Uno de los latiguillos más repetidos en la historia del terror cinematográfico como género es el de la colección de muertes que pueden responder a distintas excusas, desde el accionar de un asesino en serie, pasando por algún juego perverso de turno o misión autoasignada, hasta el paradigmático crimen que obliga a una sucesión de otros crímenes para “tapar” al primero, en esencia el antiguo problema de la eliminación eterna de testigos. Ya sea que las muertes aparezcan en pantalla o estén incorporadas de manera tácita a la narración, opus variopintos como M (1931), de Fritz Lang, El Malvado Zaroff (The Most Dangerous Game, 1932), de Ernest B. Schoedsack y Irving Pichel, y Asesinatos en el Zoológico (Murders in the Zoo, 1933), de A. Edward Sutherland, patentaron diferentes aristas del formato retórico que se movieron en paralelo con aquellos monstruos clásicos de la Universal Pictures y que eventualmente serían modernizadas por la Hammer Film Productions en los años 50, a su vez base para el aluvión exploitation de las décadas del 60, 70 y 80 tracción a una seguidilla de homicidios que pasaron a hegemonizar subgéneros -o armazones comerciales insistentes o especialidades de cada país- del momento, pensemos en el fantaterror español, el giallo italiano y sobre todo el slasher de Estados Unidos, este último una adaptación reduccionista del anterior y verdadero estereotipo de los 80 en adelante entre las faunas de pocas luces del público y la crítica cuando se piensa en una andanada de muertes hiperbólicas, truculencias que para mediados de los 70 ya respondían a una moral conservadora debido al hecho de que los cadáveres apilados -especialmente los primeros, los que obedecen al “amor al arte” en cuanto a la carnicería- eran casi siempre de individuos de vida licenciosa o alejada de la santa trilogía de “Dios, patria y familia” en tiempos en los que la ingenuidad hippona de los años 60 dejaba paso a la politización radical e hiper nihilista de la década siguiente, donde el choque entre dos modelos opuestos de sociedad era evidente porque izquierda y derecha no dejaban de romperse las cabezas sin cesar cual guerra civil aunque de alcance planetario.
Si bien nominalmente pertenece al fantaterror y a la larga tradición en cuestión, esa de la colección de asesinatos que amenizan la velada, lo cierto es que Una Vela para el Diablo (1973), simpática obra de Eugenio Martín también conocida por sus títulos para el mercado anglosajón, A Candle for the Devil e It Happened at Nightmare Inn, cuenta con una estrella importada y jamás fue tan famosa como otras faenas españolas del período que se movieron dentro del mismo esquema narrativo, recordemos para el caso Gritos en la Noche (1962), el clásico bizarro de Jesús Franco inspirado en Los Ojos sin Rostro (Les Yeux sans Visage, 1960), de Georges Franju, La Residencia (1969), joya a cargo de Narciso Ibáñez Serrador que en gran medida inventó los clichés más célebres de las películas de internado femenino, y Ceremonia Sangrienta (1973), realización de Jorge Grau en torno a la figura de Isabel Bathory/ Erzsébet Báthory (1560-1614), una condesa húngara que se dice fue responsable de cientos de homicidios rituales para mantenerse joven y hermosa. Aquí Martín, también artífice del guión junto con Antonio Fos, por entonces colaborador habitual de Eloy de la Iglesia y futuro socio repetido de Eugenio, se centra en el derrotero asesino de un par de cuarentonas puritanas afines al catolicismo más rancio, Marta (Aurora Bautista) y Verónica (Esperanza Roy), que precisamente dirigen una pensión de la España profunda, Las Dos Hermanas, y se encargan de reventar a señoritas que llegan al lugar con planes de turismo desvergonzado, así a una inglesa llamada May Barkley (Loreta Tovar) la empujan por una escalera por tomar sol desnuda, a la holandesa Helen Miller (Lone Fleming) la acuchillan sin más por su ropa provocativa y porque una noche se emborracha y se pone violenta ante el oscurantismo del pueblito, y finalmente a una ninfa que llega con un bebé y responde al nombre de Norma (Blanca Estrada) le clavan un atizador de chimenea en la espalda bajo la falsa suposición de que no está casada. Aquí los cotilleos van y vienen y responden tanto al gremio de las cristianas como al enclave social más general que subraya la locura de Marta.
Entre el horror de personalidades contrastantes o más bien complementarias, las propuestas de hotel o pensionado del averno que no dejan pasar infracción sin castigar, el sexploitation de putas deliciosas adeptas a ventilar su anatomía sin pudor y el proto slasher alrededor de una cruzada un tanto paradójica de limpieza colectiva para suprimir al que piensa distinto, osa contradecir el sentido común o se mueve por fuera del ecosistema de las consabidas “buenas costumbres” de la época, Una Vela para el Diablo, como buen exponente de ADN cien por ciento marginal, por un lado hace un espectáculo de conductas aún consideradas condenables, esas personificadas en las tres víctimas en sintonía con el exhibicionismo, la promiscuidad y la condición de madre soltera o campeona del divorcio, y por el otro lado pondera el carácter estrafalario de nuestro dúo femenino de verdugos comparándolo con la representante de una normalidad símil “solución negociada” entre el fundamentalismo religioso o represión sexual y la apertura cultural post revolución libidinosa de la década previa, Laura Barkley (Judy Geeson), una muchacha muy recatadita que llega a la región bucólica para buscar a su hermana, May, y se topa con un hombre que la conocía de haberla visto en un museo vernáculo sacando fotos para una empresa británica, Eduardo (Víctor Barrera), y con el par de chifladas, léase la mayor Marta, líder familiar y cristiana fervorosa desde que su prometido la abandonase en el día de la boda y se fugase con una mujer más joven y “moderna”, algo que no impide una clara tendencia sadomasoquista y voyeurista que abarca los homicidios señalados y el doble detalle de dejarse cortar el cuerpo por los juncos y espiar a los varones bobos del pueblo mientras se bañan en un arroyo, y la menor Verónica, quien mantiene un romance clandestino con un cuasi adolescente que desempeña labores varias en la pensión, Luis (Carlos Piñeiro), gran eje de conflictos entre ellas porque Marta asimismo se siente atraída hacia el joven y Verónica suele robar dinerillo de ambas para dárselo al adonis, una dádiva no solicitada que transforma al empleado en un gigoló.
Martín apela de manera generosa a la carne femenina y masculina, incluso incorporando penes infantiles, se hace un festín con el sustrato morboso del “tratamiento” de los cuerpos, desde el clásico desmembramiento e incineración en un horno a leña hasta la sorprendente idea de esconder el cadáver de Norma en una de las tinajas de vino del sótano, se burla largo y tendido de la mediocridad y conservadurismo de los pueblitos del interior agreste, sobre todo en materia del trasfondo culposo de todo lo que implique sobrepasar los límites de la parentela más casta, y aprovecha a la perfección aquella honda crisis de la dictadura correspondiente al tardofranquismo (1969-1975), una etapa histórica en la que los recursos expresivos citados eran viables porque el régimen absolutista estaba en retirada a raíz del enorme hartazgo popular, una división interna entre inmovilistas y aperturistas y la falta de un sucesor como consecuencia del asesinato en 1973 del delfín de Francisco Franco, Luis Carrero Blanco, por parte de ETA/ Euskadi Ta Askatasuna en la llamada Operación Ogro, a su vez el título de una genial obra de Gillo Pontecorvo de 1979 que cubre el planeamiento y ejecución del atentado. El fantaterror, antes que el cine quinqui o de criminales pobretones y el cine de destape de temática erótica, dos consecuencias de la transición a la democracia (1975-1982), ofreció muchos productos irreverentes como el presente, el cual se beneficia del estupendo trabajo de Bautista, Roy y Geeson, esta última una actriz inglesa que venía de una retahíla de epopeyas de terror como El Circo del Crimen (Berserk, 1967), de Jim O’Connolly, Extraños Gemelos (Goodbye Gemini, 1970), de Alan Gibson, 10 Rillington Place (1971), de Richard Fleischer, Holocausto Radiactivo (Doomwatch, 1972), de Peter Sasdy, y Miedo en la Noche (Fear in the Night, 1972), de Jimmy Sangster, no obstante el film no supera el otro clásico del género de Martín, Pánico en el Transiberiano (Horror Express, 1972), por cierta redundancia y por un desenlace apresurado basado en el de todos modos ameno ardid del globo ocular de Norma hallado en uno de los platos de la pensión…
Una Vela para el Diablo (España, 1973)
Dirección: Eugenio Martín. Guión: Eugenio Martín y Antonio Fos. Elenco: Judy Geeson, Aurora Bautista, Esperanza Roy, Víctor Barrera, Lone Fleming, Blanca Estrada, Carlos Piñeiro, Loreta Tovar, Montserrat Julió, Fernando Villena. Producción: José López Moreno. Duración: 87 minutos.