El Vampiro de Düsseldorf (Le Vampire de Düsseldorf)

El horror entre el horror

Por Emiliano Fernández

Quizás el homicida en serie más famoso de aquella primera mitad del Siglo XX -la segunda parte de la centuria está dominada por psicópatas norteamericanos- sea Peter Kürten (1883-1931), un gran torturador, violador y asesino de animales, niñas, mujeres y hombres más conocido como El Vampiro de Düsseldorf porque adoraba beber la sangre de sus víctimas, esa que lo hacía eyacular casi de inmediato. Con una infancia verdaderamente espantosa, todo gracias a sus padres alcohólicos, las palizas de su progenitor y la costumbre de éste de tener sexo con la esposa adelante de sus diez hermanos en un departamento de un ambiente, Kürten desde joven mostró una tendencia al delito y la perversión debido a que se la pasaba entrando y saliendo de prisión en la República de Weimar por pequeños robos, arrebatos violentos, abusos y una deserción del ejército que escondían algún asesinato infantil real, varios intentos de homicidio, algo de estupro, actos de necrofilia, piromanía y coerción y la violación y muerte de perros, ovejas, cerdos y cabras a las que acuchillaba al alcanzar el orgasmo, por ello siendo mayor -luego de casarse y conseguir un trabajo como chófer de camión- se obsesionó con una seguidilla de arremetidas en la ciudad de Düsseldorf entre 1929 y 1930 que dejaron nueve homicidios comprobados, siete intentos de asesinato y la friolera de 80 agresiones sexuales que iban desde su mecanismo preferido para el óbito, el estrangulamiento, a un popurrí de tijeras, cuchillos y martillos, éstos correspondientes a la última etapa de un derrotero criminal que puso en ridículo a las autoridades germanas hasta que finalmente una víctima que pudo escapar, Maria Budlick, lo reconoció, señaló su hogar a la policía y eventualmente fue apresado. Guillotinado a la edad de 48 años, el hombre era también un mitómano un tanto extremo por lo que muchísimo del folklore alrededor de su figura, desencadenado por su colorida tanda de confesiones incluso antes de ser atrapado mediante mensajes a la prensa y a los esbirros de la ley, resulta un tanto infundado y jamás se pudo ratificar del todo, en especial los hechos correspondientes a su niñez de facineroso imparable marcado por el miedo a un padre que además violaba a su colección de hijas y que con el devenir de los sucesivos años lo inspiró a intentar violar a sus propias hermanas.

 

Sin duda la interpretación más famosa en el campo del séptimo arte del periplo criminal de Kürten es M (1931), obra maestra del primer período de Fritz Lang protagonizada por un tenebroso, brillante y por entonces ascendente Peter Lorre como el álter ego de turno, el asesino de purretes Hans Beckert, película que se alejaba mucho de las truculencias del caso real y optaba por centrarse en aspectos colaterales como la paranoia social durante el accionar del homicida, la histeria y desesperación de la policía y los sindicatos criminales, la mercantilización de la cacería resultante por parte de la prensa y finalmente la dinámica del linchamiento popular al margen de las autoridades, revoltijo que en mayor o menor medida iría a parar a la reglamentaria remake estadounidense, la por cierto muy digna M (1951), una faena de Joseph Losey que reemplazaba a Lorre con David Wayne en el rol del asesino, ahora rebautizado Martin W. Harrow y asimismo especializado en víctimas en su tierna infancia. Ahora bien, con semejante competencia en materia de la hegemonización de la memoria cinéfila no es de extrañar que casi nadie conozca o haya visto la tercera gran adaptación cinematográfica de las andanzas del tremendo Peter, El Vampiro de Düsseldorf (Le Vampire de Düsseldorf, 1965), propuesta en verdad estupenda de un Robert Hossein al que literalmente le importa un comino los films previos de Lang y Losey ya que su lectura del caso se mantiene en el terreno del thriller y del policial negro aunque adoptando un enfoque discursivo diametralmente opuesto, por un lado dejando de lado la locura colectiva en pos de privilegiar el punto de vista de la intimidad del misterioso asesino, aquí llamado sin maquillaje alguno Peter Kürten (el propio Hossein), y por el otro lado acompañando al minimalismo de la muerte con una insólita conjunción de referencias creativas, primero la obsesión de un burgués con una cantante de cabaret que sigue los pasos de Immanuel Rath (Emil Jannings) y Lola Lola (Marlene Dietrich) en El Ángel Azul (Der Blaue Engel, 1930), de Josef von Sternberg, y segundo el trasfondo político y represivo nazi de El Diablo Ataca de Noche (Nachts Wenn der Teufel Kam, 1957), de Robert Siodmak, odisea basada en la vida de un triste chivo expiatorio criminal, el falso culpable Bruno Lüdke (Mario Adorf).

 

Lejos del proto slasher y de las explicaciones psicológicas explícitas de Psicosis (Psycho, 1960), de Alfred Hitchcock, el opus de Hossein, en esta oportunidad también oficiando de guionista junto a Claude Desailly y los hermanos André y Georges Tabet, abandona toda alusión al pasado de esta versión adulta de Kürten -correspondiente a los asesinatos del martillo, por más que en pantalla se utilice un arma blanca- y a la motivación detrás de los crímenes, en aquellos años 20 una sexual perversa con ingredientes de venganza contra la sociedad por el maltrato de su familia, el ejército, la policía y el sistema carcelario alemán. El protagonista es un obrero precarizado de la República de Weimar que por las noches se hace pasar por ricachón para conseguir presas frescas, mujeres a las que en ocasiones viola pero siempre estrangula o acuchilla, y para concurrir a un cabaret muy popular en una zona inhóspita y gris de Düsseldorf, El Dorado, donde canta en paños menores una bella señorita símil dominatrix con látigo de la que el homicida está profundamente enamorado, Anna (Marie-France Pisier), chica tan “solicitada” como tonta, caprichosa, sádica y frívola con la que de hecho empieza una relación a pura insistencia romántica a posteriori de cargarse a un pretendiente que resulta ser el vástago del dueño de una fundición de la oligarquía local. Mientras el Comisionado Momberg (Roger Dutoit) le sigue los pasos bajo presión de sus superiores y su casera parece estar obnubilada con él, la Señora Loebel (Tony Soler), el adusto y retraído Kürten mata a víctimas y testigos ocasionales, escribe cartas burlonas a la policía, una y otra vez vuelve a las escenas de los crímenes, evita por poco ser identificado/ arrestado, en un instante se deja travestir por la risueña Anna y a nivel macro se sirve para pasar desapercibido -en la mayoría de las oportunidades sin siquiera proponérselo del todo, sólo por un marco comunal, económico y político que escapa a su voluntad- de la violencia y caos que genera el ascenso progresivo del nazismo, los ataques sistemáticos contra judíos y comunistas, el desempleo y la hambruna correspondientes a la Crisis de 1929 y a la Gran Depresión, y esa agitación castrense germana arrastrada desde la humillación por la derrota en la Primera Guerra Mundial y las condiciones leoninas del Tratado de Versalles de 1919.

 

Si no estuviésemos hablando de un psicópata desalmado todo parecería indicar que la idea de Hossein del protagonista, basado en un Kürten que funciona de excusa narrativa para sus obsesiones artísticas de siempre, se acerca a la de un antihéroe romántico o paria perpetuo que jamás fue comprendido por el vulgo y los exponentes del Estado y las elites, acepción que aquí se torna polémica aunque ya decía presente en las otras joyas del período de oro de la carrera del francés como realizador, léase Yo Maté a Rasputín (J’ai tué Raspoutine, 1967), Cementerio sin Cruces (Une Corde, un Colt, 1969) y Punto de Entrega (Point de Chute, 1970), obras donde asimismo se percibe el apego de Hossein para con la frustración silente, la culpa apenas camuflada, el envilecimiento, la degradación ética y su latiguillo preferido, el suicidio de un apóstata de todo y todos que se dirige al patíbulo después de cumplir su funesta misión en la comarca de los mortales que hacen de la imperfección y las contradicciones su bandera. Esta inusual perspectiva humanista de corte naturalista seco, enfatizada todo el tiempo desde la gloriosa fotografía de Alain Levent, la genial música incidental de André Hossein -progenitor de Robert- y la misma actuación introspectiva y frágil del director como Peter, está condimentada con la desesperante apatía del pueblo, uno menesteroso y desilusionado que trata de sindicalizarse y que desde la pasividad ampara el accionar tanto de nuestro “vampiro” como de esos numerosos acólitos de Adolf Hitler tendientes a aprovechar el vacío de poder para acrecentar su influencia, ardid retórico que más adelante sería retomado por buena parte del film noir y del cine testimonial centrados en lunáticos brutales cuyo derrotero y cadáveres se pierden en el cúmulo de cuerpos que el establishment cívico militar deja en las calles entre los hambrientos, los reprimidos y los opositores políticos en general. A la dialéctica del horror entre el horror también se suma un tópico clásico del acervo galo, el amor loco/ “amour fou”, aquí entre el Kürten ficcional, típico misógino con rasgos masoquistas que en la privacidad siempre termina dominado por las hembras, y el personaje de la exquisita Pisier, ninfa algo misándrica a la que le encanta desbancar la soberbia masculina sin comprender el peligro que esa idiosincrasia conlleva…

 

El Vampiro de Düsseldorf (Le Vampire de Düsseldorf, Francia/ España/ Italia, 1965)

Dirección: Robert Hossein. Guión: Robert Hossein, André Tabet, Claude Desailly y Georges Tabet. Elenco: Robert Hossein, Marie-France Pisier, Roger Dutoit, Tony Soler, Annie Anderson, Michel Dacquin, Paul Pavel, Robert Le Béal, Colette Régis, Roberto Camardiel. Producción: Benito Perojo y Georges de Beauregard. Duración: 91 minutos.

Puntaje: 9