Cuando alguien asume el final de su vida espera el desenlace, el instante, ya que nada puede hacer si una enfermedad le ganó a su cuerpo o un accidente lo destrozó. Sabe que va a morir, no tiene el control. Pero cuando alguien elije el final, tiene la libertad de alterar el ritmo de su llegada, y lo busca, no lo espera. Algunos lo hacen sin demoras: soga al cuello, escopetazo, saltar al vacío. Otros, eligen un veneno adorado que prolongue el camino a la muerte. En el transcurso se entregan al efecto lento, sabroso y letal de la decisión. No importa si el amor los sorprende: la decisión está tomada, irrevocable en las entrañas. Así se comportan, quizá, los románticos, los que prefieren sentir cómo todo se derrumba mientras pueden ver ya el brillo de la guadaña. Y el abuso sostenido de una sustancia a la que el romántico es adicto es una forma efectiva de hacerlo. Así, placer y dolor se mezclan y comparten un objetivo. Esta noción se explora (y se ramifica) magistralmente en Leaving Las Vegas (1995), que ante cada visionado no solo se mantiene vigente, sino que se fortalece y destila originalidad. Logra, como se dice, sobrevivir al tiempo.
Ben Sanderson (un Nicolas Cage crudo y miserable, que apenas roza el patetismo, a quien esta interpretación le mereció un Oscar) es un guionista fracasado y dipsómano que ha entregado al alcohol las riendas de su vida. La excusa perfecta es un pasado lleno de abandono y autodestrucción, que Ben resume al decir: “No sé si mi esposa me dejó porque empecé a tomar o si empecé a tomar porque mi esposa me dejó, de todas formas, a la mierda”. Errático y vencido por el vicio, pierde el trabajo y decide irse a Las Vegas, donde pretende beber hasta morir. Antes, se asegura de eliminar por completo el hombre que alguna vez fue. Quema fotos y pertenencias, se deshace de la ropa, y se va con el veneno adorado al alcance de la mano. Comienza a caer en el abismo etílico, y en la caída encontrará una sorpresa: el amor que ilumina el abismo, pero es incapaz de eludir el fondo.
En Las Vegas, una noche, conoce a una prostituta, Sera (una Elisabeth Shue tan ruda como vulnerable, nominada al Oscar por este rol), con la que solo quiere pasar el rato. A ella le sorprende que Ben no actúe como el cliente promedio, y termina disfrutando su compañía, más emocional que física. Acostumbrada al frío intercambio de sexo por dinero, descubre en Ben algo necesario pero olvidado: ternura, cariño, comprensión. A partir de allí se desarrolla una relación turbulenta. Desde el principio las cosas quedan claras: ella no va a dejar su oficio y él no va a dejar de tomar hasta morir. Se forma un pacto y en el medio el amor, inexplicable y misterioso, surge y los obliga a aceptar el desconcierto. Pero lo hace para endulzar la despedida de Ben y entregarle a Sera lo que le faltaba. El amor, aquí, no viene a salvar a nadie.
En este film la forma está al servicio del contenido. Cada plano captura la intimidad de los personajes y el contexto decadente y hedonista de un lugar como Las Vegas. Una ciudad que representa los excesos y la ruina glamorosa de los Estados Unidos. La fotografía acompaña el vértigo y la calma del guión, y las oscilaciones que van de un extremo al otro. La cámara no detiene la acción, pero tampoco la apura. La banda sonora se balancea entre variaciones de jazz y voces de crooners desgastadas por la melancolía, y acompaña los delirios de Ben, la ternura del vínculo con Sera y la relación de ambos con la ciudad. Este conjunto medido de elementos fabrica escenas cargadas de dolorosa belleza. Momentos en los que la violencia interrumpe toda señal de calma y desgarra, en un instante, el lienzo de la salvación. El relato tiene un tratamiento sencillo pero efectivo, económico. Los monólogos de Sera, en los que rememora experiencias traumáticas (clientes repulsivos, un proxeneta bestial, detalles del oficio) y habla de su relación con Ben, son prueba de ello. Con eso es suficiente para conocerla y entender sus decisiones. El resto lo hacen los diálogos, las pausas y la ciudad como otro personaje. No falta crudeza en la historia: a Sera la violan; a Ben le rompen la cara. El mundo es un lugar hostil y enfermizo.
Curiosamente, esta película escrita y dirigida por Mike Figgis (Hotel, Stormy Monday, Mr. Jones) está basada en la novela de 1990 de John O’Brien, quien, atormentando como el personaje que creó, se suicidó antes de que la película viera la luz. Este hecho expone la relación morbosa y recíproca que existe a veces entre autor y obra, entre realidad y ficción. El autor en vida estiliza su miseria y construye una invención que la representa: un argumento. Y el desenlace, en este y en muchos casos, es trágico, poético incluso, pero inevitable.
The Lost Weekend (Billy Wilder, 1945) le presta a Leaving Las Vegas el molde del dipsómano romántico y nostálgico, el torturado al que una mujer quiere ayudar, sostener, curar o salvar. Ben sufre con el exceso como anestesia y busca sin cesar lo que se ha propuesto. Y la mujer, la protectora, obtiene, de un modo insano pero atinado, lo que no sabía que estaba buscando.
Hacia el final de la película vemos a un Ben que apenas come, y a una Sera que sufre como una madre ante un hijo perdido o moribundo. Pero Sera se obliga a no romper el pacto y cumple, angustiosa, la máxima de no interferir en la elección de Ben. Y entonces surge un breve y sutil juego mutuo: descartar el pacto, pero no hay modo: su infierno individual los define. El pacto es lo que basa el vínculo. La libertad y sus contradicciones. La eterna incógnita del amor.
Finalmente los golpea la vida que aburre y sorprende con el azar, como una ruleta imparable, pero que pocas veces puede contra la obstinación de la miseria. Ambos han aceptado la derrota que esperaban. Alma y carne se funden en el final elegido, y el amor sucumbe al peso de la muerte.
Adiós a Las Vegas (Leaving Las Vegas, Estados Unidos, 1995)
Dirección y Guión: Mike Figgis. Elenco: Nicolas Cage, Elisabeth Shue, Julian Sands, Richard Lewis, Steven Weber, Kim Adams, Emily Procter, Stuart Regen, Valeria Golino, Graham Beckel. Producción: Annie Stewart y Lila Cazès. Duración: 111 minutos.