubierta por los miembros de la otra pandilla se combinan con la legendaria escena del robo en la ruta inhóspita y el sublime desarrollo de personajes de siempre del director, en esta oportunidad consiguiendo la proeza de que seres como Antoine Ripa resulten creíbles a pesar de sus titubeos o mejor dicho, gracias a esa ciclotímica humanidad que en el caso del personaje de Manuel lo lleva a primero desconfiar de Gustave a puro prejuicio, luego a llevarse bien cuando descubre que aprecia a los gitanos como él -le pide un consuelo implícito ante la culpa por matar al motociclista- y finalmente a rechazarlo cuando cae en las garras de la manipulación de Jo, suerte de sentencia de muerte a instancias de las balas de Minda. A diferencia de tantas epopeyas contemporáneas semejantes que se ponen del lado de los payasos institucionales o nos hartan con un sermón moral o relatos biempensantes y remanidos orientados a rubricar a los monigotes policiales o jurídicos, Melville en el film que nos ocupa apenas si incluye una placa burocrática al inicio de la película al respecto y luego se consagra a desparramar nihilismo estilizado a montones en el que nadie está exento de culpa y todos son en mayor o menor medida cómplices de su propio martirio, incluso recurriendo a constantes leyendas espaciales y temporales impresas sobre las imágenes para reforzar el aura de crónica muy meticulosa de un proyecto criminal que se fue al caño por bajas variopintas en ambos lados de la ley, redondeando el trabajo más cruento de la trayectoria del cineasta hasta la fecha.
Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, Francia, 1966)
Dirección: Jean-Pierre Melville. Guión: Jean-Pierre Melville y José Giovanni. Elenco: Lino Ventura, Paul Meurisse, Raymond Pellegrin, Christine Fabréga, Marcel Bozzuffi, Paul Frankeur, Denis Manuel, Michel Constantin, Pierre Zimmer, Pierre Grasset. Producción: Charles Lumbroso y André Labay. Duración: 144 minutos.
El Samurái (Le Samouraï, 1967):
Resulta evidente que El Samurái (Le Samouraï, 1967), ya desde su mismo título y la cita con la que Melville abre la acción y que atribuye falsamente al bushido o “El Libro de los Samuráis” cuando en realidad la escribió él, “no hay soledad más profunda que la del samurái, excepto la del tigre en la jungla, quizás…”, termina de vincular el cine del director no sólo con el código de ética y de honor por antonomasia de la clase guerrera/ militar del Japón Feudal sino con una serie de rasgos asociados al ascetismo de vivir en función de ideales mucho más elevados, complejos, vastos o enriquecidos que aquellos que comparte el grueso de los lamentables mortales de la sociedad tradicional, situación que por un lado nos conduce de inmediato a la lealtad que los samuráis de antaño debían manifestar ante sus pares y sobre todo a su daimio o soberano, quien a su vez le debía pleitesía al shogun o el más poderoso de todos los daimios, y por el otro lado vincula a la película en su conjunto ya no exclusivamente al film noir o cierta arquitectura del western sino al chambara o propuestas específicas de samuráis, subgénero del séptimo arte modelo nipón que pertenece al jidaigeki o drama de época, en esta oportunidad por supuesto reemplazando las katanas por armas de fuego y centrándose en un asesino que hace las veces de un ronin o samurái sin amo, figura que en la iconografía japonesa y la historia del país funciona como una fase intermedia entre el auge de los daimios independientes y su lento declive posterior por la modernización del Japón y la centralización administrativa del Período Edo o Shogunato Tokugawa, lo que en términos prácticos significó la reconversión de los samuráis, algo así como ejércitos privados de los oligarcas consagrados a las guerras fratricidas del pasado, en primera instancia en una fuerza laboral ociosa y luego en los mencionados ronins a lo mercenarios itinerantes, antecedentes de los yakuzas modernos símil sindicato mafioso de antiguos ronins mancomunados para controlar el juego, el lavado de dinero, el contrabando, la extorsión, la especulación inmobiliaria, la prostitución, las masacres y el tráfico de armas, seres humanos y drogas. Más allá de las referencias al bushido, mixtura entre una típica estructura castrense y una filosofía de la fidelidad u obediencia debida que combina ingredientes del budismo, el sintoísmo y el confucionismo, el amigo Jean-Pierre ya venía trabajando desde el principio de su carrera temáticas interconectadas como la soledad, el silencio, el respeto, el coraje, la honestidad y la rectitud aunque no al nivel de El Samurái, película que lleva todo al extremo y en la que se exacerba el formalismo autolimitante con fines creativos del realizador, hoy haciendo del laconismo y la puesta en escena estilizada una dimensión más que complementa tanto el sustrato vital despojado del protagonista de turno, el mítico Jef Costello interpretado por Alain Delon, como esa sabia rearticulación de fondo a partir de elementos previos en lo que al rubro criminal se refiere, pensemos para el caso en la fuga y la desesperación progresiva de Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, 1966), las consecuencias de la desconfianza patológica de El Soplón (Le Doulos, 1962), los laberintos citadinos que permiten esconderse y a la vez perderse a sí mismo de Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, 1959) y esas compulsiones autodestructivas muy sutiles que toman la forma de una pulsión de muerte bastante lúdica de Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956). La estética de la humildad preciosista, otra de las paradojas del acervo melvilleano como su amor para con el rodaje documentalista en locaciones y el cuidado maniático en materia de las escenas en interiores, se presta mucho para interpretarla como una alegoría acerca del hombre contemporáneo viviendo en la sociedad asfixiante de la información, el anonimato y la vigilancia uniformizadora y ubicua porque Costello literalmente sufre un acoso escalonado por parte de los esbirros de la ley, representantes institucionales/ estatales que pueden extrapolarse a parásitos del enjambre capitalista privado, persecución que incluye desde la privación de su libertad, el asedio verbal contra su persona y el acorralamiento insistente para con su amigovia, Jane Lagrange (Francine Canovas alias Nathalie Barthélémy alias Nathalie Delon, muy hermosa esposa de entonces de Alain), hasta un constante seguimiento por las calles y en el metro de París, el ardid de plantarle en su hogar un walkie-talkie cual micrófono oculto y finalmente el detalle de fusilarlo en el desenlace creyéndolo de antemano culpable sin mayores pruebas en su contra que la intuición y el capricho del poder. En lo que atañe a la realización en sí de la película, ésta representó la experiencia más dolorosa y más gratificante de la carrera de un Melville que siempre se la pasaba reconciliando los extremos hasta sin proponérselo, basta con recordar primero que fue durante el rodaje de El Samurái, un 29 de junio de 1967, que los queridos estudios de filmación del cineasta, Studios Jenner, donde además vivía, fueron destruidos por un misterioso incendio, en esencia un almacén abandonado que el señor encontró en 1947 y donde rodó buena parte de las nombradas Bob, el Jugador, El Soplón y Hasta el Último Aliento más Los Niños Terribles (Les Enfants Terribles, 1950), León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961) y Un Joven Honorable (L’Aîné des Ferchaux, 1963), y segundo que el convite fue uno de los más exitosos en taquilla de su trayectoria a la fecha y le permitió conocer a ese socio actoral perfecto que lo acompañaría de allí en más hasta el final, el maravilloso Delon, en paralelo el reemplazo tan deseado de Jean-Paul Belmondo, un amigo en serio del director y guionista y en suma un profesional impecable que estaba atravesando la cúspide de su carrera gracias a una genial retahíla de títulos que supo abarcar A Pleno Sol (Plein Soleil, 1960), de René Clément, Rocco y sus Hermanos (Rocco e i suoi Fratelli, 1960), del sublime Luchino Visconti, El Eclipse (L’Eclisse, 1962), de Michelangelo Antonioni, El Gatopardo (Il Gattopardo, 1963), también de Visconti, Melodía en el Sótano (Mélodie en Sous-sol, 1963), de Henri Verneuil, El Tulipán Negro (La Tulipe Noire, 1964), opus de Christian-Jaque, Los Felinos (Les Félins, 1964), otra de Clément, ¿Tengo el Derecho de Matar? (L’Insoumis, 1964), de Alain Cavalier, Fui un Ladrón (Once a Thief, 1965), de Ralph Nelson, Talla de Valientes (Lost Command, 1966), de Mark Robson, Texas de mis Amores (Texas Across the River, 1966), de Michael Gordon, ¿Arde París? (Paris Brûle-t-il?, 1966), nueva odisea de Clément, y Los Aventureros (Les Aventuriers, 1967), de Robert Enrico. El relato es microscópico, incluso para el nivel de las faenas casi siempre muy escuetas de un Jean-Pierre que gustaba de darle mil vueltas a una premisa en realidad simple, y arranca con Jef Costello, otro de esos nombres de hilarante linaje norteamericano de la fauna delictiva del francés, fumando impasible en la cama de su rústico monoambiente parisino y con la única compañía de un pinzón real hembra en una jaula que padece el encierro tanto como el protagonista, muy adepto por cierto a los trajes oscuros y los impermeables y sombreros fedora grises, cuya ala delantera tiende a alinear de manera maniática frente al espejo. Sirviéndose de la exquisita fotografía de Henri Decaë, la música intermitentemente jazzera y ominosa de François de Roubaix y un magnífico diseño de producción y una avasallante decoración de sets de François de Lamothe, el film deja todo en claro en esos segundos iniciales porque con las sobreimpresiones temporales de Hasta el Último Aliento y un mínimo movimiento intranquilo de la cámara al ritmo de la música tenemos la sensación de despertar de un sueño de quietud y mucha reflexión con nos impele a encontrarnos con la repetitiva y castradora praxis social, aunque no antes de que el personaje de Delon nos indique que su idiosincrasia está bastante por encima de la manipulación estupidizante y plutocrática de la comunidad en general al mostrarnos con qué encendió su cigarrillo, nada menos que con un fajo de billetes. Jef roba un auto debajo de la lluvia con un enorme llavero circular repleto de llaves para la ignición del Citroën DS y conduce el vehículo de turno hasta el garaje de otra criatura tan taciturna y lacónica como él mismo (André Salgues), quien por unos morlacos le cambia las patentes delantera y trasera y le entrega documentos falsos para el coche y hasta un revólver. Luego de visitar a su amante, Lagrange, y negociar con ella la coartada que tendrá entre las 19:15 y las 02:00, esa que queda en 01:45 horas debido a que otro macho, Wiener (Michel Boisrond), llegará al departamento de la señorita a las dos, Costello visita un garito de póker y promete que volverá a las dos en punto para de inmediato dirigirse a un club nocturno de jazz, Martey’s, donde se escabulle sigilosamente por puertas colaterales y mata al dueño del selecto local de tres disparos, encontrándose de salida de la oficina de la víctima, en un pasillo interno, con la talentosa pianista de la banda que suele tocar ante la concurrencia, una mujer joven y bella de tez oscura llamada Valérie (Cathy Rosier), quien lo mira de frente sin decir nada ante su raudo escape. El hombre a continuación se deshace de los guantes blancos que llevaba puestos, arroja al Río Sena el arma utilizada y vuelve al departamento de la mujer para esperar en el lobby del edificio la llegada del tal Wiener para cruzárselo adrede en la puerta como si estuviese saliendo del encuentro reglamentario con ella, segunda parte de una coartada compuesta que incluye la mentira de Jane y la sinceridad del segundo amante de la chica. Mientras Jef abandona el auto en una calle cualquiera y regresa al garito, el cadáver es descubierto y el ignoto comisario a cargo del caso (un espléndido François Périer) ordena un alerta general con redadas rutinarias y comprobación de identidad e insta a que cada oficial en servicio entregue 20 sospechosos con antecedentes o que calcen con la descripción del sicario que aportan los distintos empleados de Martey’s, por ello Costello cae preso junto a una infinidad de otros sospechosos que terminan en el departamento de policía desfilando ante unos variopintos declarantes que no se ponen de acuerdo acerca de si es o no es el homicida de su otrora jefecito. El comisario no tarda mucho tiempo en obsesionarse con el sospechoso, de 30 años y sin antecedentes criminales, y así lo presiona para que brinde el nombre, la dirección y el teléfono de su coartada, Lagrange, la cual a su vez lo respalda en una situación en la que desde ya también termina arrastrado Wiener, hombre de mediana edad que efectivamente reconoce a Jef por habérselo cruzado en la entrada del departamento de la muchacha, ese nido de amor de ambos machos. Valérie es la que tiene la última palabra porque vio de frente al verdugo pero inesperadamente opta por limpiar el buen nombre de Costello ante la frustración del comisario, quien lee rápidamente que Jane miente pero Wiener dice la verdad y por ello hace seguir al sospechoso y ordena a sus subalternos que se metan en su hogar y le coloquen un walkie-talkie para escuchar sus conversaciones desde un hotel ubicado justo enfrente al edificio en cuestión. Después de evadir a su molesta escolta detectivesca a través del metro parisino, el sicario se encuentra en una pasarela/ puente peatonal de la red ferroviaria con el intermediario que le encargó el asesinato (Jacques Leroy), un sujeto rubio que se revela como otro homicida profesional porque en vez de pagarle el dinero que le debían pretende matarlo ya que descubrieron que fue arrestado, episodio en el que el testaferro enigmático del poder sale huyendo y Costello termina con su brazo izquierdo herido debido a una bala que pasó rozando. El protagonista se recupera en su departamento, le da de comer al pinzón real y arroja en la calle una bolsa con algodón y gasas ensangrentadas que es recogida por la policía, optando por regresar al club nocturno para ver a Valérie y esperarla a la salida de su trabajo con vistas a pedirle que le averigüe quién podría querer muerto al dueño del local, todo bajo la idea de cargarse a quienes pretendieron traicionarlo -antes de que lo maten a él, de hecho- y la deducción de que el silencio de la “testigo estrella” oculta un conocimiento de primera mano de la trama secreta por detrás del contrato homicida. El comisario se entretiene presentándose en el departamento de Lagrange y acusándola de falso testimonio, promiscuidad y prostitución para que se desdiga de sus palabras y Jef, por su parte, descubre que alguien estuvo en su morada porque el pajarito está histérico, lo que lo lleva a encontrar el transmisor colgado en la pared y detrás de unas cortinas, a desactivarlo sin más y a salir de su hogar para efectuar una llamada telefónica a la pianista, quien a pesar de haberle prometido darle el nombre del responsable intelectual del crimen decide no responder. De vuelta en su monoambiente, Jef nuevamente se percata de una presencia indeseada debido a que el pinzón real incluso está perdiendo sus plumas y así desde la cocina se deja ver el intermediario apuntándole con una pistola, ahora cambiando la actitud porque asevera que ya saben que el arresto no es una trampa y que la libertad del asesino no los pone en peligro, por ello le pagan lo adeudado y le entregan otros dos millones de francos para un flamante encargo que no impresiona al gélido Costello porque consigue que el adversario baje el arma para abalanzarse contra él y amenazarlo con matarlo a menos que revele la identidad del ideólogo, Olivier Rey (Jean-Pierre Posier), y su dirección, Boulevard de Montmorency 73. Dejándolo atado en su hogar, devolviéndole el arma y esquivando un amplio y complejo operativo de seguimiento en el metro organizado por el comisario, el personaje de Delon roba otro auto con su llavero múltiple y recae en el garaje de siempre para obtener nuevas matrículas, los documentos del coche y un nuevo revólver, preámbulo de una visita a Jane con sabor a despedida, en la que le dice a la muchacha que no se preocupe y que él lo arreglará todo, y del asesinato de dos tiros del mentado Rey, ricachón inmundo que vive en la misma casona lujosa de Valérie, en apariencia su pareja. Ya en plan de suicidio tercerizado, Jef regresa a Martey’s a la vista de todo el mundo, entrega su sombrero fedora en el guardarropas pero no se lleva su ticket, se pone un par de guantes blancos frente a los ojos temerosos del barman (Robert Favart), se acerca a la pianista y permanece a su lado a pesar de que la chica le advierte que debería marcharse del lugar. El hombre saca el revólver, ella le pregunta la razón detrás del gesto y él le responde que Olivier le pagó para matarla, que ella es el segundo contrato, no obstante un grupo de tres policías encubiertos comandados por el comisario lo acribilla sin piedad, a posteriori descubriendo el mandamás que el arma no tenía bala alguna en su tambor. Como decíamos previamente, Melville en El Samurái opera sobre un terreno temático y formal archiconocido y por ello se permite profundizar en el dejo lírico de su cine en una jugada retórica/ ideológica/ narrativa que tiene tanto de romantización a la distancia de la violencia como de análisis de su sustrato destructivo, contraproducente, liberador, impetuoso, bien lunático y en ocasiones volcado a la reafirmación identitaria, así la elegancia en vestimenta, ademanes, disposición física, peinados, decorados y puesta en escena en general convive tanto con el acecho sobre la presa y la fugacidad demoledora de los disparos como con el hostigamiento policial, sus argucias non sanctas, la obsesión investigativa y en especial un juego del gato y el ratón a lo largo y ancho de una París que todo lo esconde pero sólo revela pequeños detalles de sus arcanos, de allí el importante peso dentro del metraje que poseen las escenas de acoso y vigilancia, desde las de la comisaria con los procedimientos legales, pasando por la reposada nocturna orientada a retratar la colocación del walkie-talkie en la morada del sicario, y terminando con la secuencia del allanamiento en la casa de Lagrange y esa otra magistral en el metro con diversos esbirros policiales que hacen todo lo posible para identificar y no perderle el rastro a Costello. El realizador asimismo se hace un festín con los rituales, seres, objetos y minucias que componen la existencia de Jef y le dan sentido como alegorías de diversas características de su personalidad o filosofía, pensemos en la hembrita de pinzón real que simboliza la soledad aunque también la paz del asesino a sueldo, su apego a la vestimenta formal en años de hippismo y Flower Power cual nostalgia derechosa por tiempos pasados que refuerza la seriedad totalmente desfasada -y muy de rebelde coyuntural- con la que se toma su oficio, su extraña costumbre de robar esos Citroëns DS con un método que implica tener unas paciencia y voluntad de fierro y no mirar las llaves para no llamar la atención de nadie, ese gustito por las pocas palabras -muy pocas, a decir verdad- que parece contraponerse a la verborragia presuntuosa y onanista de nuestros días como un placer derivado de la armonía con uno mismo y sin necesidad del beneplácito de los demás, esa misma Jane que en consonancia con lo anterior le pregunta en el desenlace si en verdad la necesita para escuchar luego un “no” como respuesta que la lleva a corregirlo y decirle “sí”, el entendimiento también semi silente con el dueño del garaje sin grandes intercambios y sin la necesidad de explicaciones ya que el lenguaje y el ecosistema delictivo en común lo explicitan todo desde el vamos, el dejo intercambiable que tienen las armas en su devenir como si se tratase de una metáfora sobre la obligación de anonimato del sicariato y acerca de la posibilidad de utilizar para nuestro favor la pavorosa despersonalización de ese aparato de control posmoderno público/ privado para el que todos somos un número del cual servirse para sus fines, el rol eventualmente condenatorio de la pasión de Costello por los juegos de azar pero sin llegar al nivel del ludópata de Bob, el Jugador, Robert “Bob” Montagné (Roger Duchesne), otro que terminaba en las garras de la ley a pesar de su inteligencia y sagacidad por su afición a las apuestas y las escaramuzas aledañas con el destino más antojadizo, y finalmente su propia disposición fantasmal al punto de no tener problema alguno con la contingencia de su propio fallecimiento, algo que por un lado nos acerca al autocalvario o al suicidio tácito de los adalides de los relatos de Los Niños Terribles, Bob, el Jugador, Dos Hombres en Manhattan, León Morin, Sacerdote, El Soplón, Un Joven Honorable, Hasta el Último Aliento e incluso El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, 1949), recordemos aquel exasperante mutismo autoimpuesto por el carpintero (Jean-Marie Robain) y su sobrina (Nicole Stéphane) para amargarle la existencia al apacible y humanista Teniente Werner von Ebrennac (Howard Vernon), y por el otro lado nos retrotrae al bushido de los comienzos ya que resulta evidente que la conciencia de la muerte y el acto de reconciliarse con el carácter transitorio del cuerpo y la vida inmortal de los principios éticos cual religión camuflada pegada al concepto de alma conforman el quid básico del ideario de los samuráis del chambara, rubro muy admirado por Melville que allá en los 60 estaba atravesando aún su período de oro luego de haberse desprendido del jidaigeki en los 40 y 50, todo gracias a realizadores insignia del formato retórico como por ejemplo Akira Kurosawa, Hiroshi Inagaki, Kihachi Okamoto, Masaki Kobayashi, Hideo Gosha y Kazuo Mori. El tópico del estoicismo de la resistencia tanto colectiva como individual, temática trabajada por Jean-Pierre durante toda su carrera, también tiene que ver con la misantropía de este guerrero moderno y su rechazo para con la banalidad, estupidez, pobreza espiritual y redundancias de una sociedad en la que prima la lógica de ese dinero que quema en el prólogo y en la que lo transitorio baladí hegemoniza los vínculos entre tantos sujetos que quieren ser amados y no amar a nadie, así es cómo Olivier Rey firma su sentencia de muerte cuando rompe el código de honor de los bajos fondos y le falta el respeto a Jef al pretender matarlo vía el intermediario como si fuese un buchón o un ladrón vulgar en tratativas maquiavélicas con la policía para sacar algún rédito desvirtuando el contrato homicida de fondo, amén del hecho de que en la visita final a Jane el hombre por fin demuestra cariño hacia la chica sin dejar de lado del todo esa necesaria máscara que anula sus emociones para salir con vida en un gremio criminal en donde a veces se trabaja con gente de confianza y en otras ocasiones con imbéciles de mierda que no sirven para nada, justo como en la vida cotidiana de cada uno de los integrantes de la comunidad. La película ha sido muy mitologizada sobre todo por cinéfilos bastante tarados y vagos que no vieron ninguna de las otras faenas del cineasta, detalle que se explica por la fascinación que desencadena sus ambigüedades entre un público mainstream no acostumbrado a la falta de certezas o al hecho de que queden cosillas sin dilucidar, como en este caso la misteriosa relación entre Valérie y Olivier y su homóloga entre este último y el finado del principio, el dueño de Martey’s, pudiendo tratarse de un ajuste de cuentas intra rubro nocturno, de un ardid capitalista de “supresión de la competencia” o quizás de un lindo lío de faldas por la morocha u otra hembra. Lo cierto es que el opus de Melville tendría una influencia enorme en el neo film noir, las películas de mafiosos, el suspenso minimalista, los dramas de “lobos solitarios”, el cine de acción, las exploraciones sobre el suicidio maquillado y la angustia contenida metropolitana y las faenas de sicarios a escala ya más concreta, recordemos films como El Conformista (Il Conformista, 1970), de Bernardo Bertolucci, Milán Calibre 9 (Milano Calibro 9, 1972), del gran Fernando Di Leo, Asesino a Precio Fijo (The Mechanic, 1972), de Michael Winner, La Conversación (The Conversation, 1974), de Francis Ford Coppola, Taxi Driver (1976), de Martin Scorsese, El Conductor (The Driver, 1978), de Walter Hill, Ladrón (Thief, 1981), de Michael Mann, El Profesional (Le Professionnel, 1981), de Georges Lautner, Un Mañana Mejor (Ying Hung Boon Sik, 1986), de John Woo, El Killer (Dip Huet Seung Hung, 1989), otra de Woo, Nikita (1990), de Luc Besson, Un Día de Furia (Falling Down, 1993), de Joel Schumacher, El Perfecto Asesino (Léon, 1994), también de Besson, Pecados Capitales (Seven, 1995), de David Fincher, Flores de Fuego (Hana-bi, 1997), de Takeshi Kitano, Asesinos Sustitutos (The Replacement Killers, 1998), de Antoine Fuqua, El Camino del Samurái (Ghost Dog: The Way of the Samurai, 1999), de Jim Jarmusch, El Club de la Pelea (Fight Club, 1999), otra de Fincher, El Hombre que Nunca Estuvo (The Man Who Wasn’t There, 2001), de Joel y Ethan Coen, You Shoot, I Shoot (Maai Hung Paak Yan, 2001), de Pang Ho-cheung, Camino a la Perdición (Road to Perdition, 2002), de Sam Mendes, El Hombre sin Pasado (Mies Vailla Menneisyyttä, 2002), de Aki Kaurismäki, Kill Bill (2003 y 2004), de Quentin Tarantino, Gran Torino (2008), de Clint Eastwood, Venganza (Fuk Sau, 2009), de Johnnie To, El Ocaso de un Asesino (The American, 2010), de Anton Corbijn, Drive (2011), de Nicolas Winding Refn, y John Wick (2014), de Chad Stahelski, y sus diversas secuelas. Como si se tratase de una cajita musical que ofrece distintas melodías para cada espectador que osa rellenar con su inventiva los espacios vacios o las facetas apenas insinuadas de la trama y los personajes, el encanto de El Samurái pasa por su desnudez y honestidad en lo que atañe a una amalgama entre el acervo del policial negro más nihilista, ese que equipara a uniformados y criminales símil espejos deformantes cruzados, y el esquema dramático preferido del spaghetti western modelo Sergio Leone, Damiano Damiani y Sergio Corbucci, entre otros, el del ermitaño conceptual que es obligado a salir de su cueva para defenderse de o atacar a terceros, según las necesidades del entorno y la propia vocación, siempre guiado por un credo de cadencia solipsista en donde la seducción y el deleite de la autoinmolación pueden más que cualquier apego hacia un exterior donde el canibalismo cansador es la regla, suerte de vuelta a una tranquilidad del vientre materno que en el agraciado opus de Melville está representada en la habitación fría y gris donde el monje de las armas se consagra a meditaciones que jamás llegarán hacia los testigos de su devenir, estén éstos de un lado o del otro de la pantalla.
El Samurái (Le Samouraï, Francia/ Italia, 1967)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Alain Delon, François Périer, Nathalie Delon, Cathy Rosier, Jacques Leroy, Michel Boisrond, Robert Favart, Jean-Pierre Posier, Catherine Jourdan, Roger Fradet. Producción: Raymond Borderie y Eugène Lépicier. Duración: 105 minutos.
El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969):
Toda esa experiencia acumulada por Melville en términos narrativos tradicionales, léase centrándose en uno o dos protagonistas fundamentales y construyendo a su alrededor un puñado de secundarios de mayor o menor importancia variable, deriva en El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969) en un relato ya decididamente coral que sin embargo se niega a renunciar del todo a la opción de consagrarse a una suerte de figura que sintetiza el planteo general, en este caso el personaje de Philippe Gerbier del enorme Lino Ventura, ya visto en Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, 1966), todo dentro de una nueva exploración por parte del director, un ex partisano, acerca de la Resistencia Francesa y el período histórico de la Segunda Guerra Mundial en términos más macros, aunque ya no desde el lirismo semi onírico de El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, 1949) o aquellas dubitaciones y el éxtasis religioso de León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961) sino a través de la arquitectura más o menos cercana al film noir de prácticamente todo el resto de su producción artística, nos referimos a Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956), Dos Hombres en Manhattan (Deux Hommes dans Manhattan, 1959), El Soplón (Le Doulos, 1962), Un Joven Honorable (L’Aîné des Ferchaux, 1963), El Samurái (Le Samouraï, 1967) y la citada Hasta el Último Aliento. En parte también recuperando los recursos, berretines y herramientas retóricas de otros géneros muy en boga en la época, como por ejemplo el cine bélico, su homólogo de espionaje y el suspenso de impronta hitchcockiana, a decir verdad el quid de El Ejército de las Sombras es ese sutil humanismo de resonancias minimalistas que caracterizó a toda la trayectoria del francés en tanto armazón discursivo e ideológico preferido a la hora de indagar en una intimidad que se vincula de manera directa con una colectividad/ dimensión pública que a veces le impone su parecer, métodos e injusticias y en otras ocasiones deja espacios libres a través de los cuales el sujeto y su vida privada pueden burlar el control del afuera y reafirmar su identidad particular en el doble gesto de esquivar las exigencias y responder al llamado de la vocación. Esta idea de resistir desde nuestra isla corporal/ psíquica, ya sea una entidad grupal o completamente solitaria, suele materializarse en el cine de Jean-Pierre en una lucha contra el canibalismo del entorno, uno que pretende quebrar nuestro querido código de ética, o contra un enemigo foráneo y bien concreto que asimismo carcome la delicada red de voluntades mancomunadas que se ha ido construyendo en determinado tiempo y lugar, por supuesto casi siempre una ciudad aunque también en regiones desérticas o bucólicas, así es cómo en la película que nos ocupa el asunto termina de salir de la esfera civil y se vuelca a la militar/ castrense/ marcial porque a diferencia de tantas propuestas hollywoodenses o europeas anteriores y posteriores que romantizan a la Resistencia Francesa desde la arquitectura más burda y banal del espionaje modelo Guerra Fría, eso de muchachitos poniéndole bombas al gobierno colaboracionista de la Francia de Vichy y enamorando a alguna femme fatale del montón que no se decide entre este o aquel bando, aquí en cambio lo que domina en el pulso anímico es un realismo sucio de personas reales sacrificando parte de su humanidad, todo su credo y hasta a otros individuos con vistas a salvaguardar la dudosa integridad de un movimiento clandestino de combate en plena pugna contra el invasor alemán y contra los propios compatriotas que caen en el pancismo colaboracionista ya sea por motu propio o mediante el gran fantasma de la Resistencia, hablamos de la captura, el interrogatorio, el suplicio, la extorsión y el asesinato. La propuesta fue muy malinterpretada en la época de su estreno en Francia como una obra gaullista en tiempos en los que Charles de Gaulle, jerarca del gobierno en el exilio londinense de la Francia Libre -después rebautizada Francia Combatiente- entre 1940 y 1944 y presidente entre 1959 y 1969, era sinónimo de fascista inmundo para la izquierda y el ámbito cultural galo debido a los crímenes de las tropas coloniales en la Guerra de Independencia de Argelia (1954-1962), su programa de desarrollo nuclear y en especial su represión hacia lo que se dio en llamar el Mayo Francés, un mega alzamiento de 1968 de estudiantes, obreros, sindicatos, intelectuales y el Partido Comunista local en contra de las instituciones sociales conservadoras y el autoritarismo capitalista: el equívoco, fogoneado desde las páginas de Cahiers du Cinéma, se basaba en una escena específica en la que De Gaulle, fuera de campo porque no le veíamos el rostro de cerca y apenas aparecían en pantalla en primer plano sus brazos, manos y espalda, condecoraba al jefe del protagonista, Luc Jardie (un maravilloso Paul Meurisse, reincidente luego de Hasta el Último Aliento), secuencia ambientada precisamente en Londres que, como resulta evidente gracias a la distancia que nos regala el tiempo transcurrido desde el estreno, ilustra a todas luces la coyuntura narrativa por antonomasia de Melville, una mundanidad que se toca en ocasiones con las altas esferas del poder pero sin jamás entrar del todo en el puterío de la cúspide de la pirámide plutocrática, estatal, criminal o imperialista, por ello dentro de la idiosincrasia del realizador resultaba imposible mostrar al líder de la Francia Libre de manera no vedada ya que su película y su cine en su conjunto responden a las necesidades, problemáticas y pormenores de los ciudadanos/ combatientes de a pie y nada tienen que ver con la épica de los relatos inflados de Hollywood y semejantes, esos de objetivos más grandes que la vida misma, reduciéndose y contentándose con analizar el devenir de individuos que son al mismo tiempo semi romantizados, debido a la celebración tácita de una cruzada militante que los sitúa muy por encima del vulgo cómplice o apático, y desnudados en materia de las bajezas y argucias varias que se mueven a escala moral detrás de sus decisiones, algo que queda en primer plano todo el tiempo en El Ejército de las Sombras porque a la melancolía y el dolor silente de por sí de esta Resistencia Francesa que vemos en pantalla se suman primero la memoria del propio Jean-Pierre del conflicto bélico, recordemos para el caso la leyenda que abre la narración, “malos recuerdos pero bienvenidos… son mi juventud lejana”, y segundo su fetiche insistente para con una lealtad arrinconada contra las cuerdas de un hipotético ring de boxeo en el que la traición se asoma en el horizonte y desencadena sentencias de muerte que dejan cicatrices indelebles en la psiquis de los verdugos y otrora amigos/ colegas/ cofrades de las víctimas, nuevamente a contrapelo de gran parte del resto del cine bélico en donde la superficialidad psicológica de los protagonistas hace derrumbar cualquier esquema humanista de pretensiones verídicas o sensatas en pos de privilegiar sólo las secuencias de acción a toda pompa para el público oligofrénico promedio. Basada en la novela homónima de 1943 del escritor y periodista francés nacido en Argentina Joseph Kessel, además aviador veterano de las Primera y Segunda Guerras Mundiales, conocido en el ecosistema cinematográfico por haber escrito los guiones y/ o las novelas que inspiraron a Sirocco (1951), de Curtis Bernhardt, Los Amantes del Tajo (Les Amants du Tage, 1954), de Henri Verneuil, La Noche de los Generales (The Night of the Generals, 1967), opus de Anatole Litvak, Belle de Jour (1967), del gran Luis Buñuel, Mayerling (1968), de Terence Young, Los Centauros (The Horsemen, 1971), de John Frankenheimer, y Testimonio de Mujer (La Passante du Sans Souci, 1982), de Jacques Rouffio, la trama toma la forma de una serie de viñetas relativamente interconectadas que comienzan con un prólogo, ahora con la milicia germana marchando por los Campos Elíseos enfrente al Arco del Triunfo, y el primer episodio en sí, el del traslado del 20 de octubre de 1942 de Gerbier a un campo de prisioneros que -otra ironía del destino marca registrada de Melville- en un principio fue construido para albergar a los posibles prisioneros alemanes pero al caer toda Francia bajo el control de los nazis, hoy aloja a esa colección variopinta de enemigos de las Potencias del Eje que incluye a soviéticos, polacos, argelinos, judíos, gitanos, yugoslavos, rumanos, checos, alemanes antinazis, italianos antifascistas, españoles antifranquistas y hasta a un grupillo de traficantes de droga, lugar donde se le asigna una barraca en la que conoce a tres pobres diablos que cayeron presos por manifestaciones menores de descontento contra los invasores o sus amigos galos, el Coronel Jarret du Plessis (Georges Sellier), el farmacéutico Aubert (Hubert de Lapparent) y el comerciante Octave Bonnafous (Marco Perrin). Otro de los compañeros de encierro es Legrain (Alain Dekok), un joven comunista que planeaba fugarse junto a un profesor católico que eventualmente muere por falta de atención médica, por ello opta por comentarle el asunto a un Philippe bastante adusto con el que comparte el oficio de electricista con el objetivo de que ambos escapen del campo en el corto plazo, un presidio de baja seguridad rodeado de una alambrada y guardias, no obstante todo se viene abajo cuando de repente lo vienen a buscar ya que evidentemente los nazis descubrieron que es una figura prominente de la Resistencia Francesa que merece un “tratamiento” más personalizado que el que recibiría encerrado con opositores políticos menores. Llevado a un edificio parisino transformado en centro de mando de la Gestapo, el Hotel Majestic, logra escapar mediante una estratagema que implica sacrificar a otro detenido (Michel Fretault), con quien se confabula para correr despavoridos segundos después de que Gerbier le roba un cuchillo a un soldado germano y se lo clava en el cuello, generando que las tropas comiencen a perseguir al primer maratonista improvisado mientras el pícaro de Philippe puede escabullirse sin ser reconocido e ingresar en una barbería/ peluquería, donde el dueño (el recordado e inefable Serge Reggiani, de El Soplón) lo ayuda afeitándolo, cambiándole el impermeable por uno suyo y no diciendo nada a las autoridades. La Resistencia Francesa está organizada en células independientes y la correspondiente al protagonista, a posteriori trasladado a Marsella, está conformada por el jefe máximo, el ya nombrado Jardie que conserva su anonimato frente a los subordinados, un Philippe que es su mano derecha, una ama de casa de mediana edad que resulta muy buena para la planificación de arremetidas y misiones peligrosas, Mathilde (esa genial Simone Signoret), un amigo de suma confianza de Gerbier, Félix Lepercq (Paul Crauchet), un militar veterano y corpulento de la Legión Extranjera, Guillaume Vermersch alias Bisonte (Christian Barbier), y un joven recluta llamado Claude Ullmann y apodado La Máscara (Claude Mann), muchacho captado por un Lepercq que con el tiempo también recluta a un amigo y piloto intrépido, Jean François Jardie (Jean-Pierre Cassel), hermano menor de Luc, este último por cierto resguardado baja su identidad prebélica de filósofo obsesionado con las matemáticas y viviendo una supuesta existencia académica apacible. La primera misión post liberación es cargarse al responsable del chisme que lo llevó al campo de detenidos, el no muy lejos de la adolescencia Paul Dounat (Alain Libolt), un joven que denunció ante los nazis a Philippe, a un telegrafista y a otra ignota persona más y que termina engañado, secuestrado, conducido a un inmueble derruido y asesinado vía garrote vil luego de considerar las alternativas de los cuchillazos y los culatazos de pistola en una situación de mucha tensión debido a los reparos éticos de Ullmann, quien alerta a la unidad en su conjunto sobre la imposibilidad de usar armas de fuego porque podrían llamar la atención de los vecinos. Luego del encargo de llevarle un radiotransmisor a Mathilde, cuya tapadera es una mueblería, viaje en el que debe evadir los controles nazis y de los franceses colaboracionistas en una estación ferroviaria, a Jean François se le asigna ejecutar una misión a su vez encabezada por el mismo Gerbier, quien suele pasar por oficinista en una agencia de teatro y music hall de Lyon, faena que incluye mover por tierra y subir en un submarino de los Aliados a dos oficiales canadienses, tres británicos que bajaron en paracaídas y dos belgas sentenciados a muerte por los alemanes, para colmo con Jean François remando en un bote en una total oscuridad sin saber que su pasajero estrella, el jefe de su célula de la Resistencia, es su hermano mayor Luc, el cual permanece en el submarino junto a Philippe y pronto ambos viajan a Londres. Los ingleses desconfían de la Resistencia, ya que se mueve en un contexto de presión nazi y de posibles filtraciones, y así los líderes sólo consiguen apoyos escasos como algunas armas, el envío de telegrafistas y sobre todo la mentada condecoración de Jardie a manos de un De Gaulle en el exilio y proclamando que era el soberano verdadero del país, no sus compatriotas de la Francia de Vichy del sur ni el ejército alemán del norte del territorio. Gerbier se entera del arresto de Lepercq y decide regresar de inmediato para tratar de rescatarlo de los interrogatorios y la tortura de los esbirros nacionalsocialistas, por ello se tira en paracaídas desde un avión comandado por un piloto británico (Colin Mann) y le cede el rol de Félix de asistente a la sagaz Mathilde, rápidamente consagrada a planificar la extracción del reo de un hospital militar reconvertido en cuartel general y cárcel de la Gestapo. Mientras la célula organiza diferentes viajes aéreos intra europeos de agentes de la Resistencia utilizando de pista de aterrizaje a una enorme finca de un aristócrata antinazi, el Barón de Ferté-Talloire (Jean-Marie Robain), poseedor de mercenarios privados y eventualmente siendo fusilado por los alemanes, Philippe le da el visto bueno a Mathilde para que se lleve a La Máscara y Bisonte, ambos disfrazados de oficiales de ocupación, para una arriesgada misión de rescate de Lepercq en la que ella, con un atuendo de enfermera, presenta documentos falsos ante los germanos para retirar al cautivo bajo el pretexto de un traslado a otro espantoso centro de confinamiento, plan que falla debido a que un médico de la Gestapo (Denis Sadier) prohíbe mover al moribundo luego de días y días de calvario en pos de información, lo que conduce a otra debacle silenciosa en el grupo porque Jean François se inmoló a espaldas de sus cofrades renunciando a la Resistencia y autoincriminándose con una carta anónima dirigida a los alemanes para ser encerrado/ torturado y así poder avisarle de todo a Félix, a quien le entrega su única pastilla de cianuro para ahorrarle mayores sufrimientos en esos interrogatorios brutales. Mathilde trata de convencer a Gerbier para que abandone Francia porque vio su retrato entre los buscados por la Gestapo pero no consigue impedir que sea capturado en una redada rutinaria en un restaurant de la Francia de Vichy, nuevo esquema pesadillesco que lo conduce a una celda con otros militantes que ni suplicio ameritan y deben ser ejecutados de inmediato mediante el ardid nazi de hacerlos correr como conejos asustados por un amplio pasillo mientras unos guardias sádicos de las SS los ametrallan desde lejos. El personaje de Signoret organiza una temeraria fuga con granadas de humo y una soga que le permite a Philippe evadir la muerte, el cual de todos modos recibe disparos en un brazo y en un muslo y no le queda otra opción, debido a la cacería general sobre su persona, que quedarse encerrado en soledad durante un mes en una granja abandonada de la Resistencia al cuidado de Bisonte. Consagrado a escribir un largo informe a las autoridades en el exilio y leyendo libros escritos por Luc en la etapa previa a la guerra, como Ensayo sobre las Bases de las Matemáticas, La Teoría Abstracta de los Grupos, Sobre la Lógica y la Teoría de la Ciencia y Método Axiomático y Formalismo, la paz de Gerbier se corta cuando lo visita primero el propio Jardie y luego La Máscara y Bisonte para informarle que la pobre de Mathilde fue arrestada y obligada a revelar la identidad de los miembros del colectivo bajo la promesa de que su hija de 17 años no será recluida en un burdel polaco para soldados germanos que regresan del aciago Frente Ruso, una bella muchacha de la que siempre llevaba una foto a pesar del peligro de facilitarle las cosas a los invasores en lo que atañe a descubrir su identidad y la de su familia, esposo incluido. La mujer es liberada en simultáneo al arresto de otros dos miembros de la Resistencia y ello implica que colaboró, así Philippe decreta su muerte y recibe el respaldo de un Luc que convence al renuente Bisonte haciéndole creer, mediante un argumento poco sincero o simplemente especulativo como después le confiesa a su colega, que todo se trata de un suicidio tercerizado en el que Mathilde desea efectivamente morir para salvar a la par la vida de su hija y del resto de sus cofrades del “ejército de las sombras”. El domingo 23 de febrero de 1943 Bisonte fusila de dos disparos en una calle de París a la fémina a bordo de un auto en el que además están La Máscara, Luc y Philippe, preámbulo para una serie de placas/ leyendas que nos aclaran el trágico destino de todos los nombrados: Ullmann ingirió cianuro en noviembre de 1943, Vermersch fue decapitado en Alemania en diciembre de 1943, Jardie murió torturado en enero de 1944 tras revelar un único nombre, el suyo, y finalmente Gerbier fue ejecutado el 13 de febrero de 1944 bajo condiciones en apariencia similares al intento de fusilamiento con ametralladora, aunque esta vez aceptando el óbito sin más y optando por no correr. La propuesta es sin duda la mejor película sobre la Resistencia Francesa porque su magnífica estructura en mosaico, balanceando con mano maestra la participación de los distintos personajes, la honestidad de su enfoque, combinando los ingredientes autobiográficos de Melville con aquellos otros propios del libro de Kessel, y su en verdad excelente manejo del nerviosismo y del fluir dramático, siempre bordeando el ataque neurótico a lo reacción explosiva en la que los adalides de la intransigencia no pueden caer si pretenden seguir vivos, ponen en vergüenza a tantas odiseas similares que terminan desdibujadas o en pose baladí debido a esos latiguillos estériles a los que nos referíamos anteriormente y que se reproducen de manera compulsiva en un enorme volumen de convites bélicos, de espionaje y específicamente de la Resistencia de la segunda mitad del Siglo XX; pensemos para el caso en el tono entre nostálgico y porfiado del relato de El Ejército de las Sombras, en la carnadura de personajes gloriosamente contradictorios y complejos, en los misterios y secretos que cada uno guarda para sí y no le comunica al colega, en la red de solidaridades que sostiene el accionar del grupo/ célula, en el afecto apenas insinuado entre ellos y en la destreza de Jean-Pierre para generar suspenso en escenas concretas desde una arquitectura minúscula pero apasionante, como por ejemplo la del escape del Hotel Majestic, la de la ejecución del informante alemán infiltrado, Dounat, aquella en la estación ferroviaria con Jean François, la del salto en paracaídas de Philippe en medio de los bombardeos germanos, la del intento de rescate de Lepercq, la del fusilamiento fallido de Gerbier y desde ya todo el segmento final sustentado en las discusiones y dilemas en torno al destino de Mathilde y su eventual ajusticiamiento vía placebos psicológicos y discursivos semi tranquilizadores. El realizador retoma algunos pequeños detalles de El Silencio del Mar como los soliloquios de los personajes, utilizados para dar cuenta de su estado mental, sus ambiciones o hasta el contexto de algunas secuencias, y el desfasaje paradigmático del combatiente que se ve de golpe en otro ambiente que no conocía hasta entonces, algo ilustrado en el film de 1949 mediante el viaje a París del Teniente Werner von Ebrennac (Howard Vernon) y aquí a través de la estancia en Londres de Jardie y en especial Gerbier, quien entra en un pub castrense y descubre a toda la concurrencia bailando lo más alegre en plena seguidilla de bombardeos nazis, dejando entrever dos concepciones muy distintas de la lucha armada y del entorno bélico porque el mundo de Philippe es el del sigilo, los arcanos y la necesaria paranoia y el de los ingleses, por el contrario, el de sobrevivir al Blitz tanto protegiéndose cuando la avanzada en el aire lo requiere como aceptando el incesante desfile de aviones con explosivos mientras siguen con sus rutinas diarias sin inmutarse demasiado en función del acostumbramiento a los ataques. En este sentido, la Resistencia del opus del galo no tiene nada de la caballerosidad, el encanto o la elegancia de su homóloga de las obras habituales de la Guerra Fría acerca de ese pasado algo inmediato porque este movimiento está leído en términos militares reales y bajo la conciencia de que el asunto, de hecho, puede sintetizarse como una retahíla de sabotajes y embestidas sociales subterráneas que obedecieron a un mando castrense tradicional en el exilio que por obligación le dejó una generosa libertad/ capacidad de decisión propia a los jerarcas del interior de Francia, por ello también De Gaulle no aparece en pantalla porque más allá de repartir medallas, apoyo moral y algunas armas y algunos telegrafistas, mucho no influía en una lucha vernácula controlada por la catarata de oficiales y agentes improvisados que se iban sumando a la red mientras otros caían bajo la manipulación de las SS o eran asesinados. Esta oposición entre la comodidad londinense de los jerarcas de la Francia Libre y la mugre ética/ humana/ guerrera de los miembros de la Resistencia ni siquiera hace falta “resolverla” en términos dramáticos a ojos de Melville porque todas sus simpatías están del lado de los militantes y su valentía, demostrada no sólo en misiones como la del submarino o en la organización de los vuelos que llegan y salen de los colosales campos del Barón de Ferté-Talloire, un avión aterrizando mientras otro camufla todo con el ruido de su motor, sino también en materia de decisiones que repercuten muy fuerte -y de manera negativa- en el intelecto como la fuga sacrificial del Hotel Majestic o la condena a muerte de Dounat o de la misma Mathilde, metáfora hecha personaje de las paradojas del ser humano y de la Resistencia en general en lo referido a una inteligencia que garantiza la supervivencia y el éxito de tantas faenas subrepticias y al mismo tiempo una falta de cuidado que posibilita nuevas y fulminantes acometidas por parte del enemigo, esquema a su vez simbolizado en la foto de la hija de la mujer, su talón de Aquiles o punto débil. Estas reflexiones sobre la perfidia y sus castigos se unifican en pantalla con un secretismo exacerbado de modo maniático, recordemos el mutuo desconocimiento de los hermanos Jardie en lo que hace a su rol de militantes, y las reacciones contradictorias de los personajes ante la posibilidad de morir, a veces abrazado a la parca y en otras ocasiones haciendo lo posible para permanecer con vida sin que quede claro qué primó en cada circunstancia por pruebas superpuestas de una y otra vertiente, atolladero al que se suma el gustito de Jean-Pierre por las elipsis y el carácter ambiguo de criaturas siempre tendientes a considerar los pros y los contras de cada situación y la perspectiva humanista del caso aunque sin que ello desemboque en esa tibieza posmoderna, más bien todo lo contrario porque los susodichos saben que ensuciarse las manos viene a ser el requisito fundamental del trabajo al extremo de tener que ajusticiar sin miramientos a otrora colegas convertidos en traidores. A Melville definitivamente le importaba un comino la impopularidad de De Gaulle y el tratamiento de “tema tabú” que recibió la Resistencia durante la Guerra de Independencia de Argelia y el período posterior, sobre todo porque muchos de los combatientes de la Segunda Guerra Mundial fueron a parar a las salvajes operaciones para eliminar el Frente de Liberación Nacional en el país africano, debido a que el interés principal del director y guionista pasa por recuperar en la memoria histórica/ popular a aquellos caídos en ese desesperado enfrentamiento contra el fascismo que el propio Jean-Pierre protagonizó, lo que implica dejar al margen la metamorfosis de muchos partisanos en fascistas obsesionados con salvaguardar el prestigio nacional reteniendo sí o sí a la colonia díscola con pretensiones de autonomía, Argelia. Pensando los conflictos del sujeto con su conciencia o la distancia entre lo exigido por el contexto y nuestra capacidad de acción, el film pone en cuestión al heroísmo sin negar sus victorias cotidianas, su sentido de pertenencia, sus múltiples polémicas, su talante algo mucho impiadoso, su humanismo contradictorio y esa abnegación masoquista de tipo vocacional o explícitamente ideológica, en muchas oportunidades motivada más por el desprecio a los cipayos galos que trabajaban para los nazis que por la noción de recuperar el suelo perdido ante un invasor que sabe que todo el aparato político y militar local olvidará sus diferencias para volcarse a intentos de expulsión que enmascaran con chauvinismo su sed de recuperar la supremacía cuanto antes.
El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, Francia/ Italia, 1969)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Lino Ventura, Paul Meurisse, Jean-Pierre Cassel, Simone Signoret, Claude Mann, Paul Crauchet, Christian Barbier, Serge Reggiani, Alain Dekok, Alain Libolt. Producción: Jacques Dorfmann. Duración: 145 minutos.
El Círculo Rojo (Le Cercle Rouge, 1970):
La segunda colaboración entre el querido Alain Delon, aquí componiendo a un gangster que sale de prisión por buena conducta luego de cinco años de encierro, Corey, y Melville, El Círculo Rojo (Le Cercle Rouge, 1970), se parece mucho a nivel conceptual a Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, 1966) en su mixtura de base entre película de fuga de prisión y/ o cacería posterior incesante y aventura de atracos planeados al dedillo o heist movie, este último un rubro que abarca además a la también prodigiosa Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956). Incluso se puede agregar que el papel del policía de turno, ese Comisario Mattei con fama de inteligente y muy eficaz, había sido ofrecido en un primer momento a Lino Ventura, protagonista de Hasta el Último Aliento, antes de terminar en manos del estupendo André Robert Raimbourg alias André Bourvil alias simplemente Bourvil, intérprete que terminaría falleciendo poco después de finalizado el rodaje por un mieloma múltiple que decidió esconder y que controlaba con inyecciones de morfina, señor que trabajó en La Travesía de París (La Traversée de Paris, 1956), de Claude Autant-Lara, El Día más Largo del Siglo (The Longest Day, 1962), de Ken Annakin, Andrew Marton y Bernhard Wicki, y una gran trilogía dirigida por el algo olvidado Gérard Oury, El Imbécil (Le Corniaud, 1965), La Fuga Fantástica (La Grande Vadrouille, 1966) y El Cerebro (Le Cerveau, 1969). La película combina el motivo del robo a la joyería de Mientras la Ciudad Duerme (The Asphalt Jungle, 1950), de John Huston, y Rififí (Du Rififi chez les Hommes, 1955), de Jules Dassin, aquella mega secuencia del atraco en sí en silencio de esta última, abarcando aproximadamente media hora, y hasta una insólita alucinación con animales pesadillescos símil exégesis de un episodio de delirium tremens o síndrome de abstinencia del alcohol -rarísima en serio dentro de la iconografía habitual de Melville- que parece estar inspirada en Días sin Huella (The Lost Weekend, 1945), de Billy Wilder, en la obra de Jean-Pierre una escena en la que un ex policía y hoy borracho crónico, el tirador experto Jansen en la piel del gran Yves Montand, ve a criaturas tan variadas como arañas, iguanas, serpientes, lagartijas, salamandras, camaleones y ratas saliendo de un armario del horror y en el opus de Wilder un delirio del protagonista cercano al desenlace, Don Birnam (Ray Milland), que implica ser testigo de cómo un murciélago entra en su hogar a través de una ventana y mata a un ratón que estaba destruyendo/ comiendo una pared para agrandar un pequeño agujero, derramando la sangre de la presa a lo largo del muro. A Delon, Bourvil y Montand, éste ya completamente acostumbrado al cine sin haber abandonado nunca la música y habiendo actuado en opus como Las Puertas de la Noche (Les Portes de la Nuit, 1946), de Marcel Carné, El Salario del Miedo (Le Salaire de la Peur, 1953), del sublime Henri-Georges Clouzot, Las Brujas de Salem (Les Sorcières de Salem, 1957), de Raymond Rouleau, El Gran Camino Azul (La Grande Strada Azzurra, 1957), de Gillo Pontecorvo y Maleno Malenotti, La Ley (La Legge, 1959), de Dassin, La Adorable Pecadora (Let’s Make Love, 1960), de George Cukor, Otra vez Adiós (Goodbye Again, 1961), de Anatole Litvak, La Guerra ha Terminado (La Guerre est Finie, 1966), de Alain Resnais, ¿Arde París? (Paris Brûle-t-il?, 1966), de René Clément, Grand Prix (1966), de John Frankenheimer, Vivir por Vivir (Vivre pour Vivre, 1967), opus de Claude Lelouch, Mr. Freedom (1968), de William Klein, El Botín de los Valientes (Kelly’s Heroes, 1970), de Brian G. Hutton, En un Día Claro se ve hasta Siempre (On a Clear Day You Can See Forever, 1970), de Vincente Minnelli, y en tres clásicos de Costa-Gavras, Crimen en el Coche Cama (Compartiment Tueurs, 1965), Z (1969) y La Confesión (L’Aveu, 1970), se suma otra bestia sagrada del cine, Gian Maria Volontè, en el papel de Vogel, un criminal en custodia que elude a Mattei en un traslado en tren y consigue escapar, legendario intérprete italiano muy pegado en general al acervo paradigmático del spaghetti western que supo aparecer con anterioridad en joyas como La Muchacha de la Valija (La Ragazza con la Valigia, 1961), de Valerio Zurlini, Un Hombre para Quemar (Un Uomo da Bruciare, 1962), de Valentino Orsini, Paolo Taviani y Vittorio Taviani, Por un Puñado de Dólares (Per un Pugno di Dollari, 1964), del eterno Sergio Leone, Por unos Dólares más (Per qualche Dollaro in più, 1965), también de Leone, La Armada Brancaleone (L’Armata Brancaleone, 1966), de Mario Monicelli, Dios Perdona… ¡yo no! aka ¿Quién Sabe? (1967), de Damiano Damiani, Aún Matamos a la Antigua (A Ciascuno il Suo, 1967), de Elio Petri, Cara a Cara (Faccia a Faccia, 1967), de Sergio Sollima, Los Bandidos de Milán (Banditi a Milano, 1968), de Carlo Lizzani, Bajo el Signo de Capricornio (Sotto il Segno dello Scorpione, 1969), otra de los hermanos Taviani, Investigación de un Ciudadano Libre de Toda Sospecha (Indagine su un Cittadino al di Sopra di Ogni Sospetto, 1970), gran obra maestra de Petri, y El Asalto Final (Uomini Contro, 1970), de Francesco Rosi. La historia, como casi siempre ocurre con los films del director y guionista, es muy sencilla y empieza con una leyenda/ cita atribuida falsamente a Rama Krishna, un místico bengalí del hinduismo, cuando en verdad la escribió el propio Jean-Pierre en otra de sus hilarantes falsificaciones símil aquella del comienzo de El Samurái (Le Samouraï, 1967), hoy orientada a explicar el título y a profundizar en el fetiche del realizador con la amistad, el respeto y la solidaridad masculinas en términos de un destino prefijado, metafísico, bien misterioso e indefectible que supera por mucho la voluntad de los sujetos intervinientes, “Sakyamuni, el Solitario alias Siddhartha Gautama, el Sabio alias Buda tomó un pequeño trozo de tiza roja, trazó un circulo y dijo: ‘cuando dos hombres, incluso si lo ignoran, están destinados a encontrarse un día cualquier cosa podrá pasarles, e incluso pueden seguir caminos muy divergentes, pero cuando llegue el día inevitablemente serán congregados en el círculo rojo’”. Mientras que Vogel evade y deja en ridículo a Mattei, quitándose las esposas mediante una ganzúa improvisada con un alfiler de gancho y rompiendo una ventana de la formación ferroviaria en movimiento para iniciar una carrera desesperada por su libertad y eventualmente su vida ya que el policía no deja de dispararle a pesar de estar desarmado, oficial veterano y solitario que vive con sus tres hermosos gatos, Fiorello, Grifollet y Ofréne, Corey por su parte recibe de un guardiacárcel (Pierre Collet) una propuesta para robar una joyería de París, Mauboussin, sale del presidio en Marsella y decide visitar a un otrora socio criminal que no sólo lo abandonó durante toda su estadía preso sino que hasta le robó a la puta de su ex novia (Anna Douking), un tal Rico (André Ekyan) al que hace abrir la caja fuerte de su departamento para llevarse un fajo de dinero y una pistola. El personaje de Delon se dirige a un billar y juega a la carambola, no obstante es arrinconado por dos matones de Rico que desean recuperar lo sustraído, así el astuto Corey golpea a uno de ellos con el taco y le hace bajar el arma a ese otro que termina disparándole accidentalmente en la cabeza a su colega, consiguiendo el ladrón acumular otra arma y marcharse rápidamente. Luego de comprar un Plymouth Fury III de color negro, nada menos que uno de los automóviles personales de Melville, el ex reo comienza un periplo rutero de regreso a su departamento en París que lo hace esconder ambas armas en una valija de mano dentro del baúl, atravesar distintos puntos de control policiales montados por la genial evasión de Vogel y parar en un restaurant del camino para comer algo, donde el fugado ingresa en el baúl del coche de Corey después de lograr esquivar a los uniformados y sus perros gracias a la idea de cruzar un río que corta el rastro seguido por los animales. Los dos hombres se conocen en un descampado lleno de barro en el que Corey detiene el auto, ya que lo había visto subir y sabe perfectamente quién es por los informativos radiales, y se llevan bien desde el vamos al extremo de que cuando otros dos sicarios del tremendo Rico les cruzan un coche para detenerlos y despacharlos, Vogel salva a su flamante cofrade sorprendiendo a los facinerosos desde atrás y fusilándolos con sus propias armas para simular un homicidio mutuo que lamentablemente los deja sin billetes, fajo ensangrentado y con un agujero de bala de por medio. Ya en París, la dupla de otrora presos se pone manos a la obra con respecto al asalto a la joyería y reclutan a un tercero para la faena, el conocido lejano de Vogel y ya mencionado Jansen, a quien envían a hacer un reconocimiento dentro del local bajo la identidad de un cliente acaudalado, lo que deriva en la confirmación de lo que había dicho el guardia de prisión, cuyo cuñado trabaja en el lugar desde hace 15 años. Presionado por el Inspector General de la Policía (Paul Amiot) para que encuentre a Vogel, un jerarca que considera que todos los hombres son culpables porque nacen inocentes y siempre cambian con el tiempo para peor ya que la ingenuidad nunca dura demasiado, Mattei a su vez comienza a atosigar por algo de información valiosa a Santi (el impecable François Périer, ya visto en El Samurái), figura popular del hampa parisina y dueño de un club nocturno, Santi’s, que parece extraído de un hipotético film noir norteamericano de la primera mitad del Siglo XX centrado en la Belle Époque o quizás el período de entreguerras, ya que los números musicales, las coreografías y la vestimenta de todas las bailarinas se engloban en los típicos anacronismos y desfasajes culturales de las películas del francés, siempre obsesionado con la elegancia retro kitsch en materia de los antros cabareteros o prostibularios. Asegurándose la venta de la suculenta mercancía en alhajas y demás a un ignoto reducidor encarnado por Paul Crauchet, aquel Félix Lepercq de El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969), el ahora trío encara el trabajito de Mauboussin ingresando por un edificio lindante, subiéndose a los techos y bajando por una oquedad/ respiradero del inmueble para ingresar por la ventana del baño, en cuyo vidrio hacen un agujero sigiloso para abrirla. Corey y Vogel reducen al guardia (Jean Champion) y lo amordazan y atan con el objetivo de abrirle esa puerta símil bóveda a un Jansen que se hace pasar ante el conserje como una persona que va a otro piso del inmueble, el cuarto correspondiente a la empresa Plouvier, así el ex policía dispara una bala fabricada por él mismo, compuesta por plomo, antimonio y estaño para lograr una aleación ligera y de baja densidad, dentro de una cerradura a la distancia con los iniciales JPM, las del realizador, que desconecta un complejo sistema de alarma electrónica con vitrinas de cristal antibalas y cerradas como una caja fuerte y una serie de células fotoeléctricas que impiden el acceso a la sala de exposiciones, amén de una colección de cámaras de seguridad que los obligan a taparse los rostros con un velo negro. El personaje de Montand en un principio monta un trípode para disparar su rifle pero luego, envalentonado por la confianza que le dieron sus colegas y el atraco en general para superar su alcoholismo y temblores, sostiene el arma con sus propias manos y sale airoso en su misión de cabecera. El esbirro uniformado de la joyería eventualmente logra activar la alarma pero para ese instante los ladrones ya habían vaciado todas las vitrinas y estaban de salida, planteo retórico clásico del formato que por supuesto nos conduce a las complicaciones durante la etapa post robo, empezando por un reducidor que se desdice y rechaza comprarles el botín, hombre confabulado con aquel guardiacárcel del inicio, un tarado que le confiesa todo a un Rico deseoso de venganza por el detalle de haberse quedado con tres secuaces menos, y finalizando por una cruel trampa montada por un Mattei que logra la colaboración del renuente Santi, a quien los atracadores contactan a posteriori para conseguir otro comprador, gracias a que su hijo Jean-Marc (Jean-Marc Boris), de 16 años, es arrestado en medio de una farsa extorsionadora creada por el comisario e imprevistamente intenta suicidarse ingiriendo dos tubos de aspirinas luego de ser amenazado una y otra vez por los oficiales a raíz de sospechas mentirosas de consumo de marihuana. Jansen renuncia a su parte en calidad de agradecimiento a sus socios por ayudarlo a dejar la bebida y acompaña a Corey a ver al perista que Santi les ofrece sin saber que es el propio Mattei disfrazado, sin embargo de repente irrumpe en la mentada reunión Vogel, quien los había seguido, para denunciar el engaño y ordenar a su compañero que escape con las joyas, desencadenando una balacera cruzada en la que Jansen, Corey y Vogel mueren bajo el fuego del aparato represivo institucional comandado por el comisario, el cual termina con un sabor muy agridulce en la boca porque Vogel en un momento, pudiendo dispararle, le perdona la vida y sin darse cuenta segundos después mata de dos disparos a su ex colega y compañero de camada policial, Jansen, todo ante la mirada gélida y aprobadora del Inspector General y de un verdadero ejército de uniformados que ingresan a la mansión de la trampa. La frase que le regala Jansen antes de morir a Mattei, un verdugo que lo reconoce recién en sus últimos estertores, “la policía, tan estúpida como siempre”, sintetiza de maravillas una idea que recorre la carrera de Melville y en especial una gloriosa “propuesta resumen” como El Círculo Rojo, hablamos de la insistente noción de que oficiales y maleantes se parecen tanto en su perspicacia como en su evidente idiotez o excesiva autoconfianza, algo que supera por mucho a la falta total de equilibrio en la praxis material entre ambos bandos, representada en el pelotón de policías que acompañan al mandamás, el Inspector General, para capturar a apenas tres ladrones acorralados y para colmo con el factor sorpresa del lado de los acechantes, ya que lo que explora Jean-Pierre es precisamente una esencia intercambiable que llega a su cúspide discursiva en la presente película en consonancia con el inusitado hecho -nuevamente, inusitado dentro del devenir dramático promedio de Melville- de tener a un ex policía entre los atracadores, el personaje de Montand, amén de la crisis existencial/ profesional/ laboral/ identitaria que se intuye durante los últimos segundos del metraje en el semblante preocupado de Mattei/ Bourvil, en suma tomando conciencia de lo frágil, maquiavélica y profundamente cobarde que es la posición de una fuerza policial que de la misma forma en que puede ser burlada con el escape del principio o el asalto sin pista alguna a la joyería también puede armar un sainete muy eficaz como ese del hijo de Santi o dar de baja a los ladrones en el desenlace, sujetos que igualmente pueden salirse con la suya de modo reiterado hasta que se corta la racha de suerte -o el destino o el Diablo meten la cola- y todos terminan asesinados. Otro esquema ideológico de antaño que se intensifica en el film es el de la hermandad masculina ya que aquí lo que tenemos es una especie de sociedad delictiva entre soberanos desconocidos que llegan a un pronto acuerdo en función de una idiosincrasia compartida y mismos intereses y experiencias, pensemos en la afabilidad que surge entre Corey y Vogel y en la comodidad que siente Jansen al trabajar con ellos, incluso agradeciéndoles renunciando a su parte del botín por ayudarlo tácitamente con el alcoholismo al darle una misión que valga la pena y sacarlo del círculo vicioso del delirium tremens tracción a alucinaciones. Homenajeada en obras variopintas como Fuego contra Fuego (Heat, 1995), de Michael Mann, John Wick (2014), de Chad Stahelski, y Baby: El Aprendiz del Crimen (Baby Driver, 2017), de Edgar Wright, y convite favorito de cineastas como Aki Kaurismäki, Jean-Pierre Dardenne y el fanático acérrimo de John Woo, el opus del galo en términos prácticos aggiorna la mini epopeya criminal de Rififí, aquella media hora sin diálogos ni música del robo que se transforma en esta media hora sin música y casi sin diálogos, y al hacerlo anticipa muchos de los latiguillos y preconceptos del futuro techno thriller ya que por un lado están los aparatejos de vigilancia del capitalismo más concentrado cual adalid enfermito y fetichista de la propiedad privada, en este caso el complejo sistema de alarma y todos sus recovecos tecnológicos, y por el otro lado tenemos ese imponderable ingenio humano que suele surgir a la hora de encontrar los intersticios no cubiertos por la fauna en el poder, a partir de los cuales la picardía resulta vencedora porque la humanidad puede ser objeto de un control maniático/ patológico desde las cúpulas pero casi siempre halla un mecanismo a través del cual saltearse la persecución sirviéndose de la soberbia o petulancia de la vigilancia ubicua asfixiante; algo que también se aplica al operativo gigantesco de rastreo que Mattei hace montar en las inmediaciones al tren desde el que Vogel marcha hacia su libertad, un escape semi suicida encarado con la formación en movimiento y a riesgo de ser alcanzado por las balas del comisario, detalle que asimismo trae a colación una antinomia en cuanto a los valores o ideario que guían el fluir de oficiales y malhechores, los primeros obedeciendo a criterios de eficientismo maquiavélico y salvaje y los segundos haciendo lo posible para continuar con vida y/ o no terminar de nuevo entre rejas en lo que puede leerse como una dialéctica de la supervivencia anarquista más precaria y angustiosa. Sustentada también en la excelente banda sonora de Éric Demarsan y otro desempeño supremo de Henri Decaë en la fotografía, la enorme maestría del Melville veterano, como acontecía en Hasta el Último Aliento, El Samurái y El Ejército de las Sombras, se ve de manera clara en determinadas escenas de un suspenso celestial y en verdad meticuloso, recordemos la fuga de la criatura de Volontè, las dos embestidas de los hombres de Rico, la mítica secuencia del asalto y la tensión in crescendo del remate en su conjunto, broche de oro hiper trágico que enfatiza el fatalismo existencial del cineasta en lo que atañe no al castigo moralista del mainstream más castrador sino a la condena uniforme y universal que llega con la adultez del sujeto y que en el relato está explicitada en las palabras del Inspector General, una sentencia que desarma toda presunción de inocencia y nos interpela para determinar los distintos grados de culpabilidad de un ser humano empardado a la vileza caníbal y dividido en grupos con intereses opuestos aunque siempre respetando las reglas del viejo juego del gato y el ratón.
El Círculo Rojo (Le Cercle Rouge, Francia/ Italia, 1970)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Alain Delon, Gian Maria Volontè, Yves Montand, André Bourvil, François Périer, Paul Crauchet, Paul Amiot, Pierre Collet, André Ekyan, Jean-Marc Boris. Producción: Robert Dorfmann. Duración: 141 minutos.
Un Policía (Un Flic, 1972), la última película realizada por Melville antes de fallecer en 1973 de una falla cardíaca a los 55 años de edad en tiempos en los que preparaba un thriller de espionaje protagonizado por Yves Montand, Contra-investigación (Contre-enquête), parece desde su mismo título invertir esa clásica preponderancia retórica/ discursiva de los criminales por sobre los esbirros de la ley que caracterizó a la carrera del director desde sus inicios, algo que incluso parece ratificarse mediante la vuelta de Alain Delon, socio previo de Jean-Pierre en El Samurái (Le Samouraï, 1967) y El Círculo Rojo (Le Cercle Rouge, 1970), para componer a nada más y nada menos que el agente al que se hace referencia, el muy parco Comisario Edouard Coleman, sin embargo las apariencias engañan ya que las simpatías del realizador continúan estando del lado de los delincuentes, ahora comandados por el misterioso Simon (Richard Crenna, doblado al francés con gran eficacia por un actor desconocido para tapar su acento anglosajón) y recibiendo tanto tiempo de metraje como los uniformados que les dan cacería, aquí más que nunca demostrando ser más salvajones y crueles que sus presas habituales. Más allá del regreso de la sofisticación, la elegancia y la ambigüedad narrativa de siempre del galo, rasgos que asimismo lo acompañan desde su lejana ópera prima, El Silencio del Mar (Le Silence de la Mer, 1949), un detalle que llama mucho la atención en Un Policía es la vuelta de un recurso del cineasta de la primera fase de su carrera, nos referimos a esa edición entrecortada y algo caótica que se popularizaría entre los artífices y pregoneros de la Nouvelle Vague gracias a una sugerencia que Melville le hizo a Jean-Luc Godard durante la postproducción de Sin Aliento (À Bout de Souffle, 1960), eso de reducir el metraje cortando las escenas que ralentizan la acción y eliminando diminutos segmentos de las tomas símil el jump cut moderno, lo que en esta oportunidad genera por momentos un relato algo esquizofrénico porque se pasa del pulso cansino paradigmático de la última etapa profesional de Melville a un montaje neurótico o por lo menos enigmático de cortes en los planos y entre planos cual hojitas de afeitar furtivas sobre los ojos del espectador. Las dos secuencias principales de la propuesta, sin duda una heist movie en la tradición de las previas Bob, el Jugador (Bob, le Flambeur, 1956), Hasta el Último Aliento (Le Deuxième Souffle, 1966) y la citada El Círculo Rojo, la del asalto al Banco Nacional de París en la ciudad costera de Saint Jean de Monts y la del robo de un generoso cargamento de heroína a bordo del expreso internacional París-Lisboa, resumen a la perfección el fetiche del francés con unificar el realismo de la primera escena con el sustrato bastante impostado de la segunda, en este último caso a mitad de camino entre el amor por la artificialidad kitsch y la evidente obligación técnica y presupuestaria, en parte más propia del cine de los 60 que de su homólogo de los 70, de tener que filmar todo el asunto con miniaturas de la formación ferroviaria en movimiento, el helicóptero que baja sobre ella y hasta alguna que otra toma final de un pueblito también construido a escala reducida en el estudio por aquellos geniales artesanos del pasado, esquema tan simulado como lustroso y fascinante que incluye además las clásicas superposiciones para los planos de personajes conduciendo, siempre con el fondo adulterado, y el uso de pinturas mates para esplendorosos paisajes parisinos y una visita concreta de los enemigos de la fauna represiva institucional al Museo del Louvre, específicamente a la sala de los impresionistas antes de que todos los cuadros fuesen trasladados en 1986 al Museo de Orsay, ese que cubre el período histórico/ artístico intermedio entre la antigüedad del Louvre y el arte contemporáneo del Centro Georges Pompidou. Otro factor a destacar es la confianza que el cineasta deposita en el norteamericano Crenna en tanto contrapeso criminal del comisario de Delon, jugada que se explica en parte por una movida comercial del productor Robert Dorfmann, orientada a una lúcida internacionalización del acervo melvilleano que ya había comenzado en El Círculo Rojo vía la participación del italiano Gian Maria Volontè, y en parte por el talento intrínseco del intérprete yanqui, señor que todavía estaba muy lejos de su rol más conocido, el del querido Coronel Samuel Richard Trautman de la saga iniciada con Rambo (First Blood, 1982), de Ted Kotcheff, y que en esencia para aquellos años de comienzos de los 70 acumulaba un largo derrotero televisivo y algunas intervenciones elogiables en la gran pantalla como aquellas de El Yangtsé en Llamas (The Sand Pebbles, 1966), de Robert Wise, Espera la Oscuridad (Wait Until Dark, 1967), de Terence Young, ¡Estrella! (Star!, 1968), también del infatigable Wise, y Abandonados en el Espacio (Marooned, 1969), de John Sturges. La trama una vez más comienza con una cita/ leyenda, hoy atribuida al padre de la criminología y de la balística Eugène-François Vidocq, y al igual que en los casos de El Samurái y El Círculo Rojo es muy probable que sea apócrifa y haya sido escrita por el realizador en función de su humor sardónico y su adorable odio a los uniformados, “los únicos dos sentimientos que el hombre es capaz de inspirar en un policía son la ambigüedad y el ridículo”, a posteriori asimismo reproducida por un Coleman que patrulla París con su mano derecha Morand (Paul Crauchet, otro habitual en el cine del director), subordinado encargado de atender el teléfono que el comisario tiene en su coche, y que se entretiene con casos variopintos como el del asesinato de una mujer, el del robo de una pequeña escultura de Aristide Maillol por parte de un taxi boy menor de edad de la casa de un viejo verde y el de una serie de hurtos coordinados en el Aeropuerto de Orly por parte de tres extranjeros, los cuales simulan no hablar francés y por ello motivan al comisario a golpearlos hasta que dejen de fingir. El personaje de Delon, como decíamos antes un típico “hombre duro” de la fauna del film noir, sólo se relaja y a veces hasta toca el piano en Simon’s, el club nocturno propiedad de su mejor amigo, precisamente la criatura de Crenna, casado con la bella Cathy (excelente desempeño de Catherine Deneuve), fémina que a su vez tiene un affaire con Coleman que parece desarrollarse con el beneplácito tácito de un Simon que intuye la infidelidad pero no hace nada al respecto ni mucho menos se enoja con ambos. Como tantos otros propietarios de antros nocturnos muy elegantes de las películas previas de Melville, todos basados en bebidas alcohólicas, jazz y números musicales muy de cadencia retro cabaretera, Simon lleva una doble vida que Cathy conoce muy bien pero no le comenta a su amante, siendo el cerebro de una pandilla que incluye a Marc Albouis (André Pousse), Louis Costa (Michael Conrad) y la más reciente incorporación a la banda, Paul Weber (Riccardo Cucciolla), un ex subdirector de una sucursal del Banco Nacional de París que cayó en la depresión luego de ser echado al cumplir los 60 años y que le dice a su esposa (Simone Valère) que está detrás de un nuevo puesto en la industria de la usura pero lejos de la capital, cuando en realidad oficia de informante y miembro activo del grupo de Simon en materia del asalto a la sucursal de Saint Jean de Monts, episodio en el que el cuarteto se ve obligado a abandonar una bolsa de dinero y termina con un hombre herido de bala, Albouis, debido a que un cajero activa la alarma, se esconde en su cubículo blindado e incluso les dispara a los asaltantes con un revólver escondido, ganándose que lo ametrallen. Los facinerosos consiguen engañar a las autoridades haciéndoles creer que regresaron a París en tren y de inmediato entierran el botín en un descampado, no obstante la hemorragia de Marc no cesa y se ven obligados a dejarlo en una clínica de la costa francesa, a la que eventualmente vuelven para intentar sacarlo de allí cuando en una reunión en el Louvre, y frente a un autorretrato de Vincent van Gogh, pautan un plan para evitar que la policía, que ya sabe que hubo un herido, encuentre a Albouis, un posible buchón por su situación de vulnerabilidad. En un incidente similar al intento de rescate de Félix Lepercq (Crauchet) de las garras de los nazis en El Ejército de las Sombras (L’Armée des Ombres, 1969), una recepcionista de la clínica les impide llevarse a Marc alegando que está en coma y por ello la propia Cathy, disfrazada de enfermera cual ángel demoníaco, se cuela en el nosocomio y en la habitación de turno para asesinar al convaleciente/ cofrade delictivo inyectándole aire en las venas y provocando una embolia gaseosa. La pandilla de Simon, aparentemente también involucrada en el tráfico de drogas a través de la tapadera de su local nocturno, utiliza el dinero para financiar un segundo y mucho más osado golpe, en este caso centrado en robarle a una banda rival ese mentado cargamento de heroína destinado a Portugal y custodiado por una mula de temer, el monigote corpulento y rubio Mathieu, la Maleta (Léon Minisini), operación de la que nada sabe el comisario aunque sí atesora el dato del transporte de la droga en el tren gracias al accionar de un informante travestido que está enamorado de él y con el que suele reunirse en la intimidad de su patrullero, Gaby (Valérie Wilson), así Coleman moviliza a sus hombres para incautar en el destino toda la mercancía luego de identificar con precisión a los involucrados. En un helicóptero pilotado por Costa y con la asistencia de Weber, el personaje de Crenna baja en plena noche con una soga y un gancho sobre los techos de la formación ferroviaria en movimiento para ingresar en el vagón de Mathieu, la Maleta, sacarse el overol en el baño, esperar el momento de mayor tranquilidad en el pasillo y finalmente ingresar en el compartimento de la mula quitándole la cadena a la puerta con un imán, lo que lo lleva a noquearlo, amordazarlo y drogarlo y a llevarse los dos maletines que esconden el cargamento en sendos fondos falsos, los cuales eleva mediante ese gancho que a posteriori también le permite huir. Edouard, visiblemente furioso porque al arrestar después a Mathieu, la Maleta no encontró la heroína, reparte golpes, amenaza y denigra a Gaby creyendo que le pasó información errónea adrede, sin embargo las lágrimas de desconsuelo del travesti lo convencen de que dijo la verdad. Justo en ese mismo momento Morand identifica al cadáver sin nombre de la clínica y le pasa el dato a Coleman, quien sabe muy bien que el tal Marc Albouis era cómplice habitual de Louis Costa, al cual rápidamente arresta en un restaurant y tortura a golpes en la comisaría hasta conseguir que revele la identidad de sus otros secuaces, Weber y Simon. El comisario primero concurre al club de su amigo para interrogarlo pero éste niega todo y minutos luego intenta avisar por teléfono a un Paul ya atrapado por la policía que opta por suicidarse de un tiro en una habitación de su departamento con su esposa en otro cuarto, todo ante la presencia de un Edouard que más que prevenir el asuntillo decide esperar afuera a que termine la ceremonia del óbito ajeno. Simon se fuga con el cargamento de heroína en una valija, siempre con la idea de vendérselo a los misteriosos sujetos a los que se lo robó, pero comete un error muy serio cuando llama telefónicamente a Cathy para que se reúnan en un lugar prepautado mientras Coleman y sus oficiales están grabando y desde ya rastreando la comunicación, argucia que deriva en el acorralamiento del personaje de Crenna por parte de su otrora mejor amigo, quien dispara cuando Simon desobedece la orden de no moverse y mete la mano dentro de su impermeable, descubriendo luego Coleman que no poseía arma alguna y que en un único instante se quedó sin cofrade y sin amante porque la mujer lo vio todo a la distancia y parada delante de su auto, fémina a la que abandona sin decir nada para subirse cabizbajo en su coche, el número ocho, junto al también sepulcral Morand con vistas a responder otra llamada policial en las calles de París. A lo largo de la realización Melville compara a las figuras representativas de los dos márgenes de la ley y así como identifica semejanzas, simbolizadas en la cordialidad entre Edouard y Simon, el hecho de que compartan sin problemas a la misma pareja -las hembras en general no tienen mucha importancia en el cine de Jean-Pierre, salvo casos aislados como el de los personajes de Nicole Stéphane de Los Niños Terribles (Les Enfants Terribles, 1950), Emmanuelle Riva de León Morin, Sacerdote (Léon Morin, Prêtre, 1961) y Simone Signoret de El Ejército de las Sombras– y esa pasión por la cultura valiosa encarnada en el interés por el jazz, el piano y la escultura del oficial y su equivalente por los pintores impresionistas y sobre todo Van Gogh del ladrón, tampoco le tiembla el pulso a la hora de señalar las diferencias y la nada disimulada simpatía hacia los forajidos en detrimento de los adalides institucionales, basta con pensar en la muerte sumaria que los malhechores dictaminan para Albouis y con trazar una rauda analogía en lo que atañe a la brutalidad del comisario y su obsesión con repartir golpes a rateros de aeropuerto, travestis que hacen de informantes y finalmente mafiosos especialistas en robos a bancos, tráfico de drogas, mexicaneadas varias, el arte de pilotar helicópteros y misiones casi imposibles dignas de aquellos thrillers pomposos de la Guerra Fría, planteo general al que se suma la pasividad durante el suicidio de Weber y el “detalle” condenatorio del desenlace, hablamos del fusilamiento sin alicientes de Simon a manos de un Coleman que, como bien subraya segundos después su compañero, disparó un poco demasiado rápido sin dejar un mínimo espacio de tiempo para chequear qué era lo que tenía -o no tenía- el dueño del club nocturno dentro de su impermeable, en última instancia la nada misma, por ello el comisario opta por la autoindulgencia ética y asevera ante Morand que todo se trató de un suicidio tercerizado bajo la forma de las armas de los uniformados. El desenlace, en este sentido, no sólo recupera aquella culpabilidad que intuíamos en el rostro del oficial Mattei (André Bourvil) en las postrimerías del relato de El Círculo Rojo, justo luego de haberse cargado a toda la banda de maleantes incluido su otrora compañero de fuerza Jansen (Montand), sino que invierte a pura ironía el trágico destino del legendario Jef Costello en la piel de Delon de El Samurái, aquí con el actor ocupando el lugar del verdugo del criminal en cuestión en vez de ser el faenado por los agentes del deber socio plutocrático, en el opus de 1967 sintetizados en ese sagaz comisario sin nombre conocido y con la fisonomía de François Périer. Aprovechando la bella canción de los créditos finales, Así es cómo Pasan las Cosas (C’est ainsi que les Choses Arrivent, 1972), compuesta por Charles Aznavour y Michel Colombier e interpretada por Isabelle Aubret, y trabajando con diversos familiares de otros mitos del séptimo arte galo, como Florence Moncorgé-Gabin, supervisora de guión e hija del actor Jean Gabin, Jean-François Delon, primer asistente de dirección y hermanastro de Alain, y Pierre Tati, segundo asistente y vástago del inmortal Jacques Tati, Jean-Pierre en Un Policía continúa explorando los tópicos de la perfidia entre iguales, la mundanidad sigilosa, la angustia metropolitana y las relaciones carnales entre el hampa y el marco institucional/ legal/ represivo, constituyendo una de las mejores alegorías de su trayectoria la encarnada en la Cathy de Deneuve, personaje secundario que de todos modos sintetiza las mentiras o verdades a medias que los dos protagonistas se dedican mutuamente a nivel cotidiano, léase la vida criminal de Simon que ella conoce/ comparte sin comentarle nada a su amante y el affaire de la mujer con el comisario a espaldas de su marido, quien como afirmábamos antes consiente el asunto a condición de no conocer los detalles, en esencia encuentros esporádicos en un hotel. Fiel a su estilo, el director incluso incorpora una inesperada -y muy valiente para su época- variación sobre el acervo estándar del film noir mediante Gaby, el soplón travesti de una Wilson lookeada como Deneuve con un pie en el submundo delictivo y el otro en un enjambre estatal mucho más manipulador, no sólo explicitando el sustrato de gay reprimido de Edouard, quien no deja de sonreírle a su informante en los encuentros que comparten en el patrullero, sino también ese trasfondo homoerótico de la solidaridad y el respeto masculinos de todo el cine de Melville, amén del hecho de que la jugada discursiva de no problematizar de por sí a la homosexualidad -como sí hace el mainstream hetero que utiliza a la temática para denunciar esto o aquello desde la comodidad del afuera- anticipa decisiones creativas similares del cine también aguerrido e inmediatamente posterior en sintonía con Tarde de Perros (Dog Day Afternoon, 1975), de Sidney Lumet, y La Ley del más Fuerte (Faustrecht der Freiheit, 1975), de Rainer Werner Fassbinder. La desesperación en el cine de Melville casi siempre deriva en una violencia por lo general implícita en consonancia con su economía expresiva/ minimalismo todo terreno y con un retrato en simultáneo realista y deliciosamente impostado de la corrupción citadina más macro y el código de honor símil bushido de los machos, por ello la desilusión de Coleman de los minutos finales, cuando escucha cómo Simon se lava las manos y se burla profesionalmente y como amigo de él al negar todo vínculo con Albouis, Weber y Costa, equivale a una sentencia de muerte camuflada ya que pasarse por alto el vínculo de confianza de los westerns, el policial negro y el chambara o cine de samuráis constituye la gran e imperdonable ofensa dentro de un ecosistema compartido que puede ser incestuoso, claustrofóbico y asfixiante pero también genera una sensación de seguridad dentro de la antropofagia de la posmodernidad y su falta de horizontes claros a nivel moral y humano.
Un Policía (Un Flic, Francia/ Italia, 1972)
Dirección y Guión: Jean-Pierre Melville. Elenco: Alain Delon, Richard Crenna, Catherine Deneuve, Riccardo Cucciolla, Michael Conrad, Paul Crauchet, Simone Valère, André Pousse, Valérie Wilson, Léon Minisini. Producción: Robert Dorfmann. Duración: 95 minutos.