Cuento

El Patio Suburbano

Por Mariana Isabel Ludueña

Empezó a llover. La desgracia cae en la ropa dormida y flácida que cuelga de la soga. Cae en el triciclo resignado que aceptó el abandono de a poco; no sin brotes de histeria, resentimiento y óxido. Óxido en su cuadro verde, óxido en su guardabarros jubilado, óxido en los rayos de sus rueditas paralíticas.

De naranjo a naranjo, el brazo único de la soga se balancea queriendo esquivar las gotas obesas que llegaron desde su gris y frío nacimiento de altura.

Ya se rindieron los estúpidos repasadores que, por instinto y con voracidad, tomaron cada gota implacable que les cayó. Qué vergüenza ajena dan los calzoncillos y las bombachas con esa cara de espanto que los deforma. La boca bien abierta y colgando. Qué vergüenza como se estiran. La vergüenza de los tapavergüenza, que sustituyeran, desde el principio de los tiempos, a las entrañables hojas de higuera. Cuánto temor a la lluvia, a la exposición de sus finos elásticos azules.

Una blusa de seda oriental, seductora desde sus más íntimas fibras, sucumbe (sadomasoquista) a los dedos del chaparrón. Se resiste brillando, se contornea, se golpea la espalda con sus puños floreados. Golpea y desvía las gotas de su cuello, hace berrinches, coquetea impulsada por su orgullo de pertenecer a una buena familia, pero termina igual de oscura y empapada que la blusa de nylon que se va resfriando a su lado.

Ella, la blusa carmesí de nylon, ordinaria y con sus lamparones amarillos en las axilas, recibe con dignidad de clase obrera el divino castigo. La azotan unas hojas de sauce que llegaron -pendencieras, desarraigadas- desde el norte del patio. A su lado yace el pantalón de grafa azul, pesado, con pecas blancas de pintura en sus muslos. Se mantiene duro y es estoico. Duro y con sus agujeritos remendados; duro y castigado.

Ahora: otro resoplido apoteótico arroja más lejos (a los dominios de los ladrillos con moho) a una camiseta de fútbol y la humilla. Y la enrosca y la embarra y revuelca.

Casi todo ha sido arrasado. En el más silencioso de los desconciertos: se detiene la lluvia. Se marchan del patio las nubes negras. Se marchan rápido, tal como llegaron.

En el cielo aparece el souvenir multicolor del pacto bíblico y, con vergüenza, empiezan a levantar de nuevo sus cabezas todas las ropas todas de aquel patio suburbano.