Por más que muchas veces se pretende reducir a la eternamente polémica Joe (1970), de John G. Avildsen, a la condición del exploitation más influyente y extasiado acerca de la brecha entre los hippies de los 60 y sus padres conservadores, en realidad la película es mucho más que ello porque en términos prácticos funciona como un análisis de la doble derrota de fondo, por un lado el ocaso del hippismo y parte de la contracultura, siendo los principales clavos del ataúd los asesinatos Tate/ LaBianca perpetrados por la Familia Manson en 1969 y el homicidio en el Altamont Speedway Free Festival durante el mismo año de un asistente a manos de los Ángeles del Infierno, contratados como seguridad del evento y cargándose a puñaladas a la víctima en ocasión del show de The Rolling Stones, y por el otro lado el fracaso de las generaciones previas que viene a ser el fracaso de la sociedad internacional de la época en su conjunto, esa que en vez de aprovechar el insólito envión vanguardista en materia de la conciencia colectiva para materializar alguna mínima faceta de las utopías hippies, llamadas a modificar los cimientos comunales para hacerlos más pacíficos, solidarios y estimulantes, decidió en cambio romperles enfáticamente las cabezas a los jóvenes mediante las fuerzas de represión y perseguir con inusual fanatismo a cualquier grupo opositor -político, cultural, ideológico o del rubro que sea- que se plantase frente a los payasos gubernamentales del capitalismo concentrado, hambreador y homicida de siempre. El film encapsula a la perfección las tensiones de toda índole que atravesaban a la mayoría de los países occidentales del período mediante la en apariencia simple historia de un obrero fabril y un oligarca de la alta burguesía gerencial que se unen en un odio polirubro -prácticamente contra todo lo que no sea ellos mismos, y eso por cierto es mucho- y que se proponen traspasar la frontera que separa al decir del hacer, límite entre el acto de despotricar contra los juzgados enemigos conceptuales y el empuñar las armas del caso y comenzar la carnicería sólo por gusto, para ratificarse y ratificar las supuestas convicciones.
Tanto Avildsen como el guionista Norman Wexler fueron dos individuos muy pero muy extraños: Joe, junto a la también interesante Sueños del Pasado (Save the Tiger, 1973), protagonizada por el gran Jack Lemmon, fue la película más famosa de la primera etapa de la carrera del realizador antes de ganar el Oscar como Mejor Director por Rocky (1976), un señor obsesionado con filmar comedias y productos románticos sin definitivamente tener ni un ápice del talento necesario para generar sonrisas o enternecer los corazones del público, trayectoria en la que se destacan anomalías más o menos potables como La Fórmula (The Formula, 1980), Apóyate en mí (Lean on me, 1989) y La Fuerza de Uno (The Power of One, 1992), y los éxitos de taquilla Karate Kid (1984), sus primeras dos secuelas de 1986 y 1989 y por supuesto el clásico absoluto del boxeo con Sylvester Stallone; y en lo que atañe a Wexler, el señor arrastró toda su vida un trastorno bipolar y fue arrestado en 1972 por amenazar de muerte al entonces presidente Richard Nixon, ofreciéndonos un derrotero profesional corto pero fascinante que asimismo abarcó maravillas en sintonía con Sérpico (1973) y Mandingo (1975), algún trabajo desparejo como aquella Fiebre de Sábado por la Noche (Saturday Night Fever, 1977) y obras directamente fallidas, hablamos de Drum (1976), Sobreviviendo (Staying Alive, 1983) y Triple Identidad (Raw Deal, 1986). Todavía en la “fase documental” del devenir de ambos artistas, el dúo apuesta a un realismo sucio bien lacerante que resulta toda una rareza para su tiempo e incluso leyéndolo desde aquel naciente Nuevo Hollywood de fines de los 60 e inicios de los 70, esquema en el que se reemplaza los latiguillos psicodélicos del cine mainstream e indie del período -secuencias alucinadas, colores chillones, personajes caricaturescos, juegos con la edición a lo proto videoclip, etc.- por una catarata de puteadas y odio social caprichoso que no han perdido nada de su vigencia porque los especímenes que vemos en pantalla siguen teniendo su correlato en nuestra praxis cotidiana, ausencia de romantización o ilusión de por medio.
La trama comienza centrándose en una parejita de jóvenes neoyorquinos, Frank Russo (Patrick McDermott), un narcotraficante de trasfondo lumpen y pretensiones pictóricas que se la pasa vendiendo metanfetaminas y “pastillas de diseño” a burguesitos privilegiados para juntar mil dólares cuanto antes y hacer una gran compra de drogas para revender, y Melissa Compton (Susan Sarandon), una chica de una familia rica que está enamorada del anterior y tan enganchada como él en la heroína. Producto de una sobredosis, Melissa va a parar al hospital y su padre, Bill Compton (Dennis Patrick), decide pasar por el ruinoso departamento de la pareja para buscar sus cosas, no obstante se topa con Russo y se genera una pelea entre ambos porque el veterano golpea al muchacho y éste lo insulta recordándole la promiscuidad de la chica y cómo se acostaba en cines pornos con viejos verdes por dinero. Luego de matar por accidente a Frank, Bill se marcha con la bolsa llena de drogas que había adquirido y se dirige a un bar donde sin darse cuenta le confiesa a un extraño, Joe Curran (Peter Boyle), que acaba de asesinar a un hippie, uno de los tantos blancos del desprecio del susodicho porque Joe literalmente los odia a todos: a los afroamericanos, a los homosexuales, a los drogones, a los militantes de izquierda, a los comunistas, a los universitarios, a los ateos, a los pacifistas, a los rockeros, etc. De a poco surge una amistad muy bizarra entre Compton y Curran que hasta abarca una visita del oligarca con su bella esposa, Joan (Audrey Caire), a la casa pobretona del obrero metalúrgico y su mujer, Mary Lou (Katherine Elizabeth Callan). Melissa eventualmente se entera de boca de su propio padre del detalle de que reventó a su noviecito, por lo que se escapa y así Bill y Joe barren los tugurios hippies en busca de la muchacha hasta dar con un grupillo de drogones que los invitan a una orgía por facilitarles las drogas que Compton le había robado a Russo. Los jóvenes se esfuman de golpe con la bolsa y las billeteras de los veteranos, desencadenando una masacre final improvisada a posteriori de una paliza a una muchacha por parte de Joe.
Así como el dúo Frank/ Melissa sin duda sintetiza los extremos de la pirámide capitalista metropolitana de la adolescencia o juventud, él rencoroso y maltratándola por ser una nena privilegiada y ella enamorada más de un “ideal de hombre” que del varón de carne y hueso que tiene adelante, el binomio Joe/ Bill viene a condensar la relación equivalente en el estrato social adulto de derecha, con un obrero violento, frustrado y fanático de las armas que le escapa a toda romantización de base marxista y con un ejecutivo publicitario que gana y gasta fortunas para mantener un estilo de vida fastuoso en pos de diferenciarse, de hecho, de personajes juzgados grotescos o decadentes como ese Curran que de considerar la posibilidad de chantajearlo por el homicidio pasa a transformarse en un admirador rotundo de Compton, símbolo de lo que él todavía no ha podido llevar a cabo, léase desquitarse de la contracultura en boga y de la sociedad en general matando a un hippie roñoso y drogón con el que supuestamente no comparte nada (existe otra dicotomía más dentro del relato pero es bastante más secundaria, la de Mary Lou/ Joan, las esposas de los protagonistas, la primera una arpía que miente a discreción y se desentiende de los desvaríos existenciales de su hija y la segunda una pobre mujer que habla, habla y habla sobre banalidades de todo tipo para compensar las pocas palabras de su marido, quien en suma desprecia también a los hijos de la pareja y a la misma Mary Lou, metiéndole los cuernos de vez en cuando -lo mismo hace Bill- con diversas prostitutas). Este choque sincero, brutal y sin miramientos ni ninguna corrección política o pasteurización constituye el núcleo de la película, conflicto que es entre generaciones, clases sociales, géneros sexuales y especialmente actitudes ante la vida, basta con pensar en jóvenes que ya en 1970 renuncian a los ideales de cambio, ahora mutados en un hedonismo apolítico y algo mucho patético vinculado con el sustrato recreativo del consumo de estupefacientes, y en estos adultos incapaces de ponerse en el lugar de sus hijos, comprender sus problemas y necesidades o respetar al prójimo diferente.
Ahora bien, más allá del muy certero estudio de fondo en torno a las contradicciones y bajezas detrás del “salto generacional” de turno, vale aclarar que a Avildsen se le va un poco la mano en materia del dejo documentalista debido a que varias escenas duran más de lo conveniente, sobrándole a la película unos 15 o 20 minutos que son compensados por las maravillosas actuaciones de Peter Boyle, Dennis Patrick y una debutante y hermosa Susan Sarandon. Como decíamos anteriormente, aquí el realizador apuesta a la crudeza formal y temática y esquiva los estereotipos del enclave cultural lisérgico -incluso en la escena de la orgía entre los veteranos y las muchachas del último acto, apenas registrada con luces rojas y azules y sin pasión alguna- pero no puede sustraerse de una marca registrada del cine de la época, las canciones demasiado aleccionadoras que se pasan en eso de explicitar los rasgos de los personajes o las moralejas discursivas que deberíamos sacar del derrotero. En este sentido, se sabe que lo que Avildsen y Wexler construyeron como una sátira de las paradojas de su tiempo -recordemos el periplo tragicómico de los psicópatas de Joe y Bill por los “bajos fondos” hippones de Nueva York- lamentablemente fue interpretado por muchos espectadores desquiciados norteamericanos como un “manual de acción” sobre cómo se deberían resolver las disputas ideológicas, en suma faenando a los adversarios como hacen en el desenlace Compton y Curran al extremo del burgués cargándose sin querer a su propia hija de un disparo en la espalda. Inspiración explícita para casi todos los personajes proletarios inflexibles de los 70, y para propuestas concretas como Taxi Driver (1976) y Hardcore (1979), ambas también con Boyle, Joe demuestra hasta qué punto el discurso plutocrático, chauvinista y deshumanizador de las cúpulas puede penetrar en los estratos más bajos de la sociedad, los cuales van en contra de sus intereses y se sienten identificados con la oligarquía parasitaria que los ve con desdén mientras los lúmpenes sueñan con llegar a amasar una fortuna de esa envergadura (nos referimos al pobre de corazoncito fascista, a la white trash que vota a quien reproduce su miseria y a los “oreos” marginados -superficie negra e interior blanco- que se mueven cual infiltrados entre los suyos para desperdigar intolerancia, paranoia y maquinaciones), delirio que encuentra su espejo en la costumbre del mainstream y las clases medias de adoptar lo que fuera sinónimo de rebeldía y militancia contracultural -el credo revolucionario, el rock, las drogas y el sexo libre, por ejemplo- para vaciarlo de sentido, castrarlo y reconvertirlo en otro baluarte más del mercado capitalista para consumo de los hipsters, los new age, los progres y demás exponentes ridículos y/ o ignorantes del lobotomizado enjambre social de nuestros días…
Joe (Estados Unidos, 1970)
Dirección: John G. Avildsen. Guión: Norman Wexler. Elenco: Peter Boyle, Dennis Patrick, Susan Sarandon, Patrick McDermott, Katherine Elizabeth Callan, Audrey Caire, Gloria Hoye, Estelle Omens, Bob O’Connell, Reid Cruickshanks. Producción: David Gil. Duración: 107 minutos.