La última vez que nos vimos con Aurelio estaba “en político”. Había sacado, no sé de qué bulín, un tinto que se llamaba “El Justicialista” y nos convidó de él, todo ceremonioso, como lo hizo Jesucristo a sus apóstoles, en la última cena. La cabeza me dolió tres días seguidos después de su charla obrera y popular y por beber de aquel elixir proselitista. Esa noche nos juntamos en una parrilla libre, con mesitas en la vereda, bajo un toldo verde, viejo, raído, la mesa con las patas desequilibradas, en esquina de Franklin y Boyacá. Aurelio pagó con lo justo, sin darnos un peso para la propina de la camarera, que nos había traído los mejores cortes y hasta nos consiguió unas mollejas deliciosas que no incluían en las otras mesas. Años antes de su etapa peronista, cuando estaba con lo del taekwondo, nos había invitado a una peña en beneficio del club donde entrenaba. Los fondos recaudados se usarían para viajar a un torneo suramericano en Brasil. Fuimos, comimos, tomamos, bailamos con las chicas karatecas, estábamos felices por apoyar la causa común pero, días después, apareció Aurelio con un moñito blanco de gasa en la cabeza, como si fuera la novia de Mickey Mouse. Lo habían asaltado y le habían dado con un palo para llevarse el dinero de la recaudación. “Me entregaron”, “Alguien me entregó”, nos repetía. “¿Y te defendiste?”, le preguntamos y él contestó que no, que no lo hizo ni lo haría, porque sería abusar de los delincuentes que evidentemente, según su parecer, no sabían nada del arte marcial.
Ahora que recuerdo estos episodios en la vida de Aurelio, me pregunto qué hago acá, esperándolo en la puerta del Banco Nación, esperando que sea puntual, cuando sé muy bien que no lo es. Sin embargo, lo hago y le creo, como aquella vez que lo cubrí en un evento en Costa Salguero hasta que llegara de su salida con la hija del maitre. Trabajé de mozo en dos mesas que él tenía asignadas. Por supuesto, las propinas de aquellas mesas fueron a parar a su bolsillo cuando llegó, peinado a la gomina, espléndido y rosado como buen vino, a atenderlos. Yo ya estaba totalmente engrasado, transpirado y de mal humor. Al salir, ya de madrugada, hacia la avenida, el aire frío del río me congeló la nariz y los dedos, me tomé el treinta y tres hasta Retiro y desde arriba del colectivo lo vi subir al auto con la chica y su suegro ocasional.
Nunca hago filas en los bancos, nunca hago fila en ningún lugar, llego antes de que se formen, soy muy previsor, algunos me dicen que soy obsesivo. Solterón y obsesivo. Pero que hagan filas los desestructurados e improvisados. Yo sé cómo es Aurelio, se que va a demorarse, así que mejor voy hasta la puerta y espero allí, para que apenas abran ya esté primero yo para que nos atienda la cajera.
Me pregunto en qué estará ahora. Para qué necesitará el préstamo. Tantos años sin vernos y que ahora me pida este favor. Yo sé cómo es Aurelio, pero si no confío en él, ¿quién lo hará? Me pregunto si cambió, la gente crece, madura, todos los dicen. Cambiamos. La última vez que lo vi fue hace tantos años. Quizás ahora tiene un buen plan y salgamos ganando los dos. Ahora que soy más cauto, que nada se me escapa, sé que se alegrará de verme y le inspiraré confianza. Ya casi las diez. ¿Fumará Malboro todavía? Yo por las dudas, le traje una cajita. Pucha, che, olvidé traerle fuego.