La obra de Howard Philips Lovecraft (1890-1937) es tan reducida como valiosa, tan escalofriante como reveladora, tan original como poderosa. La fuerza que posee, que carcome los huesos y las entrañas del lector, radica en lo horroroso surgido de una cosmovisión que se remonta más allá del tiempo y del espacio, en un milenarismo que se sumerge, o quizás se eleva, hasta las profundidades de lo insondable, de lo impenetrable, de todo aquello que nuestra pequeña conciencia no está capacitada a dilucidar. La incomprensión de toda la humanidad para con lo distinto está por detrás de la obra de Lovecraft: ese no penetrar en el mundo que nos rodea, al cual negamos y expulsamos hacia el exterior como si no existiese, o, aún peor, como si no formase parte de nosotros. El miedo primordial a lo desconocido se vuelve fundamental para entender esa incomprensión, esa inaprehensión; verdadera fuerza matriz de los seres que pululan en los ceremoniales del espanto que el genial Lovecraft monta alrededor de inconmensurables razas que se mueven en el trasfondo del obrar humano, como fieles reflejos de todo lo negado, de todo lo reprimido.
Lovecraft escribió principalmente cuentos cortos para revistas literarias de horror quincenales y mensuales. Solo completó dos novelas, quizás sus obras maestras, El Caso de Charles Dexter Ward (1927) y En las Montañas de la Locura (1931). En conjunto, su obra suele ser condensada en dos grandes etapas, que funcionan también como división temática y estructural:
A) Ciclo de los relatos de Nueva Inglaterra (Nota 1): aquí tenemos los cuentos fantásticos y de terror del primer Lovecraft; centrados en la estructura clásica del genero, la que remite sobretodo a Edgar Allan Poe. Los relatos son estructuralmente cerrados, con los acontecimientos que los motivan siguiendo una determinada lógica causal, de tipo lineal, que atraviesa el orden literario clásico que comienza con la introducción, sigue con el nudo y termina con un desenlace imprevisto, sorpresivo. Las ultimas líneas, el remate del cuento, genera un golpe en la capacidad de previsión, y por ende, en la sensibilidad del lector, generando esa impresión de obra autosuficiente, en donde las partes se remiten las unas a las otras en forma lógica. Esta intensa preocupación por la forma de los cuentos no merma su capacidad de choque; por el contrario ésta se mantiene aún en el corsé del relato corto clásico. De esta primera etapa podemos nombrar: La bestia en la cueva, El alquimista, Las ratas en las paredes, El extraño, La transición de Juan Romero, El gravado en la casa, Los gatos de Ulthar, La maldición que cayó sobre Sarnath, El Modelo de Pickman, Aire Frío, Él, Herbert West: Reanimador, Lo innombrable, La extraña casa en la niebla, La música de Erich Zann, El anciano terrible, El sepulcro, En la cripta, La llave de plata, Arthur Jermyn y El sabueso.
B) Ciclo de los mitos de Cthulhu (Nota 2): aquí encontramos los cuentos y novelas más surrealistas, oníricas y originales. Se abandona el formato estructural clásico para suplantarlo por una construcción literaria desordenada, caótica y constantemente inacabada. Sólo obtiene el estatuto de completitud al ser vista en su conjunto, como una gran fuente de referencias cruzadas, personajes recurrentes y situaciones paradigmáticas que constituyen y dan forma a una mitología de amplísima magnitud y de excelente llegada a lo más hondo de los lectores. La eficacia de los mitos de Cthulhu radica en su inagotable riqueza, en las posibilidades significantes que abren, y en la tensión y nerviosismo que generan, creando un clima de ensueño que hace posible la aparición concreta, material, de aquello más temido, de todo lo que queremos encerrar en las manifestaciones psíquicas conocidas vulgarmente como pesadillas. De esta segunda etapa podemos nombrar: La llamada de Cthulhu, El horror en Red Hook, Dagón, Polaris, La declaración de Randolph Carter, La ciudad sin nombre, Los otros dioses, El color que cayó del cielo, El ceremonial, El horror de Dunwich, La nave blanca, Celephais, La sombra sobre Innsmouth, El susurrador en la oscuridad, Los sueños en la casa de la bruja, El morador de las tinieblas, La sombra más allá del tiempo, El ser en el umbral, Mas allá del muro de los sueños, Hypnos, El horror oculto, El templo, El pantano de la luna, Nyarlathotep, Del más allá y las dos novelas ya mencionadas. Hay que aclarar que Lovecraft siguió escribiendo en formato clásico intermitentemente durante toda su vida; aunque la gran mayoría de sus trabajos pueden ser incorporados con facilidad dentro la división temporal aquí trazada: los cuentos de Nueva Inglaterra durante su infancia, adolescencia y primeros años de la adultez, y los mitos de Cthulhu durante el resto de su vida (la cual finalizó tempranamente a los 46 años a raíz de un cáncer intestinal complicado por una nefritis crónica, trágico cierre de una existencia plagada de enfermedades y pesares familiares).
Recordemos la diferencia entre los dos niveles fundamentales del texto: el contenido y la forma. Mientras que el primer nivel abarca lo que dice el texto, el segundo nivel delimita el cómo se construye lo dicho. En los relatos de Nueva Inglaterra Lovecraft le prestó más atención al nivel formal de sus cuentos, respetando a rajatabla los parámetros del cuento tradicional. En el ciclo de los mitos de Cthulhu el interés viró hacia el contenido, focalizado en la construcción más o menos conciente de una mitología singular. El narrador lovecraftiano por antonomasia es el que sufre en carne propia los padecimientos, los cuales se marcan en la superficie corporal: por eso casi todos los relatos, tanto los de la primera etapa como los de la segunda, son en primera persona.
En este ensayo se trazarán tres posibles aproximaciones analíticas a la obra de Lovecraft, desde tres puntos de vista que no son excluyentes, sino capaces de complementarse los unos con los otros. Aquí se buscará analizar brevemente las construcciones literarias lovecraftianas desde los conceptos de “el Otro”, “el Mito” y “lo Innombrable”. La primera aproximación será desde la sociología y la psicología (el Otro), la segunda desde la antropología (el Mito) y la tercera desde la semiótica y la filosofía (lo Innombrable). Pasemos a considerarlas una por una.
En todas y cada una de las sociedades se trazan divisiones entre sus integrantes en función de juicios y percepciones significantes de tipo racial, religioso, ideológico, económico, cultural, sexual, institucional, político, etc. Estas diferencias implican siempre la construcción de un “nosotros” inclusivo y de un “ellos” exclusivo por parte de los grupos que conforman el todo social: mientras que en el primero se buscan semejanzas y puntos en común para la creación de una identidad compartida entre sus integrantes, en el segundo se buscan diferencias y puntos de conflicto para la conformación de otra identidad, distinta u opuesta a la primera, que representa a otro tipo de grupo humano (diferente en mayor o menor medida con respecto al primero). Las semejanzas o diferencias son siempre relativas y dependen del punto de vista considerado: el “nosotros” excluye al “ellos”, pero ese “ellos” también construye un “nosotros” para el cual el primer “nosotros” será un “ellos”. Estos mecanismos de diferenciación social crean identidades volátiles y pasajeras que permiten los cambios en los distintos niveles de las sociedades humanas (el político, el cultural, el económico, etc.). Los constantes choques entre el “nosotros” y el “ellos”, verdaderas posiciones simbólicas desde las cuales se juzga el comportamiento propio y el ajeno, generan reconfiguraciones continuas en las características de los grupos socio- culturales y provocan cambios a nivel de la estructura societal (las fuerzas productivas y las relaciones de producción, de tipo económico). Cuando una característica es juzgada como similar a las del “nosotros”, puede ser saludada por los miembros del grupo considerado como un acercamiento a sus intereses y valores; cuando otra característica es vista como diferente, puede ser considerada como un acto de provocación por parte del “ellos”. Es decir, la separación en grupos motiva reestructuraciones constantes en la identidad colectiva. Ésta última es el conjunto de características juzgadas como “estables” e “invariantes” por determinada aglomeración concreta o virtual de personas. Una aglomeración concreta sería, por ejemplo, los asistentes a un acontecimiento masivo; una agrupación virtual de personas es, por ejemplo, los habitantes de un país, provincia o municipio. La identidad que construye el “nosotros” siempre será distinta a la identidad que ese “nosotros” le adjudica al “ellos”: es un mecanismo de reafirmación del ser y del deber ser que genera rituales, hábitos, comportamientos, experiencias, etc. a través de rasgos compartidos u opuestos a los de la otra agrupación, la que se considera un “ellos”. Entonces, las identidades que generan las construcciones simbólicas “nosotros” y “ellos” funcionan como afirmaciones de lo propio, sea cual fuese su definición, y como negaciones de lo ajeno, de lo lejano, de lo que no se comprende, de lo que nunca se llega a aprehender del todo.
La percepción del individuo o grupo considerado es fundamental para comprender el mecanismo significante, del orden cultural, que permite construir ese “nosotros” al que se pertenece y ese “ellos” al cual se decide no pertenecer. La percepción, a través de la cual a los seres humanos les llegan los acontecimientos del mundo objetivo, del mundo histórico/ material, está determinada en primera instancia por los órganos sensoriales: la vista, el oído, el olfato, el tacto y el gusto. Es a través de estos filtros, de los cuales no podemos escapar, que nos llegan los acontecimientos y procesos que se dan en el mundo histórico: los cinco sentidos funcionan como una maquina subjetiva que filtra los acontecimientos objetivos, decidiendo qué se considera relevante y qué prescindible, que se toma en cuenta y que se desecha como superfluo. A este primer grupo de filtros simbólico/ naturales del ser humano, se van sumando los filtros ya enteramente de tipo social, las instituciones socializantes por las que atraviesa el individuo durante su formación: familia, escuela, vecindario, estado, medios de comunicación masivos, comunidad laboral, comunidad recreativa, etc. Todas estas instituciones bombardean al individuo con signos de distintos tipos que ayudan a configurar y reconfigurar su sistema de significaciones mentales, su cambiante estructura psíquica. Ésta última está dividida en conciencia e inconsciente. Mientras que en la primera encontramos los actos y manifestaciones materiales/ simbólicas más o menos controlables por el individuo, en el segundo está toda la vida profunda del ser, todo lo que se escapa a la categorización fácil y apresurada. El inconsciente es la esfera psíquica que el individuo no controla, es lo que nunca podrá aprehender, lo que nunca comprenderá: la maraña intrincada que se construyó esquemáticamente durante su niñez y adolescencia, y que permanecerá incompleta y abierta a constantes y progresivos cambios durante el resto del ciclo vital, dentro del cual la muerte es el único fin. El hombre no es dueño absoluto de sus propios actos, siempre estará esa región insondable que se le escapa a la comprensión conciente, esa parte intensa y oculta de su ser. El inconsciente dice presente en la vida diurna principalmente a través del sueño, manifestación más o menos reprimida de un deseo en apariencia insondable (la pesadilla es la realización abierta de un deseo inconsciente, casi sin que intervenga el mecanismo psíquico de la censura; el sueño del niño es la concretización llana de un desear sin ostentación; y el sueño del adulto es la realización encubierta de un deseo inconsciente, donde el mecanismo censor recorta en gran parte la libertad creativa que posee el sujeto).
Ahora bien, el “ellos” es totalmente homologable al “Otro”, síntesis absoluta de todos esos “otros” que se juzgan integrantes del “ellos”. El “Otro” con mayúscula es el conjunto de todos los grupos considerados externos, diferentes, incomprensibles. Es el concepto bajo el cual es licito y necesario agrupar a todos los “ellos”, a todos los lejanos con respecto a lo que se juzga como propio, como rasgo característico de mi ser. Este es un mecanismo social fundamental que, como ya se dijo, permite reafirmar mi identidad y negar la del otro. La identidad propia y la ajena son construcciones que el sujeto va modificando con el fin de posicionarse en el mundo histórico/ material (se actúa, se desempeña y se mueve en sus confines). Los “otros” son los miembros de ese grupo incomprensible que no posee mis mismos rasgos identitarios, aquellos que me definen en tanto “yo”. El individuo o grupo considerado no solo construye el “nosotros” en el que se incluye como miembro y el “ellos” poblado por los “otros”; también da vida a un “Otro” prototípico y paradigmático que reúne todas las características que ese “nosotros” expulsa hacia el exterior: los demás tienen esas características, hacen esas cosas y se mueven a través de determinados tiempos y lugares que les son propios. La misma línea que me separa del otro, esa que estoy trazando, parte de mi mismo y conduce directamente hacia el “Otro”. Pero ese “Otro”, desde su punto de vista, ve la misma línea y considerara que yo soy el “Otro”: la mutua reciprocidad de las significaciones sociales depende enteramente del punto de vista. A pesar de que los individuos solo ven las distancias que los alejan de ese “Otro”, una clara construcción y no un real; las líneas simbólicas que trazan diferencias se entrecruzan generando puntos en común y cercanías muy pocas veces percibidas por los sujetos.
¿Cómo es ese gran “Otro” paradigmático que construyó Lovecraft en su obra? Es un Otro que siempre está en la orilla opuesta con respecto al narrador/ protagonista de sus historias. Este último casi siempre paga el encuentro con la muerte o la locura. El Otro en Lovecraft es lo horroroso, la fuente del terror, el origen del espanto. Posee características precisas:
A) Ese Otro está corrido del tiempo y del espacio humanos, viene desde otro plano de la realidad, totalmente oculto y desconocido para el protagonista. Los monstruos de Lovecraft se rigen por otras leyes, obedecen a otros dioses, deambulan en márgenes y épocas que no se rigen por las ciencias ni obedecen la comprensión humana.
B) El Otro siempre está en un estado de transformación constante, su identidad está en mutación porque continuamente pasa de una forma a otra, de una condición hacia una nueva realidad, de un estadio hacia el siguiente. De ahí que los seres lovecraftianos siempre estén pudriéndose, reptando, comiendo, expeliendo sustancias, excreciones, fluidos, etc. La descomposición, la putrefacción y la modificación en el estado de los seres y las cosas que pululan en sus cuentos nos hablan del cuerpo de ese Otro, como un constante campo de transformación por penetración y expulsión.
C) Ese Otro es amorfo, incompleto, extraño, muy difícil de describir. Los tentáculos, los ojos, las extremidades y los orificios de las criaturas lovecraftianas hacen imposible una comparación exacta con algún animal o vegetal del mundo. Siempre es necesario extenderse en grandes descripciones que buscan abarcar lo inabarcable: la estructura corporal de un ser horrendo que el protagonista nunca antes había visto.
D) El Otro siempre provoca una infección extremadamente contagiosa entre todos los humanos, considerados “normales y sanos”. A Lovecraft siempre le fascinó todo lo que entra y sale del cuerpo, sean excrementos, alimentos, órganos, o balas. El contacto con ese Otro genera la destrucción de la vida del narrador, sea en forma material (la muerte) o simbólica (la locura).
E) A ese Otro no se lo puede aprehender ya que resulta imposible adivinar su origen, los estados por los que tuvo que pasar para llegar al aquí y ahora.
Esa incapacidad para dilucidad la fuente primigenia del diferente, del Otro, es la fuerza matriz de gran parte del género de terror. En Lovecraft es tan radical y aterradora la presencia de ese Otro no comprendido que es posible afirmar que el racismo conceptual es el principal eje en la obra del escritor norteamericano. El Otro pertenece a una raza inmemorial de seres que habitaron en otros tiempos y lugares. Muchas veces el horror más supremo recae en descubrir que esos tiempos y lugares están mucho más cerca que lo que el protagonista piensa: es frecuente encontrar pistas en los cuentos que permiten deducir que existe una fuerte conexión entre los humanos y los seres de las profundidades. El racismo radica en el espanto que genera la mera presencia del Otro, del diferente, al cual se niega desde el más profundo pavor. El Otro es un ser humano deformado y desfasado. Las exploraciones del protagonista de En las Montañas de la Locura son casi culposas: se va trazando toda la historia de los Primordiales, una raza espantosa y perdida, a través de extensas descripciones que buscan delimitar las fases por los que pasó dicha civilización (siempre con una curiosidad que no deja de manifestar un gran asco por las atrocidades, los rituales o la simple apariencia de estas bestias). Sin embargo, este es un racismo meramente conceptual, que se le puede adjudicar a todo el género de terror en su conjunto y no solo a Lovecraft. Éste simplemente lo exacerbó, haciendo irreconciliable la distancia que separa a los seres humanos “normales” de las criaturas que reptan en las oscuridades. La locura o la muerte; prácticamente no existe otra respuesta frente a la pregunta sin solución que plantea la mera presencia de ese Otro incomprensible: ¿cómo es posible la existencia de esa Otredad?
El Otro de Lovecraft es el del inconsciente, aquello que no podemos dilucidar. Es lo no controlado, lo que se escapa en los momentos más inoportunos y en los recovecos más ínfimos de nuestra praxis. Como un espejo demacrado de lo que podemos llegar a ser, o quizás de lo que somos, esos monstruos que se descomponen en un estado eterno de transformación hacia no se sabe qué nuevo capullo provocan el horror más profundo porque son totalmente inesperados, abiertos y cercanos. El pesimismo absoluto de Lovecraft radica en esa imposibilidad de tener un centro estable y completo: la vida se nos aparece como una transformación continua que nos ofrece apabullantes cambios de rumbo en modificaciones y movimientos constantes. El hombre permanece descentrado durante toda su vida, incompleto, amorfo, como infectado por los acontecimientos, procesos, cosas y seres que lo rodean: el mundo, su exterior, no se va porque él lo desee. Ese mundo, ese gran “Otro”, ya estaba antes de su llegada y va a seguir estando luego de su partida. El ser humano construye constantes ficciones de “estabilidad”, de un “nosotros” idéntico a sí mismo; cuando rápidamente la transmutación vital que lo rodea, y de la que forma parte, lo empuja a abandonar esos rasgos que parecían eternos y tan esenciales, hacia otros sistemas de comportamiento. Al no poder construirse un centro estable para sí mismo, o para su grupo, crea ficciones de estabilidad transitoria con el fin de poder vivir. Este es un devenir cultural/ significante fundamental para la reproducción social. Por eso cierta dosis de racismo conceptual siempre está presente como un mecanismo diferenciador necesario en la construcción de las identidades simbólicas: sin esas razas, sin esos “nosotros” y “ellos”, no habría contacto humano (sin significaciones no habría ni intercambio ni comunicación). El problema surge cuando el racismo pasa de ser conceptual a material; ahí la intolerancia, el pedantismo y el autoritarismo pretenden destruir la vida de lo diferente, del opuesto, exterminando toda opinión, conducta o ser contrario, juzgado incorrecto y malsano. El racismo conceptual de Lovecraft lo único que hace es decirnos que es imposible conocer del todo al Otro porque no puedo siquiera conocerme del todo a mí mismo. Las prolongadas, exquisitas, geniales descripciones de esos seres que hace el norteamericano, principalmente durante la segunda etapa de su carrera, se deben no solo a que abandonó en gran parte la preocupación por el componente formal de sus cuentos, la estructura clásica; también obedecen a esos intentos desesperados del mismo Lovecraft, en la figura de sus narradores, por comprender a ese Otro, describiéndolo de la forma más exhaustiva posible. En los mitos de Cthulhu, Lovecraft por un lado reemplaza el interés en la forma (los relatos de Nueva Inglaterra) con una preocupación por el contenido (la mitología de la segunda etapa), y por el otro ahonda en la configuración de lo impenetrable, de lo oculto. Ahí es cuando muchas veces descubre que ese Otro no es tan diferente como él creía. Pero nunca olvida que la estabilidad es una ficción, que siempre habrá algo no atendido listo a surgir desde un trasfondo inmemorial (no pensemos sólo en el pasado, incluyamos también las generaciones presentes y futuras). Los monstruos lovecraftianos casi nunca mueren en los relatos; los que mueren son los seres humanos, los protagonistas, en el mismo instante o inmediatamente después del encuentro con esas criaturas. Lovecraft nos pide que respetemos las otras vidas, las no comprendidas, pero también que no olvidemos nunca que son otras, distintas, particulares, con las que podemos chocar en cualquier momento. El “Otro” está tanto dentro nuestro, bajo la forma del inconsciente, como en el exterior, bajo la apariencia de esos otros seres, humanos o no, que viven vidas independientes a las nuestras. No podemos dominar del todo a ninguno de los dos “Otros”: como ya se dijo, querer controlarlos se paga con la muerte o la locura. La imposibilidad de esa total comprensión del “Otro” constituye el vacío que debemos aceptar para poder seguir viviendo en el mundo objetivo.
Ahora es momento de detenernos en una nueva aproximación analítica, quizás la más querida por los fans de Lovecraft. El Mito es una construcción ficcional que toma la forma de un relato con el cual se pretende explicar los orígenes esenciales de los seres, las cosas y sus divinidades. El mito funciona como una representación ejemplar de determinados comportamientos, situaciones y procesos vitales, describiendo diferentes estados del universo y argumentando a favor de conductas concretas y valores específicos. El fin de mito es ganar adeptos para la causa que defiende o garantizar la permanencia de los receptores ya convencidos por la dialéctica mítica. Los mitos son un mecanismo social muy utilizado para tratar de comprender a ese Otro insondable: es un intento más por encontrar el origen, las causas, los fundamentos de todo aquello que le resulta incomprensible a la sociedad. Como ficciones creadoras, los mitos facilitan la vida de los individuos porque crean la necesaria sensación de estabilidad que necesita la vida para mantener una cierta seguridad con respecto a un entorno en imparable transmutación. En vez de aceptar al movimiento y al cambio como los estados naturales del mundo histórico/ material, la credulidad ampliamente consentida de que lo normal es la permanencia inalterable de todo cuanto nos rodea, funciona en el día a día como un mecanismo tranquilizador que permite el vivir. Reconocer que se sabe poco y nada del contexto generaría en el vulgo una alarma peligrosa y cuestionadora para la vida. El mito es un medio más que ofrece una solución transitoria y titubeante, tan pasajera como nuestra propia existencia. Utilizamos el mito para tranquilizarnos y crear una ficción de comprensión total del Otro. Entonces, además de ser significantes, son también culturales: se modifican con la sociedad, cambian con ella, se adaptan porque forman parte constituyente de la misma y se cuelan en cada pequeño acto porque están pegados a nuestra estructura psíquica. Por supuesto que los mitos también cumplen determinadas funciones sociales como la dominación, la explotación, la reproducción de las desigualdades, la difusión de la ignorancia, la generación de apatía y desosiego, etc. Gran parte de los mitos que circulan a nivel social han sido construidos por las clases sociales dominantes a nivel económico, político y cultural. Casi siempre convalidar este u otro mito implica defender la causa o fin de ese mito, que es la causa de la clase social que lo creó, que le dio vida, que lo construyó. Hay cuatro clases de mitos, en términos de la causa que apoyan o atacan (Nota 3): A) mito incitante, que impulsa hacia la concreción de una causa; B) mito inhibidor, que impulsa hacia la no concreción de una causa; C) mito neutralizante, que genera indiferencia hacia una causa; y D) mito ambiguo o ambivalente, que genera confusamente impulsos hacia la concreción y no concreción de una causa. Los dos primeros mitos son los más comunes por ser los más directos y tajantes. Por su parte, las causas pueden ser también de distinto tipo: A) Hedónica: la concreción de la causa perseguida es simultánea a la satisfacción que genera, la causa motiva bienestar en sí misma. B) Pragmática: la concreción de la causa anhelada es un medio para otra causa, el bienestar aparecerá solo a futuro. C) Ética: la concreción de la causa perseguida es vista como una obligación, el bienestar ya estaba desde antes, en el pasado. En el primer caso la sensación agradable es contemporánea a la concreción de la causa, en el segundo es posterior y en el tercero es anterior. La causa puede ser vista de distintas formas según el tipo de mito que se trate: puede ser considerada deseable o no deseable (en el caso de las causas hedónicas, con mitos incitantes o inhibidores, respectivamente), practicable o no practicable (en el caso de las causas pragmáticas, con mitos incitantes o inhibidores), y/ o obligatoria o prohibida (en el caso de las causas éticas, con mitos incitantes o inhibidores nuevamente).
Todos los niveles de la sociedad poseen sus propios mitos: la economía, la política, la cultura, el arte, la ciencia, etc. Sin embargo, el escalón social que convirtió a los mitos en su marca registrada es la religión. Todas las creencias religiosas y metafísicas tienen por fetiche construir, modificar o eliminar mitos según las necesidades del momento y el lugar (ejemplos son los incontables concilios ecuménicos de los católicos, verdaderos ir y venir de mitos según los intereses de las cúpulas de turno). Esta vanalización y trivialización pragmática del mecanismo mítico no logró socavar su implementación. Es imposible que los maniqueísmos del poder aniquilen a los mitos en su totalidad porque estos están muy arraigados en las instituciones y los individuos (ambos se construyeron y se modifican al compás de las estructuras míticas: ellas le dan sentido a su existencia al crear un ideario propio que determina a posteriori su obrar). La esfera simbólica/ cultural/ política determina a la material/ económica, así como ésta última determina a la primera: hay reciprocidad e influencia continua entre los dos órdenes principales de la sociedad humana. Los mitos ayudan a construir las estructuras psíquicas de los individuos al facilitarles los intentos por comprender al gran Otro, aproximaciones a partir de las cuales los contactos con ese inaprensible se vuelven tanto posibles como necesarios. A pesar de tener algún basamento real (situaciones y/ o procesos histórico- sociales que actúan como disparadores), los mitos poseen el carácter esencial de las ficciones, el de ser una construcción significante fruto de la imaginación humana.
En Lovecraft vemos el proceso mitificante en su manifestación más pura, ya que estamos hablando de ficción que se asume como ficción: aquí el mito es explicito, no pretende colarse como realidad dentro de la cosmovisión del receptor o destinatario como hacen los mitos sociales clásicos. Si éstos últimos buscan ser aceptados como explicaciones “verídicas” del entorno y de su devenir, el mito lovecraftiano nos llega con toda la sinceridad que corresponde, presentándose como ficción apabullante y reveladora de un trasmundo tan imaginario y rico como falso y simulado. El mito de Lovecraft es un ejemplo de todos los mitos, de todas esas construcciones apócrifas de un origen que se desconoce en realidad. Esto quiere decir que son apenas aproximaciones tentativas hacia la comprensión del Otro. Mientras que los mitos sociales nos mienten alegremente y pretenden pasar por verdades, el mito lovecraftiano se asume como engañoso y nos invita a suspender la conciencia de esa fábula por el instante temporal que dura la lectura del cuento o la novela. Luego volvemos a la realidad, de la que sabemos poco y nada. El mito social nos encierra en la mentira y nos dice que esa es la materialidad (casi siempre un combo reducido a los rasgos juzgados más convenientes por los poderes sociales de turno). Como ya se sabe, el escritor no era del todo conciente de la serie de referencias cruzadas, personajes recurrentes y situaciones paradigmáticas que fue construyendo a lo largo de los años. Solo al final de su vida comenzó a tratar de estructurar una serie más o menos ordenada de cuentos para crear esa aglomeración infernal de seres sobrenaturales que conforman su mitología personal. Para ello, llamó a varios escritores amigos con el fin de que contribuyeran con más relatos de terror acordes con estas pretensiones (sobre todo en su segunda etapa).
Estamos frente a moradores de las regiones más desconocidas y criaturas ancestrales que parecen surgir desde las tinieblas. El Otro lovecraftiano es un Mito, es una ficción creadora de ficciones que permite explicar de la manera más horrorosa nuestro origen, nuestras posibilidades y nuestras limitaciones como seres habitantes de este planeta. De ahí la riqueza de la obra de Lovecraft: está abierta a la modificación porque desde el vamos está incompleta. Toda la estructura mítica, prodiga de autoreferencias, se ofrece al lector como una incompletitud que permite ampliar o desvanecer las fronteras del caótico sistema. Precisamente por eso, tantos escritores a posteriori de la muerte del maestro continuaron con el ciclo de Cthulhu, sumando mitos a través de la redacción de nuevos relatos. El propio Lovecraft en vida apoyó e incentivó esta tarea. Quería que su obra creciera hasta que se le escapara de las manos, hasta que le fuera imposible detener su crecimiento, hasta que esos pequeños relatos adquieran su carácter principal, alcanzaran su fin, su causa: ser mitos literarios abiertos al publico lector, el cual no solo sería pasivo, receptor de novelas escritas por otros; sino activo, un destinatario movilizado por la pasión que provoca lo desconocido, lo desarticulado del tiempo y el espacio. Los mitos que construyen tan hábilmente los relatos de Lovecraft son incitantes ya que impulsan hacia la concreción de su causa: su propia perpetuación a través de la pluma de las futuras generaciones. Son mitos expansivos que buscan crecer y fortalecerse bajo la forma de nuevas creaciones literarias. Nos referimos no solo a Cthulhu; también los relatos de Nueva Inglaterra incluyen, aunque en forma larval, esta pesquisa por desahogar los cuestionamientos existenciales de su creador a través de una narrativa muy colorida y rica en metáforas. Sus mitos construyen esa cofradía de seres reptantes y pútridos: los dioses creados son ese “Otro” con el cual pretendemos explicar la razón de nuestra presencia en el mundo histórico/ material. Esos primeros dioses, esos “otros dioses” de los que habla Lovecraft, son el reflejo vivo de nuestra duda, de nuestra esencia que, como el agua, se nos escapa de las manos. Uno de los mecanismos que podemos implementar para intentar acercarnos al Otro es construir mitos, representaciones ficcionales de su ser, su esencia primordial, aquello fundamental que lo constituye y le da forma. Aunque representaciones parciales e ilusorias, los mitos son excelentes ayudas para la aprehensión fragmentaria de lo desconocido, de todo aquello que produce miedo y terror.
Pasemos ahora a la siguiente aproximación analítica, la que gira alrededor de lo Innombrable. Aquí es necesario explicitar la diferencia entre dos conceptos muy importantes, “lengua” y “lenguaje”. Cuando hablamos de “lengua” nos referimos al sistema abierto de signos intercambiables que caracterizan a determinados grupos sociales, étnicos, raciales, económicos, políticos, culturales, nacionales, ideológicos, etc. La lengua se va transformando con los vaivenes de la sociedad: nace, se adapta y muere con los cambios, los estados de ánimo, los patrones de comportamiento, los movimientos, los tiempos sociales. Es un conjunto de elementos significantes, orales o escritos, que se remiten los unos a los otros obedeciendo determinadas reglas relativamente invariantes, aunque susceptibles de transformación. La lengua tiene su propia historia, la cual corre paralela a la de la sociedad, el grupo, la etnia, la clase social o la comunidad considerada. Las lenguas solo existen gracias a las comunidades de hablantes que les dan forma; ellas dictaminan a través del uso diario de los signos cuál será la sintaxis, el vocabulario y/ o la construcción significante considerada adecuada y correcta para tal o cual situación. Cuando una lengua se deja de hablar, muere y desaparece, aunque nunca del todo: siempre hay supervivencias lingüísticas de lenguas anteriores a la presente, o de las cuales la presente es un derivado, fruto del proceso de complejización incesante que sufren los signos durante el ciclo vital de la sociedad. Las lenguas remiten a las letras y a las palabras, mecanismos esenciales de la expresión humana. Estas últimas son capaces de transmitir complejos mensajes abstractos que propagan de manera directa cuestiones y conceptos imposibles de difundir a través de otros medios. Los lenguajes, por otro lado, son conjuntos de señales relativamente invariantes y estables que, al igual que las lenguas, sirven para comunicar distintos pensamientos y sensaciones. En el caso de los lenguajes humanos, son casi todos de tipo visual y/ o táctil. Ejemplos son las gesticulaciones, los movimientos, las caricias, los golpes, etc. En lo que respecta a los animales y los vegetales, éstos también poseen lenguajes propios que, al igual que los del ser humano, remiten a la dialéctica corporal y sus derivados. Mientras que la lengua abarca la amplísima combinación y recombinación de los signos del alfabeto formando palabras y frases; el lenguaje es mucho más simple ya que se haya acotado a un repertorio limitado de marcas distintivas, de indicios que funcionan como avisos de determinados estados de los seres, que a pesar de su susceptibilidad a la modificación, no permiten las grandes abstracciones que habilita la lengua. Entonces, si la lengua funciona como una combinación incesante abierta al cambio, el lenguaje lo hace como una configuración más o menos cerrada e imposibilitada de ampliar su esfera comunicacional. De todas formas, el componente visual del lenguaje, con todos sus rasgos, contornos, colores, texturas y formas, es también un interesante campo de intercambios. La riqueza de los signos de la lengua encuentra un complemento muy interesante en las señales del lenguaje. Las lenguas son los mecanismos principales a través de los cuales se construye el sentido social, las posibilidades significantes de una sociedad; en esta empresa reciben gran ayuda de las señales constituyentes de los lenguajes corporales, verdaderos sistemas de auxilio cuando a través de la sola palabra se hace difícil la comprensión de los mensajes. Palabra y gesto se superponen en las conversaciones de todos los días; cada una refuerza, aclara o hace redundante a la otra, buscando que el o los receptores diluciden correctamente el sentido. Siempre se busca garantizar el efecto significante del mensaje, sea este construido a través del sistema de la lengua o del lenguaje: un dialogo fluido es aquel en el cual los participantes obtienen una respuesta frente a sus transmisiones comunicacionales.
En Lovecraft encontramos una gran contradicción que funciona como génesis de su fuerza literaria. En su obra hay un constante intento por aprehender a través de los signos, las palabras y las frases (nivel lingüístico) todo lo que pertenece a la esfera del lenguaje corporal y visual. De ahí las prolongadas descripciones de los seres monstruosos, sus conductas, sus hábitos, sus rituales, sus ceremonias, sus movimientos, sus apariencias, sus olores, sus formas, sus texturas, sus sonidos, sus colores, sus extremidades, las reacciones que provocan en la sensibilidad de los protagonistas, etc. Hasta sus lenguas son objeto de este intentar abarcar: esas lenguas siempre resultan extrañas para el narrador porque ellas son siempre lenguas del Otro, máximo representante de la incomprensión que genera en los hombres las vidas ajenas, la existencia de lo distinto. Como ya se dijo, los intentos lovecraftianos por comprender al Otro a través de la construcción incesante de mitos son fundamentales en la obra del norteamericano ya que actúan como fuerzas propulsoras de toda su literatura. Ahora podemos ver que ese intento no solo está condenado al fracaso por el mismo proceso de socialización por el que atraviesan todos los seres humanos (los filtros sensoriales y culturales que funcionan sobre todo lo objetivo- real). También falla por la estrategia implementada: el captar lo propio del lenguaje a través de los recursos e instrumentos que brinda la lengua (es decir, las palabras). Por supuesto que el dramatismo que implica este accionar constituye un excelente recurso literario que Lovecraft nunca dejó de explotar en sus creaciones: es posible encontrar en casi toda su obra esta explicitación de la incapacidad de la lengua para describir esas criaturas. Los narradores de los relatos consideran que no existen palabras que puedan dar cuenta de la configuración corporal de estas razas de seres monstruosos, de esos “otros” inexpresables, indescriptibles, “innombrables”. No solo es imposible construir una descripción detallada y certera de la apariencia y movimientos de los otros, tampoco resulta plausible describir el horror interno que genera su mera presencia en los narradores lovecraftianos. El cuerpo ajeno, la horrorosa configuración visual que los protagonistas tienen delante de sus ojos, no es el único insondable; también lo es el cuerpo propio porque la estrategia encarada es premeditadamente incorrecta (se utilizan signos en vez de señales para describir cuerpos y movimientos; esto es literatura), y porque los propios sujetos están descentrados (carecen de centro estable al cual recurrir dentro del incesante fluir de la vida). Por supuesto que esta imposibilidad de nombrar de manera completa lo corporal y de comprender al Otro, al igual que la pretensión por lograrlo que constituye el mecanismo mítico, es propia de toda la sociedad y el arte, no solo de la obra de Lovecraft. Lo que aquí desarrollamos son simplemente tres aproximaciones para el análisis de una literatura que constituye un buen ejemplo de estos factores y mecanismos significantes, tan fundamentales para comprender la constitución y reproducción de aquello que llamamos sociedad.
La violencia que implica esta incapacidad de nombrar, esta dificultad esencial de abarcar “lo Innombrable”, se marca a fuego en la carne de los protagonistas bajo la forma de la locura (desaparición simbólica) y la muerte (deceso material). Durante el ciclo de los mitos de Cthulhu, esta característica fundacional del cuento lovecraftiano es de tal radicalidad que le impide al autor mantener una estructura cerrada, el formato lógico clásico, de tipo lineal, y lo lleva a abrazar una estructura caótica que obedece más a la sucesión de señales propias de los sueños, o en todo caso, de las pesadillas. Al no existir ningún tipo de corsé formal que encierre al cuento y lo sujete dentro de determinadas leyes a respetar, la literatura desparrama signos alrededor de un centro horroroso que porfía en su verbosidad con el fin de desentrañar el mito máximo: la propia razón de ser y la del Otro, la del diferente. Los cuentos y novelas de Lovecraft abrazan fervientemente, sin medias tintas, la coherencia barroca del mundo onírico; sede maravillosa del inconsciente, centro matriz de la imaginación creadora del hombre y hogar de todos los secretos que permanecen cubiertos bajo una inconmensurable pila de significaciones complejas y muchas veces contradictorias. Los mitos de Cthulhu nos reenvían a las regiones más desconocidas de la humanidad, en donde acechan, como fantasmas que no alcanzarán nunca la paz, todo lo que la sociedad ha considerado “antisocial”, todo lo que permanece oculto en la oscuridad, preparándose para salir en los instantes de mayor presión y conflicto. Cuando la tensión resulta incontrolable, esos “otros dioses” se dan cita para destruir las mascaras detrás de las cuales se esconde lo reprimido, aquello que encerramos en una celda psíquica inconsciente confiando que nuestro mecanismo censor mental podrá prevenir y/ o corregir las infracciones que la conciencia aquí o allá se sentirá tentada a cometer. El Otro mítico es tanto fruto de la conciencia como del inconsciente. Es una decisión personal de Lovecraft el hacer recaer sobre el inconsciente, en sus manifestaciones oníricas, el origen y la fuerza productora de su mitología: el maestro decidió abrir la puerta de la celda que encerraba a todos esos pequeños y grandes seres que tanto pavor nos dan, que tanto miedo nos enseñaron a tenerles, y que, como buenos alumnos que fuimos, somos y seremos de la sociedad, tanto horror generan con su simple existencia.
Howard Philips Lovecraft a los precoses 15 años escribió su primer cuento corto, La bestia en la cueva. Allí el narrador es un hombre perdido en una caverna que termina matando a un ser que juzga macabro y escalofriante, sin percatarse que le estaba quitando la vida a un par, a otro hombre como él. Así destruye el espejo que le devuelve una imagen que el narrador no quería de sí mismo, la de la decrepitud, la putrefacción, la transformación producida por el tiempo y el espacio: el ser juzgado como amorfo, infectado por algún virus milenario e incapaz de ser escudriñado es reconocido solo luego de su muerte, luego de su desaparición concreta. Al vislumbrar que lo suprimido era otro ser humano, el horror anterior al morador de la oscuridad le parece ahora ínfimo y el espanto que produce el acto cometido trepa hasta alturas inimaginables. La conciencia del hombre como destructor del hombre es lo que produce el terror en el protagonista del relato: este es un ejemplo del retorno de lo reprimido dentro de la obra de Lovecraft. Ninguno de los patrones simbólicos conocidos por el hombre ayuda en los intentos por comprender al Otro, por lo que resulta imprescindible y hasta necesaria la construcción de otros Mitos, distintos a los cotidianos, los populares, los prosaicos. Ellos pretenden dar cuenta de estas civilizaciones ancestrales, de estas razas que no se prestan a la comparación con el “nosotros” en el que los narradores lovecraftianos gustan encerrarse (en el que nos gusta encerrarnos como hombres temerosos de lo desconocido que somos). Lo que nos dice Lovecraft es tan terrible como cierto: solo cuando asesinamos a otro hombre rompemos en llanto y lamentamos la perdida irreparable de un hermano. Solo un segundo después de la muerte, la cólera comienza a disminuir. Pareciera que solo nos reconciliamos con esa no comprensión que le prodigamos al Otro cuando llega su desaparición, al suplantar el real con otra construcción mítica de lo creemos que fue: solo recordamos lo que queremos recordar y desechamos todo el resto inabarcable, todo lo que nos motivó a matarlo. Al estar descentrado, las opciones son estas: A) el suicidio, la muerte propia al no poder aceptar la imposibilidad de reconocer el propio ser, o B) la muerte del Otro, ya sea simbólica o material. Y ya todos conocemos cuál es la opción que elige la enorme mayoría de la humanidad. El racismo conceptual lovecraftiano es el racismo humano, que pretende controlarlo todo en su afán egoísta y manipulador de constituirse en señor rector de la vida y la muerte de cuanto ser, cosa, sensación o pensamiento encuentre en libertad, en estado de igualdad en el mundo histórico/ material; sin darse cuenta que ese racismo conceptual es apenas una exploración titubeante, narcisista y parcial de ese mundo. Pero al mismo tiempo, esa es la mayor condena del hombre, para la cual nunca encontró, no encuentra ni encontrará solución definitiva y estable porque no puede ser dueño absoluto ni siquiera de su propia vida, regida por una estructura psíquica partida entre una conciencia relativamente cerrada y un inconsciente ampliamente libre. Si Lovecraft abrazó esta última esfera fue porque sabía por donde se aproximaba lo tenebroso para el hombre: en los recovecos inexpugnables se asoman aquellos a los que les deseamos inconscientemente la muerte con todas nuestras fuerzas, esa raza de seres por los cuales construimos constantemente mitos para intentar explicarlos, desentrañarlos, comprenderlos. Son una raza de monstruos que nos producen escalofríos porque no los entendemos, no son más que los otros seres que habitan el mundo…