Si tenemos presente el hecho de que vivimos -en líneas generales- en una época dominada por un rock cada día más redundante e hipócrita, siempre autoencerrado en una eterna pose de reviente caricaturesco o altanería progre símil jet set caprichoso aunque ya sin aquel talento de antaño que nos permita justificar el jolgorio y la decadencia de turno a través de lo que fueron los parámetros de la contracultura, la bohemia y el hedonismo, hoy por hoy las excepciones son un tesoro que debemos ponderar con el objetivo de restituir la dimensión creativa -la única valiosa y sociablemente relevante- a un horizonte musical que se la pasa homologando arte empobrecido con marketing inflado y bobalicón, una jugada que a su vez nos suele condenar a una escena indie con algunos exponentes potables totalmente postergados y a un mainstream por demás insulso y remanido.
El amigo de la casa Peter Doherty constituye un ejemplo perfecto en relación a que no todo está perdido en la música contemporánea y aún es posible dar batalla contra la estupidización y la mediocridad imperantes: el británico viene militando en el rock desde el comienzo del milenio dentro de lo que podríamos definir como un marco profundamente independiente que utiliza al circo mediático para su provecho y no se deja determinar por los deseos y estrategias comerciales de la industria. Desde la furia de The Libertines, pasando por el eclecticismo de los Babyshambles, hasta la magia acústica de su carrera solista, en cada pequeña decisión Doherty demostró su inteligencia y maestría a la hora de concebir un equilibrio -y muchas veces permitir que esa armonía estalle en mil pedazos- entre los dos extremos formales de su producción, léase la impetuosidad de base punk (deudora de Sex Pistols, The Clash y Nirvana) y la delicadeza del pop sesentoso y su versión indie de las décadas del 80 y 90 (aquí The Beatles y The Kinks se unifican con The Smiths y The Stone Roses).
Como pudimos comprobar gracias a la primera visita del inglés a la Argentina con motivo del regreso de The Libertines y su extraordinario show en el festival BUE en Tecnópolis el 14 de octubre de 2016, ese que derivó en un mes a lo largo del cual Doherty se la pasó recorriendo de punta a punta Buenos Aires y presentándose como solista -de manera totalmente imprevista- en distintos locales nocturnos, el muchacho es así nomás: a diferencia del resto de la fauna rockera local e internacional, el susodicho disfruta en serio de la música y está consagrado a una bohemia descontracturada y gloriosamente delirante que ya creíamos extinta. Por fin podemos volver a hablar de un artista culto, con carisma, talentoso, que cuenta con una obra magnífica que enmarca y respalda sus ambiciones, y que se las ingenia para sobrevivir a la contante caza de brujas del mundo del espectáculo con el fin de ejercitar una sana libertad creativa que no le debe pleitesía a nadie.
Su segundo disco como solista, Hamburg Demonstrations (2016), viene a suceder al gran Grace/ Wastelands (2009) y le permite a Doherty seguir despegándose de lo hecho tanto bajo el paraguas de The Libertines como del de los Babyshambles, lo que genera nuevamente un trabajo muy interesante que si bien está hermanado al barroquismo pop/ acústico del convite previo, al mismo tiempo se distancia en parte en función de una vehemencia ciclotímica emparentada con los subibajas emocionales del resto de su carrera. El británico va más allá de las típicas jugadas de los músicos experimentados, con un bagaje generoso de discos y recitales detrás, ya que por un lado es cierto que sus dos trabajos en solitario constituyen un “cable a tierra” con respecto a la ampulosidad de -por ejemplo- Sequel to the Prequel (2013) y Anthems for Doomed Youth (2015), sus últimos discos con Babyshambles y The Libertines respectivamente, sin embargo por el otro lado tanto Grace/ Wastelands como Hamburg Demonstrations se sienten una progresión natural de aquellos y una profundización de la faceta más reflexiva/ introspectiva del músico, esa misma que también está presente en sus dos bandas principales (en un espectro que va desde los gritos a la calma) y que en esta oportunidad toma la forma de una elegancia encantadora y semi improvisada (aquí la escala se mueve desde la calma hacia el susurro liso y llano).
La primera y excelente canción del Hamburg Demonstrations, Kolly Kibber, sintetiza todo lo que vendrá a continuación, esa genial amalgama de inquietudes polirubro, que en este caso comienza con una intro acústica que deja paso a una melodía exquisita apuntalada en un popurrí en el que se dan cita una banda de base rockera, el doble filo del amor, la referencia del título y el estribillo a la novela policial Brighton Rock (1938) de Graham Greene, algunos chispazos poéticos en alemán, un clásico puente sosegado a la Doherty y un final en el que regresa con todo el leitmotiv de la canción, vinculado a la posibilidad de morir de repente y “sin ceremonias” de por medio. Un pulso de marcha porfiada es el que predomina en Down for the Outing, el segundo tema del álbum, una meditación amarga sobre las contradicciones de la sociedad inglesa y la dinámica paternal, señalando a la vez cómo “los tontos de Bretaña son violados por los esclavos” y que “no hay ritmos bonitos que alivien una mente atribulada”, en esencia porque “el león no será conducido ciegamente por un burro”. Otro preámbulo manso marca el comienzo de Birdcage, un tema que rápidamente explota en un dúo con Suzie Martin en el que ambos utilizan la metáfora del ave encerrada en una jaula para referirse a la explotación, vacuidad y monotonía detrás de la industria musical de nuestros días, frente a la cual ponderan al amor como el único remedio para “la enfermedad de la celebridad”.
La cuarta canción es una de las obras maestras del trabajo en cuestión y de la carrera de Doherty en general, hablamos de la maravillosa Hell to Pay at the Gates of Heaven, en la que el señor -ante los atentados en París de noviembre de 2015- se despacha con una diatriba apabullante en la que invita a los muchachos que escuchan a elegir entre la guitarra acústica Gibson J-45 (uno de los modelos favoritos de John Lennon) y el fusil de asalto AK-47 (el arma de fuego de mayor producción de la historia). Mientras señala a los “fanáticos religiosos con una mente militar” que nos gobiernan, equiparando a las corruptas administraciones occidentales con los fundamentalistas islámicos, el músico denuncia que incluso hoy las opciones para los marginados se reducen a “fundar una banda” o “unirse al ejército”, suerte de metáfora acerca de la dualidad creadora/ destructora del ser humano y las nimias posibilidades de progreso con las que cuenta la mayoría de la población; lo que asimismo coloca en primer plano la responsabilidad social ante la decisión de qué hacer a partir de las barrabasadas de las elites gobernantes, si construir arte para denunciar este estado de cosas o destruir al prójimo socavando la propia autonomía para formar parte de la insensatez fascista generalizada.
La hermosa Flags of the Old Regime, un tema de impronta baladística, es el tributo del señor a su amiga Amy Winehouse, fallecida el 23 de julio de 2011. De un modo similar a Birdcage pero con un registro a la vez más personal y poético, la obra nos regala imágenes de fama, fortuna, noctambulismo, drogodependencia, depresión, aislamiento y en especial de esa sensación de ya no poder identificarse ni siquiera con las propias canciones, algo que efectivamente le ocurrió a Winehouse durante todo el período final de su malograda carrera en la industria del espectáculo. Aun así, Doherty no tira la toalla como sí sucede con tantos otros colegas del indie facilista y palurdo que se contenta con la autoindulgencia y el retrato de una sensibilidad incomprendida por el entorno circundante, porque aquí el británico aclara que él ya no quiere morir -por si quedaba alguna duda en cuanto a las similitudes para con el propio pasado del músico como drogadicto- “más de lo que quería morir antes”. Esta frontera entre la necesidad de amar/ dejarse ayudar y el acto de refugiarse en una misantropía a la fuerza, por el accionar de un contexto horrendo, se transforma luego en el eje de I Don’t Love Anyone (But You’re Not Just Anyone), un tema que cuenta con dos versiones en Hamburg Demonstrations, una muy tranquila y la segunda bien rockera. Las alegorías bélicas, tomadas a su vez de la vieja tradición literaria anglosajona, reaparecen una vez más bajo la forma de un interludio -que se ubica en el tramo final del tema- basado en When Johnny Comes Marching Home, una canción popular de la Guerra Civil de Estados Unidos.
A Spy in the House of Love es una hilarante parodia a las bandas sonoras de la saga cinematográfica de James Bond/ 007 y similares, haciendo foco en los temas de créditos iniciales y su grandilocuencia discursiva y orquestal. El señor apela a su minimalismo para ridiculizar todo el asunto con detalles mundanos (el encontrarse a sí mismo en las noticias y la presencia de la madre del protagonista de la canción) y ese típico humor absurdo de trasfondo irónico de los británicos (el rango va desde la mención de “la grasa apilada en los archivos gubernamentales” hasta la aclaración de que en el tema “no hay una conexión inmediata entre el estribillo y los versos”, con el objetivo explícito de desorientar a los críticos). Otra de las grandes obras maestras del álbum es Oily Boker, una canción misteriosa que lleva al extremo la estructura musical errática marca registrada del Doherty más ambicioso, el que utiliza la arquitectura pop para descuartizarla, agregarle una instrumentación florida y volverla a unir para despertar en el oyente tanto un espíritu de familiaridad como la certeza de estar escuchando una joya espontánea y fascinante bajo sus propios términos y dentro de su lógica particular. Las figuras retóricas que se dan cita en Oily Boker ya son clásicas dentro de la imaginería del cantante y guitarrista: de este modo desfilan Arcadia (aquella representación idealizada de la felicidad plena), las fantasías infantiles basadas en títeres y palabras mágicas, y sobre todo la violencia en tanto una especie de fulgor artístico que funciona como el motor inconformista de su obra.
Ya llegando al final, las dos canciones que cierran el disco, The Whole World Is Our Playground y She Is Far, continúan el sendero trazado por Oily Boker. La primera da cuenta de un romance con una entonación a la vez lúdica, melancólica y algo apesadumbrada, por cierto una relación no exenta de adicciones y bajo la presencia -también amenazante- del mundo exterior y toda su ignorancia e indiferencia. El inglés, que por supuesto forma parte de la larga y gloriosa tradición del descontrol del rock, vuelve a situar al caos y/ o el riesgo como el objetivo de fondo de la vida y la cultural en general, muy por encima de cualquier atisbo de quietud almidonada e invitándonos a “tomar a la noche de la mano y prenderla fuego de nuevo” como un signo de las transformaciones necesarias para mantenernos despiertos y alertas en el trajín cotidiano (sólo la muerte es sinónimo de pasividad y estancamiento porque se parece eternamente a ella misma). Las postales londinenses, la ruptura romántica y una cita muy astuta a The Waste Land (1922) de T.S. Eliot toman preponderancia en la balada She Is Far, otro retrato de un pasado que no vuelve y que ahora se convierte en una deliciosa y pequeña canción con un maravilloso arreglo de cuerdas que complementa un paisaje nostálgico en el que “hay un nuevo jardín inundado cada día” porque la protagonista de la semblanza “se aleja cada vez más”.
Entre la intimidad del jazz y la euforia del rock, entre la belleza de la melodía más sutil y los alegatos sardónicos, entre la instrumentación detallista y la anarquía del “en vivo” más rabioso y fructífero, la carrera de Doherty ha ido metamorfoseándose de una manera brillante sin jamás perder el eje fundamental detrás del devenir en cuestión, las canciones, esas que en las trayectorias de tantos y tantos colegas quedan difuminadas en favor de una lastimosa adaptación a lo que el mercado, la industria cultural o los gurúes del marketing dictan que es conveniente según el público potencial (en esta movida del consumismo acrítico y automatizado caen tanto los descerebrados que sólo conocen al mainstream como los seudo intelectuales que festejan cualquier pavada del indie que se parece a otras mil pavadas compuestas por gente sin talento ni identidad ni ese manojo de rasgos escénicos complejos que podemos resumir con la palabra “carisma”). El Hamburg Demonstrations constituye un testimonio insoslayable de la astucia y el afán inconformista de un artista que no sólo disfruta de verdad de su oficio sino que recupera el arte de componer canciones apuntaladas en la combinación de hermosas melodías, un discurso concienzudo de izquierda y una idiosincrasia furiosa todo terreno, más que en la santificación del ritmo sincopado y los floreos de una producción tan millonaria como redundante, hueca y carente de cualquier ideología que no esté vinculada al “billete fácil”. Mientras que en The Libertines y Babyshambles los riffs de guitarra son la columna vertebral de su obra, en trabajos más personales como Grace/ Wastelands y Hamburg Demonstrations una sutileza prodigiosa y anticareta domina un panorama que sube y baja en intensidad con una facilidad envidiable, siempre poniendo de relieve que Doherty es una suerte de anomalía en el contexto musical actual, un alquimista que no pierde su brújula ni traiciona sus raíces porque ese “infierno a pagar en las puertas del cielo” resume la riqueza de base que siempre debería primar en la creación cultural -con sus múltiples contradicciones y atolladeros esporádicos- para solidificar un discurso con voz propia que evite la idiotez y complacencia de los profetas del mercado y se sumerja de lleno en la amalgama de todas las artes y en una conciencia social que interpele a nuestro presente desde la sabiduría del pasado y las perspectivas tambaleantes de ese futuro utópico que nunca llega.
Hamburg Demonstrations, de Peter Doherty (2016)
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