El Pueblo de los Malditos (Village of the Damned)

El plano astral

Por Emiliano Fernández

Como ocurría en la otra famosa adaptación cinematográfica de un libro de John Wyndham Parkes Lucas Beynon Harris alias simplemente John Wyndham, El Día de los Trífidos (The Day of the Triffids, 1963), dirigida por Steve Sekely y Freddie Francis y escrita por Bernard Gordon y Philip Yordan a partir de la archiconocida novela homónima de 1951, en El Pueblo de los Malditos (Village of the Damned, 1960), del cineasta alemán asentado en el ámbito británico Wolf Rilla, nos topamos con un relato coral que nos presenta un indicio de apocalipsis basado en primera instancia en jugadas retóricas que podrían calificarse como mundanas o relativamente tradicionales, correspondientes a un verosímil en gran medida prosaico aunque con un giro narrativo fantástico que anticipa el terror por venir, en el film de Sekely y Francis aquella ceguera general de la población debido a una enigmática lluvia de meteoritos y en el opus que nos ocupa de Rilla el desmayo masivo de los habitantes del pueblito inglés de Midwich por lo que tácitamente se considera la influencia de seres del espacio exterior que transmiten impulsos de energía y materia, logrando embarazar a todas las hembras humanas capaces de engendrar un vástago. El ingrediente verdaderamente ilusorio o estrafalario, ese que en ambos casos vuelca a la faena en su conjunto hacia una cruza entre horror claustrofóbico y ciencia ficción decididamente histérica, pasa por el extrañamiento de lo habitual y sobre todo de una cosa o una entidad o un ser que en la vida cotidiana no reviste mayor peligro o por lo menos se lo prejuzga de esa manera, estrategia y pivote fundamental del terror moderno en eso de dejar atrás a los monstruos grotescos de la antigüedad y abrazar a la paranoia burguesa por antonomasia de lo conocido o lo próximo hoy reconvertido en amenazante, por ello mismo las películas resultaron tan memorables en su momento y todavía llaman tanto la atención los nenitos tenebrosos que nacen de las mujeres preñadas y aquellos trífidos asesinos del film de tres años después, unos híbridos carnívoros entre el reino vegetal y el animal que poseen raíces de tres puntas, llegaron a la Tierra desde el cosmos, se esparcen mediante esporas, devoran a los deliciosos humanos y pueden desplazarse desarraigándose a gusto cual engendro reptante de vocación lúgubre.

 

El guión original del norteamericano Stirling Silliphant, un profesional muy errático que supo colaborar con Jacques Tourneur, Don Siegel, Sydney Pollack, Norman Jewison, Ralph Nelson, William Wyler, Peter Yates, Richard Fleischer, Ronald Neame, John Guillermin, James Fargo, Menahem Golan y el Sam Peckinpah de Aristócratas del Crimen (The Killer Elite, 1975), fue reescrito por Rilla y el también productor Ronald Kinnoch, un dúo que mantuvo los pilares de Los Cuclillos de Midwich (The Midwich Cuckoos, 1957), la novela de Wyndham, todo un experto en catástrofes que analizaban los misterios de la evolución genética y cuestionaban con planteos dolorosos el entramado ético de la cultura occidental, la familia nuclear y el funcionamiento de las instituciones en la sociedad diaria: todos en Midwich, bípedos y animales, pierden la conciencia por casi cuatro horas y ello pone en alerta al médico del lugar, el Doctor Willers (Laurence Naismith), y a un militar de una base no tan lejana, el Mayor Alan Bernard (Michael Gwynn), hermano de una bella mujer, Anthea (Barbara Shelley), que está casada con un científico, el Profesor Gordon Zellaby (un estupendo George Sanders), el cual como todos los otros habitantes ve con asombro los embarazos y el alumbramiento en la misma jornada después de una catarata de acusaciones de infidelidad contra las mujeres casadas y de “vida licenciosa” contra unas adolescentes que se llevan la peor parte de la pedantería hipócrita de la época, así las cosas los mocosos resultantes sufren de gigantismo e hidrocefalia, poseen cabello rubio, ojos peculiares y uñas más angostas que las normales, demuestran ser súper inteligentes con apenas tres años de edad, responden a una mentalidad de panal, hacen gala de una telepatía que no sólo puede leer la mente ajena sino también sugestionarla como si se tratase de una hipnosis implícita y para colmo no ocultan para nada la uniformidad en su apariencia, una excesiva frialdad y sus proyectos de defensa colectiva, además gustan de caminar juntos, son muy proclives a la venganza y garantizan su impunidad -escudados en el argumento de que deben sobrevivir sí o sí ante la desconfianza y agresiones de sus padres y otros humanos- mediante el olvido inducido en los testigos de sus acciones, cada vez más y más espeluznantes e impiadosas.

 

En este punto hay que sincerarse y aseverar que estamos ante la única película interesante del casi siempre muy mediocre Rilla, un señor que se mudó cuando niño con su familia a Londres escapando del ascenso del nazismo en Alemania y que con el transcurso del tiempo encontró su nicho trabajando en la Clase B británica de su tiempo y especialmente en la división local de la Metro-Goldwyn-Mayer, para la que de hecho realizó El Pueblo de los Malditos luego de un intento fallido de rodaje en yanquilandia que se cayó a pedazos debido a la muerte en 1958 del semi protagonista original en el rol de Zellaby, el actor Ronald Colman, en este sentido vale recordar que Rilla fue el responsable además de Cairo (1963), floja remake de la genial La Jungla de Asfalto (The Asphalt Jungle, 1950), de John Huston, y reencuentro en sí del director, la estrella Sanders y el por entonces sólo productor Kinnoch, y que su generosa experiencia previa en televisión y en el séptimo arte lo preparó para redondear una faena tan compacta y brillante como la presente, habiendo coqueteado con géneros como el film noir, la comedia, el misterio, las aventuras, el melodrama, el thriller, las propuestas judiciales, las odiseas históricas, el cine de acción, el espionaje, las estudiantinas, el convite testimonial, las epopeyas familiares, las pavadas románticas y el erotismo símil picaresca de antaño, amén de una sutil especialización en dramas criminales que lamentablemente tampoco arrojó obras memorables debido a la tendencia del cineasta al trabajo por encargo dentro del emporio industrial más intercambiable. Mediante el sencillo latiguillo a lo proto slasher de la seguidilla de muertes causadas por los purretes, como la de ese conductor que llevan a estrellarse contra una pared porque casi atropella a uno de ellos, la del hermano del anterior, el exaltado James Pawle (Thomas Heathcote), “suicidado” con una escopeta por pretender matarlos en plan revancha y la de aquel otro infeliz que termina en llamas por osar encabezar una turba de pretensiones homicidas cual horror gótico, la película contrapone el iluminismo ingenuo de Zellaby, el cual consigue de las autoridades castrenses británicas un año de investigación en paz con los niños, y el gran recelo que generan en el resto de la población por su carácter gélido y demasiado precoz.

 

La homologación entre ausencia de sentimientos -y sobre todo de amor o apego vincular- y el sustrato inhumano/ robotizado/ alienígena de los mocosos implica que la imperfección nos hace lo que somos, algo en primer plano mediante el “no vástago” de Anthea y Gordon, ese terrorífico David en la piel de un perfecto Martin Stephens que asimismo descollaría en ocasión de su Miles de Los Inocentes (The Innocents, 1961), aquella joya de Jack Clayton que adaptaba Otra Vuelta de Tuerca (The Turn of the Screw, 1898), la clásica novela corta de Henry James, pensemos que el chiquillo, nada menos que el líder del grupo de cabellos platinados y ojos luminosos cuando de hipnotismo macabro se trata, casi nunca da el brazo a torcer -sólo ensaya una mínima sonrisa después del automóvil incrustado contra el muro- y así despierta el miedo/ rechazo paulatino de su madre y esa fascinación/ automatismo vacuo cientificista de su padre, dos perspectivas irreconciliables que en la sociedad humana tienden a la cruel supresión del diferente por negar los patrones compartidos de convivencia e intercambio del rubro que sea. Sopesando tópicos siempre “pesaditos” como la violación, la moral pública, el aborto, la pareja en crisis, el parto, la crianza del prodigio, la genética, la psicopatía, los controles de natalidad, la pedagogía institucionalizada y los fantasmas del filicidio y el parricidio, el opus retoma ese parasitismo de puesta de los cucos o cuclillos, aves a las que hace referencia el título original de la novela de Wyndham, para pensar esta costumbre de determinadas especies de encajarles a otros sus hijos para que los críen como propios hasta la edad de la autonomía total, generando desde ya la muerte de los vástagos naturales, de allí el trasfondo traumático y muy adulto del film para su época ya que no sólo desarma las previsibilidades de la parentela estándar sino que pone en cuestión el fruto de la propia sangre, en pantalla empardado a una faceta ignota sobre la que no tenemos el más mínimo control en función de un plano astral que influye o dictamina descaradamente sobre la fisiología del sujeto y su círculo íntimo, sin que el Estado, la religión, las corporaciones o la medicina improvisada que sea puedan hacer algo al respecto. Entre las mutaciones, la condescendencia neopuritana lobotomizadora, el holocausto a la vuelta de la esquina y el fetichismo para con la razón instrumental y un saber experimental que siempre defrauda como la panacea social del futuro, grandes obsesiones de la Guerra Fría pero también de un Siglo XXI siempre cercano al colapso más heterogéneo, El Pueblo de los Malditos, obra maestra que desencadenaría un par de remakes patéticas, la de 1995 de John Carpenter y la televisiva de 2022 de David Farr en formato de miniserie para Sky Max, y una secuela algo insólita aunque atractiva, la casi siempre olvidada El Germen de las Bestias (Children of the Damned, 1964), opus de Anton Leader con guión de John Briley en el que los purretes irradiaban una potencialidad más benigna que maléfica, en suma es un thriller microscópico y de una precisión quirúrgica que no ha perdido ni un ápice de todo su poderío discursivo desde aquel estreno, incluso considerando que los efectos especiales son de una precariedad absoluta porque el detalle “marca registrada” de los ojos emblanquecidos escalofriantes se logró en la enorme mayoría de las tomas trabajando sobre simples imágenes congeladas…

 

El Pueblo de los Malditos (Village of the Damned, Reino Unido, 1960)

Dirección: Wolf Rilla. Guión: Wolf Rilla, Ronald Kinnoch y Stirling Silliphant. Elenco: Martin Stephens, George Sanders, Barbara Shelley, Michael Gwynn, Laurence Naismith, Richard Warner, Jenny Laird, Sarah Long, Thomas Heathcote, Peter Vaughan. Producción: Ronald Kinnoch. Duración: 77 minutos.

Puntaje: 10