Anatomía de un Asesinato (Anatomy of a Murder)

El móvil y el acto criminal

Por Emiliano Fernández
“Señoría, no culpo al Sr. Dancer por sentirse molesto, soy un humilde abogado de pueblo que hace todo lo posible para ganarle a este brillante fiscal de la gran ciudad de Lansing…”
Paul Biegler (James Stewart), en Anatomía de un Asesinato (Anatomy of a Murder, 1959)
 

A diferencia de tantas películas anteriores y posteriores que se centraron en las idas y vueltas del aparato legal de los Estados modernos, Anatomía de un Asesinato (Anatomy of a Murder, 1959) continúa abriéndose camino como una de las obras maestras fundamentales de los thrillers judiciales, los courtroom dramas y el film noir en general porque mientras las susodichas gustan de encerrarse en criterios reduccionistas e irreales acerca de la “gloriosa” pesquisa ética detrás de la justicia y homilías aledañas, el opus dirigido por el enorme Otto Preminger se consagra en cambio a analizar el entramado bien concreto -el que encontramos en la praxis material, no el construido mediante idealizaciones sociales, administrativas o culturales de probeta- de recursos, chicanas, delirios, minucias, latiguillos y clichés que suelen aparecer en ocasión de los combates dialécticos entre abogados, un gremio profesional al que en términos literales le importa un comino la verdad de cada caso ya que está más preocupado por sobrevivir económicamente y/ o situarse a nivel simbólico en el escalafón más alto posible dentro de la pirámide procesal; circunstancia que por cierto significa que categorías como “inocente” o “culpable” tienen tanto valor como “bueno” o “malo” en el sentido de que en última instancia no nos ayudan para nada en lo que atañe a comprender la complejidad de las situaciones examinadas, los intereses contrapuestos que se juegan de fondo y especialmente el relativismo en tanto regla básica de los intercambios/ relaciones/ conflictos entre las personas, las cuales acumulan muchas facetas y nunca pueden limitarse del todo a ser esto o aquello para volcar la balanza legal hacia determinada orilla de la corte. En la propuesta que nos ocupa no existen los héroes o adalides ni tampoco los monstruos al cien por ciento debido a que la manipulación está a la orden del día y los personajes -al igual que los bípedos reales, de hecho- ofrecen un rostro diferente según el hombre o mujer que tengan delante ya que cada vínculo es profundamente particular, de allí se deduce la riqueza misma del film y su exquisita exhaustividad a la hora de multiplicar las dimensiones intervinientes en cada pequeña vuelta de los alegatos y acusaciones de turno.

 

La película está basada en la novela homónima de 1958 -con ribetes autobiográficos- de John D. Voelker bajo el seudónimo de Robert Traver, un abogado que se paseó por todo el sistema jurídico norteamericano y que un buen día decidió ficcionalizar su intervención en la defensa de Coleman A. Peterson, un teniente del ejército yanqui y partícipe de la Guerra de Corea acusado de haber matado en 1952 en Big Bay, Michigan y con un arma de fuego a un tal Maurice Chenoweth por la supuesta violación de éste sobre la esposa de Peterson, caso en que el flamante escritor se enfrentó a un dúo compuesto por el fiscal local Edward Thomas y el asistente del fiscal general Irving Beattie, un hombre más experimentado en el derecho penal que el primero. El excelente guión de Wendell Mayes reproduce el esquema retórico del mismo modo en que el libro había duplicado los acontecimientos verídicos, ahora con el teniente Frederick Manion (Ben Gazzara) en prisión luego de asesinar de cinco disparos a Bernard “Barney” Quill, el dueño de un bar y posada que a su vez es señalado por la mujer del militar, Laura Manion (Lee Remick), como el sujeto que la golpeó y la violó cuando a la salida del lugar se ofreció a alcanzarla con su vehículo al parque de caravanas en donde vivía el matrimonio. Manion no niega el asesinato pero considera a la violación como la justificación ineludible del asunto, detalle que por supuesto es tomado como estrategia de defensa por Paul Biegler (James Stewart), el personaje que representa a Voelker, un abogado de un pueblo pequeño y ex fiscal de distrito que se dedica a divorcios para subsistir, gusta de la pesca y el jazz y en esencia se la pasa charlando con un amigo, el colega avejentado y alcohólico Parnell McCarthy (Arthur O’Connell), y su secretaria adepta a la mordacidad, Maida Rutledge (Eve Arden). Pronto salta a la vista que Laura es una mujer con miedo a su esposo que confunde a la promiscuidad con tristes destellos de una libertad que jamás disfrutó con su asfixiante cónyuge, frustración que también encontramos del lado del fallecido, con su hija canadiense Mary Pilant (Kathryn Grant) administrando/ heredando la posada y bar y ocultando su verdadera identidad por ser un vástago ilegítimo.

 

Los fiscales en esta oportunidad son el vernáculo Mitch Lodwick (Brooks West) y el “importado” y de alto perfil Claude Dancer (George C. Scott), dos letrados que primero pretenden desmontar el alegato central de la defensa, léase que el teniente sufrió de una “reacción disociativa” al momento de enterarse de la violación de su esposa que lo llevó a sentir un “impulso irresistible” de matar a Quill cual locura temporal, y a posteriori orientan su accionar a demostrar que la hermosa Laura en realidad tenía una relación en ciernes con la víctima y que el responsable de la paliza de turno fue su propio marido al descubrirlo, quien asimismo arrastraba un historial de agresiones y celos patológicos y por ello el único testigo del fusilamiento sumario, el bartender Alphonse “Al” Paquette (Murray Hamilton), no desea ayudar a Biegler confirmando si el occiso le dijo lo que había ocurrido con Laura cuando la llevó a su hogar, amén de la lealtad del empleado a su patrón y lo que parece ser un interés romántico del hombre por su ahora jefa, Pilant. Apenas el juez en cuestión, el anciano y afable Weaver (Joseph N. Welch), autoriza en el tribunal que se explore largo y tendido la evidente asociación entre el móvil/ causa y el acto criminal en sí, la contienda irá escalando de manera progresiva al punto de transformarse en una especie de batalla campal con ambos bandos recurriendo a todos los sabotajes posibles -más allá de cualquier planteo moral e incluyendo una buena dosis de maquiavelismo prosaico- con tal de ganar el caso, el cual además ha ido adquiriendo una mayor resonancia pública por los temas candentes que sobrevuelan de fondo. Precisamente, la obra de Preminger fue muy de vanguardia para su época por llamar a las cosas por su nombre, evitar toda simplificación estándar modelo hollywoodense y echar mano sin tapujo alguno de tópicos y de herramientas dramáticas/ discursivas varias como por ejemplo el lenguaje sexual, las diatribas violentas, la frialdad jurídica propensa a la adulteración de pruebas y testimonios, el humor negro irrespetuoso, el cientificismo banal de las cortes, la elocuencia en tanto arte del engaño, un pragmatismo por momentos semi derrotista y la misma pluralidad de ópticas entrecruzadas involucradas.

 

Quizás el elemento más interesante del film sea su indagación en torno a las motivaciones/ fundamentos/ lógicas de cada uno de los personajes en materia del proceso en sí: Biegler y McCarthy son dos abogados en crisis que buscan reafirmarse a nivel existencial (el primero después de perder la fiscalía y el segundo tratando de superar su vieja adicción al alcohol), Rutledge pretende que entre algo de dinero al bufete para su sueldo, Lodwick quiere validar su nueva posición estatal y el sagaz Dancer conservar la fama de “fiscal aguerrido” que lleva consigo, Pilant pretende dilucidar quién era a ciencia cierta su padre, Paquette hace de la fidelidad para con el fallecido su bandera, los psiquiatras -como el Doctor Matthew Smith (Orson Bean), por parte de la defensa, o el Doctor Gregory Harcourt (Alexander Campbell), de parte de la fiscalía- apuntan a difundir sus hipótesis personales opuestas, y finalmente el matrimonio de mitómanos en potencia anhela reconstruir una relación tóxica y llegar al punto de “borrón y cuenta nueva”, con Frederick detrás de recuperar la libertad y su posesión más preciada, Laura, y la obediente mujer pretendiendo no ser castigada más de lo habitual por lo que parece haber sido un mini affaire con Quill y por sus coqueteos hacia el abogado defensor y diversos hombres del lugar (este sustrato manipulador de la pareja incluso queda en primer plano vía el manotazo de ahogado de la dupla Dancer/ Lodwick, hablamos de ese convicto llamado Duane Miller -en la piel de Don Ross- que afirma que Manion se vanaglorió desde su celda contigua de haber engañado a Biegler, Smith y los miembros del jurado, prometiendo una linda paliza a su esposa una vez que sea declarado inocente). Entre el sometimiento de Laura a un detector de mentiras que convalida su historia y una pericia médica que no puede confirmar si fue violada por la falta de esperma, la trama juega también con el hecho de que la fémina, una católica y divorciada, tuvo que jurar a su marido con un rosario que había sido abusada por el finado, un mejunje en el que se suma la infaltable jurisprudencia, ahora mediante un caso semejante de 1886 en el que el Tribunal Supremo de Michigan tomó como válido el argumento del “impulso irresistible”.

 

Preminger dirigió a lo largo de su voluminosa carrera muchas películas maravillosas como ¿Ángel o Diablo? (Fallen Angel, 1945), Cuando Termina el Camino (Where the Sidewalk Ends, 1950), Cara de Ángel (Angel Face, 1953), El Hombre del Brazo de Oro (The Man with the Golden Arm, 1955), Porgy y Bess (Porgy and Bess, 1959), Éxodo (Exodus, 1960), Tormenta sobre Washington (Advise & Consent, 1962), Primera Victoria (In Harm’s Way, 1965) y El Rapto de Bunny Lake (Bunny Lake Is Missing, 1965), no obstante sólo alcanzó el nivel cualitativo de Anatomía de un Asesinato en otra realización, la también inolvidable Laura (1944), un film noir de formato más tradicional que en tanto punto de referencia nos sirve para comprender el talento y el bagaje artístico de los colaboradores con los que supo rodearse Preminger en este 1959, nada menos que Duke Ellington -cameo incluido- para la prodigiosa banda sonora jazzera, Saul Bass en la genial secuencia de créditos iniciales y Sam Leavitt para la fotografía minimalista de cadencia documental que anticipa lo hecho por la Nouvelle Vague en la década del 60 y el Nuevo Hollywood durante los 70, más allá del extraordinario desempeño de Stewart, Scott, Gazzara y Remick, todos titanes eternos de la actuación. Al retratar de una forma realista el ecosistema legal, sus miserias y secretitos sucios, como ese sadismo apenas contenido, las constantes arremetidas maniqueas y el gatopardismo de juicio en juicio, la propuesta desnuda la mascarada detrás de los litigantes y sus ataques/ defensas en pos de subrayar una fragilidad y una uniformidad de base que abarcan cada ingrediente y cada etapa del absurdo judicial; para colmo metiéndose hasta las rodillas en el lodo de las falsas violaciones consentidas, del maltrato doméstico ad infinitum, de la hipocresía con respecto a los moldes femeninos/ masculinos, de los olvidos individuales o sociales muy convenientes y de las mismas víctimas que despiertan más cuestionamientos éticos que simpatía por su condición de víctima. Desde la legendaria frase de Biegler al subir al estrado a Pilant, “Señoría, no culpo al Sr. Dancer por sentirse molesto, soy un humilde abogado de pueblo que hace todo lo posible para ganarle a este brillante fiscal de la gran ciudad de Lansing”, hasta todo el hilarante asunto de las bragas perdidas que supuestamente llevaba puestas Laura al momento del asalto sexual, con un montón de estratagemas de parte de los contendientes para minimizarlas o inflarlas cual metáfora de la violación, el opus de Preminger constituye una joya absoluta del séptimo arte capaz de mostrarnos las diferentes facetas del occiso -monstruo, empresario, amante, amigo y padre- y de enfatizar que los dos bandos se parecen muchísimo porque se la pasan señalando que el otro es el Infierno y por ello obtuvo lo que se merecía, algo que además se les vuelve en contra a nuestros campeones tácitos -el personaje de Stewart y compañía- cuando en el desenlace descubren que los Manion huyeron de inmediato con la declaración de inocencia, burlándose de la farsa del “impulso irresistible” y sin siquiera molestarse en pagar al equipo defensor, el cual encima pasa a administrar el patrimonio de Barney Quill dentro de lo que McCarthy define como un episodio de “justicia poética” que nos sitúa en la misma falta de precisiones del inicio y en un tragicómico espejo de la realidad que nos circunda a diario…

 

Anatomía de un Asesinato (Anatomy of a Murder, Estados Unidos, 1959)

Dirección: Otto Preminger. Guión: Wendell Mayes. Elenco: James Stewart, Ben Gazzara, George C. Scott, Lee Remick, Arthur O’Connell, Eve Arden, Kathryn Grant, Murray Hamilton, Orson Bean, Brooks West. Producción: Otto Preminger. Duración: 161 minutos.

Puntaje: 10