La Rosa de Hierro (La Rose de Fer)

El fantastique necrofílico

Por Emiliano Fernández

El surgimiento como artista de Jean Rollin y su mejor período profesional, aquel de la década del 70, están enmarcados por movimientos y procesos históricos que sinceramente no tienen nada que ver con lo que fue su trayectoria e intereses y por ello mismo refuerzan el carácter de anomalía absoluta del señor y su encanto tan único y especial, pensemos que justo antes de su aparición tuvieron su apogeo en la década del 60 el polar o cine negro francés de Jean-Pierre Melville, Henri-Georges Clouzot y Jacques Becker y esa Nouvelle Vague de Jean-Luc Godard, François Truffaut y Claude Chabrol, entre otros, y luego del cenit creativo de Rollin aparece el Cinéma du Look de Luc Besson, Jean-Jacques Beineix y Leos Carax y comienza ese proceso de declive cualitativo en general a partir de las décadas del 80 y 90 que coincide con la globalización o victoria de Estados Unidos en la Guerra Fría, derivando en la uniformización y mediocridad cultural a escala planetaria de nuestros días símil sincronización simbólica pauperizadora y antiintelectual. Ahora bien, tampoco se puede aseverar que nuestro amigo Jean sea enteramente un artista retro o de características melancólicas o que privilegie el cine del pasado, entendido éste en términos de la nostalgia demacrada contemporánea de la imitación estéril, ya que el señor desde ya que retomaba elementos de etapas previas pero desde una concepción tan personal e idiosincrásica que el asunto esquivaba el simple reciclaje posmoderno sin alma y generaba, en cambio, obras de un enorme valor estético que se movían en una dimensión paralela con respecto a todo lo que uno podría llegar a identificar como ingrediente constituyente de la síntesis creativa de turno, así es cómo Rollin recupera chispazos del acervo fatalista del realismo poético de los 30 de Jean Vigo, Marcel Carné y Jean Renoir, aquella algarabía metafórica sin frenos del surrealismo de Luis Buñuel, René Clair y Jean Cocteau e incluso el sustrato erótico y gore de la Hammer Film Productions, aunque en este caso eliminando en buena medida la fascinación que se movía por lo bajo para con el terror clásico esquemático hollywoodense y reteniendo precisamente cierta pretensión lírica que trastocaba desde el inconformismo semi enigmático lo que de otra manera hubiesen sido relatos tradicionales del mainstream.

 

La Rosa de Hierro (La Rose de Fer, 1973) es una película muy importante dentro de la carrera del francés debido a varias razones, a saber: antes que nada, fue su primer intento de abandonar el insistente motivo vampírico que caracterizó a sus comienzos como director y guionista mediante la recordada tetralogía de Le Viol du Vampire (1968), La Vampire Nue (1970), Le Frisson des Vampires (1971) y Requiem pour un Vampire (1972), todas ellas inspiradas en Carmilla (1872), novela del irlandés Sheridan Le Fanu, en segundo lugar, también coincidió con la primera toma de conciencia por parte de Rollin de que su cine no tendría éxito en su tiempo y en esencia se vería obligado a filmar películas pornográficas para sobrevivir y financiar esos proyectos personales que deseaba encarar, por ello mismo justo antes de comenzar el rodaje firmó un contrato con Impex Films que resultaría en una retahíla de propuestas hardcore bajo los seudónimos de Michel Gentil y Robert Xavier, y en tercera instancia, el convite que nos ocupa inauguraría de hecho la serie de inconvenientes de producción que condicionarían de allí en adelante la carrera de Jean por este carácter tan particular e independiente de toda moda al que nos referíamos con anterioridad, derivando en un fracaso comercial sostenido que se quebraría recién con su errática trilogía zombie, la compuesta por Les Raisins de la Mort (1978), Le Lac des Morts Vivants (1981) y La Morte Vivante (1982), prácticamente los primeros exponentes del splatter galo y aquellos films que más impactaron en el cine vernáculo de género que llegaría durante la primera década del nuevo milenio, hablamos por supuesto del extremismo francés de Alexandre Aja, Pascal Laugier y Xavier Gens, influencia que por suerte provocaría el redescubrimiento de la obra de Rollin de la mano de una andanada de rediciones remasterizadas y curadas por el propio cineasta de la empresa inglesa Redemption Films, ya en el Siglo XXI y justo antes de la muerte de Jean en 2010 a los 72 años. En cierta medida muy cercana en calidad a cúspides futuras, léase la citada Les Raisins de la Mort, Lèvres de Sang (1975) y Fascination (1979), La Rosa de Hierro deja de lado a los chupasangres aunque mantiene el trasfondo esotérico, libidinoso, místico, elegante, casi onírico y adorablemente demencial de sus opus iniciales.

 

Rodada en la metrópoli norteña de Amiens a lo largo de cuatro semanas, la película es un clásico rotundo del fantastique de tendencias necrofílicas y obedece a las “no narraciones” habituales del francés en materia de presentarnos una mínima premisa y contentarse con diversas variaciones, algo de desarrollo de personajes y desde ya su imaginería arrebatadora marca registrada de latiguillos como esa playa específica recurrente de su cine, la música cautivante de Pierre Raph, los payasos, una alienación bien extasiada, esa belleza sacrílega femenina, el comportamiento caprichoso o neurótico de los hombres, la histeria o ciclotimia escalonada, una coyuntura ominosa que atrapa cual tentáculos de pulpo y finalmente ese amor que deja paso a la morbosidad de talante poético y/ o irónico, siempre lúdica en sus quimeras. Dos personajes sin nombre, una mujer (Françoise Pascal) y un hombre (Hugues Quester), se conocen en la recepción de una boda y planifican verse el domingo en una estación ferroviaria, desde donde viajan en bicicleta hasta un cementerio pueblerino que parece pequeño aunque resulta ser inmenso, lugar en el que se topan con un hombre de apariencia vampírica con una capa (Michel Delesalle), una señora mayor que anda dejando flores por ahí (Natalie Perrey), un insólito clown que desparrama mucha tristeza a su paso (Mireille Dargent) y hasta un merodeador algo mucho tenebroso cubierto con una túnica (el propio Jean). Después de un picnic y una sesión subterránea de sexo en una cripta, donde el muchacho pierde su reloj, los amantes descubren que la noche llegó para quedarse y que no encuentran el camino de salida, por ello comienzan a buscar la forma de escapar del tétrico campo santo, se topan con unos féretros infantiles en una bóveda, se gritan mutuamente a pura desesperación, entran en una dolorosa pelea física que los deja sucios y magullados, se separan de repente y él cae en una fosa común con restos humanos, a posteriori de lo cual vuelven a tener sexo en medio de la oscuridad sepulcral y rodeados de huesos. La joven enloquece progresivamente y establece una partición entre muertos y vivos que demoniza a los segundos en pos de la paz y la sabiduría de los primeros, así encierra a su pareja en la cripta cuando pretende hallar su reloj para asfixiarlo y después bajar ella misma, ya de día.

 

Como hiciese tantas otras veces en films posteriores, aquí Rollin confronta los dos polos opuestos del fantastique, el entorno realista y los atentados terroristas de lo sobrenatural sin explicación alguna de por medio aunque con muchísimo pánico recíproco, al ponerlos en interrelación a través del conflicto principal, hoy entre el racionalismo de impronta cínica y egoísta del personaje del correcto Quester, sólo preocupado por el pragmatismo porque considera al cementerio como un sustituto de una plaza y porque condena el derroche de dinero en tumbas para un Más Allá que no existe, y ese romanticismo humanista, entre religioso y pagano, de la ninfa bailarina de la esplendorosa Pascal, ella sí creyendo en el alma, santificando las ofrendas mortuorias del amor y por ello siendo más “susceptible” a esta posesión tácita/ contextual que retrata la película, una en la que enciende una fogata con flores, le roba la rosa de hierro del título a una escultura de un querubín y se la pasa danzando por ahí y recitando versos de Tristan Corbière después de condenar a muerte a su amante, especie de fetichización del sosiego igualador de la parca ya que los mortales durante el transcurso de su vida son insoportables y se consagran a la destrucción, el dolor, la mugre y la segmentación de una única humanidad que marcha sin freno a calzarse el sudario, le guste o no. El binomio conceptual de fondo de existencia y desaparición también se deja ver en el erotismo de una putrefacción que necesita de la humedad vivificante para expandirse, del mismo modo que los cuerpos se reproducen intercambiando fluidos, y en la doble metáfora de la rosa de hierro que ella descubre, acaricia y devuelve al mar, en un prólogo en esa playa favorita de Jean, y que luego recupera en la necrópolis, nos referimos por un lado a una belleza fúnebre empardada a lo desconocido de ultratumba y por el otro lado a unas rejas omnipresentes que incluso en la muerte establecen divisiones, pensemos en aquel fraccionamiento maniático del terreno del cementerio a lo clases sociales que se anuncian mediante la pompa -o la ausencia de ella- en cada sepultura y cada mausoleo. Tan sexy y masoquista como desconcertante e hipnótica, La Rosa de Hierro es otro triunfo del arte autónomo y deslumbrante que encuentra en el horror su querido nicho contracultural…

 

La Rosa de Hierro (La Rose de Fer, Francia, 1973)

Dirección: Jean Rollin. Guión: Jean Rollin, Maurice Lemaître y Tristan Corbière. Elenco: Françoise Pascal, Hugues Quester, Natalie Perrey, Mireille Dargent, Michel Delesalle, Jean Rollin. Producción: Sam Selsky. Duración: 81 minutos.

Puntaje: 9