La maldición que viene arrastrando Interpol no pasa tanto por las eternas comparaciones con Joy Division -a veces acusaciones de plagio, sin más ni menos- sino primero por la sombra gigantesca de su primer e insuperable disco, Turn On the Bright Lights (2002), uno de los grandes mojones del revival del post punk de comienzos del Siglo XXI, y en segundo lugar por los diversos problemas que han tenido ya no para superar sino para por lo menos igualar las dos secuelas directas del álbum citado, hablamos de los muy dignos Antics (2004) y Our Love to Admire (2007), trabajos en los que trataron de salirse un poco del armazón hipnótico y ampuloso por antonomasia del post punk para luego derrapar hacia la mediocridad y una suerte de autoparodia involuntaria con su cuarta placa autotitulada del 2010, disco que a su vez superaron -aunque, de nuevo, sin siquiera alcanzar el nivel cualitativo moderado/ ameno de Antics y Our Love to Admire– de la mano de El Pintor (2014) y Marauder (2018), opus prolijos y no mucho más en cuya escucha uno como melómano no puede dejar de pensar que continúan tratando de emular el éxito artístico de Turn On the Bright Lights, algo por supuesto imposible porque la sorpresa se disipó completamente y además toda banda cuenta con años y años y años para armar su debut pero ese plazo se acorta desde el segundo opus en adelante, amén del problemilla perpetuo del “estilo” de cada grupo que conduce en la mente colectiva a tratar de autoplagiarse sistemáticamente para no espantar a la crítica y el público.
A años luz de joyas como NYC, Say Hello to the Angels, PDA, Obstacle 1, Roland o Stella Was a Diver and She Was Always Down, el séptimo disco de estudio de Interpol, The Other Side of Make-Believe (2022), es otro álbum simpático y desparejo que se siente repetitivo a corto y mediano plazo y tiende a privilegiar a la producción pomposa -y demasiado redundante a escala emocional- por sobre la composición en sí, dilema propio de una banda ya largamente instalada en el mainstream que tiene a los liderados por Paul Banks (voz y guitarra) y Daniel Kessler (guitarra, teclados y piano) optando desde aquel anodino cuarto disco por todos los juguetes de estudio que el dinero puede comprar.
Un piano melancólico abre Toni, la primera canción del disco y primer corte de difusión, y se mantiene a lo largo de un desarrollo homologado a lo que los neoyorquinos entienden por un pop cuasi bailable aunque sin perder el corazoncito post punk en ningún momento, aquí girando alrededor de paisajes de calma surrealista y alguna que otra reflexión acerca del paso del tiempo, la resiliencia en tiempos aciagos, la sed de perfección al momento de componer y el surgimiento -o desaparición- de las musas y la inspiración en general. Uno de los mejores temas es sin duda alguna Fables, tercer single y una especie de cruza entre Gang of Four, Wire, Television y Led Zeppelin construida en torno a una guitarra nostálgica omnipresente que le permite a la banda lucirse en sus especialidades, léase la ambivalencia de los puentes -símil calma antes de la tormenta del estribillo- y el outro que profundiza en un caos simulado, y a Banks cantar sobre un optimismo paradójicamente fatalista que pide paz y estabilidad pero augura por lo bajo una debacle apocalíptica en medio de un lisonjeo amoroso, bastante bohemia y metáforas bíblicas/ religiosas varias que se mueven más allá de las fábulas del título.
En Into the Night se nota la influencia del rock gótico ochentoso, un acervo no siempre identificado en el sonido de la banda porque los norteamericanos simplemente optan por lentificar lo hecho en los años 80 por grupos como Siouxsie and the Banshees, Bauhaus o The Cure con vistas a alinearlo a su acepción de una new wave etérea y lúgubre que sin embargo sigue enfatizando -el temple bonachón post pandemia del coronavirus está a full- que “solían decir que el futuro estaba pavimentado con sanciones” pero ahora es tiempo de escribir odas a la noche solitaria, vieja y pedregosa. Mr. Credit es otra de esas mixturas raras de la agrupación que suelen perderse por las reincidencias de disco en disco o sobreutilización de los mismos motivos en materia de los riffs y la estructura de los temas, en esta ocasión combinando el brit pop de Elastica, aquel rock espectral de Echo & the Bunnymen y The Chameleons y una letra que pondera el lirismo de la independencia y una solidaridad definitivamente tragicómica incluso entre individuos que pueden antagonizar feo de vez en cuando y asimismo ser amigos, amantes, desconocidos o quizás colegas.
Something Changed, segundo single del lote, se acerca a un recitado lánguido que recuerda a las epopeyas depresivas de The National y a lo lejos al pop elegante y oscuro del Darklands (1987), de The Jesus and Mary Chain, nuevamente con un pianito y un ritmo minimalista e hipnótico que indaga tanto en la necesidad de resistir a la crisis cíclica como en los cambios y engaños eternos de nuestros días para que todo siga igual y/ o empeore de a poco mediante una sensación de somnolencia, cráneos entumecidos, superficialidad cultural, automatismo político, mentiras desde las elites, mucha apatía social y una claustrofobia sellada con un déjà vu. Interpol siempre tomó mucho de las guitarras juguetonas y apasionantes de Tom Verlaine, de Television, y Renegade Hearts es un buen ejemplo de la influencia del Marquee Moon (1977) en el revival del post punk en la versión de Banks y compañía, en esta oportunidad con un trayecto final que reproduce al dedillo los outros de la pata más pop de Verlaine y oficia en general de una apología del romanticismo de fuga y metamorfosis para sobrevivir un día más en la tierra.
Con la llegada de Passenger ya se hace más que evidente que la producción de Mark Ellis alias Flood y su colaborador habitual, Alan Moulder, está orientada a disminuir la fastuosidad innecesaria de muchos pasajes del cuarto disco, El Pintor y Marauder con el objetivo de tratar de recapturar algo de la magia de Turn On the Bright Lights o por lo menos de Antics y Our Love to Admire, intención loable que no llega a rendir sus frutos del todo porque la prolijidad mainstream de los arreglos y las generosas dosis de eco superan por mucho lo que la banda en sí tiene para ofrecer a nivel de la composición, en el caso de Passenger tanto una oda a la vulnerabilidad que pide socorro desde el aislamiento de la paranoia y el insomnio, invirtiendo la fórmula de Mr. Credit, como un intento rudimentario de post rock amigable en la tradición del último Talk Talk o el primer Radiohead. Greenwich es quizás el peor tema de la placa, una canción en piloto automático en la que sólo se destaca -nuevamente- el puente y el outro de cierre entre más y más guitarras melancólicas y una idea general de hermanar todo el asunto al noise, el shoegaze y el dream pop de guitarras y teclados sutiles y de ganas de disentir con el resto de la sociedad, más en plan de autoafirmación que en materia de pelea lisa y llana, amén de una insólita referencia desde la letra a Good Vibrations (1966), obra maestra de The Beach Boys.
El dejo de Echo and the Bunnymen, más pizcas del indie de cuna de The Smiths, The Stone Roses y Siouxsie and the Banshees, se siente fuerte una vez más en Gran Hotel, típico vehículo al paso para la encarnación más popera de Interpol, aquí una linda y sencilla canción -cuarto y último corte de difusión- sobre un amor idealizado que se emparda con una alegoría alrededor de la isla mexicana de Cozumel, un paraíso turístico que desde el punto de vista yanqui equivale a una huida del remolino de las obligaciones laborales, familiares, económicas y demás. El grupo apuesta a un sonido un poco más lúdico en ocasión de Big Shot City, una de las mejores composiciones de The Other Side of Make-Believe, por un lado recuperando el recurso del recitado pero modulándolo en la tradición de Public Image Ltd. circa Metal Box (1979) y por el otro lado poniendo en la misma bolsa a The Sisters of Mercy, The Police, The Cars y XTC para otra semblanza optimista sobre una apatía símil paciente en una sala de operaciones que está próximo a ser diseccionado por un escalpelo de la tecnocracia médica -quizás ese de la tapa- y que es rescatado por un tercero misterioso, aparentemente una mujer, garantía de un retorno a salvo al hogar cual alejamiento utópico con respecto a la muerte.
Ya para el remate del disco, Go Easy (Palermo), regresa el fundamentalismo post punk de las guitarras narcotizadas/ alucinógenas/ repetitivas que reclaman la calma y un refugio pacificador no tanto por un episodio violento concreto sino como forma o estilo de vida de allí en más, canción diminuta y bastante bien resuelta que aporta un punto final sumamente extraño para una agrupación como Interpol acostumbrada a los cierres apoteósicos paradigmáticos de los discos de rock, hoy muy cerca de un mantra de predestinación ensoñada homologada a los puertos, las carreteras, la desaparición de los obstáculos, la contemplación polirubro y desprejuiciada, esa quietud de suburbio metropolitano que flota de fondo e incluso “el velo de novia en la venta de garaje”, léase el amor que aparece en cualquier rincón de la vida a pura imprevisión o azar.
Como decíamos al principio, Interpol sigue atrapada o más bien paralizada/ petrificada en el fantasma de su pivote fundacional, Turn On the Bright Lights, justo como le sucedió a bandas de larga trayectoria discográfica, en sintonía con Ian Dury and the Blockheads y su New Boots and Panties!! (1977) y The Jesus and Mary Chain y Psychocandy (1985), y a grupos de muchos menos discos, pensemos para el caso en Television y su Marquee Moon o en The Stone Roses y su clásico autotitulado de 1989, siendo The Other Side of Make-Believe otro peldaño más en la senda de la frustración creativa del que quiere despegarse del pasado pero no tanto porque se quedaría sin fans o sería atacado por la prensa -aún más- en sus desaciertos y ambiciones desechas de “pasos adelante” que no lo son. Sin ser malo o del todo mediocre aunque tampoco particularmente brillante, la séptima aventura discográfica de estudio de Interpol engrandece un poco más el debut del 2002, ese que no tiene nada que envidiarle a otros neoclásicos del revival rockero más crudo -o seudo crudo, pose pública de por medio- del nuevo milenio, en la tradición de Is This It (2001), de The Strokes, White Blood Cells (2001), de The White Stripes, Up the Bracket (2002), de The Libertines, Fever to Tell (2003), de Yeah Yeah Yeahs, Transatlanticism (2003), de Death Cab for Cutie, Rubber Factory (2004), de The Black Keys, Franz Ferdinand (2004), de la banda inglesa homónima, Funeral (2004), de Arcade Fire, Whatever People Say I Am, That’s What I’m Not (2006), de Arctic Monkeys, y High Violet (2010), de los asimismo taciturnos y solemnes The National.
The Other Side of Make-Believe, de Interpol (2022)
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