Johnny Got His Gun

El vacío nos grita

Por Emiliano Fernández

Más allá de ser una de las obras maestras eternas del cine antibélico y de izquierda, Johnny Got His Gun (1971) es también una de las películas de angustia existencial más viscerales y profundas que haya dado el séptimo arte en toda su historia, un tesoro discursivamente de lo más insólito y sutil porque en vez de privilegiar la denuncia en torno a las motivaciones ideológicas de las contiendas armadas de ayer, hoy y mañana, léase la manipulación política/ social y el infaltable imperialismo económico, el film en cambio opta por enfatizar su mensaje pacifista mediante los efectos concretos que generan las barrabasadas bélicas, nos referimos a esos cadáveres y amputados/ incapacitados que se acumulan a montones producto de invasiones y refriegas inútiles a lo ancho del globo. Otro detalle que suma excepcionalidad es que hablamos de la única propuesta como director del legendario Dalton Trumbo, uno de los guionistas más importantes de Hollywood del Siglo XX y responsable de las historias de films como Treinta Segundos sobre Tokio (Thirty Seconds over Tokyo, 1944), La Princesa que Quería Vivir (Roman Holiday, 1953), El Niño y el Toro (The Brave One, 1956), Espartaco (Spartacus, 1960), Éxodo (Exodus, 1960), Los Valientes Andan Solos (Lonely Are the Brave, 1962), El Hombre de Kiev (The Fixer, 1968), Los Centauros (The Horsemen, 1971), Acción Ejecutiva (Executive Action, 1973) y Papillon (1973).

 

La trama nos presenta el trágico devenir de Joe Bonham (gran labor de Timothy Bottoms), un muchacho que influido por la propaganda nacionalista yanqui -esa que tanto penetra en la sociedad reaccionaria e infantiloide/ crédula del norte- se enlista como voluntario en las Fuerzas Armadas durante la Primera Guerra Mundial, seis meses exactos antes de ser llamado formalmente por el aparato estatal. A pesar de los ruegos de su novia Kareen (Kathy Fields) para que no se vaya, el joven es destinado al frente europeo y así termina en una situación bien bizarra que sintetiza de maravillas el tono narrativo por antonomasia de la epopeya, siempre entre lo mundano, lo satírico y lo brutal: al mando de un militar inglés, el Cabo Timlon (Eric Christmas), y por capricho de un superior de este último, es obligado a salir de las trincheras durante la noche junto a su destacamento para enterrar a un alemán muerto que estaba pudriéndose en las cercanías y apestando el lugar, una situación muy peligrosa por la constante andanada enemiga que deriva en un balazo en el trasero de Timlon mientras recitaba letanías bíblicas delante de la tumba, a posteriori en una huida general de los hombres bajo fuego de artillería y finalmente en la desesperación de un Joe que se refugia en posición fetal -con el objetivo de protegerse los genitales- en el cráter dejado por una bomba previa, aun así segundos después le cae una carga explosiva encima.

 

Con sus cuatro extremidades amputadas y con una cabeza que perdió sus ojos, nariz, orejas, mandíbulas y lengua, el protagonista conserva sus facultades cognitivas intactas pero la privación de los sentidos de la vista, el olfato, el oído y el gusto lo transforman en un triste prisionero de su propio cuerpo, un “torso viviente” que para colmo es completamente despersonalizado por los médicos militares encargados de su caso, con el Coronel Tillery (Eduard Franz) como máximo exponente, quien considera -sin ninguna justificación fehaciente- que el cerebro del muchacho se dañó irreparablemente y por ello se transformó en una especie de máquina inerte incapaz de raciocinio y sentimientos, y es así que decide conservarlo con vida en un hospital del ejército para estudiar el desarrollo posterior del atribulado paciente. Refugiándose en recuerdos varios de su niñez y adolescencia junto a su padre (Jason Robards) y madre (Marsha Hunt) y en alucinaciones pesadillescas inducidas por la colección de drogas que le inyectan en su sistema, Bonham es alimentando por sonda, posee su rostro tapado por una máscara y está confinado en un cien por ciento a su cama, de la que jamás lo sacan a lo largo de muchos meses. Eventualmente la confusión entre realidad y ficción onírica producto de la incomunicación y los tranquilizantes se quiebra cuando una bella enfermera de corte humanista (Diane Varsi) intenta hablar con él “dibujándole” letras en su pecho para aprovechar el único sentido no afectado por la carnicería del frente europeo, el tacto, y a posteriori Joe consigue dialogar con el exterior vía Código Morse moviendo su cabeza con furia e insistencia, sin embargo las autoridades militares desoyen su ruego de poder salir al exterior y ser exhibido en una urna de cristal como una muestra de los “subproductos” de la guerra, ni siquiera concediéndole su pedido de finiquitar de una vez por todas con su vida para alcanzar una paz psíquica tan necesaria.

 

Trumbo se sirve magistralmente de los recursos cinematográficos y los combina a pura experimentación visual/ sonora desde un minimalismo de una esplendorosa eficacia, reservando el blanco y negro para las escenas de ese presente terrorífico en el nosocomio donde está internado el protagonista y el color para los flashbacks, las reminiscencias nostálgicas, los sueños y los episodios surrealistas a nivel macro, jugando asimismo con distintos niveles de saturación e iluminación para cada uno de ellos y complementándolos con soliloquios de gran lirismo y astucia por parte del joven. Este contraste permanente entre el horror -sin maquillaje alguno- de los corolarios de la guerra y el sustrato paródico del andamiaje onírico también está administrado con suma inteligencia por el realizador y guionista, aquí adaptando su novela homónima de 1939, ya que consigue un excelente equilibrio entre por un lado la arremetida retórica inconformista a través del sinceramiento nacional extremo y por otro lado la mordacidad subyacente en escenas muy graciosas como la de la partida de póker de los soldados con Jesucristo (Donald Sutherland) y aquella otra en la que el susodicho trata de ofrecerle infructuosamente a Bonham algún tipo de paliativo o “válvula de escape” de su situación (se sabe que las dos secuencias fueron colaboraciones entre Trumbo y nada menos que Luis Buñuel, quien introdujo su extraordinaria ironía anticlerical para empalmarla con la infancia de impronta cristiana del lisiado, de por sí otra de las obsesiones conceptuales de siempre del español). La película no sólo ridiculiza al chauvinismo detrás de las gestas bélicas en tanto excusa para la manipulación masiva, sino que además saca a relucir el trasfondo ridículo en esta coyuntura de nociones esgrimidas por los gobernantes -y repetidas por el vulgo cual loros sumisos- como libertad, justicia y democracia, todas pavadas abstractas frente a la carne talada y la tortura psicológica sin fin.

 

Sin duda el núcleo fundamental del convite pasa por esa antigua diatriba del pacifismo y la contracultura centrada en el hecho de que las guerras las llevan adelante los jóvenes y las conducen los viejos en el poder a pura hipocresía y cobardía, como si se tratase de patrones de estancia, mafiosos capitalistas o cualquier otro déspota de cotillón que recurre a sicarios semi esclavizados y con el cerebro lavado por la derecha para cometer los genocidios que sean necesarios en función del consolidamiento definitivo de una posición hegemónica y/ o la ampliación de sus riquezas (y ni hablar del caso norteamericano y de las potencias europeas, cuyos conglomerados armamentistas están en estrecha relación con los testaferros políticos en los partidos que se reparten la torta pública). Precisamente, el opus de Trumbo, uno de los “Diez de Hollywood”, aquella primera lista negra de Estados Unidos en tiempos mccarthistas de caza de brujas y hostigamiento paranoico anticomunista, examina un anhelo de larga data de todos los energúmenos neoliberales vinculado a la robotización de los soldados -aquí enmarcada en escenas surrealistas explícitas y en la misma existencia de Bonham en el hospital cual conejillo de indias- con vistas a volcar la ecuación de costo/ beneficio en favor del gran capital, planteo basado en el sueño húmedo derechoso de que las “unidades de combate” dañadas puedan ser devueltas al frente cuanto antes para continuar con la masacre de turno, una misión en la que Joe colabora de manera compulsiva mediante el monitoreo de su calamitoso estado presente. Esta locura social plutocrática y su falta de piedad, sensatez o una mínima ayuda que permita aliviar el martirio en cuestión encuentran su correlato en el mismo título del film, el cual parafrasea a Over There, una canción de 1917 de George M. Cohan que funcionó como un patético leitmotiv de las mega campañas propagandísticas de alistamiento de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial y en el Segunda: así las cosas, dicha composición comienza con el verso “Johnny, get your gun” (“Johnny, toma tu fusil”) que aquí muta en pasado porque el “Johnny got his gun” (“Johnny tomó su fusil”) de Trumbo subraya las catástrofes en vidas perdidas y arruinadas a raíz de la dialéctica belicista promedio de los países centrales, concluyendo en primera instancia que la eutanasia debería estar permitida, sin estupideces ni fariseísmos médicos/ institucionales/ gubernamentales de por medio, y en segundo término que las víctimas de las políticas imperialistas -desde el mismo olvido o vacío negruzco donde se hallan- gritan su verdad hasta hacerse oír/ respetar, casi siempre pereciendo en el intento…

 

Johnny Got His Gun (Estados Unidos, 1971)

Dirección: Dalton Trumbo. Guión: Dalton Trumbo y Luis Buñuel. Elenco: Timothy Bottoms, Jason Robards, Donald Sutherland, Kathy Fields, Diane Varsi, Marsha Hunt, Eric Christmas, Eduard Franz, Charles McGraw, Don Barry. Producción: Bruce Campbell. Duración: 111 minutos.

Puntaje: 10