3x1 de Jean Renoir

El gran espejo tragicómico

Por Emiliano Fernández

Se puede intentar resumir la idiosincrasia y los orígenes del genial Jean Renoir diciendo que fue el segundo hijo del famoso pintor impresionista Pierre-Auguste Renoir, que tuvo experiencia de combate en la Primera Guerra Mundial -primero en la caballería y luego como piloto de reconocimiento- al punto de quedar cojo de una pierna, que descubrió el cine de la mano de Esposas Frívolas (Foolish Wives, 1922), clásico de su ídolo Erich von Stroheim, que fue un gran admirador del naturalismo ateo y materialista de Émile Zola, y que enarboló con orgullo su compromiso político con el Frente Popular, una coalición de partidos de izquierda que gobernó Francia entre 1936 y 1938, no obstante su personalidad en última instancia siempre se nos escapará porque el señor supo hacer de la metamorfosis su principal característica profesional y de estilo dentro de una coherencia que lo terminó vinculando al denominado “realismo poético” de la década del 30, uno de los primeros movimientos vanguardistas del séptimo arte e inspiración muy explícita tanto para aquel neorrealismo italiano de los 40 y 50 como para la Nouvelle Vague de los 60, una corriente artística y procedimental que aglutinó a directores y guionistas variopintos como Jean Vigo, Marcel Carné, Julien Duvivier y Pierre Chenal en pos de un ideal estético e ideológico común de pretensiones verídicas, fuerte alcance preciosista y cercano al sentir popular y sus múltiples desgracias de aquella etapa, centrándose especialmente en una visión agridulce de la vida, en la que solían predominar la melancolía, la decadencia y la amargura, y/ o en una marginalidad que podía redimirse a nivel económico o romántico aunque bajo la condición de luego tener que pagar la sonrisa transitoria con la soledad, el fracaso de la misión de turno o hasta el fallecimiento del protagonista o de alguno de sus allegados, sacrificios del camino que se condicen con aquellos que encontramos a diario y que el cine hollywoodense de la primera mitad del Siglo XX había optado por nunca exhibir en pantalla con vistas a entronizar en general el entretenimiento escapista hueco que todos ya conocemos de sobra. La carrera de Renoir es muy diversa y larga e incluye obras interesantes como La Perra (La Chienne, 1931), Boudu Salvado de las Aguas (Boudu Sauvé des Eaux, 1932), Toni (1935), El Crimen de Monsieur Lange (Le Crime de Monsieur Lange, 1936), Los Bajos Fondos (Les Bas-fonds, 1936), La Marseillaise (1938), El Pantano de la Muerte (Swamp Water, 1941), Esta Tierra es Mía (This Land Is Mine, 1943), El Sureño (The Southerner, 1945), Memorias de una Doncella (The Diary of a Chambermaid, 1946), Una Mujer en la Playa (The Woman on the Beach, 1947), Río Sagrado (The River, 1951), La Carroza de Oro (Le Carrosse d’Or, 1952), Cancán Francés (French Cancan, 1955), Elena y los Hombres (Elena et les Hommes, 1956), El Testamento del Dr. Cordelier (Le Testament du Docteur Cordelier, 1959), El Desayuno en el Césped (Le Déjeuner sur l’Herbe, 1959) y El Cabo Atrapado (Le Caporal Épinglé, 1962), sin embargo es indudablemente el período prebélico el que condensa sus tres obras maestras más notorias, La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937), La Bestia Humana (La Bête Humaine, 1938) y La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939), opus encarados justo antes de su agridulce exilio en Estados Unidos tanto por la eclosión de la Segunda Guerra Mundial como por el fracaso rotundo de crítica y público de La Regla del Juego, trabajo que había financiado de su propio bolsillo luego de un puñado de éxitos populares y que lo llevó a considerar abandonar el séptimo arte o partir de Francia para no regresar nunca más, decepcionado por la incapacidad de los galos de mirarse en el gran espejo tragicómico que Renoir les proponía en el espléndido film de 1939 y en general a través de una trilogía de joyas en las que recibió la inconmensurable asistencia de actores reincidentes como Jean Gabin, Julien Carette, Gaston Modot, Marcel Dalio y él mismo en su poco transitada faceta de intérprete. Con vistas a recuperar un cineasta que consiguió lo que tantos colegas posteriores pretendieron y jamás lograron, eso de unificar la elegancia formal con las indagaciones honestas e impiadosas de la realidad nacional, a continuación analizaremos de manera detallada estos tres clásicos absolutos del acervo cultural francés para repensar la vigencia -o urgente actualidad, mejor dicho- de tantas nociones que el realizador supo ponderar en su momento, siempre a mitad de camino entre la sensatez de vocación rebelde y los planteos de izquierda destinados a desnudar las costumbres, los discursos y los sonseras de la dirigencia estatal, la burguesía y sus otros cómplices de la sociedad civil dentro de la mascarada repetitiva hasta el hartazgo de decir una cosa y hacer otra muy diferente, ya sea a nivel consciente/ “esclavo feliz” o inconsciente/ lobotomizado.

 

 

La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937):

 

Muy pero muy influyente a la vez en el cine de guerra y las películas de escape de prisión, la paradoja detrás de la estela de La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937), cuyo título se refiere al libro homónimo de 1909 de Norman Angell sobre la futilidad de la lucha armada ante los intereses comunes, se condice con el hecho de que muchas de las obras posteriores de dichos rubros retomaron la estructura narrativa general del recordado opus de Renoir pero reincorporando unas escenas de batalla que aquí no existen y para colmo abandonando el eje ideológico principal, ese humanismo de la igualdad y el respeto que representa la quintaesencia del sentir del realizador francés, algo que queda muy en claro en la movida insistente del mainstream anglosajón de señalar villanos en materia de los enfrentamientos encarnizados cuando en la película que nos ocupa prima una igualación de todos los bandos bajo la certeza de que los nacionalismos y la demonización del adversario son estupideces que no tienen el más mínimo sentido, comparables en términos prácticos a lo que simboliza para la naturaleza las fronteras caprichosas entre los distintos países, léase el absurdo por antonomasia. Retomando el dejo antibélico y semi poético/ costumbrista de Sin Novedad en el Frente (All Quiet on the Western Front, 1930), de Lewis Milestone, el film anticipa una de las grandes obsesiones del Luchino Visconti maduro, la decadencia de la aristocracia en sociedades modernas en donde la clase capitalista reemplaza a la antigua nobleza y sus múltiples privilegios a escala política/ económica/ social, lo que asimismo significa que se produce una reconversión en el seno de la cultura de la guerra desde las “reyertas entre caballeros” símil duelos de antaño, enfrentamientos con reglas claras que en general se respetaban, hacia el concepto de “guerra total” en donde todos los sectores de la sociedad de turno se movilizan con el objetivo de obtener la victoria lo más rápido posible, en esencia un caos pragmático que se corresponde con la cultura de los negocios plutocráticos y su maquiavelismo sin norma o ley alguna a respetar, planteo que por supuesto genera la pérdida del “propósito” de la aristocracia europea en tanto dirigencia comunal y el ascenso en paralelo de una oligarquía capitalista especulativa a su vez sostenida en una enorme masa de menesterosos de las clases obreras, el lumpenproletariado, los campesinos y semejantes. La película transcurre durante la Primera Guerra Mundial, contexto en el que un avión alemán pilotado por el Capitán Boëldieu (Pierre Fresnay), un aristócrata bastante petulante, y el Teniente Maréchal (Jean Gabin), en la vida civil un mecánico de París, es derribado en una misión de reconocimiento por una nave alemana encabezada por el Capitán von Rauffenstein (Erich von Stroheim), otro miembro de la nobleza cosmopolita que de inmediato simpatiza y se identifica con Boëldieu, algo así como su espejo galo. Los dos hombres terminan en un campo de prisioneros de guerra y se suman al plan de escape de sus compañeros de barraca, un hoyo que vienen cavando desde hace dos meses que se supone los dejará fuera del alcance de los guardias germanos que los custodian. Los reos franceses llevan adelante un alegre espectáculo de vodevil para todo el plantel del campo pero Maréchal se gana un duro confinamiento solitario por interrumpir la función para anunciar una victoria de los galos, la reconquista del Fuerte Douaumont de Verdún, y justo cuando estaban próximos a escapar llegan órdenes de mudanza a otros centros de detención sin que los internos salientes le puedan avisar sobre el túnel secreto a los nuevos ocupantes, unos británicos que no hablan su idioma. Pronto se suceden una serie de intentos fallidos de fuga protagonizados por Boëldieu y Maréchal que los llevan a una fortaleza de montaña supuestamente inexpugnable, Wintersborn, comandada por el propio von Rauffenstein, ahora un jerarca ajado del régimen alemán que terminó muy malherido en combate aéreo, con quemaduras por todas partes, placas y huesos de plata y un corsé que le llega hasta el cuello por una doble fractura de su columna vertebral. Una vez más los nobles se entienden perfectamente ante el declive de su clase social y hasta comparten charlas afables a pesar de estar en bandos opuestos, lo que no impide que los dos franceses sigan ansiando la libertad y planeen una nueva huida en complicidad con un compañero prisionero del pasado con el que hoy se reencuentran, Rosenthal (Marcel Dalio), un judío y nuevo rico de familia de banqueros que en la vida civil tiene una casa de modas. Mientras Boëldieu distrae a la tropa germana tocando la flauta y trepando los muros, movida que provoca que von Rauffenstein le dispare a la distancia y lo mate muy a su pesar, Maréchal y Rosenthal escapan a través de territorio alemán y terminan en casa de una bella campesina, Elsa (Dita Parlo), que vive sola con su pequeña hija Lotte (Little Peters) luego de que su marido y sus tres hermanos murieran en el enfrentamiento bélico en batallas que supuestamente fueron las más grandes victorias de las fuerzas del Imperio Alemán. El tiempo pasa y Rosenthal, que tenía un pie lastimado, se cura en la residencia de Elsa pero ambos hombres optan por irse bajo un ilusorio sentido del deber para con la guerra y su nación, lo que deja muy desconsolados a la mujer y al mismo Maréchal porque habían iniciado una relación romántica que se prometen retomar luego del futuro armisticio. Los franceses cruzan la frontera hacia Suiza hacia un destino incierto luego de salvarse por poco de ser asesinados por un pelotón de soldados alemanes que los identifican a último momento. Renoir, un cineasta siempre muy meticuloso, diversifica a puro naturalismo y complejidad retórica a los personajes de turno, no sólo estableciendo diferencias entre la nobleza y las clases populares sino dentro de cada estrato en sí, basta con pensar que Maréchal se lleva bien con algunos colegas proletarios y algunos de los burgueses que va encontrando en los campos de prisioneros y con otros no, variedad que también puede ser identificada en la gran diferencia entre los dos principales aristócratas del relato, hablamos de ese von Rauffenstein que lamenta el rol cada día más eclipsado e inútil de su clase social y de ese Boëldieu que ve a la extinción del poder de aquellos con títulos nobiliarios como un cambio positivo para el continente europeo, ya orientado de manera irremediable hacia la modernización capitalista y la industrialización a gran escala. Desde ya que el glorioso guión del francés y Charles Spaak asimismo funciona como una alegoría acerca de la Segunda Guerra Mundial en general, conflicto que ya en 1937 se veía venir con enorme claridad en el horizonte bobo interimperialista, y sobre el antisemitismo del nazismo y la vileza del chauvinismo entrecruzado a escala global y su vertiente fascista, en el primer caso mediante la figura del hebreo Rosenthal, algo así como un estereotipo que quiebra el estereotipo porque es un judío banquero aunque generoso que comparte sus manjares con los otros reos, y en el segundo caso a través de la pluralidad de nacionalismos que se pueden hallar dentro de los centros de detención, hablamos no sólo de los franceses e ingleses sino también de los rusos y los mismos alemanes, ninguno de ellos demonizado bajo ningún punto de vista y todos retratados como seres humanos atrapados en una conflagración que los supera por mucho y a la cual por momentos parecen acoplarse en calidad de títeres semi ingenuos de las dirigencias políticas, por ello la mitad del tiempo ironizan sobre su papel de combatientes y la otra mitad se lo toman en serio y hasta son capaces de renunciar a su individualidad, su felicidad y su vida en pos de un difuso sentido del sacrificio y el honor, detalle que queda representado tanto en el masoquismo tácito de Boëldieu, siempre en pos de esa “muerte heroica” con la que soñaba su estirpe aristocrática, como en la movida de Maréchal y Rosenthal de abandonar la casa paradisíaca y pacífica de Elsa, con la que se llevaban muy bien porque la mujer necesitaba en serio de la presencia y ayuda de varones en el hogar. En este sentido, la aparición de la fémina en el último acto resulta esencial porque la mujer parece comprender algo que los hombres desconocen o se rehúsan a aceptar del todo, nos referimos al sinsentido de las guerras y las pavadas del discurso nacionalista en plan de justificar esas carnicerías que por cierto no harían más que incrementarse y expandirse con motivo de la Segunda Guerra Mundial, la reyerta cruel, mecanizada, eficientista, tecnocrática y genocida por antonomasia del Siglo XX y toda la historia reciente. Más allá de los geniales travellings del director de fotografía Christian Matras y los certeros detalles de humor estrambótico cortesía de Cartier (Julien Carette), un actor cómico que encabeza el número de vodevil en el campo del inicio, el desempeño de Jean Gabin, Erich von Stroheim, Pierre Fresnay, Dita Parlo y Marcel Dalio es francamente exquisito y resume a la perfección la perspectiva humanista inteligente de un Renoir que explora como pocos los fantasmas y clichés estigmatizantes sociales de las comunidades organizadas modernas, señalando que los prejuicios, las inequidades, los desvaríos, las divisiones políticas y los alegatos en favor de la violencia generalizada de pueblo contra pueblo poseen un mismo origen farsesco y responden a los intereses de un statu quo que poco y nada tiene que ver con las enormes similitudes de los seres humanos de a pie, una concepción que no romantiza absolutamente nada y hasta señala al paso la exclusión racista de la época, recordemos a ese pobre senegalés que combate a la par de los franceses (Habib Benglia) pero es ninguneado por sus compañeros en Wintersborn a puro desdén ignorante.

 

La Gran Ilusión (La Grande Illusion, Francia, 1937)

Dirección: Jean Renoir. Guión: Jean Renoir y Charles Spaak. Elenco: Jean Gabin, Dita Parlo, Pierre Fresnay, Erich von Stroheim, Marcel Dalio, Julien Carette, Georges Péclet, Werner Florian, Jean Dasté, Gaston Modot. Producción: Albert Pinkovitch y Frank Rollmer. Duración: 113 minutos.

 

 

La Bestia Humana (La Bête Humaine, 1938):

 

Aquel humanismo comprensivo y antibélico de La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937) desaparece por completo en ocasión de La Bestia Humana (La Bête Humaine, 1938), la adaptación de la famosa novela homónima de 1890 de Émile Zola que le encargó a Renoir la estrella Jean Gabin, con quien colaboró en La Gran Ilusión, mediante su productor de cabecera Robert Hakim, un trabajo que en esencia se vuelca a un existencialismo bastante sórdido que en términos prácticos funciona como uno de los primeros exponentes de un film noir todavía maquillado de melodrama criminal y/ o psicológico enrevesado, ese que se desarrollaría con todo durante las décadas del 40 y 50, y que en buena medida abandona el naturalismo amoral y materialista de Zola que negaba el realismo individualista burgués de impronta optimista, aunque al mismo tiempo sí conservando en pantalla un rasgo muy importante del libro de base, hablamos de la ponderación de un determinismo fatalista que lleva a los personajes a estar presos de impulsos intrínsecos que no pueden controlar y de su propia coyuntura social/ económica/ política/ cultural. Las tres características principales del naturalismo de Zola, léase la objetividad pluriclasista, el rol fundamental del instinto en los seres humanos y la gran dependencia de éstos para con su entorno vital cotidiano, son metamorfoseadas por Renoir hacia la comarca de las pasiones desbordadas por la belleza tradicional femenina y su tendencia a la promiscuidad para reproducirse con mayor facilidad cual animal, por un lado, y por el impulso irresistible masculino de “poseer” a la hembra cuanto antes y a posteriori pelearse con otros machos para conservarla en medio de un típico entramado de competencia masculina que bordea el suicidio o por lo menos el masoquismo, por el otro lado, de allí precisamente surge el título y la premisa de base vinculada a un triángulo amoroso que suplanta a otro triángulo amoroso en plan de subrayar esa verdad comunal relacionada con el hecho de que los bípedos parecen no aprender nunca de sus errores y hasta por momentos fetichizar la estupidez placentera de tropezarse una y otra vez con la misma exacta piedra de un pasado más o menos inmediato. Dos son los catalizadores narrativos de la realización: primero tenemos a Jacques Lantier (Gabin), un maquinista e ingeniero ferroviario que bautizó La Lison a la locomotora que tiene a su cargo junto a su compañero de siempre, Pecqueux (Julien Carette), un hombre taciturno que padece episodios psicóticos semi homicidas con dolor en los oídos, fiebre y tristeza súbita que se agravan con el alcohol y la presencia de mujeres bellas, ataques que regresan a partir del momento en el que visita a su madrina en El Havre, la Tía Phasie (Charlotte Clasis), con motivo de un impasse laboral pasajero por reparaciones que deriva en un reencuentro con una ex novia de la zona, Flore (Blanchette Brunoy), a la que primero intenta violar y luego estrangular con sus propias manos, deteniéndose sólo cuando el paso raudo de una formación ferroviaria lo saca de su trance asesino; y después viene el atribulado devenir de una pareja también vinculada al mundo de los trenes, la compuesta por el jefe de estación de El Havre, Roubaud (Fernand Ledoux), y su deliciosa y joven esposa, Séverine (Simone Simon), con el primero descubriendo por una charla casual que la chica le está siendo infiel con nada menos que su padrino, el ricachón Grandmorin (Jacques Berlioz), quien encima puede ser su padre biológico porque la madre de la muchacha trabajó mucho tiempo para el hombre como empleada doméstica, quien a su vez arrastra una fama de acostarse con toda señorita de corta edad con la que pudiese cruzarse. Roubaud explota de celos y pretende pronta justicia, por lo que engaña a Grandmorin haciendo que se suba a una formación que va desde París hacia El Havre vía una carta falsa que le hace escribir a Séverine cual cebo, acuchillándolo varias veces en un compartimento cerrado con una navaja que la joven le regaló a su marido, no obstante son vistos a la vuelta del crimen y en el pasillo del tren por Lantier, el cual opta por no denunciarlos ante la mirada de desesperación -y la evidente hermosura- de Séverine. Mientras que el homicida entra en un período de depresión y se consagra al juego y las deudas, al punto de utilizar el dinero que le sacó a la víctima para simular un robo, su esposa se lanza a los brazos del propio Jacques, en un principio un vínculo amistoso relacionado con asegurarse de que no los incrimine ante las autoridades y luego un amor hecho y derecho sobre todo en términos compensatorios, es decir, porque se siente sola y le tiene miedo a Roubaud. Séverine planifica eliminar a su marido con el objetivo de quebrar la mutua dependencia como cómplices de la muerte de Grandmorin, ella en calidad de testigo que no hizo nada para detener el hecho, y así convence a Lantier de que la única forma de que estén juntos y a salvo es matando a Roubaud, pero llegado el momento el susodicho no puede pegarle en la cabeza con una barreta a una víctima que ni se entera de lo cerca que estuvo de fallecer. Sin que les importe demasiado que un pobre infeliz sea acusado por el homicidio, Cabuche (en la piel del propio Renoir), ex presidiario y hoy empleado ferroviario que le guardaba gran rencor al occiso por haber violado a una novia/ amiga, Louisette, mientras trabajaba de sirvienta para el oligarca, los amantes se separan pero cuando Jacques ve a Séverine bailando una noche con otro hombre (Gérard Landry), cambia de parecer y se propone por fin reventar de un disparo a Roubaud y hacerlo parecer como un suicidio, sin embargo en el momento crucial, mientras ambos esperaban al cordero a faenar, el hombre tiene un nuevo episodio psicótico y estrangula a Séverine y después la acuchilla hasta matarla. A la par que Roubaud descubre el cadáver de la fémina en su casa y comienza a llorar sin consuelo, Lantier se sube por última vez a La Lison, le confiesa a Pecqueux el asesinato, lo ataca de repente a golpes en medio de otro arrebato psicológico y se suicida saltando del tren en movimiento a toda velocidad, con su compañero, el encargado de alimentar con carbón al monstruo de hierro, manifestando que su rostro es mucho más sereno ahora en su muerte. Como decíamos previamente, Renoir edifica un proto film noir cuando ni siquiera existía la categoría ni el rubro comercial/ productivo/ industrial específico, delineando no sólo la querida figura de la femme fatale, esa Séverine de la siempre arrebatadora Simone Simon, sino del antihéroe ambivalente que en ocasiones puede ocupar el lugar del paladín de los indefensos y en otras oportunidades convertirse en un ser desdeñable preso de sus manías más destructivas, el muy misterioso Jacques de Jean Gabin: a diferencia de la sutil romantización del policial negro posterior en materia de ambos arquetipos retóricos, casi siempre tratados como agentes de un encanto social noctámbulo que se ubica entre la bohemia y lo prostibulario marginal, el film del realizador y guionista francés, aquí adaptando el legendario texto de Zola con la ayuda de Denise Leblond en el guión, juega con la idea del impulso natural inmanente al sujeto en sintonía con lo que sería una condena a comportarse de determinada forma, por ello él no puede dejar de abalanzarse contra las mujeres con la intención de amarlas, violarlas y/ o asesinarlas y ella no puede dejar de comportarse como una meretriz que trata a los hombres como clientes bobos, posesivos e intercambiables, ante los cuales abraza una concepción semi consciente y voluntariamente ilusoria del cariño bajo la esperanza de que el próximo macho sea mejor y más dulce y/ o no le genere dolor pero tampoco demasiado placer como para enamorarse de manera ciega, concepto éste homologado a un frenesí pasional que en pantalla queda representado -convenciones de censura de la época mediante- vía la escena del encuentro sexual en un cobertizo precario de la zona ferroviaria que protege a los amantes de una lluvia torrencial, todo asimismo mediante una célebre toma de las cañerías del desagüe del techo volcando los litros y litros de agua sobre un cubo vulgar que rebalsa de líquido sin cesar. Esta noción omnipresente de lo incontrolable, la cual por supuesto se extiende al carácter de depredador sexual de Grandmorin y a la necesidad de revancha de un Roubaud que no se contenta con matar al varón que le puso los cuernos sino que pretende hacer partícipe de su condena a su mujer a través del atolladero ético posterior a la muerte, está hermanada con la iconografía permanente de los trenes y especialmente con el rol que ocupa la locomotora favorita de Lantier en su vida, La Lison, un motor gigantesco sobre rieles que no puede detenerse con facilidad una vez que alcanzó una generosa velocidad y una suerte de compañera tácita del protagonista que lo ayuda a mantenerse alejado de sus devaneos violentos, lo que equivale a decir que Jacques trata al armatoste antropomorfizado como un espejo de sí mismo y como eje de una relación romántica que le brinda la estabilidad y la paz que no encuentra en los vínculos con las mujeres reales, esas que lo enervan en serio a escala erótica y lo llevan a no poder contenerse frente a unos instintos sensuales siempre cercanos al anhelo acechante negativo y la pulsión de muerte. Como siempre en el caso de Renoir, la fotografía resulta exquisita, aquí a cargo de Curt Courant, y las actuaciones del elenco son francamente maravillosas, sobre todo lo hecho por Gabin, Simon, Ledoux, Carette y el mismo director como el estrafalario Cabuche, quizás el más animalizado de todos los personajes y el más sincero ya que sus furiosas arremetidas verbales ante el juez de instrucción Denizet (André Tavernier), el responsable de la investigación en torno a Grandmorin, dejan de lado el sustrato medido y bastante maquiavélico burgués del resto de la fauna en pantalla, hoy moviéndose a lo largo y ancho de El Havre y de esos puntos intermedios entre las diversas metrópolis tan poco explorados por el film noir futuro, los correspondientes a un contexto bucólico que importa su lógica represiva sexual o acomodaticia institucional/ comunal hacia las grandes urbes modernas.

 

La Bestia Humana (La Bête Humaine, Francia, 1938)

Dirección: Jean Renoir. Guión: Jean Renoir y Denise Leblond. Elenco: Jean Gabin, Simone Simon, Fernand Ledoux, Julien Carette, Jean Renoir, Jacques Berlioz, Blanchette Brunoy, Charlotte Clasis, André Tavernier, Gérard Landry. Producción: Robert Hakim y Raymond Hakim. Duración: 99 minutos.

 

 

La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939):

 

Justo como había ocurrido en relación a la distancia ideológica entre el humanismo semi optimista de La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937) y el existencialismo agrio de La Bestia Humana (La Bête Humaine, 1938), en La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939) todo vuelve a estallar por los aires y Renoir apuesta a una inesperada parodia entre lúdica, incisiva y cercana a la comedia de enredos románticos en torno no sólo a la banalidad de las clases altas de la época sino también a la sumisión tontuela de sus siervos y los estratos populares en general, incluso incorporando elementos de vanguardia experimental para el cine mainstream de entonces como la ausencia de un guión férreo clásico, el recurso de la improvisación extendida durante el rodaje a partir de un esquema prefijado y una amplia y muy elaborada utilización de enfoque profundo o deep focus para trabajar en simultáneo distintas subdivisiones de una puesta en escena orientada a retratar de manera tácita y bien burlona aquellos instantes previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial y cómo la aristocracia, la burguesía y la oligarquía política, económica y militar se consagraban a pavadas ombliguistas que por acción u omisión permitieron el ascenso de los fascismos por toda Europa y especialmente las ansias territoriales expansionistas de los nazis con Adolf Hitler a la cabeza, algo que por cierto quedó simbolizado en el principal acontecimiento que marcó la planificación y filmación del opus en Francia, léase la ocupación alemana de Checoslovaquia dentro de un proceso histórico que va desde los Acuerdos de Múnich de 1938, en los que Francia, el Reino Unido e Italia aceptaron -sin permitirle voz ni voto a los protagonistas fundamentales- la incorporación a Alemania de la cordillera checoslovaca de los Sudetes, hasta la invasión hecha y derecha del año siguiente, esa que dividió al país de inmediato en dos Estados títere de los germanos, la República Eslovaca y el Protectorado de Bohemia y Moravia. Financiada por el propio director a través de la Nouvelle Édition Française (NEF), una compañía que había creado junto a su hermano Claude Renoir, André Zwobada, Oliver Billiou y Camille François siguiendo el ejemplo de su homóloga independiente norteamericana United Artists, y siendo eje de continuas peleas entre Renoir y Jean Jay, el mandamás de la Gaumont Film Company, la empresa encargada de aportar los fondos adicionales que fueron necesarios debido a las demoras en el plan de rodaje por la técnica de la improvisación en escena y los problemas subsiguientes provocados por las primeras fases de la Segunda Guerra Mundial, lo que significó la deserción de buena parte del equipo técnico para incorporarse a la milicia o huir del antisemitismo, la película está atravesada por una idea de frenesí comunal/ romántico/ existencial que incorpora a la angustia y la ansiedad del momento en una trama, controlada mayormente por el realizador y su colaborador de turno Carl Koch, que entrelaza una fortísima autocrítica implícita por parte de las clases sociales gerenciales en materia del conflicto por venir, un análisis -en plan de costumbrismo satírico ultra mordaz- de las normas demacradas de cortesía del período y finalmente una recuperación de diversos detalles retóricos de dos célebres obras del teatro clásico francés, Los Caprichos de Marianne (Les Caprices de Marianne, 1833), de Alfred de Musset, y Las Bodas de Fígaro (La Folle Journée, ou Le Mariage de Figaro, 1784), de Pierre Beaumarchais, luego adaptada en una ópera bufa por Wolfgang Amadeus Mozart y Lorenzo da Ponte entre 1785 y 1786. La historia en sí indaga en la hipocresía, devaneos e indecisiones del corazón y deambula alrededor de un conjunto de personajes símil relato coral de lo más complejo, empezando por Christine de la Cheyniest (Nora Gregor), una austríaca hija de un famoso director de orquesta casada desde hace tres años con el Marqués Robert de la Cheyniest (Marcel Dalio), un noble que colecciona cajas de música y diversos instrumentos musicales automáticos, quien a su vez arrastra una relación clandestina desde antes del matrimonio con una tal Geneviève de Marras (Mila Parély), a la que pretende abandonar para recuperar a su esposa porque ésta también le mete los cuernos con un aviador e ídolo popular, André Jurieux (Roland Toutain), ese que viene de realizar la hazaña de cruzar el Océano Atlántico en apenas 23 horas, luego de lo cual acusa a Christine de “desleal” ante el micrófono de una reportera radial (Lise Elina) porque su buen amigo Octave (el mismo Renoir) le comunica que ni siquiera vino a recibirlo, a pesar de haber encarado el vuelo en su nombre desde el vamos. Como corresponde al formato de la comedia enrevesada y/ o algo demencial, todos los personajes se encuentran, se pierden y se multiplican en una coyuntura en la que deben convivir a la fuerza, hoy bajo la excusa de dejar atrás París por un par de jornadas y visitar la enorme finca del marqués en Sologne, La Colinière, para consagrarse a la caza de conejos y aves y a una representación teatral farsesca símil fiesta decadente de disfraces, evento en el que caen también la gigantesca pianista Madame Charlotte de la Plante (Odette Talazac), un general bastante bobo y risueño (Pierre Magnier) y la maniática culinaria de Madame de la Bruyère (Claire Gérard), que come sólo con sal marina y después de la cocción. Mientras que la marquesa despierta el interés de otro macho, Monsieur de St. Aubin (Pierre Nay), y Jackie (Anne Mayen), la sobrina de Christine, manifiesta un amor no correspondido hacia un Jurieux obsesionado con irse de la mansión sí o sí con su amante, el embrollo sentimental se topa con un espejo dentro del personal doméstico del lugar, comandado por el mayordomo Corneille (Eddy Debray), cuando un nuevo empleado, Marceau (Julien Carette), cazador furtivo que es contratado de improviso por el marqués para el disgusto del encargado de los campos de la finca, el guardabosques Edouard Schumacher (Gaston Modot), comienza una relación romántica muy efervescente con la adorable Lisette (Paulette Dubost), nada menos que la esposa de hace dos años de Schumacher y la asistente/ dama de compañía de Christine, planteo que desencadena una escalada de celos entre Edouard y Marceau por Lisette que reproduce a lo bestia la competencia masculina entre Robert y André por Christine, sin que ninguna palabra, puñetazo o disparo resulte final ya que aquí todo puede resolverse para un lado o para el otro -o para ninguno de los dos- ya que el caos parece ser el único principio rector tanto bajo la máscara burguesa del honor como en función de la dialéctica de esas pasiones al descubierto de los sectores sociales siempre relegados. De a poco se suceden los insultos, los destrozos y las reyertas a golpes o a los tiros entre el aviador y St. Aubin, entre el primero y el marqués y entre el guardabosques y el ex cazador furtivo, a quien Corneille le había encargado que lustre el calzado de todos los invitados, un mejunje que deriva en el despido de este último y de Schumacher, en una confesión de amor de Octave hacia Christine en un invernadero y en una situación a lo Las Bodas de Fígaro en la que los dos varones interesados en Lisette, siempre más preocupada por su jefa que por los hombres a su alrededor, confunden a la marquesa con la susodicha porque llevaba la capa con capucha de Lisette, así Edouard le termina disparando con una escopeta sin más a Jurieux momentos después de que la asistente de Christine convenciera a Octave de que renuncie a su amor por la marquesa debido a su endeble situación económica, mediante la cual no podría darle a la fémina el estilo de vida fastuoso al que está acostumbrada desde hace mucho tiempo. El siempre pancista Robert no sólo reincorpora al guardabosques a su plantel de empleados, en esencia por haberle ahorrado el tener que seguir compitiendo con André por el corazón de Christine, sino que sentencia que todo fue un “accidente” porque Edouard confundió a Jurieux con un cazador acechante e ilegal que penetró en la estancia, lo que se transforma en el relato oficial que todos darán a las autoridades al día siguiente sin que importe la verdad que conocen de sobra, vinculada a esta serie de traiciones y frustraciones cruzadas de toda índole. Las premisas conceptuales detrás de La Regla del Juego se condicen con dos de sus líneas de diálogo más famosas, la primera pronunciada por una Geneviève que cita a Nicolás Chamfort, “el amor en la sociedad es el encuentro de dos fantasías, el contacto de dos epidermis”, y la segunda en boca del Octave de Renoir momentos después del patético intento de suicidio del aviador chocando el auto -con su amigo dentro y a toda velocidad, para colmo- contra la banquina de una carretera, “en esta vida hay algo terrible, todo el mundo tiene sus razones”: la primera aseveración apunta al sustrato ilusorio del amor y tiene que ver con el carácter bien palurdo de las idas y vueltas sentimentales de las que somos testigos mientras asuntos mucho más importantes y serios se desarrollaban fuera de campo, nos referimos a esa guerra que se alzaba sobre el horizonte como un fantasma que convierte a los enredos domésticos en estupideces irresponsables por parte de aquellos privilegiados que en vez de hacer algo para detener las masacres por venir optan por continuar perdiendo el tiempo entre carcajadas y conflictos banales; y la segunda expresión desnuda la estrategia cíclica -ya decididamente política y consciente- de gran parte de la humanidad de autojustificarse para prácticamente cualquier barbaridad o escapismo o idiotez que se pretenda llevar a cabo, en suma un encuentro de múltiples puntos de vista homologados al egoísmo de cada sujeto en los que todos creen tener la razón, hablar con la verdad de su lado y enarbolar los mayores y mejores argumentos en pos de apuntalar esa fase discursiva previa a la acometida que se juzga prioritaria, así por ejemplo para no aburrirse y socializar entre ellos organizan una cacería que no es más que un ritual de la muerte más necia e innecesaria de animales, alegoría además de los exterminios vacuos del pasado y el futuro, o llevan adelante una representación teatral dentro de la mansión que también cae en la categoría del entretenimiento bobalicón en plan de no hacerse cargo de hacia dónde los estaba llevando su pasividad y autocondescendencia hedonista en términos bélicos, hacia la ridiculez de mirar para otro lado mientras los fascistas acumulaban más y más poder. Más allá de este bello ímpetu de parodiar la trivialidad burguesa cual fiesta infantiloide antes del desastre mundial, la propuesta también traza distinciones prosaicas entre las clases populares, representadas en esos sirvientes que se abalanzan entre sí sin el fariseísmo de sus amos, y estos últimos, los cuales fetichizan la cortesía al extremo y sólo llegan al enfrentamiento abierto cuando ya no pueden seguir reprimiendo sus emociones y deben violar la etiqueta en pos de alzarse con el objeto del deseo, siendo sobre todo el personaje de Octave el que unifica los diversos estratos porque el señor se mueve en el marco de la aristocracia más petulante, gusta de echar mano del típico oportunismo burgués y a nivel económico está tan quebrado -y siempre al borde de la miseria- como todos los sirvientes de La Colinière, desde Corneille, la mano derecha del marqués, hasta Marceau, el recién llegado que se pasa de pícaro con la deliciosamente putona Lisette, a su vez especie de espejo invertido y jocoso de su aburrida jefa, también una metáfora antropomorfizada de la ciclotimia de las clases altas aunque en este caso llevada a la hipérbole ya que Christine francamente no es ni atractiva ni interesante ni arrebatadora ni nada, apenas una histérica romántica anodina que no se decide entre Robert, André, Octave o Monsieur de St. Aubin, generando un manto de irrealidad desbordante de ironía y voluptuosidad en una película que hace de las exageraciones su maravillosa marca registrada. El mismo fetiche/ hobby de Cheyniest, eso de coleccionar lujosos artefactos musicales automatizados y mostrárselos con orgullo a sus colegas de clase, parece anticipar el apego futuro de su estirpe social a la tecnología y al hecho de tratar de desembarazarse del componente humano siempre que puedan, lo que progresivamente se transformará en el patrón estándar de las sociedades posmodernas y de ese capitalismo que, precisamente, deshumaniza a la vida cotidiana eliminando ideología y valores éticos y poniendo en el trono a un eficientismo robótico al que sólo le interesa la ventaja, el divertimento y la especulación plutocrática a cualquier precio, casi siempre encima eliminado el componente creativo de la existencia, ese que le da sentido, y reduciendo todo a criterios y reglamentos tan insípidos y vacíos como los que denuncia el film de Renoir porque conducen a una espiral de hipocresía que se independiza de los hombres y mujeres de a pie y se transforma en un fin en sí mismo al que conviene alimentar so pena de quedar excluido del esquema colectivo y sus caprichos pueriles en secuencia. Grandes cineastas como Robert Altman, Woody Allen y Peter Bogdanovich retomarían a posteriori muchos de los latiguillos de La Regla del Juego, como por ejemplo la multiplicidad de personajes hablando en simultáneo, el uso del enfoque profundo para abarcarlos y/ o la tendencia a experimentar o improvisar con los diálogos y las situaciones planteadas en el guión, a veces entendido como un pivote básico para desarrollos retóricos imprevisibles que apuestan a poner en entredicho la artificialidad de una época que puede ser aquella de mediados del Siglo XX o la de nuestro presente, tiempo en el que también se debe diferenciar las supuestas reglas formales de la sociedad global y lo que cada uno hace en su ámbito privado o laboral, casi siempre aquello exactamente opuesto símil mecanismo de compensación simbólica que le quita la careta a la pantomima cultural de las mayorías conservadoras. Toutain, Gregor y Dalio están muy bien como los privilegiados de turno pero los que se llevan las palmas son los muy efusivos Carette, Dubost, Modot y el mismo Renoir, quien a diferencia de sus amigos aristócratas sí anda correteando por ahí a señoritas apetitosas como lo hacen los proles de los palacios, haciendas y corredores modernos, aquí filmados a pura exquisitez por una cofradía de directores de fotografía, hablamos de Jean-Paul Alphen, Jacques Lemare, Jean Bachelet y Alain Renoir, hijo del realizador y Catherine Hessling. El ampuloso château que aglutina a todos los personajes representa y construye ante nuestros ojos un mosaico del absurdo que piensa los lugares comunes de la humanidad y su talante acomodaticio pírrico, suerte de derrota fatalista y tragicómica porque en última instancia nadie es libre del todo y pronto todos quedan presos en mayor o menor medida de nociones que los anteceden y los impulsan a continuar comportándose como energúmenos, esclavos, parásitos, asesinos o diletantes payasescos de una civilidad de cartón pintado y una autoridad despótica que ni ellos mismos se creen de tanto deslegitimarse en el día a día.

 

La Regla del Juego (La Règle du Jeu, Francia, 1939)

Dirección: Jean Renoir. Guión: Jean Renoir y Carl Koch. Elenco: Julien Carette, Marcel Dalio, Nora Gregor, Roland Toutain, Paulette Dubost, Gaston Modot, Mila Parély, Jean Renoir, Anne Mayen, Eddy Debray. Producción: Jean Renoir. Duración: 106 minutos.