Leonard Albert alias “Lenny” Kravitz, siempre polémico hasta la médula sin proponérselo, es uno de esos artistas que no dejan mucho margen para las posiciones moderadas porque lo que hacen lo hacen de una manera tan pomposa y concluyente que el problema interpretativo -léase qué hacer a partir de ello- lo tiene exclusivamente cada oyente, sea éste del público o la crítica, precisamente por ello tres posturas han ido tomando forma en el universo melómano desde que el neoyorquino comenzase su carrera, a saber: en primera instancia tenemos aquellos que lo defienden afirmando que es un digno representante del revival rockero de las postrimerías de la década del 80 y comienzos de los años 90, en suma reconociendo que hablamos de una versión purista/ ortodoxa de una nostalgia setentosa post reinado del pop planetario que en términos generales se volcó hacia la escena alternativa, el heavy metal o el grunge, en segundo lugar está la perspectiva ecléctica de afirmar que Kravitz siempre será un creador mediocre cuyo verdadero talento no pasa por innovar o transmitir mensaje alguno sino por recrear con un asombroso nivel de meticulosidad y perfeccionismo lo que otros ya han hecho extensivamente, planteo que por cierto lleva a aceptar que vivimos en una época en la que el mimetismo melancólico es moneda corriente y el promedio de calidad del mainstream y el indie está muy lejos de las buenas intenciones mayormente satisfactorias/ eficaces de Lenny, y finalmente nos topamos con aquellos que directamente lo tachan de ladrón impresentable o chatarra retromaníaca que nunca ofreció nada remotamente original, valioso o siquiera propio, a escala idiosincrásica, óptica entendible aunque un tanto extrema porque niega el carácter artesanal y de eterno “placer culpable” -sobre todo por lo adictivo y efervescente- de sus mejores composiciones, esas que serán redundantes a más no poder aunque al mismo tiempo ocultan una enorme destreza técnica y un buen gusto en general.
Sus tres primeros y simpáticos discos, Let Love Rule (1989), Mama Said (1991) y Are You Gonna Go My Way (1993), ya establecen su interés por el rock clásico de The Allman Brothers Band, Led Zeppelin, Deep Purple, The Rolling Stones, Humble Pie, Creedence Clearwater Revival, T. Rex, The Who, Aerosmith, Big Brother and the Holding Company, Black Sabbath, Canned Heat y John Lennon de The Beatles, pero también su tendencia hacia el “popurrí negro” de gente tan diversa como Al Green, Stevie Wonder, Sly and the Family Stone, Jimi Hendrix, Prince, Marvin Gaye, James Brown, Bob Marley, Curtis Mayfield y Earth, Wind & Fire, amén de sus colaboraciones a lo largo de los años con Wonder, Madonna, Drake, Sean Lennon, Michael Jackson, Green, Aerosmith, N.E.R.D., Mayfield, Vanessa Paradis, Jay-Z, David Bowie, Slash, John Paul Jones de Led Zeppelin y el inconmensurable Mick Jagger, primero vía Use Me, cover de Bill Withers que fue a parar al Wandering Spirit (1993), y después mediante God Gave Me Everything, neoclásico del Goddess in the Doorway (2001), ambos los últimos discos solistas del líder de The Rolling Stones. En este sentido se puede aseverar que su propuesta tiene un pie en el blues refritado de The Black Crowes y el otro en el neo glam de Guns N’ Roses, por ello Kravitz fue sin duda un producto de su tiempo y funciona como la lectura family friendly -o afable para con las FMs y las discotecas- de un hipotético maridaje entre el hair metal y el costado más pop/ accesible del rock alternativo noventoso, por un lado abrazando en términos discursivos un neohippismo muy esquemático y por el otro lado salteándose casi por completo la música industrial, el grunge, el hip hop y buena parte de aquella electrónica cool y ultra soulera modelo trip hop. Luego de dos discos decididamente fallidos que sólo sirvieron para consolidar su vínculo creativo con el guitarrista Craig Ross, colaborador recurrente del multiinstrumentista desde Are You Gonna Go My Way, Circus (1995) y 5 (1998), el primero más en piloto automático que el segundo y sus coqueteos con el synth-pop y el downtempo, el cuasi renacimiento se produce con Lenny (2001), una placa que lo regresa a la sinceridad rockera cleptómana de siempre y a un puñado bastante más inspirado de canciones que también hacen un mejor uso del Pro Tools, los samplers y todo ese flamante arsenal digital que descubrió de repente en ocasión de 5.
La producción discográfica posterior de Kravitz se movió dentro del mismo espectro de calidad variante, a veces claramente esquizofrénica incluso en un mismo álbum, y dentro de los géneros canónicos desde su punto de vista, pensemos por ejemplo en el rock pesado, el funk, el soul, la psicodelia guitarrera, el reggae, el blues, la música disco, el pop beatlesco, las baladas y el rhythm and blues, desde los sermones cristianos y el poco vuelo compositivo de Baptism (2004) y la redundancia innecesariamente stone y los aires de rock grasiento de estadios de It Is Time for a Love Revolution (2008), otro mini período tácito de decadencia, hasta la inusitada exuberancia funk y aquel bienvenido desparpajo experimental de Black and White America (2011), los riffs contagiosos y el fetiche bailable hiper música disco de Strut (2014) y la conciencia política y los arreglos intermitentemente barrocos y coloridos de Raise Vibration (2018), una etapa de relativa bonanza artística que subraya por fin cierta madurez que a su vez encuentra su propio lenguaje reensamblando viejos motivos sensuales, religiosos, hedonistas, románticos y de comentario social de la música de las décadas del 60 y 70, por supuesto sin olvidarnos del que para muchos es su opus más representativo, Greatest Hits (2000), algo que abarca en simultáneo su maestría como recreador experto de trabajos mejores de antaño y su impronta tantas veces ninguneada de “fábrica de hits”, precisamente los singles de sus cinco primeros discos de estudio aglutinados en dicha antología. Blue Electric Light (2024), nueva placa como siempre producida por el propio Lenny, es quizás la mejor desde la trilogía inicial y por supuesto continúa la senda del pastiche posmoderno e hilarantemente vacuo marca registrada de Kravitz, sin embargo hoy la colección de canciones se beneficia muchísimo de la idea de fondo de homenajear a Prince y de la brevedad, contundencia y apasionamiento que el norteamericano definitivamente cocinó a fuego lento en estos seis largos años de silencio, en sí una síntesis sensata del camino trazado por los mejores pasajes de Black and White America, Strut y Raise Vibration.
Con una base de bajo y batería calcada de Thank You for Talkin’ to Me Africa, obra maestra de There’s a Riot Goin’ On (1971), de Sly and the Family Stone, que para colmo ya había utilizado en ocasión de Sistamamalover del Baptism, It’s Just Another Fine Day (In This Universe of Love) abre el disco a puro deep funk de probeta que muta en solos majestuosos de guitarra y en un estribillo pirotécnico de power ballad típico del amigo Lenny, todo desde ya en consonancia con una letra con rimas no muy brillantes alrededor del amor dolorido, la depresión, el aislamiento, el enojo sexy, la conciencia de la muerte y cierta idea repetida de ponderar al hedonismo como mantra masoquista/ compensatorio del alma, especialmente cuando todo se considera perdido. TK421, quizás el mejor tema del álbum, es una cruza furiosa de James Brown, sobre todo aquel de fines de los 60 y comienzos de los 70, y dos modelos específicos de Prince que suelen amalgamarse sin cesar en la carrera de Kravitz, el funk rock de Purple Rain (1984) y las maratones intoxicantes de Sign o’ the Times (1987) y The Black Album (grabado en 1987, editado en 1994), mixtura aquí puesta al servicio de versos sarcásticos que mientras invitan a danzar, enfrentar los miedos y subir a la estratósfera para alcanzar “lo divino”, también referencian desde el mismo título a un stormtrooper/ soldado imperial que tuvo por misión proteger al Halcón Milenario en un momento en el que la nave estaba capturada dentro de la Estrella de la Muerte, así tenemos una homologación un tanto extraña entre la compañera romántica de turno y el pobre lacayo destinado a la inmolación de la saga comenzada con La Guerra de las Galaxias (Star Wars, 1977), el film de George Lucas. Clásica balada soulera de cadencia libidinosa impaciente de un Kravitz que hoy parece descuidar a conciencia aquel “consumo rosa” que tanto dinerillo le reportó en los 90, Honey es otra composición muy disfrutable cuyo nivel de mimetismo con los ídolos es impresionante, por momentos directamente reconduciendo sin mediaciones a los años 60 y a los tres modelos paradigmáticos del rubro, ese rhythm and blues de Marvin Gaye, Al Green y Curtis Mayfield de The Impressions.
Paralyzed, epopeya de dependencia amorosa que coquetea con el autoengaño y el calvario porque la señorita aparentemente es infiel y miente a borbotones, reproduce aquel rock zeppeliniano de los 90 de Lenny, una de sus especialidades desde el “período dreadlocks” de Let Love Rule, Mama Said y Are You Gonna Go My Way gracias a la combinación del acervo setentoso inglés reverenciado, el neo glam cutre de los 80, el revival del rock sureño símil The Black Crowes o Stevie Ray Vaughan y la sensibilidad del pop descafeinado de su época, tan radio friendly como MTV friendly. Human profundiza el homenaje a Prince porque unifica tanto el post disco y la new wave de Dirty Mind (1980) y Controversy (1981) como la neo psicodelia de Around the World in a Day (1985) y el proto new jack swing de Parade (1986), todo a su vez orientado hacia otra de esas autoconvalidaciones de Kravitz que tienen mucho de paranoia en torno a la fama, el acoso mediático, el escarnio de la prensa y la propia inseguridad del señor, algo que tiende a esconder bajo el cristianismo, el orgullo impostado y la celebración humanista de la vida y de la honestidad ideológica sin las prisiones del pasado o del sentir/ parecer ajeno. Let It Ride es otra oda innegable a Prince en la que el sexo es en simultáneo físico y psicológico, destrucción de inhibiciones de por medio, y en la que Lenny exprime los sintetizadores para desparramar efectos ochentosos minimalistas e incluso ofrecer en el estribillo su versión del paradigmático falsete del genio de Minneapolis, acá en sintonía con lo que sería una versión a escala reducida de las odiseas funk de 1999 (1982) más una pizca de la música disco de For You (1978) y Prince (1979), derivando a la postre en un funk robótico de otro planeta. Entre el rhythm and blues y el electropop, Stuck in the Middle en esencia nos retrotrae hacia Stevie Wonder, Earth, Wind & Fire, Sam Cooke y Sly and the Family Stone y pone el acento en otro de los motivos preferidos del cantante a nivel de sus letras, la dicotomía entre el corazón/ lo sensual mundano y el espíritu/ lo religioso trascendente, precisamente por ello en los versos se autodefine como “atrapado en el medio”, justo como lo estaba Prince aunque con un énfasis mucho más marcado -e interesante, por supuesto- en la dimensión corporal y la urgencia del coito.
Bundle of Joy, otro de los grandes temas del Blue Electric Light y el más lúdico en su apología descontracturada del cariño, las peleas esporádicas y la jovialidad improvisada posterior, reproduce en un único movimiento la efervescencia de The Black Album y de ese complemento luminoso que vino a sustituirlo en su época, Lovesexy (1988), para condimentarla con algo de la psicodelia de Around the World in a Day y el pop de bases hiphoperas ampulosas de Diamonds and Pearls (1991) y Love Symbol (1992), sin duda alguna otras dos obras maestras de ese querido “sonido de Minneapolis” que amalgamaba el rock, el synth-pop, el funk, el jazz, la new wave y el soul más erótico. No podía faltar el hardrockito neohippón de siempre de Kravitz y Love Is My Religion, cruza de Hendrix, T. Rex y Aerosmith, tiene mucho de Raise Vibration, su disco anterior cual proclama de resistencia contra el payaso fascistoide de Donald Trump, así la afable pero rutinaria canción denuncia una serie de características negativas del mundo de hoy en día que van desde la confusión y el egoísmo, pasando por la ceguera, la abulia y la poca o nula empatía, hasta llegar al temor, la paranoia, el odio hacia el prójimo y el desinterés ante el cambio climático y el constante estado de guerra de la humanidad, frente a lo cual el multiinstrumentista propone aceptar las propias limitaciones mortales, no dejarse engañar por la derecha y los medios de comunicación lavacerebros del Siglo XXI y al mismo tiempo abrazar al amor como la verdadera religión, el único “Dios válido” en un nuevo milenio de idioteces, necedad e ilusiones manipuladoras en los ámbitos material y virtual/ digital.
Heaven, sin renegar en ningún momento de Prince, en general se parece más a una mixtura de dos fases distintas de Red Hot Chili Peppers, la mainstream comercial de Blood Sugar Sex Magik (1991), disco producido por Rick Rubin en sus buenos años, y la indie dominada por George Clinton, la fuerza creativa detrás de Parliament y Funkadelic, de Freaky Styley (1985), dando por resultado una suerte de secuela conceptual del track anterior ya que seguimos en el doble terreno de la ponderación de la paz, el placer y la igualdad y de la arremetida contra los energúmenos hilarantes que ven enemigos por todos lados sin poder mirarse al espejo y no espantarse por la hipocresía y el manojo de nervios y prejuicios del caso. El latiguillo amoroso regresa con toda su energía en Spirit in My Heart, interpretación muy moderada de Lenny del synth-pop que resulta lo más olvidable o tal vez lo menos atractivo del lote en cuestión, aquí de hecho reforzando su maniqueísmo estándar religioso, vía la oscuridad en lucha con la luz en el corazón de todos los sujetos, y abriendo el camino hacia dos ópticas complementarias porque el depositario del cariño infinito de la letra puede ser tanto Jesucristo como alguna ninfa del montón que ocupe el lugar de “pareja oficial” del músico en ese preciso momento. Blue Electric Light, cierre que efectivamente le regala el título al disco, es una de las numerosas reformulaciones de Kravitz de la mejor power ballad de la historia del rock y el pop, Purple Rain, ahora enfocada hacia versos de conquista romántica extasiada autoparódica símil Let’s Pretend We’re Married, de 1999, hacia programaciones ochentosas de teclados y hacia una buena tanda de eco y guitarras épicas que vuelven a subrayar la destreza en estudio del autor y su deuda con Prince, a quien explícitamente imita en el estribillo y en un puente apoteósico muy logrado.
A pesar de que ya pasaron más de tres décadas desde aquella sorpresa con déjà vu incluido que nos deparó la trilogía inicial de álbumes del neoyorquino, periplo en el que fundamentalmente se la pasó haciendo lo mismo con escasas variaciones y con el desnivel cualitativo promedio de todos los artistas veteranos y sus idas y vueltas coyunturales, no se puede pasar por alto el hecho de que Kravitz en su flamante placa hace gala de una vitalidad envidiable y un apego muy férreo para con sus convicciones de siempre, esquema que abarca tanto lo doctrinario, léase un Flower Power bastante inofensivo -y remixado para los tiempos que corren- y su eterno compromiso con el amor en su acepción más mística y humanista, como lo estrictamente musical, una vez más esta fusión entre los elementos más blancos o rockeros de su propuesta y aquellos afroamericanos o vinculados al funk, el soul, el góspel y el rhythm and blues, estos últimos parte de una faceta que fue imponiéndose sobre la anterior con la llegada de los años mientras al mismo tiempo se mantenía firme en su ortodoxia retro esquivando las tentaciones caucásicas de su momento, como por ejemplo el post punk, el mod revival y el britpop, pero también las negras de los 80 y 90, sobre todo el hip hop, el dance y ese neo soul que surgió progresivamente dentro del mainstream gracias a Lauryn Hill, D’Angelo, Maxwell y Erykah Badu, entre otros. Este Kravitz con seis décadas exactas de edad, un obsesivo sin el cinismo de tantos colegas actuales ni indecisión alguna en cuanto a sus gustos musicales y técnicas clasicistas de trabajo en estudio, en Blue Electric Light no sólo “ajusta las cuentas” con el muchacho de Minneapolis, amigo personal suyo fallecido en 2016 a los 57 años de una aparente sobredosis accidental de fentanilo y con quien compartió escenario en Rave Un2 the Year 2000 (1999), excelente concert film de Geoff Wonfor perteneciente al tour promocional por el disco homónimo de Prince, sino que además redondea una de las mejores colecciones de temas que haya entregado desde su época de gloria de fines de los 80 e inicios de los años 90, en este sentido tranquilamente se puede aseverar que el álbum de turno es el más disfrutable, coherente y adictivo dentro de un hipotético ranking en el que quedan rezagadas otras epopeyas más que atendibles, pensemos en el opus autotitulado del 2001 y la seguidilla inmediatamente previa de Black and White America, Strut y Raise Vibration, placas que carecían del poderío y efusividad de Blue Electric Light, quizás un nuevo mojón en la cadena de ítems robados a terceros pero no por ello menos divertido y fascinante.
Blue Electric Light, de Lenny Kravitz (2024)
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