Desde que la industria cultural “descubriese” el mercado adolescente allá lejos en los años 50 del Siglo XX, cuando las figuras de James Dean y Marlon Brando más los nacientes rock y pop a ambas orillas del Océano Atlántico -y luego el hippismo y los embates de la contracultura- demostraron que había una franja etaria muy desatendida, los productos empaquetados han sido una constante en un mainstream que se la pasa diseñando películas, canciones, libros y obras de teatro para el suculento segmento del mercado de los jóvenes adultos, mina de oro en potencia porque a esa edad el bípedo promedio es más manipulable que nunca y cuenta con el dinerillo suficiente para ya dejarse controlar por los mandatos del marketing y la publicidad. Si nos concentramos de manera específica en la industria de la música, ésta desde aquella modernidad de los 50 viene copiándole -palabras más, palabras menos- el modelo estético de negocios a Hollywood porque una y otra vez busca unificar intérpretes considerados lindos, lo vendible según los popes del rubro, con un contenido pegadizo y liviano para las masas, nuevamente lo vendible según los oligarcas lelos de la mercadotecnia, un panorama que desde ya genera un desfasaje porque las dos comarcas no suelen estar marcadas por el talento y así se optó de modo tácito y muy general por volcar la sinceridad hacia el rock y la pantomima artificial hacia el pop, amén de contratar a un ejército de músicos y cantantes sesionistas para “rellenar” los baches de los carilindos en las grabaciones, algo que por cierto se extiende hasta el Siglo XXI mediante el Auto-Tune, un software que corrige las atrocidades vocales de las fachadas del producto cual amalgama de profesor de canto y cantante explícito de reemplazo. En este sentido, sinceramente no hay mucha diferencia a nivel esencial entre una banda de probeta que siempre hizo en vivo playback/ sincronía de labios o un solista que utiliza una catarata de productores en cada canción de su álbum o una agrupación que nace en la típica competencia de un reality show de TV o el esquema sin duda más antiguo de todos, ese de los girl groups y las boy bands, léase colectivos de variada índole creados por un único productor siempre todopoderoso.
El escándalo de fines de los 80 e inicios de los 90 alrededor de Milli Vanilli, aquel dúo del francés Fab Morvan y el alemán Rob Pilatus, pone al descubierto el nivel de hipocresía de la industria cultural posmoderna porque los muchachos eran apenas la punta del iceberg de una cadena de complicidades que se entiende al repasar la historia en su conjunto: Pilatus y Morvan eran un par de bailarines de pocos recursos que solían trabajar también de modelos y cantantes ocasionales hasta que fueron fichados por el productor germano Frank Farian, conocido por haber fabricado un ensamble de música disco llamado Boney M. que fue muy exitoso en todo el mundo durante la segunda mitad de los 70 salvo en yanquilandia, por ello estaba obsesionado con ingresar al mercado norteamericano con una obra que combinase el pop, el hip hop y el rhythm and blues utilizando su táctica creativa/ comercial de siempre, eso de lanzar un cover con producción grasienta de un tema desconocido con pasta de hit, así las cosas el señor y su asistente/ pareja, Ingrid Segieth, logran un enorme e inesperado éxito internacional con el single Girl You Know It’s True, una reinterpretación de la canción homónima de 1987 de la ignota banda estadounidense Numarx, punto de partida para un contrato con Arista Records y el lanzamiento del álbum All or Nothing (1988) y su versión yanqui, Girl You Know It’s True (1989), no obstante el proyecto se cae a pedazos -justo luego de ganar en 1990 un hilarante Grammy al Mejor Artista Nuevo- debido al hecho de que los acentos de los dos jóvenes negros delataban que no habían cantado nada del disco, responsabilidad que cayó en los profesionales Brad Howell, John Davis y Charles Shaw y las hermanas coristas Jodie y Linda Rocco, por ello el rumor fue creciendo en la esfera pública, el dúo de Milli Vanilli exigió cantar en la segunda placa y Farian optó por decir la verdad ante la prensa, lo que provocó una condena social que en realidad sólo padecieron Pilatus y Morvan a pesar de que el productor y esa Arista del magnate Clive Davis fueron cómplices fundamentales de la estafa, llegando incluso a la movida ridícula y demencial de borrar los masters del disco Girl You Know It’s True símil proto cultura de la cancelación.
La película de turno sobre el episodio de fraude más sonado de la historia musical reciente, Girl You Know It’s True (2023), escrita y dirigida por el alemán Simon Verhoeven, hace bien todo lo que el Hollywood contemporáneo hace muy mal en el terreno saturado de las biopics ya que maneja la sinceridad y la impostación con la misma maestría y además no maquilla el costado estrafalario de semejante show o caso de “la gallina de los huevos de oro”, uno que quizás sí llevó un paso más allá la mentira estándar del pop pero sin que ello resulte tan doloroso para el público descerebrado del mainstream, acostumbrado a consumir basura y afirmar que son joyas incomprendidas. Si bien el film deja de lado el grueso de los acontecimientos posteriores, como los sucesivos y fallidos intentos de retorno por parte de todos los involucrados, primero del tremendo Farian con los músicos reales vía el disco The Moment of Truth (1991), del colectivo bautizado The Real Milli Vanilli y Try ‘N’ B para el mercado norteamericano, segundo cortesía de los breakdancers a través de la placa Rob & Fab (1993), después con un álbum muy tardío con Farian produciendo y Morvan y Pilatus de hecho cantando, Back and In Attack (1998), trabajo que terminó inédito/ cancelado a raíz del repentino fallecimiento por sobredosis de pastillas y alcohol de Rob en aquel 1998 a sus 33 años de edad, y finalmente mediante el disco solista de Fab, Love Revolution (2003), lo cierto es que la realización es una faena muy divertida que concentra casi toda su energía narrativa en la segunda mitad de los 80 y el período más álgido del asunto y su exposición a la vista de todos, entre 1989 y 1991, sin embargo el énfasis está sutilmente más volcado al protagonista con destino trágico, Pilatus (Tijan Njie), por sobre su compañero de correrías, Morvan (Elan Ben Ali), quienes se mudan a Estados Unidos y hacen la mímica en vivo de hits imparables como el del título o Baby Don’t Forget My Number, Girl I’m Gonna Miss You y Blame It on the Rain mientras Farian (Matthias Schweighöfer) y su mano derecha, Segieth (Bella Dayne), cocinaban todo en Alemania con Howell (David Mayonga), Davis (Samuel S. Franklin) y las dos hermanas Rocco (Bonita Lubliner y Ramona Gianvecchio).
Por supuesto que el enfoque ideológico tiene mucho de autoparodia símil The Great Rock ‘n’ Roll Swindle (1980), aquel mockumentary de Julien Temple acerca de Sex Pistols y su manager Malcolm McLaren, ahora de la mano de las reiteradas interpelaciones a cámara de la doble cara visible de Milli Vanilli y el arquitecto musical y testaferro de los creadores en las sombras, Farian, pero como hablamos de una odisea para el gran público hay una suerte de equilibrio en el relato entre por un lado la necesidad de Arista y el manager Benny Dorn (Ashley Dowds) de exprimir el producto antes de que se esfume, de hecho tragado por una verdad que eventualmente siempre destruye la ilusión, y por el otro lado el problema ético del dúo de bailarines, con cataclismos como la pista saltando en un show de 1989 y lo mal que lleva la fama el huérfano/ adoptado por padres germanos Pilatus, primero cocainómano exacerbado, después cayendo en un engaño por parte de un sujeto que se hacía pasar por su padre, Andrew Harrison (Cornell Adams), y en las postrimerías del delirio derrapando en comportamientos de divo tiránico y en el crimen para sostener sus adicciones y su “gran sueño de regreso”. La perspectiva autoconsciente y astuta de la película y el hecho de que sea alemana aunque hablada en su mayoría en inglés, para venderla en todo el mundo y en especial en yanquilandia, funciona como una ironía brillante que reproduce la farsa detrás de Milli Vanilli y buena parte de la cultura pedestre y prefabricada desde los años 80 en adelante, incapaz de transmitir algo más allá de la levedad y el entretenimiento pasatista para lobotomizados que siempre promedian todo hacia abajo, amén de la discográfica y el manager -Farian, por su parte, nunca los abandonó del todo- saltándoles las manos desde el fariseísmo anteriormente señalado. Verhoeven, un especialista en comedias muy conocido en su país natal, se toma algunas libertades creativas, consigue actuaciones soberbias y sólo en el último acto abusa del sentimentalismo, ofreciendo en suma un retrato tragicómico de una burbuja de chatarra a punto de estallar que condimenta y a veces supera en capacidad descriptiva a Milli Vanilli (2023), el buen documental para Paramount+ de Luke Korem…
Girl You Know It’s True (Alemania/ Sudáfrica/ Francia/ Estados Unidos, 2023)
Dirección y Guión: Simon Verhoeven. Elenco: Elan Ben Ali, Tijan Njie, Matthias Schweighöfer, Bella Dayne, David Mayonga, Samuel S. Franklin, Bonita Lubliner, Ramona Gianvecchio, Ashley Dowds, Cornell Adams. Producción: Kirstin Winkler, Max Wiedemann y Quirin Berg. Duración: 124 minutos.