Cyrano de Bergerac

El rostro y la elocuencia

Por Emiliano Fernández

Sinceramente hoy por hoy no se sabe mucho de la vida real de Hercule-Savinien de Cyrano de Bergerac (1619-1655), una de las personalidades más apasionantes y misteriosas del Siglo XVII, un hombre sin duda muy ecléctico que supo ser poeta, libertino, dramaturgo, duelista fanático, novelista, filósofo, precursor de la ciencia ficción, satirista, militar, epistológrafo y veterano de la Guerra de los Treinta Años (1618-1648), llegando a influir en la obra de otros autores de la talla de Edgar Allan Poe, Jean-Baptiste Poquelin alias Molière, Jonathan Swift, François-Marie Arouet alias Voltaire y Pierre Corneille. A partir de finales del Siglo XIX y comienzos del Siglo XX se lo recuerda más por ser el núcleo fundamental de una prodigiosa puesta teatral de Edmond Eugène Alexis Rostand, Cyrano de Bergerac (1897), que por su existencia concreta en sí, esa de la que se desconocen muchos episodios -como decíamos previamente- y que Rostand retoma desde un adorable neorromanticismo plagado de ficcionalizaciones y orientado a un melodrama lírico -toda la obra está escrita en versos- en el que se busca la trascendencia artística/ vital/ ideológica mediante la contraposición entre los distintos tipos de belleza en términos sociales -la física o superficial y la erudita o profunda- y los dilemas identitarios del orgullo y el corazón que acompañan desde siempre a los hombres y a las mujeres. El opus de Rostand fue llevado muchas veces al cine en un rango bien laxo que va desde Cartas a mi Amada (Love Letters, 1945), de William Dieterle, y Cyrano de Bergerac (1950), de Michael Gordon, hasta Sueños Eléctricos (Electric Dreams, 1984), de Steve Barron, y Roxanne (1987), de Fred Schepisi, no obstante la mejor adaptación por lejos, no sólo entre las pensadas en el francés original sino de todo el lote de realizaciones inspiradas en el texto de 1897, es Cyrano de Bergerac (1990), el extraordinario film de Jean-Paul Rappeneau protagonizado por Gérard Depardieu como Cyrano y escrito en colaboración entre el director y Jean-Claude Carrière, guionista histórico del último período de la carrera del querido y legendario Luis Buñuel.

 

La acción comienza en un teatro parisino en el que se interpretará La Clorise (1632), de Balthazar Baro, obra protagonizada por un tal Montfleury (Gabriel Monnet) a quien Cyrano le prohibió actuar durante un mes por haber osado mirar con lujuria a su amada en secreto, su bella prima hermana Roxane (Anne Brochet), quien a su vez está enamorada del joven Barón Christian de Neuvillette (Vincent Perez), también encandilado con la chica aunque muy tímido y sin las palabras necesarias para manifestar su devoción sobre todo debido a que la ninfa es una intelectual que adora el lenguaje florido y la poesía, cohibiéndolo de manera repetida y conduciéndolo a escapar cuando por fin la tiene delante. Las cosas se complican aún más porque un noble presuntuoso, casado y con gran poder, Antoine III de Gramont, Conde de Guiche (Jacques Weber), asimismo está deseoso de conquistar a la señorita y para ello pretende incentivar un matrimonio por conveniencia entre ella y el Vizconde de Valvert (Philippe Volter), a quien Roxane odia, para luego convertirse en su amante, movida a su vez denunciada en una canción por el borrachín Lignière (Jean-Marie Winling). Cyrano, poeta muy talentoso y espadachín experto que se muestra orgulloso de su enorme y puntiaguda nariz cuando en realidad lo acompleja, pasa de amenazar de muerte a Montfleury y detener la representación de La Clorise a ridiculizar a Valvert y matarlo en un duelo cuando el vizconde pretendía asesinarlo a traición. Después de derrotar a cien hombres que Guiche envió para faenar a Lignière, amigo del protagonista, el personaje de Depardieu queda en el medio entre un Christian que acepta gustoso la ayuda de Cyrano en materia de la elocuencia romántica epistolar y una Roxane que le pide al señor de la nariz prominente que vele por la seguridad de Neuvillette ahora que se transformó en cadete en tiempos de guerra, léase en un noble que acaba de ingresar a la milicia francesa del Siglo XVII, por lo que comienza a escribirle cartas de amor a su prima hermana que firma como el carilindo Christian cual intentona de ingresar en el corazón de la mujer vía las palabras.

 

El guión de Rappeneau y Carrière sigue muy de cerca la puesta de Rostand y le saca partido de manera maravillosa tanto a la primera parte del relato, sutilmente volcada a la comedia, como a la segunda mitad, cuando Roxane ya no puede evitar que Guiche estalle de furia al verlos casados a Neuvillette y a ella y que destine al muchacho -en su calidad de mariscal al mando de la tropa- a sumarse a las filas en el frente de batalla del Asedio de Arras (junio-agosto de 1640) correspondiente a la Guerra de los Treinta Años, donde Christian termina de tomar conciencia de hasta qué punto Cyrano ama a la fémina cuando descubre que cruza fervoroso las líneas enemigas a diario para enviarle misivas con su clásica prosa exuberante y arrebatadora, paráfrasis del cortejo embelesado que convierte en fetiche las idealizaciones sentimentales aunque sin jamás renunciar a la hidalguía y a esa dignidad que no se negocia ante nada ni nadie. La película constituye una verdadera anomalía dentro del cine de las últimas décadas porque consigue la proeza de mantenerse fiel al esplendoroso texto original y en simultáneo transmitir su pasión, dinamismo y honestidad desde un naturalismo en verdad envidiable que deja completamente de lado la obsesión con la autoparodia y/ o el cinismo de fines del Siglo XX y lo que va del nuevo milenio; planteo retórico e ideológico que puede rastrearse en todos los personajes principales del opus ya que la complejidad y las paradojas están presentes tanto en Christian (justo antes de morir en la refriega bélica le pide a Cyrano que le diga la verdad a su amada para que ella decida a quien quiere, lo que lleva a que el amigo Bergerac se apiade y le mienta en sus últimos estertores por más que la señorita ya confirmó que está enamorada más de la elocuencia romántica que del supuesto autor, sin que importe nada su apariencia) y el Conde de Guiche (luego de la muerte de Neuvillette el personaje de Weber experimenta una redención porque se hace amigo de la mujer adorada, ya transcurridos 14 años desde Arras, y hasta respeta a un Cyrano que no ha dejado de aislarse denunciando a los nobles, carcamales y esperpentos del statu quo de su época) como en Roxane (dos de los mejores momentos de la obra son los que involucran la manipulación de ella de los varones tontuelos a su alrededor, un Guiche al que en un primer momento convence de no mandar a la contienda a Christian y luego un fraile capuchino -en la piel de Jérôme Nicolin- que termina casando a la pareja de amantes a pesar del engaño de turno, amén de sus continuos e hilarantes desmayos y su decisión de visitar a Neuvillette y su primo -ambos hambrientos, como toda la tropa- en el frente de batalla para llevarles vino y víveres) y el propio Cyrano (el coraje, la extravagancia y la eterna imprudencia del señor primero lo transforman en ídolo popular y luego lo marginan cuando sus críticas hacia la aristocracia y las instituciones religiosas y seculares desencadenan un cruel atentado contra su persona, muriendo como consecuencia de una viga de madera que cae sobre su cabeza).

 

Más allá del hecho de que Perez, Weber y Brochet acompañan muy bien a lo largo de toda la faena, es el “huracán Depardieu” quien se roba el show y pone en interrelación a todos los personajes entre sí a nivel anímico, incluso superando a la extraordinaria reconstrucción de época del film de la mano del diseño de producción de Ezio Frigerio y Jacques Rouxel, los vestuarios de Franca Squarciapino y la decoración de sets de Françoise Benoît-Fresco y Rouxel, a lo que se suma un gran trabajo de fotografía de parte de Pierre Lhomme y de composición de música incidental de Kurt Kuenne y Jean-Claude Petit: el tremendo Gérard no para ni por un minuto y se abre camino como el alma irrefutable del convite ya que su brío y su presencia escénica resultan magnéticos y esenciales para subir o bajar la marcha narrativa aunque siempre manteniendo aferrado al espectador a la pantalla, un logro muy poco usual del séptimo arte reciente que nos aleja del recitado semi robótico de la tradición interpretativa anglosajona y asimismo de la tendencia de muchos colegas galos hacia actuaciones apesadumbradas o algo mustias, centrándose sólo en la fatalidad de fondo de los textos clásicos sin ver los detalles irónicos de determinados pasajes, aquí sobre todo representados en el aludido maquiavelismo light femenino de Roxane y el célebre episodio del balcón cuando Bergerac toma la posta del torpe Neuvillette y comienza a endulzarle los oídos a una mujer que -como toda hembra- adora la lisonja más perfumada y maquillada posible de parte del macho. Si bien vale aclarar que el protagonista de carne y hueso es muy probable que haya sido homosexual y que jamás existió este triángulo amoroso que suele abrirse a un cuarto vértice en la trama, la figura de Cyrano en la interpretación de Rostand es la del antihéroe romántico por excelencia que es alabado por el pueblo y los intelectuales por su osadía contracultural, su talento artístico y su valentía tanto militar como callejera/ pendenciera, sin embargo esas mismas características terminan sellando su perdición porque de una forma u otra la sociedad siempre se cobra las transgresiones de los libertinos ya sea mediante el exilio en la pobreza, el encarcelamiento o la muerte en soledad, basta con pensar en el destino de deudores doctrinarios posteriores a la distancia como Giacomo Casanova o Donatien Alphonse François de Sade alias Marqués de Sade. Rappeneau, quien sólo es recordado por la presente película y la siguiente, la también exquisita y coescrita con Carrière El Jinete sobre el Tejado (Le Hussard sur le Toit, 1995), retoma toda esta concepción sin hacer tanto énfasis en la nariz del rostro del protagonista, símbolo de una fealdad que se juzga según el prisma comunal caprichoso y que termina invisibilizada ante los ojos de quien sabe apreciar la belleza del arte, Roxane, y de quien celebra el arrojo de los gestos inconformistas de Cyrano, un niño pequeño sin nombre (Anatole Delalande) que admira la entereza y agallas del susodicho cual modelo masculino para una vida honrada…

 

Cyrano de Bergerac (Francia/ Hungría, 1990)

Dirección: Jean-Paul Rappeneau. Guión: Jean-Paul Rappeneau y Jean-Claude Carrière. Elenco: Gérard Depardieu, Anne Brochet, Vincent Perez, Jacques Weber, Jérôme Nicolin, Anatole Delalande, Philippe Volter, Jean-Marie Winling, Gabriel Monnet, Pierre Maguelon. Producción: Michel Seydoux, René Cleitman y André Szöts. Duración: 137 minutos.

Puntaje: 10