Hoy ya nadie lo recuerda pero Jean-Claude Carrière, quizás el mejor guionista de la historia del cine por su sociedad con Luis Buñuel y una infinidad de directores en clásicos absolutos de la segunda mitad del Siglo XX en adelante, comenzó trabajando con un señor llamado Pierre Étaix que muy pocos conocen porque su reducida producción cinematográfica, en esencia tres cortos y cinco largometrajes, estuvo durante décadas fuera del alcance de la prensa y el público por un conflicto de derechos de autor entre una compañía ultra rapaz, Gavroche Productions, y el director, guionista y actor principal de los films en cuestión, el propio Pierre, quien finalmente en 2010 recuperó en los tribunales el control de su obra y pudo verla restaurada y reeditada en un box set por The Criterion Collection antes de su fallecimiento en 2016 a la edad de 87 años por una infección intestinal. De hecho, Carrière fue el coguionista de los cuatro largometrajes ficcionales por antonomasia del francés, El Suspirante (Le Soupirant, 1962), Yoyo (1965), Mientras haya Salud (Tant qu’on a la Santé, 1966) y El Gran Amor (Le Grand Amour, 1969), y de sus tres cortos, Ruptura (Rupture, 1961), Feliz Aniversario (Heureux Anniversaire, 1962) e Insomnio (Insomnie, 1963), gran trabajo después incluido en una versión reeditada de 1971 de Mientras haya Salud, donde pasó a ocupar el lugar de En Plena Forma (En Pleine Forme, 1966), uno de aquellos cuatro segmentos que componen el citado largometraje. Si bien Étaix después dirigiría un logrado y polémico documental, Tierra de Leche y Miel (Pays de Cocagne, 1971), lo cierto es que a partir de los 70 sería desterrado del cine porque sus guiones ya no tendrían financiamiento y sólo podría volver al ámbito audiovisual de manera bastante marginal mediante diversos encargos televisivos, un homenaje a su querido Georges Méliès y algún que otro largo para TV como el todavía desaparecido La Edad del Señor es Avanzada (L’âge de Monsieur est Avancé, 1987), en esencia el punto final como director de una trayectoria que empezó como dibujante y payaso circense, interpretando tanto al clown o payaso blanco y elegante como al augusto o payaso ácrata y popular, que despegó con todo gracias a su colaboración con el maestro Jacques Tati, primero ayudando a escribir los gags de Mi Tío (Mon Oncle, 1958) y a posteriori oficiando de asistente de dirección durante el rodaje, y que finiquitó como consecuencia de la controversia alrededor de Tierra de Leche y Miel, un ataque sardónico a la sociedad gala de su tiempo que continúa repercutiendo hasta el presente porque la actitud del cineasta, en el documental analizando a la burguesía post Mayo de 1968, es al mismo tiempo comprensiva y muy crítica para con la génesis del hedonismo y del consumismo de impronta moderna. Más allá de su cruel exclusión del séptimo arte, el inquieto Étaix jamás dejaría de trabajar y por ello se volcaría al teatro, el dibujo y el music hall, fundaría junto a su esposa Annie Fratellini una insólita escuela de disciplinas circenses, la Escuela Nacional del Circo, luego rebautizada Academia Fratellini, y especialmente se dedicaría a interpretar a Yoyo, su recordado payaso y personaje central del film homónimo de 1965, y a participar en muchas películas de amigos en calidad de actor secundario, faceta que abarcó convites como El Carterista (Pickpocket, 1959), de Robert Bresson, El Ladrón de París (Le Voleur, 1967), de Louis Malle, Max, mi Amor (Max mon, Amour, 1986), de Nagisa Ôshima, Henry & June (1990), de Philip Kaufman, Micmacs (Micmacs à Tire-larigot, 2009), de Jean-Pierre Jeunet, El Puerto (Le Havre, 2011), de Aki Kaurismäki, y tres opus del georgiano Otar Iosseliani, léase Jardines en Otoño (Jardins en Automne, 2006), Chantrapas (2010) y Canción de Invierno (Chant d’hiver, 2015), más la legendaria El Día que el Payaso Lloró (The Day the Clown Cried, 1972), film abandonado e incompleto de Jerry Lewis sobre un clown que termina siendo obligado a ayudar a los nazis a mantener tranquilos y felices a los niños judíos antes de su asesinato en el Campo de Concentración de Auschwitz, obra que el comediante estadounidense, uno de los grandes admiradores de Pierre, prefirió cajonear anticipándose a protestas en una época aún no preparada para esta conjunción tan radical de drama, comedia y nazisploitation que luego sería explorada en La Vida es Bella (La Vita è Bella, 1997), de Roberto Benigni, y Una Señal de Esperanza (Jakob the Liar, 1999), de Peter Kassovitz. Con vistas a sumarnos a los festejos que desde hace años ponderan los méritos y la sabiduría de un Étaix que lentamente está siendo descubierto por los cinéfilos de todo el mundo como un saltimbanqui muy talentoso e injustamente olvidado, en las siguientes líneas pasaremos a analizar sus dos mejores y más representativas películas, Yoyo y El Gran Amor, en simultáneo joyas y anomalías de un ambiente artístico francés con poca tradición circense y mucho apego para con el surrealismo, dos comarcas que se unen -junto a muchas más- en el cine de un autor que merece un mayor reconocimiento.
Yoyo (1965):
Al igual que El Suspirante (Le Soupirant, 1962), la ópera prima de Étaix sobre un triángulo amoroso y lo poco recomendable de la idealización del quid femenino, Yoyo (1965) es un homenaje directo al cine mudo por parte de un artista que no sólo reproduce una infinidad de gags en la tradición del slapstick o comedia física sino que comparte una sensibilidad muy particular, nos referimos a un humanismo tan cálido como irreverente que pone en el centro de la narración a un personaje algo adusto y misterioso, símil sus homólogos de las obras de Buster Keaton, y que en términos generales nos ofrece una fábula social en clara sintonía con aquellas del acervo artístico de Charles Chaplin, donde se niegan los valores capitalistas por antonomasia ya que la riqueza no lleva necesariamente a la felicidad y su contracara, la pobreza, nos acerca a afectos reales y gente mundana que valen mucho más que la colección de burgueses presumidos y codiciosos de las capas dirigentes de todas las instituciones y la oligarquía plutocrática. Muy cerca también a nivel conceptual del Jacques Tati de Las Vacaciones del Sr. Hulot (Les Vacances de Monsieur Hulot, 1953) y Mi Tío (Mon Oncle, 1958) y del Federico Fellini modelo neorrealista de La Strada (1954) y del autoreflexivo y cada vez más barroco de 8½ (1963), el realizador y guionista construye una gesta identitaria maravillosa, que abarca desde lo bombástico a lo Harold Lloyd hasta lo prosaico de El Gordo y el Flaco/ Laurel y Hardy, y una historia acerca de una familia que sobrevive a la Gran Depresión, a la Segunda Guerra Mundial y al arribo masivo de la TV mientras la película en su conjunto experimenta con los lenguajes paradigmáticos de cada etapa para arrancar con el silencio y los efectos sonoros hiper en primer plano del cine mudo, a posteriori continuar con el ecosistema expresivo de las faenas bélicas y con una suerte de proto road movie fellinesca y circense y finalmente concluir en el terreno de las sitcoms y esos dramas de la década del 60 que repensaban a la Europa reconstruida, el Estado del Bienestar y la faceta más oscura de los denominados “milagros económicos” de aquella etapa, léase el boom del consumismo, la industrialización, el espectáculo masivo banal y un hedonismo que dejó abierto el campo para la crisis ética contemporánea y la explosión del individualismo como horizonte caníbal en sí mismo. Étaix compone primero a un millonario sin nombre que habita una mansión gigantesca con muchísimos sirvientes, un chófer, una banda musical, una colección de meretrices bailarinas y hasta un perro, su querida mascota, no obstante lo pierde todo -salvo el can- en ocasión de la Crisis de 1929 y por ello se va a vivir con una jinete de circo (Claudine Auger), con la que tuvo un affaire hace un tiempo y con la que engendró a un vástago sin saberlo, el pequeño Yoyo (Philippe Dionnet), bautizado así por la afición del padre para con el célebre juguete de origen chino, fémina que lo había rechazado en su opulencia, cuando el hombre contrató los servicios del circo para él solo, y lo acepta en cambio en su pobreza, cuando los tres ofrecen un mini espectáculo circense de pueblo en pueblo interpretando a múltiples personajes en la pista central. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial el Yoyo adulto (en la piel de Étaix) continúa trabajando de su oficio de siempre, payaso, mientras se obsesiona con restaurar la mansión familiar que cayó en el abandono después de la Gran Depresión, por ello cada centavo que gana va a parar al voluminoso edificio y así descuida una posible relación romántica con Isolina (Auger nuevamente), una bella trapecista con una parentela también dedicada cien por ciento al circo. Cuando la vida en la ruta comienza a flaquear por la aparición de la televisión y los artistas que antes eran nacionales se ven obligados a recorrer todo el continente para sobrevivir, Yoyo consigue saltar del circo a la TV y alcanzar una gran fortuna como actor muy popular y productor de la caja boba, sin embargo durante una fiesta por la reinauguración del palacete de su padre descubre que no tiene nada en común con los esnobs y miserables de la alta burguesía, los invitados en sí del evento, y que añora el duro e imprevisible devenir del circo, así es cómo intenta en vano convencer a su madre y padre para que entren a la mansión, ambos yéndose sin poner un pie en el lugar ni saludar a nadie, y finalmente se cansa de la hipocresía colectiva y se sube a un elefante que aparece de repente en la amarga celebración -detalle onírico al paso- para abandonar su propia velada y dirigirse hacia un lago que en su mente hace las veces de pista circense. El humor de Étaix, en parte semejante a aquel de Jerry Lewis pero bastante más contenido y seco, es profundamente de reciclaje y por ello nunca pretende la carcajada a toda pompa sino una sonrisa melancólica ya que el señor sabe muy bien que está resucitando un tiempo y una forma de hacer cine ya muertos para mediados de los 60 del Siglo XX, planteo ideológico que funciona por acumulación y claustrofobia y no tanto gracias a cada sketch en singular aunque efectivamente hay momentos específicos memorables como el homenaje explícito a Groucho Marx, El Gran Dictador (The Great Dictator, 1940), de Chaplin, y La Strada y 8½ vía la escena de los carteles, el chispazo abiertamente surrealista de aquel pasillo de hotel que muta en carpa de circo para Isolina o los recordados gags del espionaje global en un cuarto lleno de sorpresas, del invitado a la fiesta que sólo se dedica a robar comida y marcharse, del insistente vendedor de utilería cómica que no para de hacer pavadas (Roger Trapp) y del millonario paseando a su perrito arriba de su lujoso automóvil con chófer alrededor de la plaza de la entrada de la mansión. El realizador aquí por un lado anticipa mucho de la experimentación formal o metadiscursiva de los Monty Python, Mel Brooks, el trío de Jim Abrahams y los hermanos David y Jerry Zucker y hasta el Tati furiosamente antimodernidad de Playtime (1967) y por el otro lado recupera bastante de la tristeza, el desenfreno y la denuncia apenas solapada para con la estupidez comunal actual de La Dolce Vita (1960), por ello Pierre subraya en el desenlace la soledad total de un Yoyo que aprende mal y tarde la lección que su progenitor comprendió luego de la Crisis del 29 y de quedarse sin una moneda en sus bolsillos, eso de que son mucho más importantes las personas y las profesiones humanistas que el dinero, la tecnocracia o la supuesta seguridad financiera capitalista, en consonancia con ello el protagonista no consigue evitar la partida de sus padres y de la misma Isolina, conjunción de todo lo que amó o pudo haber amado, en el caso de la trapecista. Ya los dos componentes de la misma caravana familiar dejan en claro esta unión de clases populares del espectáculo de antaño, una casa rodante que era la de la madre de Yoyo, y de un otrora rico que prefiere la vida modesta y feliz, magnate que aporta el coche de turno, de allí que la existencia nómada de la generación anterior de artistas circenses nunca termine de congeniar del todo con el carácter más sedentario de una nueva generación ególatra y/ o pancista, simbolizada en nuestro Yoyo, que se obsesiona con las mieles del éxito fácil, ahora ingresando en los hogares de cada espectador, con asentarse en un único lugar, la mansión heredada, y con hacerse rico a través del contenido casi siempre morboso y burdo de la televisión, en este sentido no es casual que el primer contacto que tengamos con el Yoyo metamorfoseado en actor de TV sea precisamente en una ficción representando lo que hubiese sido su vida si no se adaptaba al nuevo formato, así lo vemos tocando el violín y pidiendo limosna en los restaurants ante burgueses soberbios, tacaños y muy distantes. Más eficaz por una moraleja precautoria de una enorme vigencia que por los chascarrillos individuales que la componen, Yoyo constituye un análisis muy inteligente del recorrido de los espectáculos audiovisuales y del propio oficio de quienes los crean o llevan a cabo, artesanos que se debaten entre la apatía, la complicidad y la férrea lucha contra el empobrecimiento de la experiencia cultural a largo plazo de la mano de una uniformización dictada por los nuevos formatos dominantes y el statu quo gerencial, siempre privilegiando lo estandarizado, hueco y repetitivo por sobre toda creatividad altisonante o inconformista.
Yoyo (Francia, 1965)
Dirección: Pierre Étaix. Guión: Pierre Étaix y Jean-Claude Carrière. Elenco: Pierre Étaix, Claudine Auger, Philippe Dionnet, Luce Klein, Arthur Allan, Roger Trapp, Martine de Breteuil, Philippe Castelli, Luc Delhumeau, Gabrielle Doulcet. Producción: Paul Claudon. Duración: 98 minutos.
El Gran Amor (Le Grand Amour, 1969):
Justo después de Mientras haya Salud (Tant qu’on a la Santé, 1966), genial antología de cuatro viñetas que ironizan acerca de la vida moderna y especialmente sobre el escapismo cultural, el estrés metropolitano, las disputas por el predominio en el espacio público y la incapacidad de diferenciar realidad y ficción por parte de los ciudadanos de hoy en día, y antes de Tierra de Leche y Miel (Pays de Cocagne, 1971), aquel documental que selló su expulsión permanente del séptimo arte porque la crítica, el público y los productores de su tiempo y de las décadas siguientes jamás le terminaron de perdonar que atacase con astucia y mordacidad a la sociedad francesa posterior a los alzamientos de Mayo de 1968, objetivo cinematográfico que incluyó señalar la eclosión del consumismo indiferente e interrogar a una retahíla de veraneantes autóctonos durante tres largos meses alrededor de tópicos tan variados como el matrimonio, la desigualdad social, el rol de la publicidad y los medios de comunicación, la arquitectura, el primer bípedo en la Luna, las diferencias entre hombres y mujeres y la sexualización de esta cultura compartida mercantilizada, Étaix rodó El Gran Amor (Le Grand Amour, 1969), una relectura combinada y muy astuta de ese Billy Wilder de los comienzos especializado en los dilemas del corazón, por supuesto más cerca de la infidelidad conyugal de La Comezón del Séptimo Año (The Seven Year Itch, 1955) que de los enredos sentimentales más clásicos de La Mundana (A Foreign Affair, 1948), Amor en la Tarde (Love in the Afternoon, 1957) y Sabrina (1954), aquel François Truffaut que fetichizaba a las mujeres al mismo tiempo que caía en la histeria masculina y el palabrerío vacuo, aunque desde ya sin tanta idealización de cadencia púber y/ o ingenuidad tontuela modelo Nouvelle Vague, y el Luis Buñuel volcado al sarcasmo social surrealista, algo que tiene que ver con la colaboración de Jean-Claude Carrière en el guión de la propuesta que nos ocupa, señor que ya venía trabajando con el español en Diario de una Camarera (Le Journal d’une Femme de Chambre, 1964), Belle de Jour (1967) y La Vía Láctea (La Voie Lactée, 1969). La trama se centra en un muchacho de 25 años, Pierre (el propio Étaix), que pasa de terminar el servicio militar y llevar una vida romántica despreocupada, acostándose con una putona de educación católica llamada Thérèse (Josette Poirier) o un par de amigas de la infancia que respondían a los nombres de Martine (Martine Leclerc) e Irène (Magali Clément), a casarse con una tal Florence Girard (Annie Fratellini, esposa de Étaix y célebre clown y artista circense en general), joven en verdad adorable de 24 años pero demasiado dependiente de la opinión de su madre para todo, Madame Girard (Ketty France), a su vez casada con Monsieur Girard (Louis Maïss), violinista y dueño de una curtiembre en la que nuestro protagonista comienza a trabajar apenas finaliza la pomposa ceremonia por iglesia con la que arranca la faena. Transcurre una década desde el enlace y todo va bien hasta que una vieja chismosa desencadena un rumor de traición matrimonial porque Pierre saluda a una fémina en una plaza, episodio que se engrandece a medida que se transmite de mujer en mujer hasta los oídos de la madre de Florence, la susodicha y su esposo, el falso infiel del caso, no obstante la pareja pronto se reconcilia aunque luego entra en una crisis paulatina y siempre silente ya que Pierre se enamora de lleno de una nueva y hermosa empleada de la curtiembre, Agnès (Nicole Calfan), ninfa de 18 años que Monsieur Girard contrata para reemplazar a la secretaria veterana de la empresa que está a punto de jubilarse después de 25 años en el puesto, Madame Louise (Jacqueline Rouillard), una señorita con anteojos y muy eficaz en el trabajo pero bastante poco agraciada a nivel de su apariencia. Recibiendo consejos de un amigo ultra fatalista que no ve futuro alguno en el matrimonio y que lo presiona para que le diga a Florence que ama a otra mujer, Jacques (Alain Janey), el ahora treintañero deambula entre la indecisión y unos sueños amorosos de lo más naif hasta que se propone aprovechar un viaje vacacional a la playa de su esposa para lanzarse a los brazos de la secretaria, sin embargo en la velada nocturna en un restaurant, una tan esperada como pospuesta, la chica se aburre con la charla empresarial de Pierre y así el hombre descubre que ya no la quiere porque el afecto no es recíproco. Cuando va a buscar a Florence a la estación ferroviaria se topa con la posibilidad de que la fémina haya coqueteado -o algo más- con un jovencito durante el periplo en tren, situación que deriva en un altercado que llama la atención de los transeúntes y parece materializar conjeturas y sentencias previas de diversas cotillas del relato acerca de las peleas de los cónyuges, en el pasado apenas una contingencia y ahora una realidad por el tiempo transcurrido y el cansancio mutuo. Étaix, precisamente, hoy se luce con secuencias de dejo fantástico o cuasi surrealista en las que ilustra crónicas entrecortadas de los personajes, escenarios posibles pero poco probables, delirios mitómanos progresivos y desde ya ensoñaciones diurnas y nocturnas que sintetizan los anhelos, miedos, frustraciones y utopías de las criaturas en pantalla, destacándose en especial los graciosos instantes en los que se retrata la vida anterior al matrimonio del ejecutivo de la curtiembre, el momento en que conoce a Florence, el episodio fraudulento de infidelidad, la discusión con Jacques sobre el hecho de comunicarle la verdad o no a la potencial cornuda y la narcosis o sopor romántico/ erótico en torno a la posibilidad de que Agnès ingrese a la cama de Pierre y juntos recorran el ámbito bucólico galo con el lecho haciendo las veces de automóvil, quizás la secuencia más lírica y buñueliana de El Gran Amor debido a su frondosa imaginación y el logro técnico en materia de metamorfosear las camas en vehículos que protagonizan embotellamientos, choques, desperfectos e incidentes múltiples y por demás bizarros. El desempeño detrás y delante de cámaras de Étaix vuelve a ser estupendo y también resulta muy sobresaliente la labor de Fratellini, Janey, Rouillard, France y unos hilarantes Claude Massot, el cual compone a un camarero que se distrae espiando a los comensales o estalla en furia cuando le colman la paciencia, Jean-Pierre Elga, éste encarnando a un ignoto Monsieur Bourget que se la pasa llamando al despacho de la factoría Girard para vender vaya uno a saber qué artículos, y Georges Loriot, quien interpreta a un anciano borrachín amante de los cafés de París que no se mete con nadie aunque siempre padece la falta de concentración de un entorno tendiente a distraerse con las tribulaciones del resto de los mortales, especie de contrapunto victimizado popular/ chaplinesco con respecto al ecosistema burgués/ keatoniano en donde confluyen el tedio masculino, el de la fatiga sensual para con la misma hembra de siempre, y su homólogo femenino, el de la mujer que toma conciencia de la falta de afecto y empieza a buscarlo en el exterior comunal, para en última instancia provocar esta crisis de pareja. La película se burla largo y tendido del fetiche colectivo con considerar a la belleza como desembarazada del interior y sus caprichosos estados de ánimo, por ello Pierre se enamora de Agnès sin siquiera conocerla y pone en peligro todo su universo laboral y hogareño, uno que se hace insufrible además por la tendencia de su esposa a permitir la intromisión permanente de su madre en el matrimonio, detalle que asimismo queda de manifiesto en el hecho de que la dupla vive en la planta alta del mismo exacto inmueble en el que habitan los padres de ella, indicando que la generación más joven sólo puede existir gracias a que los veteranos, los residentes de la planta baja, estuvieron primero y continúan ejerciendo su influencia. El Gran Amor, título que hace alusión no al vínculo de Pierre con su esposa o con su amante virtual sino a la quimera del éxtasis último y la compañera perfecta, es una de las grandes películas románticas perdidas del cine francés y europeo a escala macro, una pequeña joya que sabe acentuar las insatisfacciones y los desvaríos del corazón sin caer en soluciones facilistas hollywoodenses o los típicos reduccionismos conceptuales de la posmodernidad.
El Gran Amor (Le Grand Amour, Francia, 1969)
Dirección: Pierre Étaix. Guión: Pierre Étaix y Jean-Claude Carrière. Elenco: Pierre Étaix, Annie Fratellini, Nicole Calfan, Alain Janey, Ketty France, Louis Maïss, Jacqueline Rouillard, Claude Massot, Jean-Pierre Elga, Georges Loriot. Producción: Paul Claudon. Duración: 88 minutos.