A pesar de que el primer rol importante en la carrera de Jennifer O’Neill como actriz es sin duda Río Lobo (1970), aquel fiasco del fascistoide Howard Hawks que terminó siendo su última película a pura redundancia porque es una fotocopia involuntariamente risible de Río Bravo (1959) y El Dorado (1966), a su vez estas dos últimas lo único rescatable de la etapa tardía de Hawks, lo cierto es que la popularidad en serio de la señorita llegaría recién con su siguiente propuesta, Verano del 42 (Summer of 42, 1971), obra lírica dirigida por Robert Mulligan y escrita por Herman Raucher que se transformaría en un enorme éxito de taquilla en su momento al punto de sorprender al estudio en cuestión, Warner Bros., el cual en una típica jugada hollywoodense de soberbia y tacañería evitó pagarle a Raucher por el guión y en cambio le permitió quedarse con los derechos intelectuales/ de autor del texto y le otorgó un diez por ciento de los dividendos en taquilla, amén del encargo de una novela inspirada en la película que se terminaría convirtiendo en un bestseller monumental incluso antes del estreno propiamente dicho del film, de allí que tantas veces se confunda/ niegue el formato original de la historia, el guión cinematográfico primigenio. O’Neill, en el Siglo XXI sobre todo recordada por la presente faena y su trilogía de terror, aquella de La Reencarnación de Peter Proud (The Reincarnation of Peter Proud, 1975), de J. Lee Thompson, Siete Notas en Negro (Sette Note in Nero, 1977), clásico de Lucio Fulci, y Scanners (1981), de David Cronenberg, fue también conocida en su época por una vida más que agitada que incluyó varios intentos de suicidio, dos semanas en coma, una fractura de cuello y columna en un accidente ecuestre, un choque automovilístico posterior muy serio, nueve matrimonios y tres hijos con tres hombres distintos, depresión posparto, algo de terapia de electroshock en un centro psiquiátrico, el casamiento con un gay de clóset, el abuso sexual de otro de sus maridos sobre su primera hija, Aimee, el alejamiento con respecto a la chica porque en su momento no le creyó y finalmente su “renacimiento” como cristiana fanática a fines de los 80 y su patética militancia antiabortista y en pos de la abstinencia sexual desde entonces.
Antes de entregarse a una retahíla de películas para TV durante las dos décadas siguientes, la ex modelo aprovechó su celebridad durante los años 70 y así trabajó con Otto Preminger en Extraña Amistad (Such Good Friends, 1971), con aquel Blake Edwards en Diagnóstico: Asesinato (The Carey Treatment, 1972), con Luigi Zampa en Gente de Respeto (Gente di Rispetto, 1975) y con Luchino Visconti en su último film, El Inocente (L’Innocente, 1976), además de trabajos mediocres pero disfrutables como Caravanas (Caravans, 1978), de James Fargo, y El Exterminador (A Force of One, 1979), de Paul Aaron. Es en Verano del 42, de una forma similar aunque en un contexto opuesto con respecto al de Siete Notas en Negro, que la intérprete es objeto de un raudo proceso de romantización cinematográfica que maximiza su belleza, hoy más que nunca mitologizada porque en el opus de Mulligan representa el súmmum del ideal erótico masculino de corta edad o más bien una amalgama de condiciones que abarcan su rol tácito de amiga/ madre/ amante/ diosa/ tótem sensual del protagonista, Hermie, alter ego demasiado literal de un Raucher que empezó escribiendo la historia con la idea de homenajear a un amigo de la pubertad que sería médico y fallecería en la Guerra de Corea, Oscar “Oscy” Seltzer, y después se arrepintió y decidió concentrarse en su primera experiencia romántica, teniendo 15 años, con una mujer casada que mutaría en viuda porque el marido moriría en la Segunda Guerra Mundial, Dorothy. Hermie (Gary Grimes), precisamente en el verano de 1942 al que apunta el título, vacaciona junto a su familia como todos los años en la Isla de Nantucket, en el Estado de Massachusetts, y pasa el tiempo con sus dos amigos de parentelas vecinas, Oscy (Jerry Houser) y Benjie (Oliver Conant), mientras leen/ miran con fascinación un libro médico con fotografías sexuales que trae el nerd de Benjie y mientras los dos mejores amigos, el bromista Oscy y el reflexivo Hermie, tratan de acercarse a chicas de su edad, la putona Miriam (Christopher Norris) y la tímida Aggie (Katherine Allentuck), esta última una especie de “preparación” para sumar experiencia y ya encomendarse al verdadero interés del protagonista, Dorothy (O’Neill).
El guión de Raucher, como decíamos antes después novelado bajo pedido de la Warner Bros. y metamorfoseado en una trama similar que corre el foco desde la gesta libidinosa hacia la sutil amistad con Oscy, está construido alrededor de secuencias que siempre giran alrededor de lo mismo como si el tiempo, al igual que la adolescencia, estuviese petrificado a ojos del protagonista y sus amigos de la isla, por ello la necesidad típicamente masculina de perder la virginidad, representada en el brío del personaje del histriónico Houser, choca tanto con la infancia aún presente, simbolizada desde ya en Benjie, como con el “costado sensible” del mundo de los varones, uno que en pantalla encarna Hermie y que en muchas ocasiones sociales se niega porque se vincula a la creación de relatos y/ o trayectorias del corazón semejantes al fluir femenino, considerado denigrante o banal dentro de la fauna masculina ortodoxa aunque fundamental para sustentar en el tiempo cualquier relación romántica basada en el respeto y el cariño recíprocos. En este sentido la película puede leerse como una anti epopeya adolescente imbécil de aquellos años 80 porque su impronta adulta, preciosista e inteligente trabaja la misma temática de las odiseas de aprendizaje o bildungsroman o coming-of-age de la década posterior, centradas en púberes cachondos, pero ahora haciendo énfasis en la melancolía del paso del tiempo, un recurso exacerbado vía un narrador que abre y cierra la crónica (voz del propio Mulligan), y además aceptando la quimera y disfrutando todo lo que dure en la mente de Hermie, quien por el deseo y su enamoramiento a la distancia opta por ilusionarse con la posibilidad de que la veinteañera Dorothy se muestre interesada en él a pesar de que evidentemente está enamorada de su marido (Walter Scott), miembro de las Fuerzas Armadas que se marcha hacia su eventual óbito en la Segunda Guerra Mundial y le deja el “terreno libre” a la criatura de Grimes, el cual un día la ayuda con unas bolsas del supermercado, otra jornada le sube unas cajas al ático y una noche la visita sin más y la descubre afligida por un telegrama informando la muerte del esposo en Francia, lo que genera que bailen entre el dolor y se abracen y besen.
Mulligan, gran especialista en la dimensión más compleja o frágil de la intimidad y de lo público problemático, como lo demuestran Matar a un Ruiseñor (To Kill a Mockingbird, 1962), Desliz de una Noche (Love with the Proper Stranger, 1963), esa El Último Intento (Baby the Rain Must Fall, 1965), Luz de Esperanzas (Up the Down Staircase, 1967), El Otro (The Other, 1972), El Año que Viene a la Misma Hora (Same Time, Next Year, 1978) y El Hombre de la Luna (The Man in the Moon, 1991), entre otras, en Verano del 42 por un lado recupera sus latiguillos de siempre, en sintonía con un tono nostálgico y etéreo, un ritmo narrativo pausado, ese minimalismo expresivo marca registrada salvo alguna que otra sobreactuación, aquellos devaneos con las expectativas poco realistas de los personajes, una coyuntura bucólica paradisíaca y la infaltable reflexión acerca del crecimiento y en especial las distintas fases de la vida, y por el otro lado establece una triple distancia en perspectiva, en primer lugar la más simple que abarca la edad y el género sexual, por ello la adoración masculina no comprende la cortesía rosa, y en segunda instancia viene la contraposición entre la realidad y el acartonamiento hollywoodense, algo que el director lee desde el punto de vista nihilista del Nuevo Hollywood y aplica en la escena de la sala de cine, cuando los púberes se toquetean mientras Bette Davis y Paul Henreid, protagonistas de La Extraña Pasajera (Now, Voyager, 1942), de Irving Rapper, continúan histeriqueando su atracción. Con un excelente soundtrack de Michel Legrand y un buen desempeño de Grimes, quien se especializaría en westerns, se retiraría a mediados de los 70 e incluso participaría en Clase del 44 (Class of 44, 1973), muy floja secuela de Paul Bogart, el film exprime con astucia el extraordinario encanto de O’Neill, actriz que denunciaría una cuasi remake combinada con Clase del 44, Perder el Pasado (Stealing Home, 1988), bodrio de Steven Kampmann y William Porter, y aquí componiendo a una ninfa herida y bastante pedófila que justifica el endiosamiento romántico y este secreto o trauma erótico inaugural, ya que Hermie nunca le comenta a Oscy qué ocurrió en la velada con Dorothy, todo en el contexto de una gesta que será citada por Stanley Kubrick, un admirador confeso, en El Resplandor (The Shining, 1980) y que se pasea por tópicos adyacentes como la soledad, la inmadurez, la represión comunal, la vergüenza, el aburrimiento, la torpeza, el duelo, la curiosidad, las fantasías, el compañerismo y la triste costumbre del ser humano de siempre dar todo por sentado para después llorar cuando la praxis irrumpe o se pierde al ser querido. Claramente el pudor de Mulligan le impide mostrar las caricias en la sala de cine y la desnudez en las sesiones sexuales en la playa entre los chicos y en el hogar de ella con el joven, según Raucher un affaire platónico por más que en pantalla se sugiera lo contrario, sin embargo el realizador se hace un festín -y en términos prácticos compensa el faltante voluptuoso- con la graciosa secuencia de la compra de los preservativos en la farmacia, uno de los mejores momentos del séptimo arte picaresco de entonces por las idas y vueltas de Hermie frente al dueño del negocio (Lou Frizzell). Raucher, responsable también de Siga ese Ensueño (Follow That Dream, 1962), de Gordon Douglas, Dulce Noviembre (Sweet November, 1968), de Robert Ellis Miller, ¿Podrá Heironymus Merkin Olvidar alguna vez a Mercy Humppe y Encontrar la Verdadera Felicidad? (Can Heironymus Merkin Ever Forget Mercy Humppe and Find True Happiness?, 1969), de Anthony Newley, Watermelon Man (1970), de Melvin Van Peebles, Sublime Amor Juvenil (Ode to Billy Joe, 1976), de Max Baer Jr., y Más allá de la Medianoche (The Other Side of Midnight, 1977), de Charles Jarrott, reincide en obsesiones suyas como el amor maltrecho, las cicatrices bélicas y el angustioso salto hacia la adultez y de hecho considera que el sexo, como tantas otras prácticas fetichizadas, termina rutinizado y opacado por un dolor irreparable que se come al verano cual etapa furiosa que reclama la consolidación del florecimiento de la primavera, de allí se explica el núcleo irrefrenable de una libido que a su vez parece insinuar el caos de esa violencia bélica implícita de fondo…
Verano del 42 (Summer of 42, Estados Unidos, 1971)
Dirección: Robert Mulligan. Guión: Herman Raucher. Elenco: Jennifer O’Neill, Gary Grimes, Jerry Houser, Oliver Conant, Katherine Allentuck, Christopher Norris, Lou Frizzell, Walter Scott, Maureen Stapleton, Robert Mulligan. Producción: Richard A. Roth. Duración: 104 minutos.